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El imperio de la Inca, Summaries of Interior Design

A chronic about the peculiar case of a peruvian soft drink Inca Kola, and its longevity and dominance, even against international drink brands

Typology: Summaries

2023/2024

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EL IMPERIO
DE LA INCA
Color a orina y sabor a chicle.©Inca Kola
Todos hemos sido sedientos de una bebida desde el nacimiento.
Pero ni agua ni leche: ésta es la historia sentimental de cómo Inca
Kola, una gaseosa amarilla y melosa, derrotó a la Coca-Cola,
la negra y arrogante soberana. ¿Cómo una bebida tan dulce
puede llegar a ser parte del melodrama nacional del Perú?
– Marco Avilés y Daniel Titinger –
Color orina y sabor a chicle. Él no
lo dijo, pero quizá lo pensó. Muchos lo piensan.
En abril de 1999, el recién llegado a Lima
presidente del directorio de The Coca-Cola
Company, M. Douglas Ivester, tuvo que probar
en público –para el público– la gaseosa que los
peruanos preferían. Entrevista de rigor. La prensa esperaba el
trago definitivo. Él no lo dijo, pero quizá lo pensó: la bebida ga-
seosa más bebida en todo el mundo había sido derrotada, lejos
de casa, por una desconocida. El brindis fue la claudicación:
Coca-Cola no podía competir con Inca Kola, así que sacó la bi-
lletera y la compró. Perder, comprar, todo depende del envase
con que se mire. Lo cierto es que la compañía que había hecho
añicos a la Pepsi en Estados Unidos, y que en menos de una
semana desbarató el imperio de esta bebida en Venezuela, que
facturaba más de diez mil millones de dólares al año, que
pudo conquistar el enorme mercado asiático, que auspiciaba
en exclusiva los mundiales de futbol y las olimpiadas, que
distribuía botellas etiquetadas en más de ochenta idiomas,
que alguna vez hizo de Buenos Aires la ciudad más cocacolera
del mundo, que se había adueñado de Columbia Pictures, que
estuvo a punto de comprar American Express, que fue publici-
tada por The Beatles y Marilyn Monroe, y que hacía que el em-
perador de Etiopía, Haile Selassie, subiera a su avión sólo para
ir a comprarla a países vecinos, es decir, la Coca, nunca logró
convencer del todo el paladar de un país tercermundista lla-
mado Perú. Primera plana del día siguiente: “Presidente de
Coca-Cola brinda con Inca Kola”. Goliat arrodillándose ante
David luego de la pedrada en la frente.
El gigante maquilló bien la herida. M. Douglas Ivester
tomó Inca Kola con una enorme sonrisa: el sabor dulce de la
derrota. ¿Dulce? “Demasiado. La gaseosa es horrible, no me
gusta”, respondió Gregory Luboz, francés en el Perú, una de las
preguntas que lanzamos por Internet. “It’s bubble gum. How do
you like that thing?”, escupió Ingrid, asqueada, desde Alemania.
“Una rara avis, por su color y sabor indefinible”, escribió el
catalán Óscar del Álamo en su estudio La Fórmula mágica de
Inca Kola para el Institut Internacional de Governabilitat de
Catalunya. Pero esa “uncommon cola” sobre la que previene la guía
de viajes South America, editada en Estados Unidos, despunta
con el cincuenta y uno por ciento las estadísticas de preferencia
de gaseosas en el Perú. Mientras, Coca-Cola, always, más abajo,
tiene un treinta y nueve por ciento. Pepsi (y su vergonzoso dos
por ciento) no existe. Años atrás, la cadena de comida rápida
McDonald’s demostró, divorciándose de su eterna compañera,
que el Perú sólo tenía ojos para una bebida gaseosa. Surgió el
matrimonio Big Mac-Inca Kola. Empezaban los años noventa
y los chifas –restaurantes de comida chino-peruana, la de
mayor oferta en Lima– tuvieron que cambiar sus contratos
de exclusividad en vista de la avalancha amarilla. “Coca-Cola
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EL IMPERIO

DE LA INCA

Color a orina y sabor a chicle.©Inca Kola

Todos hemos sido sedientos de una bebida desde el nacimiento.

Pero ni agua ni leche: ésta es la historia sentimental de cómo Inca

Kola, una gaseosa amarilla y melosa, derrotó a la Coca-Cola,

la negra y arrogante soberana. ¿Cómo una bebida tan dulce

puede llegar a ser parte del melodrama nacional del Perú?

