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Este extracto de un libro académico explora la historia de la gentrificación en el lower east side de nueva york, desde la década de 1980 hasta la actualidad. Se analiza cómo la transformación del barrio, impulsada por la industria inmobiliaria y la cultura artística, ha desplazado a los residentes de bajos ingresos y ha dado lugar a una nueva clase de habitantes. El texto también examina las políticas públicas que han contribuido a este proceso.
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El Lower East Side como el Wild Wild West
La noche del 6 de agosto de 1988 estalló un enfrentamiento a lo largo y ancho de los márgenes del Tompkins Square Park, un pequeño espacio verde del Lower East Side de Nueva York. Éste se extendió con furia durante toda la noche, con la policía a un lado y, del otro, una variopinta combinación de manifestantes anti-gentrifi cación, punks, activistas a favor de la vivienda, ha- bitantes del parque, artistas, rebeldes de sábado noche y residentes del Lower East Side. La batalla se desencadenó a raíz del intento del gobierno municipal de imponer el toque de queda en el parque a partir de la una de la mañana; el pretexto era sacar a la creciente cantidad de personas que vivían o dormían allí, a los muchachos que hasta tarde escuchaban música con sus estéreos portátiles y a los compradores y vendedores de droga que lo utilizaban para hacer sus negocios. Muchas de las personas que vivían en la zona y que utili- zaban el parque vieron los hechos de un modo distinto. La ciudad trataba de domar y domesticar el parque a fi n de facilitar la ya rampante gentrificación del Lower East Side. En el más grande de los carteles de la movilización del sábado por la noche, que tenía por objetivo evitar que el parque fue cerrado, podía leerse: «¡La gentrificación es lucha de clases!». Los cánticos decían:
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«¡Lucha de clases, lucha de clases, que muera la escoria yuppie!». Uno de los oradores anunció que «los yuppies y los magnates inmobiliarios le habían declarado la guerra a la gente del Tompkins Square Park». «¿De quién es este puto parque? Es nuestro puto parque», se transformó en el slogan recurrente. Hasta el comúnmente moderado New York Times se hizo eco de la cuestión en sus titulares del 10 de agosto: «Estalla la lucha de clases en la Avenida B» (Wines, 1988).
De hecho, fue un disturbio policial, el 6 de agosto de 1988, el que encendió el conflicto en el parque. Antes de la medianoche, la policía, vestida con ropa alienígena anti-disturbio y ocultando sus placas, desalojó por la fuerza a todos los que se encontraban en el lugar, después efectuó repetidas cargas con po- rras y ataques a modo «cosaco» contra los manifestantes y la gente de la zona, que se encontraban a lo largo de los extremos del parque:
Los policías parecían bizarramente fuera de control, levitando con un odio que no lograba entender. Abordaron una protesta relativamente pequeña y la desparrama- ron por todo el barrio, enardeciendo a cientos de personas que, para empezar, nunca se habían acercado al parque. Trajeron un helicóptero. Y, finalmente, convocaron a 450 oficiales... Los policías irradiaban histeria. Uno trepó encima de un taxi que esta- ba parado en un semáforo y le gritó al conductor: «Vete de una puta vez de aquí, so mierda...» [Hubo] cargas de caballería en las calles del East Village, un helicóptero daba vueltas, la gente que había salido a comprar el periódico del domingo corría aterrorizada por la Primera Avenida. (Carr, 1988: 10)
Finalmente, un poco después de las cuatro de la mañana la policía se retiró en un «ignominioso repliegue» y los manifestantes, jubilosos, volvieron a entrar al parque, bailando, gritando y celebrando su victoria. Muchos de los que pro- testaban utilizaron una barricada de la policía para atravesar las puertas de vidrio y bronce del complejo Christodora, que da al parque sobre la Avenida B y que se había transformado en un odiado símbolo de la gentrificación del barrio (Ferguson, 1988; Gevirtz, 1988). 1
(^1) El poeta Allen Ginsberg relata esta reacción de un estudiante chino que se encontraba de visita y que había estado en la plaza de Tiananmen durante los enfrentamientos estudiantiles con la policía de junio de ese año. En China la policía «iba vestida de civil como cualquier otra persona. Dijo que el contraste era asombroso , porque en China se trataba de ir hacia delante y hacia atrás, y a veces había porrazos. Pero aquí era la policía la que parecía que había caído del espacio con esos cascos, arrojada en el medio de la calle desde el espacio exterior, golpeando simplemente
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por brutalidad policial y, en gran medida gracias a las pruebas que brinda- ba un vídeo de 4 horas de duración filmado por el artista plástico Clayton Patterson, 17 oficiales fueron citados por «mala conducta». Al final, seis ofi- ciales fueron acusados pero ninguno fue condenado. Lo único que reconoció el Jefe de Policía fue que algunos oficiales se habían «entusiasmado de más» debido a su «inexperiencia», si bien se adhirió a la política oficial de culpar a las víctimas (Gevirtz, 1988; Pitt, 1989).
