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La Importancia de la Comunicación Oculta en 'El Resplandor' de Stephen King, Resúmenes de Idioma Español

En este texto, se analiza la importancia de la comunicación oculta en la novela 'El Resplandor' de Stephen King. Se examinará una conversación entre Jack Torrance y los fantasmas del hotel Overlook, donde se le comunica algo terroríficamente sobre hacer un horrible acto. Se proporcionan datos del libro, como autor, fecha de publicación, géneros y editorial.

Qué aprenderás

  • ¿Qué autor escribió la novela 'El Resplandor'?
  • ¿Qué es 'El Resplandor' y qué personaje lo posee?
  • ¿Qué papel desempeña el hotel Overlook en la novela?
  • ¿Qué géneros pertenece la novela 'El Resplandor'?
  • ¿Qué mensaje le comunican los fantasmas del hotel Overlook a Jack Torrance?

Tipo: Resúmenes

2020/2021

Subido el 25/03/2021

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Nombre:
Adalberto Vidal Acedo
Grupo:
PITC 5-2
Maestra:
Erika Hernández Hernández
Materia:
Expresión oral y escrita II
Actividad:
Actividad 1 Trabajo de investigación: Importancia de la
comunicación
Fecha:
13/01/2021
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¡Descarga La Importancia de la Comunicación Oculta en 'El Resplandor' de Stephen King y más Resúmenes en PDF de Idioma Español solo en Docsity!

Nombre:

Adalberto Vidal Acedo

Grupo:

PITC 5- 2

Maestra:

Erika Hernández Hernández

Materia:

Expresión oral y escrita II

Actividad:

Actividad 1 Trabajo de investigación: Importancia de la

comunicación

Fecha:

Introducción La comunicación consiste en un proceso complejo que involucra a un emisor que inicia un mensaje, un canal por el que se transmite y a un receptor que lo decodifica. Ese proceso se ve influenciado según el contexto y el código empleado en el mensaje. En este trabajo hablaremos de la importancia de la comunicación y daré un ejemplo de, uno de mis libros favoritos “El resplandor”, una de sus muchas conversaciones que tiene esta gran historia, la cual consiste en un hotel embrujado comunicándole algo terroríficamente a Jack sobre hacer un horrible acto. La importancia de la comunicación Es importante la comunicación ya que este es nuestro medio para entendernos y es una habilidad que va más allá de la palabra y que involucra, también, al lenguaje no verbal, como los gestos y expresiones. Es nuestra herramienta para conseguir lo que necesitamos y lo que queremos, así como lo que somos. Por eso, no sólo como personas, es importante comunicar bien como empresa o como marca. Podemos comunicarnos con nuestros hechos, gestos, acciones y por supuesto, con nuestras palabras. Pero si hablamos del entorno profesional y más concretamente de comunicar desde la marca, ya sea corporativa o marca personal, es más complicado.

