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resumen de la obra desde las cualidades de orador
Tipo: Resúmenes
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¡No te pierdas las partes importantes!
Platón: Apología de Sócrates PLATÓN
Buenos Aires - 2004
Introducción Cualidades de orador Estilo del alegato Las Primeras acusaciones Los acusadores anónimos El origen de la mala fama Referencia a los sofistas La sabiduría de Sócrates es simplemente humana El testimonio del dios de Delfos La ignorancia de los políticos La ignorancia de los poetas La ignorancia de los artesanos La verdad del oráculo Los discípulos El origen de las denuncias El Interrogatorio a Meletos La acusación de corrupción ¿Quién hace mejores a los hombres? El daño hecho ¿fue voluntario o involuntario? ¿Existen los dioses? ¿Existen los dioses? La conducta de Sócrates El honor El temor a la muerte Sócrates no reniega de su conducta Sócrates se define como el "tábano" La prueba de pobreza La voz del "daimon" El apartamiento de la política El caso de las Arginusas El caso de Leon de Salamina La tarea educativa Testimonio de los familiares Sócrates se niega a emplear recursos sentimentales SEGUNDA PARTE Sócrates es declarado culpable. Comentario de la sentencia La contrapropuesta Mantenimiento a costa del Estado ¿Cuál sería el castigo justo? Oferta de una multa TERCERA PARTE Sócrates es condenado a muerte. Valoración de la sentencia La predicción El último mensaje ¿Qué es la muerte? Petición por los hijos
¡Ciudadanos atenienses! Ignoro qué impresión habrán despertado en vosotros las palabras de mis acusadores. Han hablado de forma tan seductora que, al escucharlas, casi han conseguido deslumbrarme a mí mismo.
Sin embargo, quiero demostraros que no han dicho ninguna cosa que se ajuste a la realidad. Aunque de todas las falsedades que han urdido, hay una que me deja lleno de asombro: la que dice que tenéis que precaveros de mí y no dejaros embaucar, porque soy una persona muy hábil en el arte de hablar. Y ni siquiera la vergüenza les ha hecho enrojecer ante la sospecha de que les voy a desenmascarar con hechos y no con unas simples palabras. A no ser que ellos consideren orador habilidoso al que sólo dice y se apoya en la verdad. Si es eso lo que quieren decir, gustosamente he de reconocer que soy orador, pero jamás en el sentido y en la manera usual entre ellos. Aunque vuelvo a insistir en que poco, por no decir nada, han dicho que sea verdad. Y, ¡por Zeus!, que no les seguiré el juego compitiendo con frases redondeadas ni con bellos discursos bien estructurados, como es propio de los de su calaña, sino que voy a limitarme a decir llanamente lo primero que se me ocurra, sin rebuscar mis palabras, como si de una improvisación se tratara, porque estoy tan seguro de la verdad de lo que digo, que tengo bastante con decir lo justo, de la manera que sea. Por eso, que nadie de los aquí presentes espere de mí, hoy, otra cosa. Porque, además, a la edad que tengo sería ridículo que pretendiera presentarme ante vosotros con rebuscados parlamentos, propios más bien de los jovenzuelos con ilusas aspiraciones de medrar.
Tras este preámbulo, debo haceros, y muy en serio, una petición. Y es la de que no me exijáis que use en mi defensa un tono y estilo diferente del que uso en el ágora, curioseando las mesas de los cambistas o en cualquier sitio donde muchos de vosotros me habéis oído. Si estáis advertidos, después no alborotéis por ello. Pues ésta es mi situación: hoy es la primera vez que en mi larga vida comparezco ante un tribunal de tanta categoría como éste. Así que - y lo digo sin rodeos- soy un extraño a los usos de hablar que aquí se estilan. Y si en realidad fuera uno de los tantos extranjeros que residen en Atenas, me consentiríais, e incluso excusaríais el que hablara con la expresión y acento propios de donde me hubiera criado. Por eso, debo rogaros, aunque creo tener el derecho a exigirlo, que no os fijéis ni os importen mis maneras de hablar y de expresarme (que no dudo de que las habrá mejores y peores) y que, por el contrario, pongáis atención exclusivamente en si digo cosas justas o no. Pues, en esto, en el juzgar, consiste la misión del juez, y en el decir la verdad, la del orador. Así, pues, lo correcto será que pase a defenderme. En primer lugar, de las primeras acusaciones propaladas contra mí por mis antiguos acusadores; después pasaré a contestar las más recientes.