  • Marco Avilés y Daniel Titinger –

C

olor orina y sabor a chicle. Él no lo dijo, pero quizá lo pensó. Muchos lo piensan. En abril de 1999, el recién llegado a Lima presidente del directorio de The Coca-Cola Company, M. Douglas Ivester, tuvo que probar en público –para el público– la gaseosa que los peruanos preferían. Entrevista de rigor. La prensa esperaba el trago definitivo. Él no lo dijo, pero quizá lo pensó: la bebida ga- seosa más bebida en todo el mundo había sido derrotada, lejos de casa, por una desconocida. El brindis fue la claudicación: Coca-Cola no podía competir con Inca Kola, así que sacó la bi- lletera y la compró. Perder, comprar, todo depende del envase con que se mire. Lo cierto es que la compañía que había hecho añicos a la Pepsi en Estados Unidos, y que en menos de una semana desbarató el imperio de esta bebida en Venezuela, que facturaba más de diez mil millones de dólares al año, que pudo conquistar el enorme mercado asiático, que auspiciaba en exclusiva los mundiales de futbol y las olimpiadas, que distribuía botellas etiquetadas en más de ochenta idiomas, que alguna vez hizo de Buenos Aires la ciudad más cocacolera del mundo, que se había adueñado de Columbia Pictures, que estuvo a punto de comprar American Express, que fue publici- tada por The Beatles y Marilyn Monroe, y que hacía que el em- perador de Etiopía, Haile Selassie, subiera a su avión sólo para ir a comprarla a países vecinos, es decir, la Coca, nunca logró

convencer del todo el paladar de un país tercermundista lla- mado Perú. Primera plana del día siguiente: “Presidente de Coca-Cola brinda con Inca Kola”. Goliat arrodillándose ante David luego de la pedrada en la frente. El gigante maquilló bien la herida. M. Douglas Ivester tomó Inca Kola con una enorme sonrisa: el sabor dulce de la derrota. ¿Dulce? “Demasiado. La gaseosa es horrible, no me gusta”, respondió Gregory Luboz, francés en el Perú, una de las preguntas que lanzamos por Internet. “ It’s bubble gum. How do you like that thing? ”, escupió Ingrid, asqueada, desde Alemania. “Una rara avis , por su color y sabor indefinible”, escribió el catalán Óscar del Álamo en su estudio La Fórmula mágica de Inca Kola para el Institut Internacional de Governabilitat de Catalunya. Pero esa “ uncommon cola ” sobre la que previene la guía de viajes South America , editada en Estados Unidos, despunta con el cincuenta y uno por ciento las estadísticas de preferencia de gaseosas en el Perú. Mientras, Coca-Cola, always , más abajo, tiene un treinta y nueve por ciento. Pepsi (y su vergonzoso dos por ciento) no existe. Años atrás, la cadena de comida rápida McDonald’s demostró, divorciándose de su eterna compañera, que el Perú sólo tenía ojos para una bebida gaseosa. Surgió el matrimonio Big Mac-Inca Kola. Empezaban los años noventa y los chifas –restaurantes de comida chino-peruana, la de mayor oferta en Lima– tuvieron que cambiar sus contratos de exclusividad en vista de la avalancha amarilla. “Coca-Cola

