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Gen historia, de forma sencilla y didáctica, Lecture notes of Biology

Un breve historia del Gen con grandes autores y científicos compartiendo intereses

Typology: Lecture notes

2020/2021

Uploaded on 05/14/2021

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El gen

Una historia personal

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Índice

El gen

PRÓLOGO. Familias

PRIMERA PARTE. «La ciencia ausente de la herencia»

El jardín amurallado «El misterio de los misterios» La enorme laguna «Flores que él amaba» «Un tal Mendel» Eugenesia «Tres generaciones de imbéciles ya es bastante»

SEGUNDA PARTE «En la suma de las partes, no hay más que partes»

«Abhed» Verdades y conciliaciones Transformación Lebensunwertes Leben («Vida indigna de vivirse») Esa estúpida molécula «Los objetos biológicos importantes aparecen por pares» «Esa condenada y esquiva pimpinela» Regulación, replicación y recombinación De los genes a la génesis

TERCERA PARTE «Los sueños de los genetistas»

«Crossing over» La nueva música Einsteins en la playa «Clonar o morir»

CUARTA PARTE. «El estudio más propio de la humanidad es el del hombre mismo»

Las miserias de mi padre El nacimiento de una clínica «Interferir, interferir, interferir» Un poblado de bailarines y un atlas de pecas «Disponer del genoma» Los geógrafos El libro del hombre (en veintitrés tomos)

QUINTA PARTE. A través del espejo

«Por lo tanto, somos lo mismo» La primera derivada de la identidad El último kilómetro El Invierno del Hambre

SEXTA PARTE. Posgenoma

El futuro del futuro Diagnósticos genéticos: «previvientes» Terapias génicas: los posthumanos

EPÍLOGO. Bheda, Abheda

A Priyabala Mukherjee (1906-1985), que conocía los peligros;

a Carrie Buck (1906-1983), que los experimentó

Es probable que una determinación exacta de las leyes de la herencia provoque más en la visión del hombre sobre el mundo y en su poder sobre la naturaleza que cualquier otro previsible avance en el conocimiento de esta.

WILLIAM BATESON[1]

Los seres humanos no son en última instancia más que portadores —pasillos— de los genes. Nos pasan por encima de generación en generación como caballos de carreras. Los genes no piensan en lo que constituye el bien o el mal. No les importa que seamos felices o desgraciados. Para ellos solo somos medios para un fin. Lo único en que piensan es en lo que pueda ser más eficiente para ellos.

HARUKI MURAKAMI, 1Q84 [2]

como un residuo tóxico, en él.

En 1946, Rajesh, el tercero de los hermanos de mi padre, murió prematuramente en Calcuta. Tenía veintidós años. Se cuenta que contrajo una neumonía después de pasar dos noches de invierno haciendo ejercicios bajo la lluvia, pero la neumonía fue la culminación de otra enfermedad. Rajesh era el más prometedor de los hermanos, el más ágil, habilidoso, carismático, enérgico, querido e idolatrado por mi padre y su familia.

Mi abuelo había muerto diez años antes, en 1936 —fue asesinado en una disputa sobre unas minas de mica—, y mi abuela había tenido que cuidar de cinco chicos jóvenes. Aunque no era el mayor, Rajesh encajó fácilmente en el puesto de su padre. Tenía solo doce años, pero su edad mental podría ser de veintidós; su aguda inteligencia ya estaba siendo templada por la seriedad, y la inseguridad propia de la adolescencia evolucionaba hacia la confianza en sí mismo propia de la edad adulta.

Pero en el verano del 46, recuerda mi padre, Rajesh empezó a comportarse de manera extraña, como si un cable del cerebro le hubiera saltado. El cambio más llamativo en su personalidad era la volubilidad; las buenas noticias provocaban en él estallidos de incontenible alegría, a menudo extinguida solo por ejercicios físicos cada vez más acrobáticos, mientras que las malas noticias lo sumían en un abatimiento invencible. Las emociones eran normales en su contexto; lo anormal era su carácter extremo. En el invierno de aquel año, la curva sinusoidal de la psique de Rajesh se había estrechado en la frecuencia e incrementado en la amplitud. Las oleadas de energía, con inclinación a la ira y la grandiosidad, eran más frecuentes y furiosas, y la resaca de aflicción que las seguía era igual de intensa. Se aventuró en el ocultismo; organizaba en casa sesiones espiritistas con güija o se reunía con sus amigos para meditar en un crematorio por la noche. Ignoro si se automedicaba. En los años cuarenta, los antros del barrio chino de Calcuta recibían grandes suministros de opio de Birmania y hachís afgano para calmar los nervios de los jóvenes, pero mi padre recuerda a un hermano alterado; temeroso unas veces, imprudente otras, con fuertes altibajos en el ánimo, irritable una mañana y eufórico la siguiente. (La palabra «eufórico » , en su uso común, significa algo inocente, un exceso de alegría. Pero también marca un límite, una advertencia, porque traza la frontera de la sobriedad. Más allá de la euforia no existe, como veremos más adelante, una euforia más grande aún, sino solo locura y manía.)