Antes de los enfrentamientos de agosto de 1988, más de 50 personas sin hogar, que habían sido desalojadas de los espacios públicos y privados del mercado inmobiliario oficial, comenzaron a utilizar regularmente el parque como lugar para dormir. Durante los meses siguientes, la cantidad de per- sonas desalojadas se incrementó a medida que los movimientos okupas y en contra de la gentrificación, frágilmente organizados, comenzaron a co- nectarse con otros grupos locales que trabajaban sobre los problemas de vi- vienda. Algunas personas desalojadas, que se sintieron atraídas por el nue- vo «espacio liberado» del Parque Tompkins Square, también comenzaron a organizarse. Pero también el Ayuntamiento se reagrupó lentamente. Los toques de queda que comprendían todos los parques de la ciudad (y que habían sido abandonados después de los disturbios) fueron gradualmente reinstaurados; lentamente se implementaron nuevas regulaciones que re- gían el uso del Tompkins Square; muchos edificios del Lower East Side que habían sido tomados por los okupas fueron demolidos en mayo de 1989; y en julio un desalojo policial destruyó las carpas, las chabolas y las pertenen- cias de los residentes del parque. A esas alturas, se desalojaba del parque a una media de 300 personas por noche, al menos tres cuartas partes eran hombres, en su mayoría afroamericanos, muchos blancos, algunos latinos, nativos norteamericanos y centroamericanos. El 14 de diciembre de 1989, el día más frío del invierno, toda la población sin hogar del parque fue desalo- jada, sus pertenencias y cincuenta chabolas fueron recogidas por una fila de camiones de basura del Departamento de Salud.
Sería «irresponsable permitir que las personas sin hogar duerman a la intemperie» con un clima tan frío, explicó el poco honesto comisionado de Parques, Henry H. Stern, que no mencionó que el sistema de albergues de la ciudad tenía camas para sólo una cuarta parte de las personas sin hogar. De hecho, las prestaciones de la ciudad, para quienes habían sido desaloja- dos, consistían en un «centro asistencial» que, según una versión, «demostró no ser más que una tienda de venta de sandwiches mediocres» (Weinberg, 1990). Muchos de los desalojados fueron alojados en los locales okupados,
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otros montaron campamentos en el barrio, pero rápidamente volvieron a fil- trarse en Tompkins Square. En enero de 1990 la administración del alcalde, supuestamente progresista, David Dinkins, se sintió lo suficientemente con- fiada como para poder retomar el control del parque y anunció un «plan de reconstrucción». Durante el siguiente verano las pistas de baloncesto ubica- das en el extremo norte fueron desmanteladas y reconstruidas con controles más estrictos de acceso; se levantaron alambradas cercando los espacios de juego recientemente construidos para los niños; las regulaciones del parque comenzaron a aplicarse de un modo más estricto. En un esfuerzo por for- zar los desalojos, las agencias de la ciudad aumentaron su hostigamiento sobre los okupas que ahora formaban la vanguardia del movimiento anti- gentrificación. Sin embargo, a medida que el invierno llegaba a su fin, más y más desalojados regresaron al parque, comenzando a construir de nuevo estructuras semipermanentes.