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marca de Inca Kola. El catalán Óscar del Álamo vino al Perú, tomó Inca Kola y sintió allí el sabor de la verbena. ¿Verbena? Planta aromática originaria de Europa mediterránea, de tallos erectos y cuadrados. Rara vez llega al medio metro de altura. A dosis prudentes baja la fiebre. Si se excede la dosis, provo- ca el vómito. Hicimos la prueba con Inca Kola. Demasiada coincidencia. Los libros advierten: “No confundir con la hierbaluisa”. Hierbaluisa: “Resulta un excelente insecticida y fumigatorio contra moscas y mosquitos”. Seguir investigando podría llevarnos por caminos insospechados. Allá vamos. –¿Hierbaluisa? ¿Verbena? Yo me inclinaría por el plátano –dijo el único de los Lindley que se atrevió a tocar el tema con la condición del anonimato. Y todos los caminos conducen a Coca-Cola. Preguntando por la Inca se llega a la Coca. Las relaciones públicas de la ama- rilla en el Perú las ve la negra. “Ni plátano ni nada. El ingre- diente no te lo va a dar nadie”, se ríe Hernán Lanzara, quien vela por la imagen de Coca-Cola en el imperio de la Inca. Si algo ha cuidado siempre la Coca es la fórmula secreta de sus más de ciento cincuenta bebidas gaseosas en todo el mundo. Coca, por supuesto, encabeza la lista del recelo. La 7X sólo ha corrido peligro una vez. 1985: Pepsi, líder en Estados Unidos. Roberto Goizueta, presidente de Coca-Cola, enloquece de pronto. Cambia el sabor de la gaseosa. La Nueva Coca ge- nera una cruzada nacional de indignación. Un jubilado de Seattle entabla una demanda judicial para que se revele la clásica 7X y así otros puedan fabricarla. Goizueta, arrinconado, resucita la negra de siempre. “No tiene coca, sólo cola de nuez y un saborizante hecho de hoja de coca descocainizada”, explica Lanzara. No revela nada nuevo. Su oficina flota en el piso once de un edificio de San Isidro, ese Manhattan limeño de rascacielos enanos. Y desde allí, el fiel escudero desinfla los rumores que siempre han circulado sobre su gaseosa. No tiene coca, repite. Mezclada con aspirina no produce efectos alucinógenos, no derrite filetes, no oxida objetos metálicos, no produce piedras en el estómago, no desatasca desagües, no sirve de espermicida. “Son ataques que se repiten desde hace veinte años y no tienen sustento”, dice Lanzara. El hombre termina su taza de café. Con cafeína. Piso once del edificio de San Isidro. En una pared roja de la recepción el logotipo de Coca-Cola ha cedido espacio al de Inca Kola. La entrometida merece un reconocimiento: “Sí, pues, la Inca va bien con las comidas”. Tampoco ahora Lanzara revela nada nuevo. Comida. Dos horas antes, el chifa Dragon Express soporta una marea de oficinistas en trance digestivo. Más afiches de dragones. Por allí hay dos reporteros de prensa. Llevan una libreta con preguntas para más tarde. ¿Por qué va bien con las comidas? ¿Por qué no se vende tanto en otros países? Uno de los periodistas elige un tallarín sal- tado. El otro, un pollo chijaukay. ¿Por qué la publicidad ha sido tan importante? ¿Por qué los peruanos la preferimos? Afuera, dos niños haraposos golpean un teléfono público para robarse unas monedas. ¿Acaso Coca-Cola la compró para arruinarla? Llegan los platos. Llegan las incakolas abiertas. Lo que en cualquier ciudad del mundo podría considerarse una

imposición, en Lima se toma de buena gana. Inca Kola sí o sí. Sólo después nos damos cuenta de lo que acaba de ocurrir: el estómago siempre opina con sinceridad. ¿Por qué Inca Kola? Comemos y respondemos. A uno le encanta el sabor dulce, el gas apenas perceptible, ese amarillo helado que abre el apeti- to. El otro no sabe por qué la toma. Nunca se había puesto a pensar en ello. ¿Identidad nacional? ¿Lucha contra el impe- rialismo yanqui? ¿Gastritis? La toma y punto, sin explicacio- nes. Dos más, heladas. Los niños dejan el teléfono y entran en el chifa. “Invita tu gaseosa, pe’ ”, llegan a decir antes de que el mozo los eche a patadas. Ya no hay ganas de comer. La cuenta, por favor. Ahora sí, dos horas después. Frente al edificio de Lanzara acaba de inaugurarse el restaurante La Chapa de Coca-Cola, émulo de La Esquina Coca-Cola en Ciudad de México y en Buenos Aires. Un lugar ideado por la compañía gringa para combinar comidas sólo con la Coca. Afiche en la puerta de entrada: tallarines con huacatay, pan con jamón y cebolla, torta de chocolate, botella de Coca-Cola. Adentro, dos empleados del local comparten su refrigerio en una mesa. Se ven aburridos. Son los únicos comensales.