Todos sabéis que, tiempo ha, surgieron detractores míos que nunca dijeron nada cierto, y es a éstos a los que más temo, incluso más que al propio Anitos y a los de su comparsa, aunque también ésos sean de cuidado. Pero lo son más, atenienses, los que tomándoos a muchos de vosotros desde niños os persuadían y me acusaban mentirosamente diciendo que hay un tal Sócrates, sabio, que se ocupa de las cosas celestes, que investiga todo lo que hay bajo la tierra y que hace más fuerte el argumento más débil. Éstos, son, de entre mis acusadores, a los que más temo, por la mala fama que me han creado y porque los que les han oído están convencidos de que quienes investigan tales asuntos tampoco creían que existan dioses. Y habría de añadir que estos acusadores son muy numerosos y que me están acusando desde hace muchos años, con la agravante de que se dirigieron a vosotros cuando erais niños o adolescentes y, por ello, más fácilmente manipulables, iniciando un auténtico proceso contra mí, aprovechándose de que ni yo, ni nadie de los que hubieran podido defenderme, estaban presentes.
Y lo más desconcertante es que ni siquiera dieron la cara, por lo que es imposible conocer todos sus nombres, a excepción de cierto autor de comedias [1]. Ésos, pues, movidos por envidias y jugando sucio, trataron
Acaso ante eso alguno de vosotros me interpele: "Pero entonces, Sócrates, ¿cuál es tu auténtica profesión? ¿De dónde han surgido estas habladurías sobre ti? Porque si no te dedicaras a nada que se salga de lo corriente, sin meterte en lo que no te concierne, no se habría originado esta pésima reputación y tan contradictorias versiones sobre tu conducta. Explícate de una vez, para que no tengamos que darnos nuestra propia versión". Esto sí me parece razonable y sensato, y por ser cuerdo, voy a contestarlo, para dejar bien claro de dónde han surgido esas imposturas que me han hecho acreedor de una notoriedad tan molesta.
Escuchadlo. Quizá alguno se crea que me lo tomo a guasa; sin embargo, estad seguros de que sólo os voy a decir la verdad. Yo he alcanzado este popular renombre por una cierta clase de sabiduría que poseo. ¿De qué sabiduría se trata? Ciertamente, de una sabiduría propia de los humanos. Y en ella es posible que yo sea sabio, mientras que, por el contrario, aquellos a los que acabo de aludir quizá también sean sabios, pero en relación a una sabiduría que quizá sea extrahumana, o no sé con qué nombre calificarla. Hablo así porque yo, desde luego, ésa no la poseo ni sé nada de ella, y el que propale lo contrario o miente o lo dice para denigrarme.