En mayo de 1991, el parque fue sede de un festival conmemorativo del Día de los Caídos bajo el eslogan «La vivienda es un derecho humano»; fue entonces cuando se produjo el choque con los usuarios del parque, en lo que comenzó a convertirse en un ritual de mayo. Habían pasado casi tres años desde que los manifestantes tomaron el parque y, ante la presencia de alrededor de cien chabolas, carpas y otras estructuras en Tompkins Squa- re, la administración de Dinkins decidió avanzar. Las autoridades cerraron finalmente el parque a las cinco de la mañana del día 3 de junio de 1991, desalojando a entre 200 y 300 habitantes del mismo. Con la alegación de que Tompkins Square había sido «robado» a la comunidad por las «personas sin hogar», el alcalde Dinkins declaró: «El parque es el parque. No es un lugar para vivir» (citado en Kifner, 1991). Se montó una valla metálica de ocho pies de altura, se delegó la función de custodiar el parque, de forma per- manente, a una partida de más de cincuenta policías uniformados y de civil —esta cantidad aumentó a varios cientos en los primeros días y durante las manifestaciones— y, de forma casi inmediata, se dio comienzo a un pro- grama de reconstrucción por valor de 2,3 millones de dólares. De hecho, se mantuvieron abiertas y fuertemente custodiadas tres entradas del parque: dos de ellas proveían acceso a las zonas exclusivas para niños (y los adul- tos que los acompañaban); la otra, frente al complejo Christodora, brinda- ba acceso a la zona para perros. El cierre del parque, según comentaba la periodista Sarah Ferguson del Village Voice , fue la «sentencia de muerte» de una okupación que «había pasado a simbolizar el fracaso de la ciudad para lidiar con su población sin hogar» (Ferguson, 1991b). A las personas desalojadas del parque no se les ofreció ninguna vivienda alternativa; la
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Lámina 1.2. El cierre del parque Tompkins Square, 3 de junio, 1991. (©Andrew Li- chtenstein)
Lámina 1.3. El parque Tompkins Square vallado, 1992. (©Andrew Lichtenstein)
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En ningún otro lugar estas fuerzas han sido tan evidentes como en el Lower East Side. Incluso los nombres de los distintos barrios son expresión de los confl ictos. Conocido como Loisaida en el español puertorriqueño local, el nombre de Lower East Side es omitido por los agentes inmobiliarios y los gen- trifi cadores del mundo del arte que, ansiosos por distanciarse de su conexión histórica con los inmigrantes pobres, que eran la mayoría de esta comunidad a comienzos del siglo XX, prefi eren llamar «East Village» al barrio que co- mienza en la calle Houston. Apretujado entre el distrito financiero de Wall Street y el barrio chino al sur, el Village y el SoHo al oeste, el parque Gramercy al norte y el East River al este (Figura 1.1), el Lower East Side sufre la presión de esta polarización política de una forma más profunda que cualquier otro lugar de la ciudad.
El barrio, que desde la década de 1950 se había hecho cada vez más di- verso y latino, en los años ochenta fue a menudo descrito como una «nueva frontera» (Levin, 1983) capaz de combinar oportunidades espectaculares para los inversores inmobiliarios con un puntito de peligro cotidiano en sus calles. El Lower East Side es descrito por los escritores locales de formas muy variadas, como una «frontera donde el tejido urbano está corroído y fragmentado» (Rose y Texier, 1988: xi) o como un «país de indios, la tierra del crimen y la cocaína» (Charyn, 1985: 7).