La semana que precedió a la neumonía, Rajesh había recibido la noticia de que había conseguido unas notas sorprendentemente altas en sus exámenes de la escuela de formación profesional, y, exultante, desapareció durante dos noches para, en teoría, hacer «ejercicio» en un campo de lucha libre. Regresó con fiebre alta y alucinaciones.

No fue hasta años más tarde, en la facultad de medicina, cuando me di cuenta de que Rajesh probablemente estuviera en una fase maníaca aguda. Su colapso mental era el resultado de un caso de manual de enfermedad maníaco-depresiva o trastorno bipolar.

Jagu, el cuarto de los hermanos de mi padre, se vino a vivir con nosotros en Delhi en

1975, cuando yo tenía cinco años. Su mente también se desmoronaba. Alto y muy delgado, con una mirada un tanto feroz y una mata de pelo largo y apelmazado, parecía un Jim Morrison bengalí. A diferencia de Rajesh, cuya enfermedad afloró a los veintitantos años, Jagu había tenido problemas desde la infancia. Socialmente desmañado, retraído con todo el mundo excepto con mi abuela, era incapaz de conservar un trabajo o vivir por su cuenta. En 1975 empezó a tener problemas cognitivos más graves: tenía visiones y alucinaciones y oía voces en la cabeza que le decían lo que tenía que hacer. Se inventaba teorías conspirativas por docenas: según él, un vendedor de plátanos que tenía un puesto cerca de nuestra casa tomaba nota en secreto de su comportamiento. A menudo hablaba solo con una particular obsesión por recitar planes de viajes en tren («De Shimla a Howrah en el correo de Kalka, y luego transbordo en Howrah para ir en el expreso de Shri Jagannath a Puri»). Con todo, todavía era capaz de manifestaciones extraordinarias de ternura. Cuando accidentalmente rompí un jarrón veneciano muy apreciado en casa, me escondió entre la ropa de su cama y le dijo a mi madre que tenía «montones de dinero» escondidos y que compraría «mil» jarrones para sustituirlo. Pero este episodio era sintomático; hasta su afecto por mí era una ocasión para extender su manto de psicosis y fabulación.

A diferencia de Rajesh, que nunca fue formalmente diagnosticado, Jagu sí lo fue. A finales de la década de los setenta, un médico lo examinó en Delhi y le diagnosticó esquizofrenia, pero no le prescribió ningún medicamento. Jagu continuó viviendo en casa medio escondido en la habitación de mi abuela (como en muchas familias de la India, mi abuela vivía con nosotros). Ella, a la que asediaba una y otra vez, y desde entonces con redoblado ímpetu, asumió el papel de abogada defensora de Jagu. Durante casi una década hubo entre ella y mi padre una frágil tregua; ella cuidaba de Jagu, quien comía en su habitación y usaba la ropa que ella le remendaba. Por las noches, cuando Jagu estaba particularmente inquieto, consumido por sus miedos y fantasías, ella lo acostaba como a un niño y le ponía la mano en la frente. Cuando la abuela murió en 1985, él se fue de casa y no pudimos convencerlo de que volviera. Vivió en el seno de una secta religiosa en Delhi hasta su muerte en 1998.

Tanto mi padre como mi abuela creían que las enfermedades mentales de Jagu y de Rajesh posiblemente las precipitara, incluso las causara, el drama de la partición de la India, por haber sublimado el trauma político en un trauma psíquico. Sabían que la partición no solo había separado las naciones, sino también dividido las mentes; en el «Toba Tek Singh», de Saadat Hasan Manto —seguramente la historia más conocida sobre la partición—, el protagonista, un lunático atrapado en la frontera entre la India y Pakistán, habita en un limbo entre la cordura y la locura. En el caso de Rajesh y Jagu, mi abuela creía que la agitación y el desarraigo entre Bengala Oriental y Calcuta habían aplastado sus mentes, aunque de maneras espectacularmente opuestas.