Atenienses, no arméis barullo porque parezca que me estoy dando autobombo. No voy a contaros valoraciones sobre mí mismo, sino que os voy a remitir a las palabras de alguien que merece vuestra total confianza y que versan precisamente sobre mi sabiduría, si es que poseo alguna, y cuál sea su índole. Os voy a presentar el testimonio del propio dios de Delfos. Conocéis sin duda a Querefonte, amigo mío desde la juventud, compañero de muchos de los presentes, hombre democrático. Con vosotros compartió el destierro y con vosotros regresó. Bien conocéis con qué entusiasmo y tozudez emprendía sus empresas. Pues bien, en una ocasión, mirad a lo que se atrevió: fue a Delfos a hacer una especial consulta al oráculo, y os vuelvo a pedir calma, ¡oh, atenienses! y que no me alborotéis. Le preguntó al oráculo si había en el mundo alguien más sabio que yo. Y la pitonisa respondió que no había otro superior. Toda esta historia la puede avalar el hermano de Querefonte, aquí presente, pues sabéis que él ya murió. Veamos con qué propósito os traigo a relación estos hechos: mostraros de dónde arrancan las calumnias que han caído sobre mí. Cuando fui conocedor de esta opinión del oráculo sobre mí, empecé a reflexionar: ¿Qué quiere decir realmente el dios? ¿Qué significa este enigma? Porque yo sé muy bien que sabio no soy. ¿A qué viene, pues, el proclamar que lo soy? Y que él no miente, no sólo es cierto, sino que incluso ni las leyes del cielo se lo permitirían.
Durante mucho tiempo me preocupé por saber cuáles eran sus intenciones y qué quería decir en verdad. Más tarde y con mucho desagrado me dediqué a descifrarlo de la siguiente manera. Anduve mucho tiempo pensativo y al fin entré en casa de uno de nuestros conciudadanos que todos tenemos por sabio, convencido de que éste era el mejor lugar para dejar esclarecido el vaticinio, pues pensé: "Éste es más sabio que yo y tú decías que yo lo era más que todos". No me exijáis que diga su nombre; baste con decir que se trataba de un renombrado político. Y al examinarlo, ved ahí lo que experimenté: tuve la primera impresión de que parecía mucho más sabio que otros y que, sobre todo, él se lo tenía creído, pero que en realidad no lo era. Intenté hacerle ver que no poseía la sabiduría que él presumía tener. Con ello, no sólo me gané su inquina, sino también la de sus amigos. Y partí, diciéndome para mis cabales: ninguno de los dos sabemos nada, pero yo soy el más sabio, porque yo, por lo menos, lo reconozco. Así que pienso que en este pequeño punto, justamente, sí que soy mucho más sabio que él: que lo que no sé, tampoco presumo de saberlo. Y de allí pase a saludar a otro de los que gozaban aún de mayor fama que el anterior y llegué a la misma conclusión. Y también me malquisté con él y con sus conocidos. Pero no desistí. Fui entrevistando uno tras otro, consciente de que sólo me acarrearía nuevas enemistades, pero me sentía obligado a llegar hasta el fondo para no dejar sin esclarecer el mensaje del dios. Debía llamar a todas las puertas de los que se llamaban sabios con tal de descifrar las incógnitas del oráculo. Y ¡voto al perro! - y juro porque estoy empezando a sacar a la luz la verdad- que ésta fue la única conclusión: los que eran reputados o se consideraban a sí mismos como los más sabios, fue a los encontré más carentes de sabiduría, mientras que otros que pasaban por inferiores, los
superaban. Permitid que os relate cómo fue aquella mi peregrinación, que, cual emulación de los trabajos de Hércules, llevé a cabo para asegurarme de que el oráculo era irrefutable.
Tras los políticos, acosé a los poetas; me entrevisté con todos: con lo que escriben poemas, con los que componen ditirambos o practican cualquier género literario, con la persuasión de que aquí sí me encontraría totalmente superado por ser yo muchísimo más ignorante que uno cualquiera de ellos. Así, pues, escogiendo las que me parecieron sus mejores obras, les iba preguntando qué querían decir. Intentaba descifrar el oráculo y, al mismo tiempo, ir aprendiendo algo de ellos. Pues sí, ciudadanos, me da vergüenza deciros la verdad, pero hay que decirla: cualquiera de los allí presentes se hubiera explicado mucho mejor sobre ellos que sus mismos autores. Pues pronto descubrí que la obra de los poetas no es fruto de la sabiduría, sino de ciertas dotes naturales, y que escriben bajo inspiración, como les pasa a los profetas y adivinos, que pronuncian frases inteligentes y bellas, pero nada es fruto de su inteligencia y muchas veces lanzan mensajes sin darse cuenta de lo que están diciendo. Algo parecido opino que ocurre en el espíritu de los poetas. Sin embargo, me percaté de que los poetas, a causa de este don de las musas, se creen los más sabios de los hombres y no sólo en estas cosas, sino en todas las demás, pero que, en realidad, no lo eran. Y me alejé de allí, convencido de que también estaba por encima de ellos, lo mismo que ya antes había superado a los políticos.