El imaginario de la frontera resulta irresistible tanto a quienes se expre- san a favor, como a quienes se manifestaban en contra. «A medida que el barrio se gentrifica lenta, inexorablemente», escribía un periodista cuando comenzaron los enfrentamientos de 1988, «el parque se constituye en un foco de resistencia, el lugar de una última batalla metafórica» (Carr, 1988: 17). Varias semanas más tarde, el [programa televisivo] Saturday Night Live explicitó este imaginario de indios y vaqueros en un sketch satírico sobre un fuerte de la frontera. Custer (como el alcalde Koch) le da la bienvenida en su oficina al beligerante guerrero, Jefe Águila Levantada, y le pregunta: «¿Entonces cómo andan las cosas en el Lower East Side?».
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tiempo que el desempleo aumentaba entre los trabajadores no cualificados; la pobreza se ha concentrado en las mujeres, los latinos y los afro-americanos mientras que la ayuda social se reducía drásticamente; y el conservaduris- mo de los años ochenta disparaba el recrudecimiento de la violencia racista a lo largo y ancho de la ciudad. Con el estallido de la profunda recesión de comienzos de la década de 1990, los alquileres se estabilizaron pero el des- empleo siguió aumentando. A fi nales de los años noventa, la reaparición de la gentrificación y del desarrollo amplió la polarización de los años ochenta.
Tompkins Square yace en lo más profundo del corazón del Lower East Side. En su extremo sur, a lo largo de la séptima calle, una extensa serie de edifi cios residenciales mira hacia el parque, se trata en su mayoría de bloques de fi nales del siglo XIX, de cinco o seis alturas, sin ascensor y adornados con precarias escaleras de incendio, pero que también incluyen un edificio más grande con una moderna y monótona fachada color hueso. Hacia el oeste, los bloques ubicados sobre la Avenida A no son mucho más interesantes, pero muchas calles transversales y la mezcla de estancos, restaurantes ucranianos y polacos, cafés exclusivos y hip bars , verdulerías, tiendas de dulces y discotecas hacen de esta parte del parque una de las más interesantes. A lo largo de la calle 10, en el flanco norte, descansa una fila de casas iguales construidas en las décadas de 1840 y 1850, y gentrificadas allá por los años setenta. Al este, la Avenida B presenta una fachada más deteriorada: bloques, la Iglesia Santa Brígida de mediados del siglo XIX y el tristemente célebre edificio Christo- dora, un monolito de ladrillo de 16 pisos de altura construido en 1928 que domina el skyline local.
«Un día», se lamenta la elegante y habitualmente subestimada Guía de Arquitectura de Nueva York del Instituto Norteamericano de Arquitectos, «cuando esta zona sea reconstruida, el parque será una bendición» (Willens- ky y White, 1988: 163). En realidad, el parque en sí no es nada extraordinario. Una escarapela de caminos curvos y entrecruzados, ubicados a la sombra de altos plátanos y unos pocos olmos que han sobrevivido. Los caminos estaban bordeados por largas fi las de bancos de cemento, que durante la remodela- ción del parque fueron reemplazados por bancos de madera subdivididos en asientos individuales por barras de hierro forjado, diseñadas especialmente para evitar que las personas sin hogar pudieran dormir allí. Las vastas par- celas de hierba, frecuentemente peladas, que conformaban el cuerpo del par- que, fueron valladas durante la rehabilitación. En el extremo norte del par- que están las pistas de baloncesto y de balonmano, los juegos para niños y la zona para perros, y en el extremo sur un anfi teatro que albergó a todo tipo de
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músicos, desde los Fugs y los Grateful Dead en los años sesenta, hasta las acti- vidades del Día de los Caídos y el desfile anual de Wigstock a finales de los ochenta. Antes de la remodelación, durante el día el parque estaba repleto de hombres ucranianos jugando al ajedrez, jóvenes vendiendo drogas, yuppies caminando hacia el trabajo o de regreso, algunos pocos punks escuchando música con sus estéreos portátiles, mujeres portorriqueñas paseando bebés, vecinos paseando perros y niños en los juegos. Después de 1988, se incorpo- raron también los policías en coches patrulla, fotógrafos y una cantidad cada vez mayor de personas desalojadas que se habían visto atraídas por la relativa seguridad de este espacio «liberado», si bien en disputa. Los campamentos, formados por carpas, cartones, maderas, lonas azul brillante y todo tipo de materiales de deshecho que pudiera proveer refugio, crecieron rápidamente antes de junio de 1991. Los consumidores de drogas duras solían reunirse en el «callejón del crack» ubicado en el extremo sur; un grupo de trabajadores se agrupaba en el este, y los rastafaris jamaiquinos pasaban el tiempo al refugio de la fuente más cercana a la Avenida A. Los activistas políticos y los okupas se reunían más cerca del anfi teatro, que también brindaba refugio cuando llovía. El anfiteatro fue demolido durante la remodelación.