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S

u sa na To r r e s e s una a rt i s ta p l á s t i ca , salvo cuando insiste en volver a ser la princesa Inca Kola. No habría historia decente sobre la sed amarilla sin citar a su fanática más artística. “Si van a escribir sobre Inca Kola no pueden dejar de hablar con Susana Torres”, nos advirtió alguien. Ahora ella pregunta si la queremos como la princesa Inca Kola para la fotografía. Entonces tendría que posar arrodillada, con un vestido largo de figuras de piedra y con las trenzas tan falsas como largas que le darían esa apariencia vaga de medusa incaica. Tendría, además, que elevar una mirada de ñusta embriagada, de princesa cuzqueña, y levantar en la misma dirección una botella de Inca Kola, plena de ella. “Si quieren hacemos así la foto”, grita Susana desde alguna parte de su casa. Antecedentes: página completa de la revista De- bate , editada en Lima. Full color. Susana Torres aparece como la princesa Inca Kola en todo su esplendor: ese vestido largo de figuras de piedra, trenzas negras, la botella alzada como si fuera un vaso inca ceremonial. En su casa de Chaclacayo, a una hora de Lima, Susana guarda un ejemplar de esa revista junto con una colección de botellas históricas de Inca Kola, recortes periodísticos sobre Inca Kola, un álbum editado por Inca Kola, publicidad de Inca Kola, la copia de uno de sus cuadros pop con motivos Inca Kola y una Coca-Cola Diet en el refrigerador. “Yo era adicta a la Inca Kola hasta que Coca-Cola la compró”, reniega la artista plástica. Sigue viendo Incas por todas par- tes. Llegó a pintar desde Gauguines acompañados por Inca Kola hasta ensayar una historia pop de esta gaseosa en el Tahuantinsuyo. Ahora, rumbo a una nueva exposición, amenaza con resucitar a la princesa Inca Kola disfrazándose de botella. De botella de Inca Kola sin helar. En resumen: Susana Torres está Coca-Cola. Una limeñísima forma de decir que alguien ha perdido la razón. Ahora la artista plástica está al teléfono. ¿Aló? Su voz es

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pausada y áspera, sin secuelas de ansiedad. Pudo librarse sentimentalmente de la adicción amarilla hace algunos años, y jura que ya no le hace falta. Desde entonces no se ha vuelto a levantar a las cuatro de la mañana para servirse un trago más, ni se ha desesperado ante la ausencia de una botella en la co- cina. Si algunos rastros le han quedado de esa adicción, son las formas y colores que aún desbordan en sus pinturas, y esa obstinación por recolectar todo lo que encuentra sobre Inca Kola o sobre cualquier cosa que se le parezca. Logotipo de la botica El Inca, etiquetas de pinturas Inca, de la librería El Inca, de Incafé. “Lo incaico es, en cierta forma, el paraíso terrenal, y la Inca Kola, su mayor exponente”, sentencia Susana Torres. Tenemos que ir a Chaclacayo, donde ella vive. Sobre el piso de la sala, su colección desperdigada de botellas antiguas de Inca Kola forma una especie de laberinto para hor- migas. Si a un bicho se le ocurriese atravesar los confines del jardín se estrellaría irremediablemente con incakolas. Suce- de lo mismo en tamaño natural. En su casa, por donde uno camina, tropieza con incakolas. En la pared, en los muebles. Amarillo y azul sobre el parqué, en los armarios, hasta en el altar improvisado bajo la chimenea. “Era adicta a la Inca Kola hasta que Coca-Cola la compró”. De aquella Susana Torres Inca Kola sólo queda la obra. Las exposiciones que vendrán. La comprobación tardía, según ella, de que la amarilla sabe a chicle. Ahora sí, dice ella: sabe a chicle. Desde que la Coca-Cola la compró, sí. Antes, su tranquilidad dependía de una dosis de un litro cada tarde y del siguiente pasaje de avión. Así fue. En su juventud, Susana Torres y su esposo se buscaban la vida en otros países. Y en esos países, buscaban Inca Kola. Y en la Inca Kola Susana buscaba su pasaje de vuelta al Perú. Argen- tina, Estados Unidos, países de Europa. “Era emocionante en- contrar por ahí una lata de Inca Kola”, recuerda ahora desde su cercana lejanía de Chaclacayo. Luego desempolva una bo- tella de su colección. Transparente. 1952: Un soberano inca de perfil en alto relieve. Lo que un amigo suyo encontró en la basura ya habría hecho llorar de melancolía a cualquier inca- kólico. No a ella. Si la guarda es para utilizarla en algún momento bajo la excusa del pop art , que no necesita excusas. El mismo fin que tendrán otras botellas bastardas. Gaseosas que han querido parecerse a la original y que ella encuentra en cualquier parte. En un basurero, en un parque, en la puer- ta de su casa. Cori Kola, Sabor de Oro, Triple Kola. Todas de color amarillo transparente y dulces, pero tristes remedos al fin de la amarilla mayor. La artista anda ahora tras la búsqueda de la Inga Kola, invento de un peruano en España que, según los enfermos de nostalgia, no es la misma, pero sabe igual. Ya lo dijo un psicólogo en el exilio: Inca Kola, afuera, duplica su valor emocional. Repasemos. Giannina, peruana desde Vancouver, Canadá: “Acá la venden en tres tiendas. A veces no encuentro ni una lata y me desespero”. Paola, desde Miami: “Se ha vuelto una necesidad tener que tomarla. Por suerte está en cualquier parte”. Brigitte, desde Alemania: “La consigues por Internet a 4.90 euros. Una locura”. Sí, ser adicto a la Inca, fue-

ra de su imperio, es una locura. Recuérdese sino a Susana Torres: se volvió Coca-Cola por culpa de la Inca Kola.

