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13HSARG_Hobsbawm_Unidad_1.pdf historia
Tipo: Apuntes
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destino político de los estados? Tal vez tomarían el camino que conducía a la revolución social, cuya efímera reaparición en 1871 tanto había atemorizado a las mentes respetables. Tal vez la revolución no parecía inminente en su antigua forma insurreccional, pero ¿no se ocultaba acaso, tras la ampliación significativa del sufragio más allá del ámbito de los poseedores de propiedades y de los elementos educados de la sociedad? ¿No conduciría eso inevitablemente al comunismo, temor que ya había expresado en 1866 el futuro lord Salisbury? Pese a todo, lo cierto es que a partir de 1870 se hizo cada vez más evidente que la democratización de la vida política de los estados era absolutamente inevitable. Las masas acabarían haciendo su aparición en el escenario político, les gustara o no a las clases gobernantes. Eso fue realmente lo que ocurrió. Ya en el decenio de 1870 existían sistemas electorales basados en un desarrollo amplio del derecho de voto, a veces incluso, en teoría, en el sufragio universal de los varones, en Francia, en Alemania (en el Parlamento general alemán), en Suiza y en Dinamarca. En el Reino Unido, las Reform Acts de 1867 y 1883 supusieron que se cuadruplicara prácticamente el número de electores, que ascendió del 8 al 29 por 100 de los varones de más de 20 años. Por su parte, Bélgica democratizó el sistema de voto en 1894, a raíz de una huelga general realizada para conseguir esa reforma (el incremento supuso pasar del 3,9 al 37,3 por 100 de la población masculina adulta), Noruega duplicó el número de votantes en 1898 (del 16,6 al 34,8 por 100). En Finlandia, la revolución de 1905 conllevó la instauración de una democracia singularmente amplia (el 76 por 100 de los adultos con derecho a voto); en Suecia, el electorado se duplicó en 1908, igualándose su número con el de Noruega; la porción austríaca del imperio de los Habsburgo consiguió el sufragio universal en 1907 e Italia en 1913. Fuera de Europa, los Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda tenían ya regímenes democráticos y Argentina lo consiguió en 1912. De acuerdo con los criterios prevalecientes en épocas posteriores, esta democratización era todavía incompleta -el electorado que gozaba del sufragio universal constituía entre el 30 y el 40 por 100 de la población adulta-, pero hay que resaltar que incluso el voto de la mujer era algo más que un simple eslogan utópico. Había sido introducido en los márgenes del territorio de colonización blanca en el decenio de 1890 -en Wyoming (Estados Unidos), Nueva Zelanda y el sur de Australia- y en los regímenes democráticos de Finlandia y Noruega entre 1905 y 1913. Estos procesos eran contemplados sin entusiasmo por los gobiernos que los introducían, incluso cuando la convicción ideológica les impulsaba a ampliar la representación popular. Sin duda, el lector ya habrá observado que incluso países que ahora consideramos profunda e históricamente democráticos como los escandinavos, tardaron mucho tiempo en ampliar el derecho de voto. Y ello sin mencionar a los Países Bajos, que, a diferencia de Bélgica, se resistieron a implantar una democratización sistemática antes de 1918 (aunque su electorado creció en un índice comparable). Los políticos tendían a resignarse a una ampliación profiláctica del sufragio cuando eran ellos, y no la extrema izquierda, quienes lo controlaban todavía. Probablemente, ese fue el caso de Francia y el Reino Unido. Entre los conservadores había cínicos como Bismarck, que tenían fe en la lealtad tradicional -o, como habrían dicho los liberales, en la ignorancia y estupidez- de un electorado de masas, considerando que el sufragio universal fortalecería a la derecha más que a la izquierda. Pero incluso Bismarck prefirió no correr riesgos en Prusia (que dominaba el imperio alemán), donde mantuvo un sistema de voto en tres clases, fuertemente sesgado en favor de la derecha. Esta precaución se demostró prudente, pues el electorado resultó incontrolable desde arriba. En los demás países, los políticos cedieron a la agitación y a la presión popular o a los avatares de los conflictos políticos domésticos. En ambos casos temían que las consecuencias de lo que Disraeli había llamado «salto hacia la oscuridad» serían impredecibles. Ciertamente, las agitaciones socialistas de la década de 1890 y las repercusiones directas e indirectas de la primera Revolución rusa aceleraron la democratización. Ahora bien, fuera cual fuere la forma en que avanzó la democratización, lo cierto es que entre 1880 y 1914 la mayor parte de los Estados occidentales tuvieron que resignarse a lo inevitable. La política democrática no podía posponerse por más tiempo. En consecuencia, el problema era como conseguir manipularla. La manipulación más descarada era todavía posible. Por ejemplo, se podían poner límites estrictos al papel político de las asambleas elegidas por sufragio universal. Este era el modelo bismarckiano, en el que los derechos constitucionales del Parlamento alemán ( Reichstag ) quedaban minimizados. En otros lugares, la existencia de una segunda cámara, formada a veces por miembros hereditarios, como en el Reino Unido, y el sistema de votos mediante colegios electorales especiales (y de peso) y otras instituciones análogas fueron un freno para las asambleas representativas democratizadas. Se conservaron elementos del sufragio censitario, reforzados por la exigencia de una cualificación educativa, por ejemplo la concesión de votos adicionales a los ciudadanos con una educación superior en Bélgica, Italia y los Países Bajos, y la concesión de escaños especiales para las universidades en el Reino Unido. En Japón, el parlamentarismo fue introducido en 1890 con ese tipo de limitaciones. Esos fancy franchises , como los llamaban los británicos, fueron reforzados por el útil sistema de la gerrymandering o lo que los austríacos llamaban «geometría electoral», es decir, la
manipulación de los límites de los distritos electorales para conseguir incrementar o minimizar el apoyo de determinados partidos. Las votaciones públicas podían suponer una presión para los votantes tímidos o simplemente prudentes, especialmente cuando había señores poderosos u otros jefes que vigilaban el proceso: en Dinamarca se mantuvo el sistema de votación pública hasta 1901; en Prusia, hasta 1918, y en Hungría, hasta el decenio de 1930. Por otra parte, el patrocinio, como bien sabían muchos caciques en las ciudades americanas, podía proporcionar gran número de votos. En Europa, el liberal italiano Giovanni Giolitti resultó ser un maestro en el clientelismo político. La edad mínima para votar era elástica: variaba desde los veinte años en Suiza hasta los treinta en Dinamarca y con frecuencia se elevaba cuando se ampliaba el derecho de voto. Por último, siempre existía la posibilidad del sabotaje puro y simple, dificultando el proceso de acceso a los censos electorales. Así, se ha calculado que en el Reino Unido, en 1914, la mitad de la clase obrera se veía privada de facto del derecho de voto mediante tales procedimientos. Ahora bien, esos subterfugios podían retardar el ritmo del proceso político hacia la democracia, pero no detener su avance. El mundo occidental, incluyendo en él a la Rusia zarista a partir de 1905, avanzaba claramente hacia un sistema político basado en un electorado cada vez más amplio dominado por el pueblo común. La consecuencia lógica de ese sistema era la movilización