Para terminar, me fui en busca de los artesanos, plenamente convencido de que yo no sabía nada y que en éstos encontraría muchos y útiles conocimientos. Y ciertamente que no me equivoqué: ellos entendían en cosas que yo desconocía, por tanto, en este aspecto, eran mucho más expertos que yo, sin duda. Pero pronto descubrí que los artesanos adolecían del mismo defecto que los poetas: por el hecho de que dominaban bien una técnica y realizaban bien un oficio, cada uno de ellos se creía entendido no sólo en esto, sino en el resto de las profesiones, aunque se tratara de cosas muy complicadas. Y esta petulancia, en mi opinión, echaba a perder todo lo que sabían. Estaba hecho un lío, porque intentando interpretar el oráculo, me preguntaba a mí mismo si debía juzgarme tal como me veía - ni sabio de su sabiduría, ni ignorante de su ignorancia - o tener las dos cosas que ellos poseían. Y me respondí a mí mismo y al oráculo, que me salía mucho más a cuenta permanecer tal cual soy.
En fin, oh atenienses, como resultado de esta encuesta, por un lado, me he granjeado muchos enemigos y odios profundos y enconados como los haya, que han sido causa de esta aureola de sabio con que me han adornado y que han encendido tantas calumnias. En efecto, quienes asisten accidentalmente a alguna de mis tertulias se imaginan quizá que yo presumo de ser sabio en aquellas cuestiones en que someto a examen a los otros, pero, en realidad, sólo el dios es sabio, y lo que quiere decir el oráculo es sólo que la sabiduría humana poco o nada vale ante su sabiduría. Y si me ha puesto a mí como modelo es porque se ha servido de mi nombre como para poner un ejemplo, como si dijera: Entre vosotros es el más sabio, ¡oh hombres!, aquél que como Sócrates ha caído en la cuenta de que en verdad su sabiduría no es nada. Por eso, sencillamente, voy de acá para allá, investigando en todos los que me parecen sabios, siguiendo la indicación del dios, para ver si encuentro una satisfacción a su enigma, ya sean ciudadanos atenienses o extranjeros. Y cuando descubro que no lo son, contribuyo con ello a ser instrumento del dios. Ocupado en tal menester, da la impresión de que me he dedicado a vagar y que he dilapidado mi tiempo, descuidando los asuntos de la ciudad, e incluso los de mi familia, viviendo en la más absoluta pobreza por preferir ocuparme del dios.
Por otra parte, ha surgido un grupo de jóvenes que me siguen espontáneamente, porque disponen de más tiempo libre, por preceder de familias acomodadas, disfrutando al ver cómo someto a interrogatorios a mis interlocutores, y que en más de una ocasión se han puesto ellos mismos a imitarme examinando a las gentes. Y es cierto que han encontrado a un buen grupo de personas que se pavonean de saber mucho pero que, en realidad, poco o nada saben. Y en consecuencia, los ciudadanos examinados y desembaucados por éstos se encoraginan contra
Aclaremos algo más: explícanos cómo corrompo a los jóvenes. ¿No es - si seguimos el acta de la denuncia- enseñando a no honrar a los dioses que la ciudad venera y sustituyéndolos por otras divinidades nuevas? ¿Será, por esto, por lo que los corrompo?