baile de disfraces. Había veladas, fiestas de bodas, cumpleaños y reuniones de aniversario. Hombres que hablaban de Neville Chamberlain y del archiduque de Austria. Música, risas, borracheras, histeria. No había mucho amor allí, pero sí una constante corriente soterrada de sensualidad; una corriente que Jack casi podía oír, recorriendo todo el hotel en una graciosa cacofonía. En el comedor donde él estaba se servían simultáneamente a sus espaldas los desayunos, almuerzos y las cenas de setenta años. Casi podía… no, en realidad, podía oírlo aún, débilmente, pero con claridad, como oye uno el trueno a kilómetros de distancia en un ardiente día de verano. Oía las conversaciones de aquellos hermosos extranjeros. Jack empezaba a percibir la existencia de ellos como ellos debían de haber percibido, desde el primer día, la existencia de él. Esa mañana, todas las habitaciones del Overlook estaban ocupadas. Del otro lado de las dobles puertas de vaivén llegaba el bajo murmullo de las conversaciones, elevándose como volutas ociosas de humo de tabaco. Allí todo parecía más sofisticado, más íntimo. Risas graves y guturales de mujeres, de esas risas que parecen formar un anillo mágico de vibraciones en torno a las vísceras y los genitales; el ruido de una caja registradora, la ventanilla débilmente iluminada en la cálida oscuridad, mientras iba marcando el precio de un gin-tonic, un Manhattan, un Depression Bomber, un gin-fizz, un zombie; el tocadiscos de monedas, que vertía suavemente sus melodías para los bebedores… Jack empujó las puertas de vaivén y pasó a través de ellas. —Hola, muchachos —saludó Jack Torrance—. Aquí estoy. He vuelto. —Buenas noches, señor Torrance —le respondió Lloyd, complacido—. Encantado de verlo. —Y yo encantado de volver, Lloyd —dijo gravemente Jack, mientras apoyaba una nalga sobre un taburete, entre un hombre trajeado de azul brillante y una mujer de ojos legañosos, vestida de negro, que clavaba la vista en las profundidades de un vaso de Singapur. —¿Qué va a ser, señor Torrance? —Martini —respondió Jack, encantado. Miró hacia el fondo del bar, con sus hileras de botellas que relucían en la penumbra, con sus pequeños sifones plateados. Jim Beam. Wild Turkey. Gilby’s. Sharrod’s Private Label. Todo. Seagrams’s. Por fin de vuelta—. Un marciano grande, por favor —pidió—. En algún lugar del mundo ya han aterrizado, Lloyd. —Sacó la cartera y extendió sobre el mostrador un billete de veinte dólares. Mientras Lloyd le preparaba la bebida, Jack miró por encima del hombro. Los reservados estaban ocupados. Vio a una mujer vestida con pantalones orientales de gasa y el corpiño salpicado de diamantes de imitación, un hombre con una cabeza de zorro que asomaba astutamente de la camisa almidonada, otro con un disfraz de perro, lleno de lentejuelas, que para regocijo general hacia cosquillas con la punta de la cola en la nariz de una mujer envuelta en un sari.

—A usted no se le cobra, señor Torrance —le informó Lloyd, mientras dejaba la copa sobre los veinte dólares de Jack—. Su dinero no se acepta aquí, por orden del director. —¿Del director? Aunque súbitamente se sintió un poco inquieto, Jack levantó la copa con el martini y la hizo girar, observando cómo se mecía levemente la aceituna en las heladas profundidades de la bebida. —Claro, del director. —La sonrisa de Lloyd se hizo más amplia, pero sus ojos se perdían en la sombra y tenía la piel de un blanco horrible, como si fuera un cadáver—. Más tarde, espera ocuparse personalmente del bienestar de su hijo. Está muy interesado en él. Danny es un chico inteligente. Los vapores de la ginebra le producían un mareo placentero, aunque también parecía que estuvieran obnubilándole la razón. ¿Danny? ¿A qué venía eso? ¿Y qué hacía él en un bar, con una copa en la mano? Había jurado abstenerse, pero había subido al furgón y había roto su juramento. ¿Para qué podían querer a su hijo? Wendy y Danny no tenían nada que ver en todo eso. Jack miró fijamente a los oscuros ojos de Lloyd, pero eran demasiado oscuros, era como tratar de hallar emociones en las órbitas vacías de una calavera. Es a mí a quien quieren… ¿no es verdad?, se preguntó. Soy el único. No a Danny, ni a Wendy. Es a mí a quien le encanta estar aquí. Ellos querían marcharse. Soy yo quien se ocupó del vehículo para la nieve… quien recorrió los viejos archivos… yo bajé la presión de la caldera… yo mentí… vendí el alma. ¿Para qué puede interesarles Danny? —¿Dónde está el director? —inquirió con indiferencia, pero parecía que las palabras brotaran de sus labios empastadas por el primer trago. Eran las palabras de una pesadilla, no de un sueño. Lloyd sólo sonrió. —¿Qué quieren de mi hijo? Danny no tiene nada que ver, ¿verdad? —Le impresionó la angustiosa súplica de su propia voz. El rostro de Lloyd pareció desmoronarse, cambiando, convirtiéndose en algo pestilente. La piel blanca se agrietaba, adoptando un amarillo hepático; en ella se abrían llagas rojas de las que rezumaba un líquido de olor inmundo. Como un sudor rojo, en la frente de Lloyd aparecieron gotas de sangre, mientras en alguna parte, con un sonido lejano, un carrillón marcaba el cuarto de hora. —¡A quitarse las máscaras, a quitarse las máscaras! —Beba su martini, señor Torrance —le aconsejó Lloyd—. Lo demás no es asunto que le concierna. Jack volvió a levantar la copa y se la llevó a los labios, pero titubeó. De pronto, oyó el chasquido áspero, horrible, del hueso de Danny al romperse. Vio la bicicleta que volaba por encima de la cubierta del motor del coche de Al y se estrellaba contra el parabrisas. Vio una sola rueda tendida en la carretera, con los radios retorcidos apuntando al cielo como las destrozadas cuerdas de un piano. Luego se dio cuenta de que todas las conversaciones se habían interrumpido.