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A

f u e ra d e l a p l a n ta e m b ot e l l a d o ra d e la Inca, el antiguo distrito del Rímac sobrelleva su rutina castigado por el río inmundo que le da su nombre. Esqueletos de casonas desaliñadas, un puente virreinal a punto de caerse por los orines, una alameda de esculturas ausentes. Sólo los perros caminan tranquilos. Nadie les ro- ba. Se abre la puerta de la fábrica. Olor a caramelo guarda- do bajo el techo. Bajo esa techumbre, alguien va a contarles la historia de Inca Kola. Visita de rutina. Ernesto Lindley fue militar, pero ahora es jefe de Relaciones Públicas de la empre- sa. Fusila de aburrimiento al auditorio. Da fechas y más fe- chas. Hay que tomar asiento. Ernesto Lindley se para frente a la veintena de estudiantes universitarios y su profesor. En escena, lo acompaña una enorme botella amarilla inflada de aire, un puntero láser en su mano derecha, la secretaria marcando el ritmo de las diapositivas. Discurso de rigor. Manuscritos. 1910: la familia Lindley muda su vida de la Inglaterra industrial a un Perú en pañales. En un terreno de doscientos metros cuadrados fundan la Fábrica de Aguas Gasificadas Santa Rosa, de José R. Lindley e Hijos. El Rímac era entonces un barrio apacible de calles quietas. Buen lugar para vivir. De vez en cuando, el rumor del río se alte- raba por el trote de las mulas cargadas de alimentos. Diapo- sitiva siguiente: las primeras criaturas de Santa Rosa fueron Orange Squash, Lemon Squash, Kola Rosada. Que en paz descansen. Todo se hacía manualmente. Una botella por minuto. Un alumno de la segunda fila bosteza. Lindley no pierde la concentración. En 1918 compran una máquina semiautomática. Quince botellas por minuto. Asume la conducción José R. Lindley hijo. Otro bostezo reprimido por la mirada del profesor. La empresa familiar se transforma en sociedad anónima. El profesor también bosteza. La prehistoria de la Inca Kola, contada por él, suena tan fasci- nante como la de una fábrica de clavos. Más fechas y más bostezos. Ernesto Lindley anda ya por la década de 1930. Sería ideal una Coca-Cola con cafeína pa- ra despertar al auditorio. Coca-Cola. La negra ya vendía más de treinta millones de galones al año y empezaba a rebalsar su imperio desde Estados Unidos. Honduras, Gua- temala, México y Colombia sucumbían en el Tercer Mundo. El Perú aún no la tomaba, pero ya la veía en el cine: Johnny Weissmuller, Tarzán, el Hombre Mono, bebía Coca-Cola. Greta Garbo y Joan Crawford comparaban sus curvas con la botella. Pero en la fábula oficial que Lindley cuenta sobre la Inca Kola ese lobo no existe. El ex militar nunca menciona a la Coca. Diapositiva siguiente: Inca Kola se crea en 1934, pero se lanza un año después. 1935: primera estrategia. La fa- milia aprovecha los bombos y platillos del cuarto centenario de Lima para presentar en sociedad su gaseosa amarilla. Bo- tella verde transparente con un inca de perfil en la etiqueta. Sabor dulce, demasiado dulce. No fue amor a primera len-

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EL IMPERIO DE LA INCA

cigarrillo. El paisaje es la Universidad de Lima. Una cafe- tería. Se diría que Hevia es inofensivo hasta que tiene ra- zón: “Nosotros vemos comida por todas partes”. Nuestra jerga es casi un menú. Cuando vemos piernas, decimos “yu- cas”. Cuando vemos tetas, pensamos en “melones”. Cuando vemos traseros, imaginamos un “queque”. Nos hacemos “paltas” –así se llama en Perú al aguacate– cuando estamos en problemas. Metemos un “café” cuando alguien se equi- voca. Tiramos “arroz” cuando nos queremos zafar de un com- promiso. “Creo que la identidad peruana que posee Inca Kola es equivalente a la que tiene la comida”. Hevia ha dis- parado el tiro de gracia: la mesa ha estado siempre servida y la amarilla sólo se aprovechó de ella. Si la comida ha formado siempre nuestra identidad, a Inca Kola sólo se le ocurrió acompañarla. La publicidad dio en el plato. Hevia tiene que dictar clases. Bebe su último trago de Coca-Cola y chau, nos tira arroz.