A veces destartalado y relajado, otras fluido y enérgico, pero pocas veces peligroso a menos que la policía interviniera, Tompkins Square es un ejemplo del tipo de parque de barrio que Jane Jacobs adoptó como cause célebre en su famoso tratado antimodernista, Muerte y vida de las grandes ciudades americanas (1961). Si bien no parece tener precisamente las características de una fron- tera, tanto los conflictos de clase como los enfrentamientos policiales no son novedad en el parque Tompkins Square. En línea con su origen como «jungla» pantanosa, sus primeros desalojados deben haber sido los manhattoes cuya aceptación de algunos trapos y adornos en 1626 les llevó a la pérdida de la isla de Manhattan. Donado a la ciudad por el comerciante de pieles y capitalista John Jacob Astor, el pantano fue drenado, y en 1834 se construyó un parque que debe su nombre en homenaje a Daniel Tompkins, ex-alcalde de Nueva York y vicepresidente de Estados Unidos entre 1817 y 1825. Inmediatamente después, el parque se convirtió en lugar tradicional de reuniones masivas de trabajadores y desempleados pero, ante la aparente consternación del pueblo, fue expropiado para ser utilizado, en la década de 1850 y durante la Guerra Civil, como área de desfi les militares.
El poder simbólico del parque como espacio de resistencia cristalizó des- pués de 1873, cuando una catastrófica crisis financiera arrojó a una cantidad sin precedentes de trabajadores y familias fuera de sus hogares y de sus
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El destino del Lower East Side ha estado siempre ligado a los acontecimien- tos internacionales. La llegada de miles de obreros y campesinos europeos en las décadas siguientes intensificó las luchas políticas y las descripcio- nes periodísticas acerca de un ambiente depravado. En 1910, alrededor de 540.000 personas se abarrotaban en los bloques de la zona, compitiendo por los puestos de trabajo y las viviendas: trabajadores textiles, estibadores, im- presores, peones, artesanos, tenderos, sirvientes, trabajadores públicos, escri- tores, y un vital fermento de comunistas, trotskistas, anarquistas, sufragis- tas e intelectuales activistas que se dedicaban a la política y a la lucha. Las sucesivas crisis económicas dejaron a muchas personas sin trabajo; los jefes tiránicos, las malas condiciones laborales y la falta de derechos laborales pro- vocaron el surgimiento de una organización sindical a gran escala. Los pro- pietarios demostraron ser siempre adeptos al alza de los alquileres. La década que comenzó con el incendio del Triangle en 1911 —el fuego envolvió a 146 trabajadoras textiles del Lower East Side, atrapadas detrás de las puertas de la fábrica que estaban cerradas con llave, forzándolas a saltar hacia la muer- te al intentar escapar en dirección a la calle— terminó con los desalojos de Palmer de 1919, con los cuales se desató una oleada de terrorismo político contra el Lower East Side promovida por el Estado. En la década de 1920, al tiempo que los suburbios florecían, los propietarios del barrio dejaron que sus edificios se deterioraran y los residentes que pudieron siguieron los pa- sos del capital hacia la periferia.