política de las masas para y por las elecciones, es decir, con el objetivo de presionar a los gobiernos nacionales. Ello implicaba la organización de movimientos y partidos de masas, la política de propaganda de masas y el desarrollo de los medios de comunicación de masas -en ese momento fundamentalmente la nueva prensa popular o «amarilla»- y otros aspectos que plantearon problemas nuevos y de gran envergadura a los gobiernos y las clases dirigentes. Por desgracia para el historiador, estos problemas desaparecen del escenario de la discusión política abierta en Europa conforme la democratización creciente hizo imposible debatirlos públicamente con cierto grado de franqueza. ¿Qué candidato estaría dispuesto a decir a sus votantes que los consideraba demasiado estúpidos e ignorantes para saber qué era lo mejor en política y que sus peticiones eran tan absurdas como peligrosas para el futuro del país? ¿Qué estadista, rodeado de periodistas que llevaban sus palabras hasta el rincón más remoto de las tabernas, diría realmente lo que pensaba? Cada vez más, los políticos se veían obligados a apelar a un electorado masivo; incluso a hablar directamente a las masas o de forma indirecta a través del megáfono de la prensa popular (incluyendo los periódicos de sus oponentes). Probablemente, la audiencia a la que se dirigía Bismarck estuvo siempre formada por la elite. Gladstone introdujo en el Reino Unido (y tal vez en Europa) las elecciones de masas en la campaña de 1879. Nunca volverían a discutirse las posibles implicaciones de la democracia, a no ser por parte de los individuos ajenos a la política, con la franqueza y el realismo de los debates que rodearon a la Reform Act inglesa de 1867. Pero como los gobernantes se envolvían en un manto de retórica, el análisis serio de la política quedó circunscrito al mundo de los intelectuales y de la minoría educada que leía sus escritos. La era de la democratización fue también la época dorada de una nueva sociología política: la de Durkheim y Sorel, de Ostrogorski y los Webbs, Mosca, Pareto, Robert Michels y Max Weber (véase infra , pp. 283-284).^4 En lo sucesivo, cuando los hombres que gobernaban querían decir lo que realmente pensaban tenían que hacerlo en la oscuridad de los pasillos del poder, en los clubes, en las reuniones sociales privadas, durante las partidas de caza o durante los fines de semana de las casas de campo donde los miembros de la elite se encontraban o se reunían en una atmósfera muy diferente de la de los falsos enfrentamientos de los debates parlamentarios o los mítines públicos. Así, la era de la democratización se convirtió en la era de la hipocresía política pública, o más bien de la duplicidad y, por tanto, de la sátira política: la del señor Dooley, la de revistas de caricaturas amargas, divertidas y de enorme talento como el Simplicissimus alemán y el Assiette au beurre francés o Fackel , de Karl Kraus, en Viena. En efecto, un observador inteligente no podía pasar por alto el enorme abismo existente entre el discurso público y la realidad política, que supo captar Hilaire Belloc en su epigrama del gran triunfo electoral liberal del año 1906:
El malhadado poder que descansa en el privilegio y se asocia a las mujeres, el champaña y el bridge se eclipsó: y la Democracia reanudó su reinado, que se asocia al bridge, las mujeres y el champaña.*
(^4) Entre las obras que aparecieron entonces hay que citar las de Gaetano Mosca (18581941): Elementi di scienza politica ;
Sidney y Beatrice Webb, Industrial Democracy (1897); M. Ostrogorski (1854-1919), Democracy and the Organization of Political Parties (1902); Robert Michels (1876-1936), Zur Sociologie des Parteiwesens in der modernen Demokratie : ( Political Parties) , 1911, y Georges Sorel (1847-1922), Reflexions on Violence , 1908.
Dernocracy resumed her reign / That goes with bridge, and wornen, and champagne.] (^5) Hilaire Belloc, Sonnets and Verse , Londres, 1954, p. 151: «Sobre unas elecciones generales» epigrama XX.
(que en ocasiones, como en el caso de los polacos e irlandeses, coincidían con las de carácter religioso) eran casi siempre movimientos autonomistas dentro de estados multinacionales. Poco tenían en común con el patriotismo nacional inculcado por los estados -y que a veces escapaban a su control- o con los movimientos políticos, normalmente de la derecha, que afirmaban representar a «la nación» contra las minorías subversivas (véase infra , capítulo 6). No obstante, la aparición de movimientos de masas político-confesionales como fenómeno general se vio dificultada por el ultraconservadurismo de la institución que poseía, con mucho, la mayor capacidad para movilizar y organizar a sus fieles, la Iglesia católica. La política, los partidos y las elecciones eran aspectos de ese malhadado siglo XIX que Roma intentó proscribir desde el Syllabus de 1864 y el Concilio Vaticano de 1870 (véase La era del capital, capítulo 14, III). Nunca dejó de rechazarlo, como lo atestigua la exclusión de los pensadores católicos que en las décadas de 1890 y 1900 sugirieron prudentemente llegar a algún tipo de entente con las ideas contemporáneas (el «modernismo» fue condenado por el papa Pío X en 1907). ¿Qué cabida podía tener la política católica en ese mundo infernal de la política secular, excepto el de la oposición total y la defensa específica de la práctica religiosa, de la educación católica y de otras instituciones de la Iglesia, vulnerables ante el estado en su conflicto permanente con la Iglesia? Así, si bien el potencial político de los partidos cristianos era extraordinario, como lo demostraría la historia europea posterior a 1945*^ y pese a que se incrementó, sin duda, con cada nueva ampliación del derecho de voto, la Iglesia se opuso a la formación de partidos políticos católicos apoyados formalmente por ella, aunque desde la década de 1890 reconoció la conveniencia de apartar a las clases trabajadoras de la revolución atea socialista y, por supuesto, la necesidad de velar por su más importante circunscripción, la que formaban los campesinos. Pero aunque el papa apoyó el nuevo interés de los católicos por la política social (en la encíclica Rerum Novarum , 1891), los antepasados y fundadores de lo que serían los partidos democristianos del segundo período de posguerra eran contemplados con suspicacia y hostilidad por la Iglesia, no sólo porque también ellos, como el «modernismo», parecían aceptar una serie de tendencias nada deseables del mundo secular, sino también porque la Iglesia se sentía incómoda con los cuadros de las nuevas capas medias y medias bajas de católicos, tanto urbanas como rurales, de las economías en expansión, que encontraban en ellas una posibilidad de acción. Cuando el gran demagogo Karl Lueger (1844-1910) consiguió fundar en los años 1890 el primer gran partido cristianosocial de masas moderno, un movimiento constituido por elementos de las clases medias y medias bajas fuertemente antisemita que conquistó la ciudad de Viena, lo hizo contra la resistencia de la jerarquía austríaca. (Todavía sobrevive como el Partido Popular, que gobernó la Austria independiente durante la mayor parte de su historia desde 1918.) Así pues, la Iglesia apoyó generalmente a partidos conservadores o reaccionarios de diverso tipo y, en las naciones católicas subordinadas en el seno de estados multinacionales, a los movimientos nacionalistas no infectados por el virus secular, con los que mantenía buenas relaciones. Desde luego, apoyaba. a cualquiera frente al socialismo y la revolución. En definitiva, solamente existían auténticos