Rajesh llegó a Calcuta en 1946, justo cuando la ciudad estaba perdiendo la cordura, con los nervios a flor de piel, su apego mermado y su paciencia perdida. Un constante flujo de

misteriosamente, la trayectoria de su psique había empezado a calcar la de Jagu. Las visiones y las voces habían comenzado a aparecer en su adolescencia. La necesidad de aislamiento, la grandiosidad de las fabulaciones, la desorientación y la confusión eran cosas que recordaban de un modo inquietante al empeoramiento de su tío. En su adolescencia había venido a visitarnos en Delhi. Quisimos ir a ver una película juntos, pero se encerró en el baño de arriba y se negó a salir durante casi una hora, hasta que mi abuela logró entrar. Se lo encontró encogido en un rincón, como escondiéndose.

En 2004 Moni fue golpeado por un grupo de matones, supuestamente por orinar en un jardín público (me dijo que una voz interior le había ordenado: «Mea aquí, mea aquí»). Unas semanas más tarde, cometió un «delito» tan cómicamente ofensivo que solo podía ser testimonio de la pérdida de su cordura: le vieron coqueteando con la hermana de uno de los matones (de nuevo, dijo que las voces le habían ordenado hacer eso). Su padre trató, en vano, de intervenir, pero esta vez Moni fue apaleado brutalmente, y acabó con un labio partido y una herida en la frente, teniendo que ser asistido en el hospital.

La paliza tuvo un efecto catártico (interrogados por la policía, sus agresores insistieron en que solo habían querido «expulsar los demonios de Moni»), pero las órdenes patológicas en la cabeza de Moni se tornaron más atrevidas e insistentes. En el invierno de aquel año, después de otro brote con alucinaciones y sibilantes voces interiores, acabó internado.

El internamiento, me dijo Moni, fue en parte voluntario; no buscaba tanto la recuperación mental como un refugio físico. Se le prescribió un surtido de medicamentos antipsicóticos y mejoró poco a poco, pero, al parecer, no lo suficiente como para recibir el alta. Pocos meses más tarde, con Moni aún internado, su padre murió. Su madre ya había fallecido años antes, y su hermana —no tenía más hermanos— vivía muy lejos. Moni decidió permanecer en la institución, en parte porque no tenía otro lugar a donde ir. Los psiquiatras desaconsejaban el uso de la vieja expresión «asilo mental » , pero la descripción que de la institución hacía Moni era escalofriante por lo exacta; era el único lugar que le ofrecía el refugio y la seguridad que siempre había echado de menos en su vida. Era un pájaro que se había enjaulado voluntariamente.

Cuando mi padre y yo lo visitamos en 2012, no había visto a Moni en casi dos decenios. Aun así, esperaba reconocerlo. Pero la persona que me encontré en la sala de visitas se parecía tan poco a la imagen que de mi primo guardaba en la memoria que, de no haberme confirmado el auxiliar su identidad, lo habría tomado por un extraño. Había envejecido más de la cuenta para su edad. A sus cuarenta y ocho años parecía diez mayor. Los medicamentos para la esquizofrenia habían alterado su cuerpo, y caminaba con la inseguridad y la falta de equilibrio de un niño pequeño. Su forma de hablar, antaño efusiva y rápida, era titubeante e irregular; las palabras brotaban de él con una fuerza sorprendente y repentina, como si escupiera extrañas pepitas que se hubiera introducido en la boca. Tenía un vago recuerdo de mi padre y de mí. Cuando mencioné el nombre de mi hermana, me preguntó si me había casado con ella. Nuestra conversación se desarrolló como si yo fuese un reportero de un periódico que hubiera surgido de la nada para entrevistarlo.

Pero la característica más llamativa de su enfermedad no era la tormenta dentro de su

mente, sino la calma en sus ojos. La palabra moni significa «joya» en bengalí, pero en el uso común también se refiere a algo inefablemente bello, a los brillantes puntos de luz en los ojos. Pero esto, precisamente, era lo que había desaparecido en Moni. Los puntos de luz en sus ojos se habían apagado, casi desaparecido, como si alguien hubiera accedido a ellos con un pincel diminuto y los hubiese pintado de gris.