Agradezco vuestro interés y os aprecio, atenienses, pero prefiero obedecer antes al dios que a vosotros, y mientras tenga aliento y las fuerzas no me fallen, tened presente que no dejaré de inquietaros con mis interrogatorios y de discutir sobre todo lo que me interese, con cualquiera que me encuentre, a la usanza que ya os tengo acostumbrados. Y aún añadiría: Oh tú, hombre de Atenas y buen amigo, ciudadano de la polis más grande y renombrada por su intelectualidad y su poderío, ¿no te avergüenzas de estar obsesionado por aumentar al máximo tus riquezas y, con ello, tu fama y honores, y de descuidar las sabiduría y la grandeza de tu espíritu, sin preocuparte de engrandecerlas? Y si alguno de vosotros me lo discute y presume de preocuparse por tales cosas, no le dejaré marchar, ni yo me alejaré de su lado, sino que le someteré a mis preguntas y le examinaré, y si me parece que no está en posesión de la virtud, aunque afirme lo contrario, le haré reproches porque valora en poco o en nada lo que más estima merece, y a ello prefiere las cosas más viles y despreciables. Éste será mi modo de obrar con todo aquel que se me cruce por nuestras calles, sea joven o viejo, forastero o ateniense, pero preferentemente con mis paisanos, por cuanto tenemos una sangre común. Sabed que esto es lo que me manda el dios. Enteraos bien: estoy convencido de que no ha acaecido nada mejor a esta polis que mi labor al servicio del dios. En efecto, yo no tengo otra misión ni oficio que el de deambular por las calles para persuadir a jóvenes y ancianos de que no hay que inquietarse por el cuerpo ni por las riquezas, sino, como ya os dije hace poco, por conseguir que nuestro espíritu sea el mejor posible, insistiendo en que la virtud no viene de las riquezas, sino al revés, que las riquezas y el resto de bienes y la categoría de una persona vienen de la virtud, que es la fuente de bienestar para uno mismo y para el bien público. Y si por decir esto corrompo a los jóvenes, mi actividad debería ser condenada por perjudicial; pero si alguien dice que yo enseño otras cosas, se engaña y pretende engañaros. Resumiendo, pues, oh atenienses, creáis a Anitos o no le creáis, me absolváis o me declaréis culpable, yo no puedo actuar de otra manera, aunque mil veces me condenarais a morir.
No os pongáis nerviosos, atenienses, y dejad de alborotar, por favor, como os he repetido tantas veces, para que podáis escucharme, pues sigo convencido de que os beneficiaréis si no me interrumpís. Tengo que añadir aún algo que quizá os provoque tanto que tengáis que manifestaros gritando, pero evitadlo si podéis. Si me matáis por ser lo que soy, no es a mí a quien castigáis ni infringís el más mínimo daño, sino a vosotros mismos. Pues a mi, ni Meletos ni Anitos pueden ocasionarme ningún mal, aunque se lo propusieran. ¿Cómo pueden hacerlo, si estoy plenamente convencido de que un hombre malvado jamás puede perjudicar a un hombre justo? No niego que puedan lograr mi condena a muerte, el destierro, o la pérdida de derechos ciudadanos; penas que para muchos de ellos puedan tratarse de grandes males, pero yo pienso que no lo son en modo alguno. Más bien creo que es mucho peor hacer lo que él hace ahora: intentar condenar a un hombre inocente. Por eso estoy muy lejos de lo que alguno quizá se haya creído: de que estoy intentando hacer mi propia defensa. Muy al contrario, lo que hago es defenderos a vosotros para que, al condenarme, no cometáis un error desafiando el don del dios. Porque, si me matáis, difícilmente encontraréis otro hombre como yo, a quien el dios ha puesto sobre la ciudad, aunque el símil parezca ridículo, como el tábano que se posa sobre el caballo, remolón, pero noble y fuerte, que necesita un aguijón para arrearle. Así, creo que he sido colocado sobre esta ciudad por orden del dios para teneros alerta y corregiros, sin dejar de estimular a nadie, deambulando todo el día por calles y plazas. Un hombre como yo no lo volveréis a encontrar, atenienses, por lo que, si me hicierais caso, me conservaríais. Si, enojados y como sobresaltados por el aguijón de un molesto tábano, dóciles a las insinuaciones de Anitos me matáis impulsivamente de una fuerte palmada, pasaréis el resto de vuestra vida tranquilos sin que nadie perturbe vuestros sueños, a no ser que el dios, preocupado por vosotros, os mande a otro como yo.