partidos y movimientos católicos de masas en Alemania (donde habían visto la luz para resistir las campañas anticlericales de Bismarck en el decenio de 1870), en los Países Bajos (donde la política se organizaba plenamente en forma de agrupaciones confesionales, incluyendo las protestantes y las no religiosas, organizadas como bloques verticales) y en Bélgica (donde los católicos y los liberales anticlericales habían formado el sistema bipartidista mucho antes de la democratización). Más raros eran aún los partidos religiosos protestantes y allí donde existían las reivindicaciones confesionales se mezclaban generalmente con otros lemas: nacionalismo y liberalismo (como en el Gales inconformista), antinacionalismo (como entre los protestantes del Ulster que optaron por la unión con Gran Bretaña frente al Irish Home Rule), el liberalismo (como en el Partido Liberal británico, donde el movimiento de los inconformistas se hizo más fuerte cuando los viejos aristócratas whig y los grandes intereses abandonaron las filas conservadoras en el decenio de 1880). **^ Ciertamente, en la política la religión era imposible de distinguir políticamente del nacionalismo, incluyendo -en Rusia- el del estado. El zar no era sólo la cabeza de la Iglesia ortodoxa, sino que movilizaba a la ortodoxia frente a la revolución. Las otras grandes religiones (el islam, el hinduismo, el budismo el confucianismo), por no mencionar los cultos que sólo tenían difusión entre comunidades y pueblos concretos, actuaban todavía en un universo ideológico y político en el que la política democrática occidental era desconocida e irrelevante. Si la religión tenía un enorme potencia] político, la identificación nacional era un agente movilizador igualmente extraordinario y, en la práctica, más efectivo. Cuando, tras la democratización del sufragio
mantenido con la excepción de Francia. ** (^) Inconformistas = grupos de protestantes disidentes fuera de la Iglesia de Inglaterra en Inglaterra y Gales.
británico en 1884, Irlanda votaba a sus representantes, el Partido Nacionalista Irlandés consiguió todos los escaños de la isla. De los 103 miembros, 85 constituían una falange disciplinada detrás del líder (protestante) del nacionalismo irlandés Charles Stewart Parnell (1846-1891). Allí donde la conciencia nacional optó por la expresión política, se hizo evidente que los polacos votarían como polacos (en Alemania y Austria) y los checos en tanto que checos. La política de la porción austríaca del imperio de los Habsburgo se vio paralizada por esas divisiones nacionales. Ciertamente, tras los enfrentamientos entre checos y alemanes a lo largo de la década de 1890, el parlamentarismo se quebró completamente, pues a partir de ese momento ningún gobierno podía formar una mayoría parlamentaria. La implantación del sufragio universal en 1907 fue no sólo una concesión a las presiones, sino también un intento desesperado de movilizar a las masas electorales que pudieran votar a partidos no nacionalistas (católicos e incluso socialistas) contra los bloques nacionales irreconciliables y enfrentados. En su forma extrema --el partido de masas disciplinado-, la movilización política de masas no fue muy habitual. Ni siquiera en los nuevos movimientos obreros y socialistas se repitió en todos los casos el modelo monolítico y acaparador de la socialdemocracia alemana (véase el capítulo siguiente). Sin embargo, podían verse prácticamente en todas partes los elementos que constituían ese nuevo fenómeno. Eran éstos, en primer lugar, las organizaciones que formaban su base. El partido de masas ideal consistía en un conjunto de organizaciones o ramas locales junto con un complejo de organizaciones, cada una también con ramas locales, para objetivos especiales pero integradas en un partido con objetivos políticos más amplios. Así, en 1914, el movimiento nacional irlandés tenía su expresión en la United Irish League, organizada electoralmente, es decir, en cada circunscripción parlamentaria. Organizaba los congresos electorales, presididos por el presidente de la Liga. y a ellos asistían no sólo sus propios delegados, sino también los de los consejos sindicales (consorcios ciudadanos de las ramas de los sindicatos), los de los propios sindicatos, los de la Land and Labour Association, que representaba los intereses de los agricultores, los de la Gaelic Athletic Association, los de asociaciones benéficas como la Ancient Order of Hibernians, que vinculaba la isla con la emigración norteamericana, etc. Ese era el marco de los elementos movilizados que constituía el vínculo esencial entre los líderes nacionalistas dentro y fuera del Parlamento y el electorado de masas, que definía los límites externos de quienes apoyaban la causa de la autonomía irlandesa. Estos activistas así organizados eran un número importante: en 1913, la Liga tenía 130,000 miembros en una población católica irlandesa de tres millones.^6 En segundo lugar, los nuevos movimientos de masas eran ideológicos. Eran algo más que simples grupos de presión y de acción para conseguir objetivos concretos, como la defensa de la viticultura. Naturalmente, también se multiplicaron esos grupos organizados con intereses específicos, pues la lógica de la política democrática exigía intereses para ejercer presión sobre los gobiernos y los parlamentarios nacionales, sensibles en teoría a esas presiones. Pero instituciones como la Bund der Landwirte alemana (fundada en 1893 y en la que se integraron, casi de forma inmediata, 200.000 agricultores) no estaban vinculadas a un partido, a pesar de las evidentes simpatías conservadoras de la Bund y de su dominio casi total por los grandes terratenientes. En 1898 descansaba en el apoyo de 118 (de un total de 397) diputados del Reichstag, que pertenecían a cinco partidos distintos.^7 A diferencia de esos grupos con intereses específicos, aunque ciertamente poderosos, el nuevo partido representaba una visión global del mundo. Era eso, más que el programa político concreto, específico y tal vez cambiante, lo que, para sus miembros y partidarios, constituía algo similar a la «religión cívica» que para Jean-Jacques Rousseau y para Durkheim, así como para otros teóricos en el nuevo campo de la sociología debía constituir la trabazón interna de las sociedades modernas: sólo en ese caso formaba un cemento seccional. La religión, el nacionalismo, la democracia, el socialismo y las ideologías precursoras del fascismo de entreguerras constituían el nexo de unión de las nuevas masas movilizadas, cualesquiera que fueran los intereses materiales que representaban también esos movimientos. Paradójicamente, en países con una fuerte tradición revolucionaria como Francia, los Estados Unidos y, de forma mucho más remota, el Reino Unido, la ideología de sus propias revoluciones pasadas permitió a las antiguas o a las nuevas elites controlar, al menos en parte, las nuevas movilizaciones de masas con una serie de estrategias, familiares desde hacía largo tiempo a los oradores del 4 de julio en la Norteamérica democrática. El liberalismo inglés, heredero de la gloriosa revolución liberal de 1688 y que no olvidaba el llamamiento ocasional a los regicidas de 1649 en beneficio de los descendientes de las sectas puritanas,* consiguió impedir el desarrollo de un partido laborista de masas hasta 1914. Además, el Partido Laborista,
(^6) David Fitzpatrick, «The Geography of Irish Nationalism» Past & Present , .78 (febrero de 1978), pp. 127- (^7) HA. Puhle, Politische Agrarbewegungen in kapitalistischen- Industilegesellschaften , Gotinga, 1975, p. 64.