A lo largo de mi infancia y mi vida adulta, Moni, Jagu y Rajesh desempeñaron un papel muy destacado en la imaginación de la familia. Durante un coqueteo de seis meses con la angustia de la adolescencia, dejé de hablar con mis padres, me negué a hacer tareas domésticas y tiré mis viejos libros a la basura. Mi padre, muy inquieto, me llevó a rastras con tristeza a ver al médico que había diagnosticado a Jagu. ¿Estaba también su hijo perdiendo la razón? Cuando mi abuela perdió la memoria a los ochenta y tantos años, empezó a llamarme Rajeshwar (Rajesh) por error. Al principio se corregía ruborizándose avergonzada, pero cuando finalmente rompió los lazos con la realidad, parecía cometer el error casi de buena gana, como si hubiera descubierto el placer ilícito de esa fantasía. Cuando conocí a Sarah, hoy mi esposa, le hablé cuatro o cinco veces de las mentes astilladas de mi primo y mis dos tíos. Era justo hacerlo con la que iba a ser mi futura compañera, y le escribí una carta de advertencia.

Por aquel entonces, la herencia, la enfermedad, la normalidad, la familia y la identidad llegaron a ser temas de conversación recurrentes en mi familia. Como la mayoría de los bengalíes, mis padres habían hecho de la represión y la negación una forma de arte superior, pero, aun así, las preguntas acerca de esta particular historia eran inevitables. Moni, Rajesh, Jagu; tres vidas consumidas por distintos tipos de enfermedad mental. Era difícil no imaginar que un componente hereditario acechaba detrás de esta historia familiar. ¿Había heredado Moni un gen, o un conjunto de genes, que lo habían hecho susceptible a estos trastornos, el mismo o los mismos que habían afectado a nuestros tíos? ¿Habían sido otros afectados por distintas especies de enfermedad mental? Mi padre tuvo al menos dos amnesias psicóticas en su vida, ambas precipitadas por el consumo de bhang (una papilla hecha con brotes de cáñamo mezclados con mantequilla y batidos hasta formar una bebida espumosa utilizada en fiestas religiosas). ¿Tenían alguna relación con aquellas cicatrices de la historia familiar?

En el año 2009, unos investigadores suecos publicaron un vasto estudio internacional realizado con miles de familias y decenas de miles de hombres y mujeres. Tras analizar familias con historiales intergeneracionales de enfermedades mentales, el estudio encontró pruebas sorprendentes de que el trastorno bipolar y la esquizofrenia comparten un claro vínculo genético. Algunas de las familias descritas en el estudio tenían un historial entrecruzado de enfermedades mentales en gran medida similar al de mi familia: un hermano que padecía esquizofrenia, otro con trastorno bipolar y un sobrino o nieto también con esquizofrenia. En 2012, ulteriores estudios corroboraron estos hallazgos

Este libro es la historia del nacimiento, el desarrollo y el futuro de una de las ideas más poderosas y peligrosas de la historia de la ciencia: el «gen», la unidad fundamental de la herencia y unidad básica de toda la información biológica.

Uso este último calificativo —«peligrosa»— con pleno conocimiento. Tres ideas científicas profundamente desestabilizadoras brotan del siglo XX y lo segmentan en tres partes desiguales: el átomo, el byte y el gen.[3] Cada una está prefigurada en la centuria anterior, pero brillan en todo su esplendor en el siglo XX. Cada una inicia su vida como un concepto científico más bien abstracto, pero crece hasta invadir multitud de discursos humanos, transformando la cultura, la sociedad, la política y el lenguaje. Pero el paralelismo más importante entre las tres ideas es, por el momento, conceptual; cada una representa la unidad irreductible —el ladrillo, la unidad básica de organización— de un todo mayor: el átomo, de la materia; el byte (o el «bit»), de la información digitalizada; y el gen, de la herencia y la información biológica.[*]