Os podéis convencer de que yo soy un don del dios para esta ciudad por lo siguiente: no parece muy humano el que haya vivido descuidado de todos mis asuntos e intereses y que durante tantos años haya tenido abandonados mis bienes y, en cambio, haya estado siempre ocupándome de lo vuestro, interesándome para que cada uno se ocupe del bien y de la virtud, como si yo fuese su padre o hermano mayor. Y si de estas actividades sacara alguna ganancia o hiciera estas exhortaciones mediante paga, aún tendría algún sentido que justificaría lo que hago. Pero vosotros mismos podéis comprobar que a pesar de tantos reproches acumulados contra mí por esa caterva de acusadores, no han tenido el atrevimiento de insinuar que yo haya cobrado alguna vez remuneración alguna. Y de que estoy diciendo la verdad presento al mejor y al más fidedigno de los
testigos: mi pobreza y la de los míos.
Quizá encontréis un contrasentido el que yo me haya pasado la vida exhortando a los ciudadanos en privado y que me haya metido en tantos líos, sin haberme atrevido a intervenir en la vida pública ni a participar en vuestras asambleas por el bien de la ciudad. La explicación está en lo que me habéis oído decir tantas veces y en tan diversos sitios: se da en mí una voz, manifestación divina o de cierto genio, que me sobreviene muchas veces. Incluso se habla de ella en la acusación de Meletos, aunque sea en tono despectivo. Es una voz que me acompaña desde la infancia y se hace sentir para desaconsejarme algunas acciones, pero jamás para impulsarme a emprender otras. Ésta es la causa que me ha impedido intervenir en la política, cosa que me ha desaconsejado, creo yo, muy razonablemente. Porque lo sabéis muy bien: si me hubiera metido en política, hace tiempo ya que estaría muerto y, así, no habría sido útil, ni a vosotros, ni a mí mismo.
Y no os irritéis contra mí porque os diga la verdad, una vez más. No hay nadie que pueda salvar su vida, si se opone con valentía a vosotros o a cualquier otra asamblea y se empeña en impedir las múltiples injusticias e irregularidades que se cometen en cualquier ciudad. En consecuencia, quien quiera luchar por la justicia debe tener muy presente, si quiere vivir muchos años, que se conforme con una vida retirada y que no se ocupe de los asuntos públicos. Y voy a daros pruebas contundentes de ello, no con palabras, sino con lo que tiene mayor fuerza ante cualquier auditorio, con los hechos. Dejadme contaros un episodio de mi vida, que pondrá de manifiesto que yo nunca cedería a la injusticia por temor a la muerte y que el miedo a morir es impotente para hacerme desistir de algo que sea contrario a la justicia. Os voy a relatar cosas tal vez pesadas y aburridas, a la manera de los abogados, pero todas ciertas.
Yo no he ejercido cargos públicos más que en una ocasión: fui miembro del Consejo cuando mi tribu, la de Antióquida, presidía el juicio contra los diez estrategas que no habían recogido los cuerpos de los soldados caídos en la batalla de Arginusa; vosotros queríais juzgarlos a todos juntos, lo cual estaba en contra de nuestras leyes, como después se demostró. Entonces yo solo y en contra de todos los Prítanos, me opuse a que hicierais algo en contra de la ley y voté en contra de todos. Y a pesar de que los oradores, alentados por vuestras protestas y vuestro apasionamiento, exigían abrirme un proceso para llevarme ante los tribunales, creí que era mucho mejor estar de parte de la ley y de la justicia, aunque eso me supusiera graves peligros, que ponerme de vuestra parte en busca de seguridades, si por ello debía ir en contra de la justicia o era movido por el temor de la muerte o del encarcelamiento. Esto ocurrió cuando Atenas era gobernada por un régimen democrático.