Al igual que otros parques, para los reformadores de clase media, Tomp- kins Square pasó a ser considerado una necesaria «válvula de escape» para un asentamiento tan denso y un entorno social tan volátil. Después de los enfrentamientos de 1874, éste fue explícitamente rediseñado para crear un espacio más fácil de controlar, y en la última década del siglo XIX los movi- mientos reformistas y proabstinencia construyeron un espacio de juegos para niños así como una fuente. La pugna por el parque atravesó un proceso de fl ujo y reflujo, atravesada por dos nuevas oleadas: durante la Gran Depresión, cuando Robert Moses rediseñó el parque, y nuevamente dos décadas más tar- de cuando el Departamento de Parques intentó, sin éxito, usurpar parte del terreno con una pista de béisbol. Las manifestaciones locales lograron modi- fi car este programa de remodelación (Reaven y Houck, 1994). En tanto lugar de encuentro de los poetas beat en los años cincuenta y de la denominada contracultura en los sesenta, el parque y sus zonas aledañas constituyeron el escenario de nuevas batallas en 1967 cuando la policía se malmetió con los hippies que estaban desparramados por el parque en rebelión contra los car- teles que indicaban «No pisar el césped».
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Esta explosiva historia del parque desmiente su imagen común y corriente y lo convierte en un escenario digno para una «última batalla» contra la gentrificación.
La construcción del mito de la frontera
En alguna ocasión, Roland Barthes sugirió que el «mito está constituido por la pérdida de la cualidad histórica de las cosas» (Barthes, 1972: 129). Richard Slotkin señaló que además de arrancar al significado de su contexto, el mito tiene un efecto recíproco sobre la historia: «La historia se torna un cliché» (Slotkin, 1985: 16, 21-32). Deberíamos añadir el corolario de que el mito tam- bién está constituido por la pérdida de la cualidad geográfica de las cosas. La desterritorialización es igual de importante para la elaboración de los mitos, y a medida que se arranca una mayor cantidad de acontecimientos de las geo- grafías que los constituyen, más poderosa se torna la mitología. La geografía también se torna un cliché.
El sentido social de la gentrifi cación es cada vez más una construcción que tiene lugar a través del vocabulario del mito de la frontera. A primera vista, esta apropiación del lenguaje y del paisaje podría parecer simplemente un juego, algo inocente. Los periódicos suelen ensalzar el coraje de los «colonos», el espíritu aventurero y el fuerte individualismo de los nuevos pobladores, valientes «pioneros urbanos», que presumiblemente se dirigen hacia aquel lugar al que, en palabras de Star Trek , ningún hombre (blanco) ha ido jamás. «Encontramos un lugar en el lower [sic] East Side», confiesa una pareja subur- bana en las distinguidas páginas del New Yorker :
Calle Ludlow. Ninguna de las personas que conocemos pensaría en vivir aquí. Ninguna de las personas que conocemos ha escuchado mencionar jamás la calle Ludlow. Tal vez algún día este barrio volverá a ser el Village que fue antes de que supiéramos de Nueva York [...] Solemos explicar que mudarse a este lugar es una suerte de fundación urbana; decidle [a nuestra madre] que debería estar orgullosa. Comparamos el cruce de la calle Houston con el cruce de las Rocosas por parte de los pioneros. («Calle Ludlow», 1988)
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Lámina 1.4. El capital inmobiliario gobierna la nueva frontera urbana.