¿Por qué esta propiedad —la de ser la unidad más pequeña en que puede dividirse una forma mayor— inspira con tal potencia y fuerza estas particulares ideas? La respuesta es sencilla. La materia, la información y la biología están organizadas de una forma constitutivamente jerárquica; saber cuál es la parte mínima es fundamental para la comprensión del todo. Cuando el poeta Wallace Stevens escribe: «En la suma de las partes, no hay más que partes»,[4] se está refiriendo al profundo misterio estructural que el lenguaje encierra; solo se puede descifrar el significado de una oración descifrando cada palabra, pero en una oración hay más significado que en cualquiera de las diferentes palabras. Y lo mismo ocurre con los genes. Un organismo es, evidentemente, mucho más que sus genes, mas, para entender un organismo, primero hay que entender sus genes. Cuando el biólogo holandés Hugo de Vries dio con el concepto de «gen» en la década de 1890, enseguida intuyó que la idea reorganizaría nuestra concepción del mundo natural. «Todo el mundo orgánico es el resultado de innumerables combinaciones y permutaciones diferentes de relativamente pocos factores. […] Del mismo modo que la física y la química se centran en las moléculas y los átomos, las ciencias biológicas tienen que penetrar en estas unidades [genes] para explicar […] los fenómenos del mundo vivo.»[5]

El átomo, el byte y el gen proporcionan nociones científicas y tecnológicas fundamentalmente nuevas de sus respectivos sistemas. No podemos explicar el comportamiento de la materia —¿por qué brilla el oro?; ¿por qué el hidrógeno se combina con el oxígeno cuando arde?— sin considerar la naturaleza atómica de la materia. Ni podemos entender las complejidades de la computación —la naturaleza de los algoritmos, o el almacenamiento o la corrupción de datos— sin comprender la anatomía estructural de la información digitalizada. «La alquimia no se convirtió en química hasta que se descubrieron sus unidades fundamentales», escribió un científico del siglo XIX.[6] Del mismo modo, y ello es lo que argumento en este libro, es imposible entender la biología del organismo, la biología celular y la evolución —o la patología, la conducta, el temperamento, la enfermedad, la raza, la identidad y el destino humanos— sin contar con el concepto de «gen».

Hay aquí en juego una segunda cuestión. La ciencia del átomo hubo de preceder

necesariamente a la posibilidad de manipular la materia (y, a través de la manipulación de la materia, a la invención de la bomba atómica). El estudio de los genes nos ha permitido manipular organismos con una destreza y un poder inigualados. La propia naturaleza del código genético resultó ser sorprendentemente sencilla: solo una molécula es portadora de nuestra información hereditaria, y solo hay un código. «Que los aspectos fundamentales de la herencia hayan resultado ser tan extraordinariamente simples nos da esperanzas de que la naturaleza sea, después de todo, totalmente accesible —escribió el influyente genetista Thomas Morgan—. Una vez más, su tan cacareada inescrutabilidad ha resultado ser una ilusión.»[7]

Nuestro conocimiento de los genes ha alcanzado tal nivel de refinamiento y profundidad que ya no estudiamos y alteramos genes en tubos de ensayo, sino en su contexto nativo, en células humanas. Los genes residen en los cromosomas, unas largas estructuras filamentosas encerradas en las células que contienen decenas de miles de genes encadenados.[*] Los seres humanos poseen un total de 46 cromosomas, 23 de un progenitor y 23 del otro. El conjunto de instrucciones genéticas de que es portador un organismo se denomina «genoma » (podemos imaginar el genoma como la enciclopedia de todos los genes, con notas al pie, anotaciones, instrucciones y referencias). El genoma humano contiene entre 21.000 y 23.000 genes que proporcionan las instrucciones maestras para construir, reparar y mantener los organismos humanos. Durante las dos últimas décadas, las tecnologías genéticas han avanzado tan rápidamente que podemos descifrar el modo de operar de varios de estos genes en el espacio y en el tiempo para activar esas complejas funciones. Y, en ocasiones, podemos alterar deliberadamente algunos de estos genes para cambiar sus funciones y crear así estados humanos alterados, fisiologías alteradas y seres modificados.

Precisamente a esta transición de la explicación a la manipulación se debe que el campo de la genética haya tenido tanta resonancia fuera de los ámbitos de la ciencia. Una cosa es tratar de entender cómo los genes influyen en la identidad, o en la sexualidad, o en el temperamento de los seres humanos, y otra imaginar la posibilidad de cambiar la identidad, la sexualidad o el comportamiento alterando los genes. La primera puede preocupar a los profesores de los departamentos de psicología y a sus colegas de los departamentos vecinos de neurociencia. La segunda, cargada de promesas y peligros, debe preocuparnos a todos.