Más tarde, bajo el régimen oligárquico de los Treinta, fui requerido, juntamente con otros cuatro, a que me presentara en el Tolos; allí nos ordenaron que fuéramos a Salamina para buscar León, el estratega, y colaborar así en su muerte. Misiones de este tipo encomendaban a muchos otros para comprometer a cuantos más pudieran en su criminal gestión de gobierno. Y entonces volví a demostrar, no con palabras, sino con los hechos, que la muerte, lo digo sin ambages, no me importa lo más mínimo, mientras que no cometer acciones injustas es para mí lo más importante. Ni siquiera aquel régimen, que presumía de duro, y en verdad lo era , pudo doblegarme para que cometiera un acto injusto. Cuando salimos del Tolos, los otros cuatro se dirigieron a Salamina para cumplir tan injusta orden y traer a León, pero yo me fui tranquilamente a mi casa. Por este motivo es muy posible que ya hubiera encontrado entonces la muerte, pero aquel régimen cayó poco después. De todo esto muchos de vosotros sois testigos.
Y bien: ¿acaso creéis que yo hubiera vivido muchos años si me hubiera dedicado a la política, si, portándome como es propio de quien antepone su honradez a sus intereses, hubiera hecho de la defensa de la justicia mi compromiso, poniéndolo, como debe ser, por encima de todo? Ni mucho menos, atenienses, como tampoco ningún otro que lo intente de esta manera. Pero yo, durante toda mi vida, tanto en las cuestiones de interés público en que he intervenido como en las privadas, he sido siempre el mismo y jamás he actuado contra la justicia, ni les he permitido hacerlo a los que mis acusadores denominan mis discípulos, ni a los demás. Pero, aunque jamás he sido maestro de nadie, si alguien, joven o mayor, ha sentido deseos de oírme u observarme, nunca se lo he rehusado. No soy
estar dispuestos a demostrar que condenaréis a quien ofrezca el triste espectáculo de suplicar la compasión de sus jueces, dejando en ridículo a la ciudad. Pero, aparte de la cuestión de mi buen nombre, tampoco me parece digno suplicar a los jueces y salir absuelto por la compasión comprada; hay que limitarse a exponer los hechos y tratar de persuadir, no de suplicar. Pues el jurado no está puesto para repartir la justicia como si de favores se tratara, sino para decidir lo que es justo en cada caso; y los que tienen que juzgar han jurado interpretar rectamente las leyes, no favorecer a los que les caigan bien. Por tanto, no podemos permitirnos el perjurio a nosotros mismos, ni a los demás, porque nos convertiríamos en reos de impiedad. No esperéis, pues, de mí que recurra a artimañas o acciones que no sean rectas ni justas, y menos ahora, ¡oh, por Zeus!, que estoy aquí acusado de impiedad por Meletos. Pues es evidente que si con súplicas llegara a convenceros u os forzara a faltar a vuestro juramento, os enseñaría a pensar que no hay dioses y, así, con mi defensa, lo que haría de hecho sería condenarme a mí mismo por no creer en los dioses. Pero no es así, ni mucho menos: yo creo en los dioses, como cualquiera de mis acusadores. Por eso, atenienses, dejo en vuestras manos y en las de los dioses el decidir lo que va a ser mejor para mí y para vosotros.
No me ha sorprendido ni indignado, oh atenienses, esta condena que acabáis de sellar con vuestro voto. Entre otras muchas razones, porque no me ha resultado inesperada; más bien me sorprende que haya habido un número tan elevado de votos a mi favor; no sospechaba que se resolvería así, sino que esperaba muchos más votos en mi contra. Podéis ver que los resultados se habrían trastocado si sólo treinta personas más hubieran votado mi absolución. Por de pronto, de la acusación de Meletos, según las cuentas que yo me he hecho, he quedado plenamente absuelto; no sólo eso: sin la comparecencia de Anitos y Licón, parece evidente que Meletos habría sido condenado a pagar la multa de mil dracmas por no haber alcanzado la quinta parte de los votos exigidos.