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usana Torres ha bebido más de la cuenta. Ayer corrió vino en la reunión y se le nota rendida. La Inca Kola no le hubiera dejado esta resaca. A mediodía, el intenso sol de Chaclacayo invita a la siesta. Ella quiere dormir. Abre la puerta. “Quizá sea una tontería, pero creo que Coca-Cola compró Inca Kola para arruinarla”, dice la artista despidiéndose. Arruinarla. Brindar con Inca Kola para arruinarla. ¿Salud? Ya Hernán Lanzara nos había

asegurado que no era así y le creímos: “Es un gran producto. En cualquier momento podría crecer hacia fuera”. Pero los mismos números que muestra lo desaprueban. Cuando Goliat pagó por David, los veinticinco opera- dores de Coca-Cola en el mundo recibieron una muestra de Inca Kola para probar sus posibilidades de expansión. M. Douglas Ivester lo había prometido: el imperio de la Inca ya estaba listo para conquistar otros territorios. Bote- llas en guardia. Se dispara el sabor. El noventa y dos por ciento del planeta se resiste. Puaj. Color de orina y sabor a chicle. Sólo el norte de Chile y un pedazo de Ecuador sucumbieron a la seducción amarilla. Es decir, en un ma- pa de conquistas, el imperio de la Inca es algo así como el antiguo Tahuantinsuyo. No más. Los mismos límites que los incas jamás pudieron atravesar. Inca Kola tampoco. La negra, sin embargo, ha convertido el mundo en su rayuela. Salta de un país a otro y se apodera de él. Desde México hasta Islandia, mil millones de vasos al día. El mundo bebe Coca-Cola y se embota del American Way of Life. Ahora sí, nos entregan el premio consuelo: la única gaseosa que en todo el planeta ha podido derrotar a la negra es perua- na y amarilla.

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P

r e g u n ta d r a m á t i c a : ¿ P o d r í a e l P e r ú sobrevivir sin la Inca Kola? Le quedaría Machu Pic- chu, el cebiche, el pisco. Beberíamos más limonada, come- ríamos más caramelos. Inca Kola va con todas las comidas, y seríamos menos tolerantes después de cada almuerzo. Y más flacos y quizá más tristes. Orinaríamos menos en las calles. Ojalá. Pero ya no habría Inca Kola para vanagloriar- se afuera –o adentro, con los de afuera–, donde a sólo unos cuantos les gusta la Inca Kola. En el extranjero tendríamos más tiempo para añorar menos. Una razón menos para que- rer regresar. No regresaríamos tanto si no existiera la Inca. Además, nos reconoceríamos menos. Sobreviviría el Perú, pero no seríamos igual de peruanos. ¿Con qué acompaña- ríamos nuestra comida? Hemos hecho de Inca Kola una ban- dera gastronómica en un país donde la identidad nacional entra por la boca. Cosa curiosa: nuestra bandera tiene los colores de Coca-Cola, la forastera. Forasteros: el ex parla- mentario inglés Matthew Parris vino al Perú, tomó Inca Ko- la, conoció los Andes y escribió un libro sobre su viaje que ahora es un best seller: Inca-Kola: Traveler’s tale of Peru. Fue publicado en Inglaterra y ya va por su undécima edición. Paradoja: el libro lleva el nombre de la gaseosa amarilla, y Parris casi ni la menciona. No era necesario. La Inca Kola fue para él –paladar acostumbrado al té y a la Coca-Cola helada– lo más folclórico de su aventura. Lo más exótico de nuestra cultura. Pero hay algo más detrás de esa botella: en el Perú, las familias, los amigos, siguen siendo tribus reunidas alrededor de una mesa. Y en la mesa, la comida. Y con la comida, la amarilla. Un ingrediente de nuestra forma de ser gregarios. Frase para la despedida: en el Perú, Inca Kola te reúne. Afuera, te regresa. ~

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