entreabierta, salía una especie de arrullo vacío. El murmullo de las conversaciones se había reiniciado, y otra vez iba y venía, como una lanzadera. Frente a él se materializó la copa pedida. —Muchas gracias, Lloyd —dijo mientras la alzaba. —Siempre encantado de servirlo, señor Torrance —respondió Lloyd, esbozando una sonrisa. —Siempre fue el mejor de todos, Lloyd. —Muy amable de su parte, señor. Esta vez, Jack bebió lentamente, dejando que el licor bañara su garganta, acompañándolo de algunos cacahuetes, que siempre daban suerte. En un abrir y cerrar de ojos la ginebra había desaparecido, y Jack pidió otra. Señor presidente, después de mi entrevista con los marcianos, tengo la satisfacción de informarle de que su actitud es amistosa, pensó Jack, sonriendo. Mientras Lloyd le preparaba la bebida, Jack empezó a buscar en los bolsillos una moneda para echar en el tocadiscos. Volvió a pensar en Danny, pero ahora la cara de su hijo aparecía placenteramente borrosa, indescriptible. Una vez le había hecho daño, pero eso fue antes de que aprendiera a manejarse con la bebida. Aquella época había quedado atrás. Jamás volvería a hacer daño a su hijo. Por nada del mundo.

  1. CONVERSACIONES EN LA FIESTA Estaba bailando con una hermosa mujer. No tenía idea de la hora que era, del tiempo que había pasado en el salón Colorado ni de cuánto hacía que estaba allí, en el salón de baile. El tiempo ya no importaba. Recordaba vagamente haber escuchado a un hombre que había triunfado como cómico en la radio, y después, un artista de variedades, en los primeros tiempos de la televisión, contando una historia larguísima y muy divertida sobre incesto entre hermanos siameses; haber visto a la mujer con pantalones de odalisca y corpiño de lentejuelas haciendo un striptease lento y sinuoso, al ritmo obsesivo y retumbante de una música del tocadiscos (que le había parecido el tema musical de David Rose para The Stripper); haber atravesado el vestíbulo en medio de otros dos hombres, vestidos con un traje de etiqueta anterior a la década de los veinte, cantando los tres algo sobre una mancha seca que había en los calzones de Rosie O’Grandy. También le parecía recordar que había visto en el parque linternas japonesas colgadas en graciosos arcos, resplandeciendo en suaves tonos pastel como sombrías joyas. El gran globo de cristal que pendía del cielo raso de la terraza estaba encendido, y los insectos chocaban contra él. Una parte de sí mismo, tal vez el último atisbo de sobriedad, intentaba decirle que eran las seis de una madrugada de diciembre. Pero el tiempo había quedado anulado. Los argumentos contra la locura caen con un leve sonido ahogado capa sobre capa…, recordó. ¿De quién era eso? ¿De algún poeta que había leído mientras era estudiante? ¿De un estudiante poeta que ahora estaría vendiendo lavadoras en Wausau o