Parlamento en 1899.
Iglesias victoriosas, al menos en el mundo cristiano, fueron regímenes clericales administrados por instituciones seculares.
La democratización, aunque estaba progresando, apenas había comenzado a transformar la política. Pero sus implicaciones, explícitas ya en algunos casos, plantearon graves problemas a los gobernantes de los estados y a las clases en cuyo interés gobernaban. Se planteaba el problema de mantener la unidad, incluso la existencia, de los estados, problema que era ya urgente en la política multinacional confrontada con los movimientos nacionales. En el imperio austríaco era ya el problema fundamental de¡ estado, e incluso en el Reino Unido la aparición de¡ nacionalismo irlandés de masas quebrantó la estructura de la política establecida. Había que resolver la continuidad de lo que para las elites del país era una política sensata, sobre todo en la vertiente económica. ¿No interferiría inevitablemente la democracia en el funcionamiento del capitalismo y -tal como pensaban los hombres de negocios-, además, de forma negativa? ¿No amenazaría el libre comercio en el Reino Unido, sistema que todos los partidos defendían enérgicamente? ¿No amenazaría a unas finanzas sólidas y al patrón oro, piedra angular de cualquier política económica respetable? Esta última amenaza parecía inminente en los Estados Unidos, como lo puso de relieve la movilización masiva del populismo en los años 1890, que lanzó su retórica más apasionada contra -en palabras de su gran orador William Jennings Bryan- la crucifixión de la humanidad en una cruz de oro. De forma más genérica, se planteaba, por encima de todo, el problema de garantizar la legitimidad, tal vez incluso la supervivencia, de la sociedad tal como estaba constituida, frente a la amenaza de los movimientos de masas deseosos de realizar la revolución social. Esas amenazas parecían tanto más peligrosas por mor de la ineficacia de los parlamentos elegidos por la demagogia y dislocados por irreconciliables conflictos de partido, así como por la indudable corrupción de los sistemas políticos que no se apoyaban ya en hombres de riqueza independiente, sino cada vez más en individuos cuya carrera y cuya riqueza dependía del éxito que pudieran alcanzar en el nuevo sistema político. De ningún modo podían ignorarse esos dos fenómenos. En los estados democráticos en los que existía la división de poderes, como en los Estados Unidos, el gobierno (es decir, el ejecutivo representado por la presidencia) era en cierta forma independiente- del Parlamento elegido, aunque corría serio peligro de verse paralizado por este último. (Ahora bien, la elección democrática de los presidentes planteó un nuevo peligro.) En el modelo europeo de gobierno representativo, en el que los gobiernos, a menos que estuvieran protegidos todavía por la monarquía del viejo régimen, dependían en teoría de unos parlamentos elegidos, sus problemas parecían insuperables. De hecho, con frecuencia iban y venían como pueden hacerlo los grupos de turistas en los hoteles, cuando se rompía una escasa mayoría parlamentaria y era sustituida por otra. Probablemente, Francia, madre de las democracias europeas, ostentaba el récord, con 52 gabinetes en menos de 39 años, entre 1875 y el comienzo de la primera guerra mundial, de los cuales sólo 11 se mantuvieron en el poder durante un año o más. Es cierto que los mismos nombres se repetían una y otra vez en esos equipos de gobierno. En consecuencia, la continuidad efectiva del gobierno y de la política estaba en manos de los funcionarios de la burocracia, permanentes, no elegidos e invisibles. En cuanto a la corrupción, no era mayor que a comienzos del siglo XIX, cuando gobiernos como el británico distribuían lo que se llamaba «cargos de beneficio bajo la Corona» y lucrativas sinecuras entre amigos y personas dependientes. Pero aun cuando no ocurriera así, la corrupción era más visible, pues los políticos aprovechaban, de una u otra forma, el valor de su apoyo a los hombres de negocios o a otros intereses. Era tanto más visible cuanto que la incorruptibilidad de los administradores públicos de la más elevada categoría y de los jueces, ahora protegidos en su mayor parte en los países constitucionales frente a los dos riesgos de la elección y el patrocinio -con la importante excepción de los Estados Unidos-,*^ se daba ahora por sentada de forma general, al menos en la Europa central y occidental. Escándalos de corrupción política ocurrían no sólo en los países en los que no se amortiguaba el ruido del dinero al cambiar de una mano a otra, como en Francia (el escándalo Wilson de 1885, el escándalo de Panamá en 1892-1893), sino también donde sí ocurría, como en el Reino Unido (el escándalo Marconi de 1913, en el que se vieron implicados dos políticos autoformados del tipo al que hacíamos referencia anteriormente, Lloyd George y Rufus Isaacs, que más tarde sería
burocracia federal independiente del patronazgo político. Pero en la mayor parte de los países el patronazgo político era más importante de lo que se piensa.