Mientras escribo esto, organismos dotados de genomas están aprendiendo a cambiar las características hereditarias de organismos dotados de genomas. Me refiero a lo siguiente: solo en los últimos cuatro años, entre 2012 y 2016, hemos inventado tecnologías que nos permiten modificar de manera intencionada y permanente genomas humanos (aunque la seguridad y la fidelidad de esta «ingeniería genómica» aún deben ser cuidadosamente evaluadas). Al mismo tiempo, la capacidad de predecir el futuro de un individuo partiendo de su genoma ha avanzado de modo espectacular (aunque todavía se desconoce la verdadera capacidad predictiva de estas tecnologías). Ahora podemos «leer» genomas

esos híbridos en células vivas). En la década de 1980, los genetistas comienzan a utilizar estas técnicas para cartografiar e identificar genes relacionados con enfermedades tales como el mal de Huntington y la fibrosis quística. La identificación de estos genes relacionados con enfermedades augura una nueva era de intervención genética que permitirá a los padres someter los fetos a pruebas genéticas y abortar si son portadores de mutaciones perniciosas. (Cualquier madre que haya sometido a su hijo aún no nacido a las pruebas para detectar el síndrome de Down, la fibrosis quística o la enfermedad de Tay- Sachs, o que se haya hecho las pruebas de, digamos, el BRCA1 o el BRCA2, ya ha entrado en la era de la diagnosis, la intervención y la optimización genéticas. Esta no es una historia de nuestro futuro lejano; es ya nuestro presente.)

Son múltiples las mutaciones genéticas identificadas en cánceres humanos, lo cual permite un conocimiento más profundo de estas enfermedades. Estos esfuerzos han culminado en el Proyecto Genoma Humano, un proyecto internacional para cartografiar y secuenciar todo el genoma humano. En 2001 se publicó un borrador de esta secuencia. Dicho proyecto inspira los intentos de comprender la variación humana y el comportamiento «normal» desde el punto de vista de los genes.

Mientras tanto, el gen invade los discursos relativos a la raza, la discriminación racial y la «inteligencia racial», y proporciona respuestas sorprendentes a algunas de las preguntas que más fuertes resuenan en ámbitos políticos y culturales. Se reorganiza nuestra concepción de la sexualidad, la identidad y la elección, perforando así el núcleo de algunas de las cuestiones más acuciantes que nos planteamos en nuestro ámbito más personal.[*]

Hay historias dentro de cada una de estas historias, pero este libro es también una historia muy personal, una historia íntima. El peso de la herencia no es, en mi caso, una abstracción. Rajesh y Jagu están muertos. Moni se encuentra internado en un psiquiátrico de Calcuta. Pero sus vidas y defunciones han tenido una mayor repercusión en mi forma de pensar como científico, investigador, historiador, médico, hijo y padre de lo que posiblemente habría podido imaginar. Apenas pasa un día en mi vida adulta en que no piense en la herencia y la familia.

Y lo más importante es que estoy en deuda con mi abuela. Ella no superó —no pudo superar— la pena que le causaba su herencia, pero abrazó al más frágil de sus hijos y lo defendió de la voluntad de los fuertes. Soportó con estoicismo los reveses de la historia, pero los reveses de la herencia los soportó con un estoicismo aún mayor; una entereza que nosotros, sus descendientes, solo podemos tener la esperanza de emular. A ella le dedico este libro.

PRIMERA PARTE

«La ciencia ausente de la herencia»

El descubrimiento y el redescubrimiento de los genes (1865-1935)

La ciencia ausente de la herencia, esa mina aún no abierta de conocimientos en la zona fronteriza entre la biología y la antropología, y hoy en la práctica tan poco explotada como en los días de Platón, es, sencillamente, diez veces más importante para la humanidad que toda la química y la física, que toda la ciencia y la técnica industrial inventada y por inventar. HERBERT G. WELLS, Mankind in the Making [1]

JACK: Sí, pero usted mismo ha dicho que un fuerte resfriado no es hereditario. ALGERNON: No suele serlo, lo sé, pero ahora me atrevo a decir que sí lo es. La ciencia siempre hace progresos maravillosos. OSCAR WILDE, La importancia de llamarse Ernesto [2]