pólizas de seguros en Indianápolis? ¿O tal vez algo original de él mismo? Qué importaba. La vaca es un animal/ forrado de cuero/ tiene las patas tan largas/ que le llegan hasta el suelo… Se echó a reír sin poder evitarlo. —¿De qué te ríes, cariño? De nuevo se encontró en el salón de baile. La araña estaba encendida y las parejas bailaban, algunos disfrazados y otros no, al sonido terso de una banda de posguerra… pero ¿de qué guerra? ¿Podía acaso estar seguro? Por supuesto que no. Sólo estaba seguro de estar bailando con una mujer bella. Era alta, de cabello castaño, se envolvía en una adherente túnica de satén blanco, y bailaba muy cerca de él, con los senos suaves y deliciosamente oprimidos contra su pecho. Una mano blanca se entrelazaba en la suya. El rostro estaba semicubierto por un pequeño antifaz con lentejuelas, y el pelo, cepillado a un lado, caía en una cascada suave y brillante, que parecía remansarse en el valle formado por los hombros de ambos al tocarse. La falda del vestido era larga, pero Jack sentía los muslos de ella contra sus piernas. Cada vez estaba más seguro de que su compañera estaba lisa y llanamente desnuda bajo la túnica. —Es lo mejor para notar tu erección, cariño. Jack se sentía al rojo vivo. Si a ella le molestaba, lo disimulaba muy bien, cada vez se apretaba más contra él. —De nada, tesoro —contestó, y volvió a reír. —Me gustas —susurró ella, y Jack pensó que su perfume era como el de los lirios, una fragancia secreta que emanaba de grietas revestidas de musgo verde, de lugares donde el sol es breve y las sombras largas. —Tú también me gustas. —Podríamos subir, si quieres. Se supone que estoy con Harry, pero ni se dará cuenta. Está demasiado ocupado en fastidiar al pobre Roger. La pieza terminó. Hubo una sucesión de aplausos y, casi sin dar un respiro, la orquesta atacó Mood Indigo. Al mirar por encima del desnudo hombro de ella, Jack vio a Derwent, de pie junto a la mesa, acompañado por la muchacha del sari. El mantel blanco que cubría la mesa estaba lleno de botellas de champán en sus correspondientes cubiteras, y Derwent tenía en la mano una botella recién abierta. Alrededor se había formado un grupo que reía a carcajadas. Frente a él y a la chica envuelta en el sari Roger hacía grotescas piruetas, a cuatro patas, arrastrando lentamente la cola. En ese momento estaba ladrando. —¡Habla, muchacho, habla! —le ordenó. —¡Guau, guau! —respondió Roger, y todos aplaudieron, algunos hombres silbaron. —Ahora, siéntate. ¡Siéntate, perrito!

aquellos huéspedes indeseables. A él no le demostraban el respeto debido como verdadero iniciador del camino, no era más que un extra entre diez mil, un perro que se hacía el muerto o se sentaba según lo que le ordenaran. —No tiene importancia —contestó el hombre de la chaquetilla blanca, y a Jack le pareció ridículo el inglés tajante y pulido viniendo de aquel rostro de facineroso—. ¿Una copa? —Un martini. Volvieron a estallar las risas. Roger estaba aullando la melodía de Home on the Range. Alguien lo acompañaba en el piano Steinway. —Sírvase. Notó que le ponían en la mano el vaso helado y bebió con agradecimiento. La ginebra volvía a atacar, desmoronando los primeros atisbos de sobriedad. —¿Está bien, señor? —Perfecto. —Gracias, señor. El carrito echó a rodar de nuevo. De pronto, Jack tendió la mano para tocar al camarero en el hombro. —¿Sí, señor? —Perdón, pero… ¿cómo se llama usted? —Grady, señor. Delbert Grady —respondió con naturalidad. —Pero usted… Quiero decir que… El camarero lo miraba cortésmente. Jack volvió a intentarlo, aunque tenía la boca pastosa y una sensación de irrealidad. Cada palabra le parecía tan grande como un cubo de hielo. —¿No trabajó aquí de vigilante una vez? Cuando… cuando usted… —Se interrumpió. Le resultaba imposible terminar la frase. —No, señor. No lo creo. —Pero su mujer… y sus hijas… —Mi mujer trabaja de ayudante de cocina, señor. Y las niñas ya están durmiendo, por cierto. Es demasiado tarde para ellas. —Pero usted fue el vigilante. Usted… ¡las mató! En el rostro de Grady no había más que inexpresiva cortesía. —No recuerdo absolutamente nada de todo eso, señor. El vaso estaba vacío. Grady se lo quitó de los dedos, sin que Jack se resistiera, y empezó a prepararle otra copa. En el carrito traía un pequeño frasco de plástico blanco, lleno de aceitunas, que por alguna razón le hicieron pensar a Jack en cabezas cortadas. Hábilmente Grady ensartó una, la dejó caer dentro del vaso y se lo entregó. —Pero usted… —El vigilante es usted, señor —articuló suavemente Grady—. Siempre ha sido el vigilante. Estoy seguro, señor, porque yo siempre he estado aquí. El mismo director nos contrató a los dos al mismo tiempo. ¿Está bien así, señor? Jack se bebió de un trago el martini, sintiendo que la cabeza le daba vueltas.