nombrado lord Chief Justice y virrey de la India).*^10 Desde luego, la inestabilidad parlamentaria y la corrupción podían ir de la mano en los casos en que los gobiernos formaban mayorías sobre la base de la compra de votos a cambio de favores políticos que, casi de forma inevitable, tenían una dimensión económica. Como ya hemos comentado, Giovanni Giolitti en Italia era el exponente más claro de esa estrategia. Los contemporáneos pertenecientes a las clases más altas de la sociedad eran perfectamente conscientes de los peligros que planteaba la democratización política y, en un sentido más general, de la creciente importancia de las masas. No era esta una preocupación que sintieran únicamente los que se dedicaban a los asuntos públicos como el editor de Le Temps y La Revue des Deux Mondes -bastiones de la opinión respetable francesa-, que en 1897 publicó un libro cuyo título era La organización del sufragio universal: la crisis del estado moderno ,^11 o del procónsul conservador y luego ministro Alfred Milner (1854- 1925), que en 1902 se refirió en privado al Parlamento británico corno «esa chusma de Westminster». 12 En gran medida el pesimismo de la cultura burguesa a partir del decenio de 1880 (véase infra, pp. 236 y 267-
el ceño a los observadores democráticos y a los moralistas políticos. A su muerte en 1895, lord Randolph Churchill, padre de Winston. que había sido ministro de Hacienda, debía unas sesenta mil libras a Rothschild de quien cabe pensar que tendría un interés en las finanzas nacionales. La importancia de esta deuda viene indicada por el hecho de que esa sola suma significaba aproximadamente el 0.4 por 100 del total del impuesto sobre la renta del Reino Unido en ese año. (^10) R. F. Foster, Lord Randolph Churchill, a Political Life , Oxford, 198 1, p. 395. (^11) C. Benoist, L'Organisation du suffrage universel: La crise de l'état moderne , París, .1897. (^12) C. Headlam,-ed., The Milner Papers , Londres, 1931-1933, II, p. 291. (^13) T. H. S. Escott, Social Transformations of the Victorian Age , Londres, 1897, p. 166.
Pero si (a diferencia de lo que ocurrió en los decenios posteriores a 1917) la sociedad burguesa en conjunto no se sentía amenazada de forma grave e inmediata, tampoco sus valores y sus expectativas históricas decimonónicas se habían visto seriamente socavadas todavía. Se esperaba que el comportamiento civilizado, el imperio de la ley y las instituciones liberales continuarían con su progreso secular. Quedaba todavía mucha barbarie, especialmente (así lo creían los elementos «respetables» de la sociedad) entre las clases inferiores y, por supuesto, entre los pueblos «incivilizados» que afortunadamente habían sido colonizados. Todavía había estados, incluso en Europa, como los imperios zarista y otomano, donde las luces de la razón alumbraban escasamente o aún no habían sido encendidas. Sin embargo, los mismos escándalos que convulsionaban la opinión nacional o internacional indican cuán altas eran las expectativas de civilización en el mundo burgués en las épocas de paz: Dreyfus (la negativa a investigar una equivocación de la justicia), Ferrer Guàrdia en 1909 (la ejecución de un educador español, acusado erróneamente de encabezar una oleada de tumultos en Barcelona), Zabern en 1913 (veinte manifestantes encerrados durante una noche en una ciudad alsaciana por el ejército alemán). Desde nuestra posición en las postrimerías del siglo XX sólo podemos mirar con melancólica incredulidad hacia un período en el que se creía que las matanzas que en nuestro mundo ocurren prácticamente cada día, eran solamente monopolio de los turcos y de algunas tribus.
Así pues, las clases dirigentes optaron por las nuevas estrategias, aunque hicieron todo tipo de esfuerzos para limitar el impacto de la opinión y del electorado de masas sobre sus intereses y sobre los del estado, así como sobre la definición y continuidad de la alta política. Su objetivo básico era el movimiento obrero y socialista, que apareció de pronto en el escenario internacional como un fenómeno de masas en torno a 1890 (véase el capítulo siguiente). En definitiva, éste sería más fácil de controlar que los movimientos nacionalistas que aparecieron en este período o que, aunque habían aparecido anteriormente, entraron en una fase de nueva militancia, autonomismo o separatismo (véase infra, capítulo 6). En cuanto a los católicos, salvo en los casos en que se identificaron con el nacionalismo autonomista, fue relativamente fácil integrarlos, pues eran conservadores desde el punto de vista social -este era el caso incluso entre los raros partidos socialcristianos como el de Lueger- y, por lo general, se contentaban con la salvaguarda de los intereses específicos de la Iglesia. No fue fácil conseguir que los movimientos obreros se integraran en el juego institucionalizado de la política, por cuanto los empresarios, enfrentados con huelgas y sindicatos tardaron mucho más tiempo que los políticos en abandonar la política de mano dura, incluso en la pacífica Escandinavia. El creciente poder de los grandes negocios se mostró especialmente recalcitrante. En la mayor parte de los países, sobre todo en los Estados Unidos y en Alemania, los empresarios no se reconciliaron como clase antes de 1914, e incluso en el Reino Unido, donde habían sido aceptados ya en teoría, y muchas veces en la práctica, el decenio de 1890 contempló una contraofensiva de los empresarios contra los sindicatos, a pesar de que el gobierno practicó una política conciliadora y de que los líderes del Partido Liberal intentaron asegurarse y captar el voto obrero. También se plantearon difíciles problemas políticos allí donde los nuevos partidos obreros se negaron a cualquier tipo de compromiso con el estado y con el sistema burgués a escala nacional -muy pocas veces hicieron gala de la misma intransigencia en el ámbito del gobierno local-, actitud que adoptaron los partidos que se adhirieron a la Internacional marxista de 1889. (Los partidos obreros no revolucionarios o no marxistas no suscitaron ese problema.) Pero hacia 1900 existía ya un ala moderada o reformista en todos los movimientos de masas; incluso entre los marxistas encontró a su ideólogo en Eduard Bernstein, que afirmaba que «el movimiento lo era todo, mientras que el objetivo final no era nada», y cuya postura nítida de revisión de la teoría marxista suscitó escándalos, ofensas y un debate apasionado en el mundo socialista desde 1897. Entretanto, la política del electoralismo de masas, que incluso la mayor parte de los partidos marxistas defendían con entusiasmo porque permitía un rápido crecimiento de sus filas, integró gradualmente a esos partidos en el sistema. Ciertamente era impensable todavía incluir a los socialistas en el gobierno. No se podía esperar tampoco que toleraran a los políticos y gobiernos «reaccionarios». Sin embargo podía tener buenas posibilidades de éxito la política de incluir cuando menos a los representantes moderados de los trabajadores en un frente más amplio en favor de la reforma, la unión de todos los demócratas, republicanos, anticlericales u «hombres del pueblo», especialmente contra los enemigos movilizados de esas buenas causas. Esa política se puso en práctica de forma sistemática en Francia desde 1899 con Waldeck Rousseau (1846-1904), artífice de un gobierno de unión republicana contra los enemigos que la desafiaron tan abiertamente en el caso