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El mito de la frontera de la nueva ciudad está tan trillado, y los aspectos geo- gráfi cos e históricos se han perdido de tal modo, que ni siquiera llegamos a observar la mezcla de mito y paisaje. Simplemente atestigua el poder del mito, pero no siempre ha sido así. La analogía entre los manifestantes de Tompkins Square en 1874 y la nación sioux fue, en el mejor de los casos, provisoria e indirecta, y una mitología, demasiado joven, para soportar todo el peso ideo- lógico de vincular dos mundos tan evidentemente dispares. Pero la distan- cia real y conceptual entre Nueva York y el Wild Wild West [salvaje oeste] ha sido continuamente socavada; probablemente la evocación más iconoclasta de la frontera en la antigua ciudad apareció tan solo unos años después de la campaña de Black Hills de Custer, cuando surgió un austero y elegante, si bien aislado, edificio residencial en el inhóspito Central Park West, bautizado como «The Dakota Departments» [Apartamentos Dakota]. Por el contrario, en la manía por los complejos residenciales que ha envuelto Manhattan un siglo más tarde —un medioambiente en el que se borra cualquier conexión social, física o geográfica con la antigua frontera—, el «Montana», el «Colorado», «Savannah» y «New West» han sido calzados en lugares repletos de construc- ciones sin que nadie hiciera ningún comentario acerca de la existencia de nin- gún tipo de incoherencia iconográfi ca. A medida que la historia y la geografía se desplazaron hacia el Oeste, el mito se asentó en el Este, pero pasó bastante tiempo hasta que el propio mito pudiera domesticar el ambiente urbano.
Las características de la nueva frontera urbana codifican no sólo la trans- formación física del medioambiente edificado y la reinscripción del espacio urbano en términos de clase y raza, sino también una semiótica más amplia. La frontera es tanto un estilo como un lugar, y los años ochenta fueron testigos del furor de los restaurantes de comida mexicana, de la ubicuidad de la de- coración de estilo desértico, y de una furia por la vestimenta cowboy chic , todo ello entrelazado en el mismo paisaje urbano de consumo. La publicidad de moda aparecida en la contracubierta de la revista del domingo del New York Times (6 de agosto, 1989) lo muestra en todo su esplendor:
Para los vaqueros urbanos una pequeña frontera llega muy lejos. Va desde las ban- danas hasta las botas, lo que cuenta es lo que se muestra. Hoy en día la huella del Lejano Oeste en la moda es similar a una marca de ganado —no demasiado llama- tiva, pero lo suficientemente obvia como para capturar la atención. Para la gente de la ciudad, se trata de una cuestión de acento: una chaqueta con flecos y calzas negras; un saco de zalea de cordero con un traje de raya diplomática; un par de
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por todas partes (ninguno de verdad); y una pera con pinchos de neón por 350 dólares. Una leyenda en el escaparate frontal de Americana West anuncia su propia temática, un cruce de geografías culturales entre la ciudad y el desier- to: «El estilo evolucionado del Suroeste. Damos la bienvenida a los diseñado- res [...] No sólo para urbanitas».
La frontera no es siempre ni norteamericana ni masculina. En La Rue des Rêves la temática es la selva ecléctica. Sacos de leopardo (falsos, por supues- to), polleras de cuero de antílope y blusas de gamuza parecen aún vivas, esca- bulléndose de sus perchas hacia las máquinas registradoras. Los accesorios de moda cuelgan como lianas del manto de la selva. Un gorila disecado y varios loros vivos rellenan el ambiente. La Rue des Rêves podía haber sido «lo más» —fue víctima de la crisis fi nanciera de fi nales de la década de 1980— pero el estilo ha sobrevivido tanto en las cadenas de ropa como en las tiendas. En la tienda Banana Republic, los clientes reciben sus compras safari envueltas en bolsas de papel marrón decoradas con un rinoceronte. En la pantalla cine- matográfica, películas tales como Out of Africa [ Memorias de África ] y Gorillas in the Mist [ Gorilas en la niebla ] refuerzan la visión de los pioneros blancos en la oscura África, pero tanto con heroínas como con héroes. A medida que las mujeres blancas comienzan a jugar un papel importante en la gentrificación, se redescubre y reinventa su trascendencia en las antiguas fronteras. Así es como el diseñador Ralph Lauren comenzó la década de 1990 con una colec- ción centrada en «la mujer safari». El diseñador explica el ecologismo urbano romántico y nostálgico que le llevó a esto del siguiente modo: «Creo que hay un montón de cosas maravillosas que están desapareciendo del presente, y debemos cuidarlas». Cuatro columnas de caoba cubiertas con un mosquitero, pantalones de montar, marfi l falso y un juego de habitación «Zanzíbar» es- tampado con rayas de cebra rodean a la «mujer safari» de Lauren, siendo ella misma, probablemente, una especie en extinción. Conocido en sus orígenes como Ralph Lifschitz, nacido en el Bronx, pero ahora instalado en un rancho de Colorado cuyo tamaño equivale a la mitad de su barrio natal, «Ralph» no ha viajado nunca a África —«a veces es mejor no haber estado allí»— pero se siente preparado para representarla en y para nuestras fantasías urbanas. «Intento evocar un mundo en el que exista esa gracia que podemos tocar. No miren hacia el pasado. Podemos tenerlo. ¿Quieren hacer realidad la película que han visto? Aquí está» (Brown, 1990).