—El señor Ullman… —No conozco a nadie con ese nombre, señor. —Pero es que él… —El director —dijo Grady—, es el hotel, señor. Supongo que se da cuenta de quién lo contrató, señor. —No —repuso dificultosamente Jack—. No, yo… —Creo que debería hablar más con su hijo, señor Torrance. Él lo comprende todo, por más que no se lo haya explicado a usted. Muy criticable de su parte, señor, si me permite, el atrevimiento. En realidad, le ha desobedecido constantemente, ¿no es verdad? Y todavía no tiene seis años. —Sí, eso es —respondió Jack. Detrás de ellos se produjo otra explosión de risas. —Es necesario que lo corrija, si no le molesta que se lo diga. Es necesario que hable con él serenamente. A mis hijas, señor, al principio no les importaba el Overlook. Una de ellas incluso llegó a sustraerme una caja de cerillas e intentó incendiarlo. Pero yo las enmendé, con toda severidad. Y cuando mi mujer intentó impedir que cumpliera con mi deber, también la puse en su lugar. —Miró a Jack con una sonrisa inexpresiva—. En mi opinión, es un hecho, triste pero cierto, que las mujeres rara vez entienden la responsabilidad de un padre hacia sus hijos. Maridos y padres tienen ciertas responsabilidades, ¿no es así, señor? —Sí —convino Jack. —Ellas no querían al Overlook como yo lo quería —siguió evocando Grady, mientras empezaba a preparar otra copa—. Como tampoco lo quieren su mujer y su hijo… al menos por el momento. Pero ya llegarán a quererlo. Debe mostrarles el error en que se encuentran, señor Torrance. ¿No le parece? —Sí. Claro que sí. Había sido demasiado blando con ellos. «Maridos y padres, tenían ciertas responsabilidades.» Ellos no lo comprendían. Y en realidad, eso no era ningún pecado, pero lo hacían a propósito. En general, Jack no era un hombre duro. Sin embargo, creía en el castigo. Y si su mujer y su hijo se oponían conscientemente a sus deseos, ¿no tenía hasta cierto punto el deber…? —Un hijo desagradecido es peor que la mordedura de una serpiente —añadió Grady, mientras le tendía la copa—. Realmente creo que el director podría hacer entrar en vereda a su hijo… y a su mujer también. ¿No lo cree así, señor? De pronto, Jack dudó. —Yo… es que… tal vez ellos podrían marcharse… Bueno, después de todo, a quien quiere el director es a mí, ¿no? Tiene que ser así, porque… ¿Por qué? Jack intuía que debería saberlo, pero notaba que su pobre cerebro se sumergía. —¡Perro malo! —decía Derwent en alta voz, envuelto entre risas —. ¡Perro malo, que te meas en la alfombra! —Naturalmente —Grady se inclinó hacia el carrito para hablarle con tono confidencial—, usted sabe que su hijo intenta introducir en todo esto a un extraño.