Dreyfus-, en Italia, por Zanardelli, cuyo gobierno de 1903 descansaba en el apoyo de la extrema izquierda y, posteriormente, por Giolitti, el gran negociador y conciliador. En el Reino Unido, después de superarse algunas dificultades en el decenio de 1890, los liberales establecieron un pacto electoral con el joven Labour Representation Committee en 1903, pacto que le permitió entrar en el Parlamento con cierta fuerza en 1906 con el nombre de Partido Laborista. En todos los demás países, el interés común de ampliar el derecho de voto aproximó a los socialistas y a otros demócratas, como ocurrió en Dinamarca, donde en 1901 el gobierno pudo contar por primera vez en toda Europa, con el apoyo de un partido socialista. Las razones que explican esta aproximación del centro parlamentario a la extrema izquierda no eran, por lo general, la necesidad de conseguir el apoyo socialista, pues incluso los partidos socialistas más numerosos eran grupos minoritarios que podían ser fácilmente excluidos del juego parlamentario, como ocurrió con los partidos comunistas, de tamaño similar, en la Europa posterior a la segunda guerra mundial. Los gobiernos alemanes mantuvieron a raya al más poderoso de esos partidos mediante la llamada Sammlungspolitik (política de unión amplia), es decir, aglutinando mayorías de conservadores católicos y liberales antisocialistas. Lo que impulsaba a los hombres sensatos de las clases gobernantes era, más bien, el deseo de explotar las posibilidades de domesticar a esas bestias salvajes del bosque político. La estrategia reportó resultados dispares según los casos, y la intransigencia de los capitalistas, partidarios de la coacción y que provocaban enfrentamientos de masas, no facilitó la tarea, aunque en conjunto esa política funcionó, al menos en la medida en que consiguió dividir a los movimientos obreros de masas en un ala moderada y otra radical de elementos irreconciliables -por lo general, una minoría-, aislando a esta última. No obstante, lo cierto es que la democracia sería más fácilmente maleable cuanto menos agudos fueran los descontentos. Así pues, la nueva estrategia implicaba la disposición a poner en marcha programas de reforma y asistencia social, que socavó la posición liberal clásica de mediados de siglo de apoyar gobiernos que se mantenían al margen del campo reservado a la empresa privada y a la iniciativa individual. El jurista británico A. V. Dicey (1835-1922) consideraba que la apisonadora del colectivismo se había puesto en marcha en 1870, allanando el paisaje de la libertad individual, dejando paso a la tiranía centralizadora y uniforme de las comidas escolares, la seguridad social y las pensiones de vejez. En cierto sentido tenía razón. Bismarck, con una mente siempre lógica, ya había decidido en el decenio de 1880 enfrentarse a la agitación socialista por medio de un ambicioso plan de seguridad social y en ese camino le seguirían Austria y los gobiernos liberales británicos de 1906-1914 (pensiones de vejez, bolsas de trabajo, seguros de enfermedad y de desempleo) e incluso, después de algunas dudas, Francia (pensiones de vejez en 1911). Curiosamente, los países escandinavos, que en la actualidad constituyen los «estados providencia» por excelencia, avanzaron lentamente en esa dirección, mientras que algunos países sólo hicieron algunos gestos nominales y los Estados Unidos de Carnegie, Rockefeller y Morgan ninguno en absoluto. En ese paraíso de la libre empresa, incluso el trabajo infantil escapaba al control de la legislación federal, aunque en 1914 existían ya una serie de leyes que lo prohibían, en teoría, incluso en Italia, Grecia y Bulgaria. Las leyes sobre el pago de indemnizaciones a los trabajadores en caso de accidente, vigentes en todas partes en 1905, fueron desdeñadas por el Congreso y rechazadas por inconstitucionales por los tribunales. Con excepción de Alemania, esos planes de asistencia social fueron modestos hasta poco antes de 1914, e incluso en Alemania no consiguieron detener el avance del Partido Socialista. De cualquier forma, se había asentado ya una tendencia, mucho más rápida en los países de Europa y Australasia que en los demás. Dicey estaba también en lo cierto cuando hacía hincapié en el incremento inevitable de la importancia y el peso del aparato del estado, una vez que se abandonó el concepto del estado ideal no intervencionista. De acuerdo con los parámetros actuales, la burocracia todavía era modesta, aunque creció con gran rapidez, especialmente en el Reino Unido, donde el número de trabajadores al servicio del gobierno se triplicó entre 1891 y 1911. En Europa, hacia 1914, variaba entre el 3 por 100 de la mano de obra en Francia -hecho un tanto sorprendente- y un elevado 5,5-6 por 100 en Alemania y -hecho igualmente sorprendente- en Suiza.^14 Digamos, a título comparativo, que en los países de la Europa comunitaria del decenio de 1970, la burocracia suponía entre el 10 y el 12 por 100 de la población activa. Pero ¿acaso no era posible conseguir la lealtad de las masas sin embarcarse en una política social de grandes gastos que podía reducir los beneficios de los hombres de negocios de los que dependía la economía? Como hemos visto, se tenía la convicción no sólo de que el imperialismo podía financiar la reforma social, sino también de que era popular. La guerra, o al menos la perspectiva de una guerra victoriosa, tenía incluso un potencial demagógico mayor. El gobierno conservador inglés utilizó la guerra de Suráfrica (1899~ 1902) para derrotar espectacularmente a sus enemigos liberales en la elección «caqui» de 1900, y el imperialismo norteamericano consiguió movilizar con éxito la popularidad de las armas para la
(^14) Flora, op. cit ., cap. 5.