Incluso África, un continente subdesarrollado por obra del capital inter- nacional, arrasado por el hambre y las guerras, logra ser redirigida por el mercado hacia las fantasías del consumidor occidental —si bien sobre la base
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del exclusivo dominio de los blancos privilegiados y amenazados. Tal y como lo expresó un crítico, la colección safari «huele a estilo bwana, a Rhodesia más que a Zimbabwe» (Brown, 1990). El África de Lauren es un territorio batido en retirada por y desde una ciudad gentrifi cada. Ésta provee los utensilios deco- rativos a través de los cuales la ciudad es recuperada por la jungla y vuelta a ser explorada por los pobladores blancos de clase alta con las fantasías globa- les de volver a ser los dueños del mundo —una recolonización que comienza por el barrio.
La naturaleza es también reinscrita en la frontera urbana. El mito de la frontera, engendrado originariamente como una historicización de la natu- raleza, es ahora reaplicado como una naturalización de la historia urbana. A medida, incluso, que la voraz expansión económica destruye desiertos y selvas, la nueva frontera urbana se vuelve amiga de la ecología: «Todas las maderas utilizadas en la colección [safari de Lauren] son de árboles cul- tivados en Filipinas y no están en peligro de extinción» (Brown, 1990). La Nature Company, una cadena de tiendas con sucursal en la calle Seaport Sur ubicada en el extremo sur del Lower East Side, es la apoteosis de esta historia urbana naturalizada, vende mapas y globos terráqueos, antologías sobre la caza de ballenas y telescopios, libros acerca de reptiles peligrosos, e historias de exploraciones y conquistas. La idolatría de la naturaleza inmu- table realizada por la tienda y su estudiada evasión de todo lo urbano, cons- tituyen el perfecto espejo opaco en el que se refractan las historias urbanas de resistencia (N. Smith, 1996b). Al ratificar la conexión con la naturaleza, la nueva frontera urbana borra las historias, las luchas y las geografías sociales que le dieron vida.
Según Slotkin, el siglo XIX y su correspondiente ideología fueron «gene- rados por los conflictos sociales que asistieron a la “modernización” de las naciones occidentales». Éstas están «fundadas en el deseo de evitar tener que aceptar las peligrosas consecuencias del desarrollo del capitalismo en el Nuevo Mundo; de este modo representan un desplazamiento o desvia- ción del conflicto social hacia el mundo mítico» (Slotkin, 1985: 33, 47). En la ciudad, la frontera fue concebida como una válvula de escape para la lucha de clases urbana, que se gestó en acontecimientos tales como la corriente de revueltas de 1863 en Nueva York, la huelga ferroviaria de 1877 y, por su- puesto, los enfrentamientos de 1874 en Tompkins Square. Slotkin concluye que la «espectacular violencia» que tuvo lugar en la frontera, tuvo un efecto de redención en la ciudad; fue «la alternativa a una suerte de guerra civil de clases que, si se la dejaba irrumpir en la metrópolis, traería aparejada un