—¿De Danny? —Jack lo miró, frunciendo el entrecejo—. No permitiría que mi hijo tomara decisiones referentes a mi carrera. ¡De ningún modo! ¿Por quién me toma? —Por un estudioso —respondió cordialmente Grady—. Tal vez me haya expresado mal, señor. Digamos que su futuro aquí depende de la forma en que decida corregir el carácter indómito de su hijo. —Yo tomo mis propias decisiones —susurró Jack. —Pero debe ocuparse de él. —Lo haré. —Y con firmeza. —Naturalmente. —Un hombre que no es capaz de controlar a su familia ofrece muy poco interés a nuestro director. De un hombre que no puede encarrilar a su mujer y a su hijo, mal puede esperarse que a su vez se encarrile, y menos aún que asuma un cargo de responsabilidad en una operación de esta magnitud. Si… —¡Le he dicho que me ocuparé de él! —exclamó Jack, furioso. Tuxedo Junction había terminado y la orquesta no había empezado aún otra pieza. El grito se había oído perfectamente en el intermedio, y las conversaciones se extinguieron de pronto a sus espaldas. Súbitamente sintió que un fuego le abrasaba la piel, y tuvo la absoluta seguridad de que todo el mundo lo miraba. Habían acabado con Roger y ahora podrían empezar con él. «Ahora sigue a Harry por todas partes, meneando el rabo tras él… Échate. Hazte el muerto. Castiga a tu hijo…», imaginó que le dirían. —Por aquí, señor —le indicó Grady—. Hay algo que puede interesarle. Las conversaciones se habían reanudado, subiendo y bajando de tono según su propio ritmo, entretejiéndose con la música de la orquesta, que ahora tocaba una versión en swing de Ticket to Ride, de Lennon y McCartney. Lo he escuchado mejor por los altavoces de los supermercados, pensó Jack. Se echó a reír estúpidamente. Vio que en la mano izquierda volvía a tener una copa y la vació de un trago. Estaba de pie ante la repisa de la chimenea y el calor del fuego que ardía en el hogar le calentaba las piernas. ¿Fuego… en agosto…? Todos los tiempos son uno. Pretenden que sacrifique a mi hijo, pensó. Había un reloj bajo un fanal de cristal, flanqueado por dos elefantes tallados en marfil. Las manecillas marcaban la medianoche menos un minuto. Jack lo miró con ojos ofuscados. ¿Era eso lo que Grady quería que viera? Se volvió para preguntárselo, pero Grady había desaparecido. En mitad de Ticket to Ride, la orquesta prorrumpió en un estruendo de bronces. —¡La hora se acerca! —proclamó Horace Derwent—. ¡Medianoche! ¡A desenmascararse! ¡A desenmascararse todos!