bizantina desde que se impuso en el decenio de 1880.^18 En efecto, el comentador clásico de la Constitución británica, tras la ampliación del sufragio de 1867, distinguía lúcidamente entre las partes «eficaces» de la Constitución, de acuerdo con las cuales actuaba de hecho el gobierno, y las partes «dignificadas» de ella, cuya función era mantener satisfechas a las masas mientras eran gobernadas.^19 Las imponentes masas de mármol y de piedra con que los estados ansiosos por confirmar su legitimidad (muy en especial, el nuevo imperio alemán) llenaban sus espacios abiertos habían de ser planeadas por la autoridad y se construían pensando más en el beneficio económico que artístico de numerosos arquitectos y escultores. Las coronaciones británicas se organizaban, de forma plenamente consciente, como operaciones político- ideológicas para ocupar la atención de las masas. Sin embargo, no crearon la necesidad de un ritual y un simbolismo satisfactorios desde el punto de vista emocional. Antes bien, descubrieron y llenaron un vacío que había dejado el racionalismo político de la era liberal, la nueva necesidad de dirigirse a las masas y la transformación de las propias masas. En este sentido, la invención de tradiciones fue un fenómeno paralelo al descubrimiento comercial del mercado de masas y de los espectáculos y entretenimientos de masas, que corresponde a los mismos decenios. La industria de la publicidad, aunque iniciada en los Estados Unidos después de la guerra civil, fue entonces cuando alcanzó su mayoría de edad. El cartel moderno nació en las décadas de 1880 y 1890. Cabe situar en el mismo marco de psicología social (la psicología de «la multitud» se convirtió en un tema floreciente tanto entre los profesores franceses como entre los gurus norteamericanos de la publicidad), el Royal Tournament anual (iniciado en 1880), exhibición pública de la gloria y el drama de las fuerzas armadas británicas, y las iluminaciones de la playa de Blackpool, lugar de recreo de los nuevos veraneantes proletarios; a la reina Victoria y a la muchacha Kodak (producto de la década de 1900), los monumentos del emperador Guillermo a los Hohenzollern y los carteles de Toulouse-Lautrec para artistas famosos de variedades. Naturalmente, las iniciativas oficiales alcanzaban un éxito mayor cuando explotaban y manipulaban las emociones populares espontáneas e indefinidas o cuando integraban temas de la política de masas no oficial. El 14 de Julio francés se impuso como auténtica fiesta nacional porque recogía tanto el apego del pueblo a la gran revolución como los deseos de contar con una fiesta institucionalizada.^20 El gobierno alemán, pese a las innumerables toneladas de mármol y de piedra, no consiguió consagrar al emperador Guillermo I como padre de la nación, pero aprovechó el entusiasmo nacionalista no oficial que erigió «columnas Bismarck» a centenares tras la muerte del gran estadista, a quien el emperador Guillermo II (reinó entre 1888 y 1918) había cesado. En cambio, el nacionalismo no oficial estuvo vinculado a la «pequeña Alemania», a la que durante tanto tiempo se había opuesto, mediante el poderío militar y la ambición global; de ello son testimonio el triunfo del Deutschland Über Alles sobre otros himnos nacionales más modestos y el de la nueva bandera negra, blanca y roja prusoalemana sobre la antigua bandera negra, roja y oro de 1848, triunfos ambos que se produjeron en la década de 1890.^21 Así pues, los regímenes políticos llevaron a cabo, dentro de sus fronteras, una guerra silenciosa por el control de los símbolos y ritos de la pertenencia a la especie humana, muy en especial mediante el control de la escuela pública (sobre todo la escuela primaria, base fundamental en las democracias para «educar a nuestros maestros»^22 en el espíritu «correcto») y, por lo general cuando las Iglesias eran poco fiables políticamente, mediante el intento de controlar las grandes ceremonias del nacimiento, el matrimonio y la muerte. De todos estos símbolos, tal vez el más poderoso era la música, en sus formas políticas, el himno nacional y la marcha militar -interpretados con todo entusiasmo en esta época de los compositores J. P. Sousa (1854-1932) y Edward Elgar (1857-1934)-*^23 y, sobre todo, la bandera nacional. En los países donde
(^18) David Cannadine, «The Context, Performance and Meaning of Ritual: The British Monarchy and the "Invention of
tradition" c. 1820-1977», en E. J. Hobsbawm y T. Ranger, eds., The Invention of Tradition , Cambridge, 1983, pp. 101- 164 (hay trad. cat.: L'invent de la tradició , Eumo, Vic, Barcelona). (^19) La distinción procede de la obra de Walter Bagehot, The English Constitution , publicada originalmente en la
Fortnightly Review (1865-1867) en el curso del debate sobre la Second Reform Bill, es decir, sobre la posibilidad de conceder a los obreros el derecho de voto. (^20) Rosemonde Sanson, Les 14 Juillet: fete et conscience nationale , 1789-1975 , París, 1976, p. 42, sobre los motivos de
las autoridades de París para conjugar las diversiones populares y las ceremonias públicas. (^21) Hans-Georg John, Politik und Tunen: die deutsche Turnerschaft als nationale Bewegung in deutschen Kaiserreich
von 1870-1914 , Ahrensberg bei Hamburg, 1976.- pp. 36-39.
(debate en la tercera lectura de la Reform. Bill, Parliamentary Debates , 15 de julio de 1867, p. 1.549, col. 1). Esta es la versión original de la frase que se hizo familiar en forma abreviada. ** (^) Entre 1890 y 1910 hubo más interpretaciones musicales del himno nacional británico de lo que ha habido nunca antes
o después.
no existía régimen monárquico, la bandera podía convertirse en la representación virtual del estado, la nación y la sociedad, como en los Estados Unidos, donde en los últimos años del decenio de 1880 se inició la costumbre de honrar a la bandera como un ritual diario en las escuelas de todo el país, hasta que se convirtió en una práctica general.^24 Podía considerarse afortunado el régimen capaz de movilizar símbolos aceptados universalmente, como el monarca inglés, que comenzó incluso a asistir todos los años a la gran fiesta del proletariado, la final de copa de fútbol, subrayando la convergencia entre el ritual público de masas y el espectáculo de masas. En este período comenzaron a multiplicarse los espacios ceremoniales públicos y políticos, por ejemplo en torno a los nuevos monumentos nacionales alemanes, y estadios deportivos, susceptibles de convertirse también en escenarios políticos. Los lectores de mayor edad recordarán tal vez los discursos pronunciados por Hitler en el Sportspalast (palacio de deportes) de Berlín. Afortunado el régimen que, cuando menos, podía identificarse con una gran causa con apoyo popular, como la revolución y la república en Francia y en los Estados Unidos. Los estados y los gobiernos competían por los símbolos de unidad y de lealtad emocional con los movimientos de masas no oficiales, que muchas veces creaban sus propios contrasímbolos, como la «Internacional» socialista, cuando el estado se apropió del anterior himno de la revolución, la Marsellesa.^25 Aunque muchas veces se cita a los partidos socialistas alemán y austríaco como ejemplos extremos de comunidades independientes y separadas, de contrasociedades y de contracultura (véase el capítulo siguiente), de hecho sólo eran parcialmente separatistas por cuanto siguieron vinculadas a la cultura oficial por su fe en la educación (en el sistema de escuela pública), en la razón y en la ciencia y en los valores de las artes (burguesas): los «clásicos». Después de todo, eran los herederos de la Ilustración. Eran movimientos religiosos y nacionalistas los que rivalizaban con el estado, creando nuevos sistemas de enseñanza rivales sobre bases lingüísticas o confesionales. Con todo, todos los movimientos de masas tendieron, como hemos visto en el caso de Irlanda, a formar un complejo de asociaciones y contracomunidades en torno a centros de lealtad que rivalizaban con el estado.
¿Consiguieron las sociedades políticas y las clases dirigentes de la Europa occidental controlar esas movilizaciones de masas, potencial o realmente subversivas? Así ocurrió en general en el período anterior a 1914, con la excepción de Austria, ese conglomerado de nacionalidades que buscaban en otra parte sus perspectivas de futuro y que sólo se mantenían unidas gracias a la longevidad de su anciano emperador Francisco José (reinó entre 1848 y 1916), a la administración de una burocracia escéptica y racionalista y al hecho de que para una serie de grupos nacionales, esa realidad era menos deseable que cualquier destino alternativo. En la mayor parte de los estados del Occidente burgués y capitalista --como veremos, la situación era muy diferente en otras partes del mundo (véase infra , capítulo 12)-, el período transcurrido entre 1875 y 1914 y, desde luego, el que se extiende entre 1900 y 1914, fue de estabilidad política, a pesar de las alarmas y los problemas. Los movimientos que rechazaban el sistema, como el socialismo, eran engullidos por éste o -cuando eran lo suficientemente débiles- podían ser utilizados incluso como catalizadores de un consenso mayoritario. Esta era, probablemente, la función de la «reacción» en la República francesa, del antisocialismo en la Alemania imperial: nada unía tanto como un enemigo común. En ocasiones, incluso el nacionalismo podía ser manejado. El nacionalismo galés sirvió para fortalecer el liberalismo, cuando su líder Lloyd George se convirtió en ministro del gobierno y en el principal freno y conciliador demagógico del radicalismo y el laborismo democráticos. Por su parte, el nacionalismo irlandés, tras los episodios dramáticos de 1879-1891, pareció remansarse gracias a la reforma agraria y a la dependencia política del liberalismo británico. El extremismo pangermano se reconcilió con la «Pequeña Alemania» por el militarismo y el imperialismo del imperio de Guillermo. Incluso en Bélgica,- los flamencos se mantuvieron en el seno del partido católico, que no desafiaba la existencia del estado unitario y nacional. Podían ser aislados los elementos irreconciliables de la ultraderecha y de la ultraizquierda. Los grandes movimientos socialistas anunciaban la inevitable revolución, pero por el momento tenían otras cosas en que ocuparse. Cuando estalló la guerra en 1914, la mayor parte de ellos se vincularon, en patriótica unión, con sus gobiernos y sus clases
(^23) Cannadine, op. cit ., p. 130. (^24) Wallace Evan Davies, Patriotism on Parade , Cambridge, Mass., 1955, pp. 218-222. (^25) Maurice Dommanget, Eugéne Pottier, membre de la Commune et chantre de l’internationale , París, 1971, p. 138.
consecuencia, una vez que el capitalismo ha conseguido el control de esa concha ... asienta su poder de forma tan segura y tan firme que ningún cambio, ni de personas ni de instituciones, ni de partidos en la república democrático-burguesa puede quebrantarla.»^26 Como siempre, a Lenin no le interesaba el análisis político general, sino más bien encontrar argumentos -eficaces para una situación política concreta, en este caso, contra el gobierno provisional de la Rusia revolucionaria y en pro del poder de los soviets. En cualquier caso, no discutiremos aquí la validez de su argumentación, muy discutible, sobre todo porque no establece una distinción entre las circunstancias económicas y sociales que han permitido a los estados soslayar las revueltas sociales, y las instituciones que les han ayudado a conseguirlo. Lo que nos interesa es su plausibilidad. Con anterioridad a 1880, los argumentos de Lenin habrían parecido igualmente poco plausibles a los partidarios y a los enemigos del capitalismo, inmersos en la acción política. Incluso en las filas de la izquierda política, un juicio tan negativo sobre la «república democrática» habría resultado casi inconcebible. Las afirmaciones de Lenin en 1917 hay que considerarlas desde la perspectiva de la experiencia de una generación de democratización occidental, y, especialmente, de la de los últimos quince años anteriores a la guerra. Pero ¿acaso no era una ilusión pasajera la estabilidad de esa unión entre la democracia política y un floreciente capitalismo? Cuando dirigimos sobre él una mirada retrospectiva, lo que llama nuestra atención sobre el período transcurrido entre 1880 y 1914 es la fragilidad y el alcance limitado de esa vinculación. Quedó reducida al ámbito de una minoría de economías prósperas y florecientes de Occidente, generalmente en aquellos estados que tenían una larga historia de gobierno constitucional. El optimismo democrático y la fe en la inevitabilidad histórica podían hacer pensar que era imposible detener su progreso universal. Pero, después de todo, no habría de ser el modelo universal del futuro. En 1919, toda la Europa que se extendía al oeste de Rusia y Turquía fue reorganizada sistemáticamente en estados según el modelo democrático. Pero ¿cuántas democracias pervivían en la Europa de 1939? Cuando aparecieron el fascismo y otros regímenes dictatoriales, muchos expusieron ideas contrarias a las que había defendido Lenin, entre ellos sus seguidores. Inevitablemente, el capitalismo tenía que abandonar la democracia burguesa. Pero eso también era erróneo. La democracia burguesa renació de sus cenizas en 1945 y desde entonces ha sido el sistema preferido de las sociedades capitalistas, lo bastante fuertes, florecientes económicamente y libres de una polarización o división social, como para permitirse un sistema tan ventajoso desde el punto de vista político. Pero este sistema sólo está vigente en algunos de los más de 150 estados que constituyen las Naciones Unidas en estos años postreros del siglo XX. El progreso de la política democrática entre 1880 y 1914 no hacía prever su permanencia ni su triunfo universal.
(^26) V. 1. Lenin, State and Revolution , parte 1. a (^) , sección 3.