De nuevo, Jack intentó volverse para ver qué rostros famosos se ocultaban bajo las máscaras, pero se encontró paralizado, incapaz de apartar la vista del reloj, cuyas manecillas habían llegado a unirse, apuntando directamente hacia arriba. —¡A desenmascararse! ¡A desenmascararse! —proclamaba el sonsonete. El reloj empezó a sonar delicadamente. Por el raíl de acero que corría bajo la esfera, de izquierda a derecha, avanzaron dos figuras. Jack las observaba, fascinado, olvidando que era la hora de quitarse las máscaras. El mecanismo chirrió, las ruedecillas de los engranajes giraron y se articularon con un cálido resplandor de bronce. La rueda catalina se movía hacia adelante y atrás con precisión. Una de las figuras era un hombre alzado en la punta de los pies, que llevaba en las manos algo semejante a un garrote en miniatura. El otro personaje era un niño pequeño que llevaba puesto un capirote. Los dos resplandecían con fantástica precisión. En el capirote del niño se leía la palabra TONTO. Los dos personajes se deslizaron hacia los extremos opuestos de un eje de acero. Desde alguna parte llegaban, débil e incesantemente, los acordes de un vals de Strauss, que en la mente de Jack movilizaron con su melodía un insano estribillo comercial: Tenga a su perro contento con Guau, tenga a su perro contento con Guau. El mazo de acero que sostenía el padre mecánico descendió sobre la cabeza del niño, que se desplomó hacia adelante. El mazo se elevaba y caía implacablemente. Las manos del pequeño, elevadas en súplica y protesta, empezaron a vacilar. Estaba acurrucado y su cuerpo resbaló hasta quedar tendido en el suelo. El martillo seguía golpeándolo al ritmo tintineante de la melodía de Strauss, y a Jack le pareció que podía ver la cara del hombre, tensa y concentrada, mientras vapuleaba a su hijo, inconsciente y moribundo. Una gota roja salpicó el interior del cristal. Luego la siguieron otras dos. Pronto el líquido rojo se elevó como un surtidor obsceno, cubriendo de sangre el cristal del fanal y escurriéndose, velando lo que sucedía en el interior. El líquido escarlata iba acompañado de minúsculos fragmentos de tela, hueso y sesos. Jack seguía viendo el martillo que se alzaba y caía, mientras el mecanismo de relojería avanzaba y las ruedecillas de los engranajes giraban sin cesar para mantener en movimiento el diabólico mecanismo. —¡A desenmascararse! ¡A desenmascararse! —gritaba Derwent a sus espaldas, y en algún lugar un perro gañía con tonos humanos. Pero una maquinaria de reloj no sangra. Una maquinaria de reloj no sangra, se repetía Jack. Todo el fanal estaba salpicado de sangre y Jack veía coágulos y mechones de pelo, pero nada más. Afortunadamente, no podía ver nada más, y sin embargo pensaba que iba a caer enfermo porque seguía oyendo los golpes a través del cristal, con tanta claridad como oía la melodía del Danubio azul. Sin embargo, el ruido ya no era el tintineo de un martillo mecánico que se desploma sobre una

No hubo respuesta. En aquella habitación de revestimiento acolchado ni siquiera el eco de sus propias palabras le otorgaba una mínima ilusión de compañía. —¡Grady! Sólo las botellas, rígidamente dispuestas en posición de firmes, parecían susurrar: «Échate. Hazte el muerto. Busca. Hazte el muerto. Siéntate. Hazte el muerto…» —No importa, maldita sea, ya me las arreglaré solo. Mientras se acercaba al bar, perdió el equilibrio y cayó hacia adelante, golpeándose la cabeza contra el suelo. Se levantó torpemente, con los ojos desorbitados, farfullando sin sentido. Después se desplomó, respirando con sonoros ronquidos. En el exterior, el viento aullaba cada vez con más fuerza, empujando la nieve incesante. Eran las ocho y media de la mañana. ……………………………………………………………………………………………….. Referente: Es Danny el hijo de Jack, el cual es el que posee “el resplandor” Emisor : Es quien emite el mensaje, puede ser o no una persona, constituye la fuente y el origen de lo que se pretende comunicar. El emisor es el Overlook, el hotel. Receptor: El receptor es Jack, el cual recibe los mensajes del hotel a través de distintos fantasmas. Código: Están hablando originalmente en inglés. Canal: El canal por donde se están comunicando es por medio de la ilusión, usando fantasmas con formas de personas que murieron en el pasado en ese hotel para comunicarse con Jack. Mensaje: Matar a Danny, su hijo. Ya que si este se va el hotel no será tan poderoso sin el resplandor del niño, pero si muere su alma estará atrapada en el Overlook. Contexto: En la historia, la familia Torrance (Jack, Wendy y su hijo Danny) viaja al hotel Overlook, en Colorado, Estados Unidos, porque Jack ha conseguido el empleo de vigilante de invierno del hotel. El problema es que, por la posición del hotel, los

Torrance deberán permanecer aislados por la nieve durante meses. El Overlook estaba plagado de fantasmas y monstruos y, con el paso del tiempo, comienza a apoderarse de Jack, ordenándole matar a su mujer e hijo que, a propósito, tenía El Resplandor, un don que le permitía ver y saber cosas antes de que estas sucedieran. Dicho poder vuelve más fuerte al hotel y sus fantasmas y monstruos. Feedback: Jack tentado por el Overlook y este se dispone de ir en busca de su hijo, Dany, para matarlo con un mazo de acero, en busca de satisfacer al Overlook.