Ahora, este hombre propone la pena de muerte para mí. Bien, ¿y qué contrapuesta os voy a hacer, atenienses? Ciertamente, voy a proponer la que creo merecer. ¿Que cuál es? ¿Qué pena o castigo tengo que sufrir por haberme empeñado tozudamente en no querer una vida tranquila y cómoda, por descuidar lo que preocupa a la mayoría de las personas - sus bienes, sus intereses personales, la dirección de los ejércitos, los discursos en la Asamblea, el ejercicio de cargos públicos-, por permanecer neutral ante coaliciones y revueltas, por considerar que soy demasiado honrado para poder salir ileso si intervengo en la política? Jamás me he ocupado de cosas que no pudieran reportar alguna utilidad a vosotros o a mí, y siempre he preferido hacer el máximo bien a cada uno, tratando de convencerle de que aplicara sus energías a buscar la sabiduría antes que sus propios intereses, y que se ocupara del Estado antes que de los intereses del Estado, y que así procediera en todos los asuntos.
Ahora bien, ¿qué debo sufrir por todo esto? Ciertamente, algún bien, atenienses, si de verdad hay que ser ecuánimes y actuar con arreglo a los merecimientos. ¿Y qué bien puede ser más apropiado para un pobre benefactor que necesita todo el tiempo posible para dar consejos a sus conciudadanos? Sin duda sólo hay una recompensa que haga justicia a esos merecimientos: mantenerle a costa del Estado en el Pritaneo, y con mayores merecimientos que cualquiera de los ganadores de alguna carrera de caballos o de carros por parejas o de cuadrigas que se celebran en Olimpia. Pues mientras éstos os hacen creer que os dan la felicidad, yo os hago felices de verdad y, por otro lado, ellos no necesitan vuestras pensiones y yo sí. En resumen, si de verdad debo proponer la condena que merezco según la justicia, ésa es la que propongo: ser mantenido a costa del Estado en el Pritaneo.
Tal vez al oír esta proposición y ver el tono que uso, se repita en vosotros la misma impresión que cuando hablaba de recurrir a lágrimas y súplicas: que os parezca arrogante mi comportamiento. Pero no es esta mi intención, atenienses; ésta es la única verdad: no tengo conciencia de haber hecho nunca voluntariamente mal a nadie, aunque no he podido convenceros a la mayoría de vosotros, porque no ha habido tiempo suficiente para ello. Pues creo que si entre vosotros fuera ley lo que es costumbre en otros pueblos, es decir, en cuestiones de pena capital no dictar sentencia en el mismo día del juicio, sino uno o varios días después, estoy persuadido de que os lograría convencer; pero ahora no es fácil rechazar tan graves cargos en tan corto espacio de tiempo. Estando convencido, como estoy, de no haber hecho mal a nadie injustamente, es lógico que tampoco me lo haga a mí mismo hablando como si mereciera un castigo o me condenara a mí mismo. ¿Qué tengo que temer? ¿Tal vez sufrir lo que Meletos propone contra mí, cosa que, repito, aún no sé si es un bien o un mal? ¿Voy a decantarme hacia las cosas que sé que son malas y proponer contra mí algún castigo concreto? ¿Tal vez la cárcel? ¿Y por qué tengo que encerrarme en una cárcel, a merced de los que vayan ocupando anualmente el cargo de los Once, que son los vigilantes? ¿O debo tal vez proponer una multa y prisión hasta que no haya pagado el último plazo? Estamos en lo mismo: debería estar siempre en la cárcel, pues no tengo con qué pagar. ¿Me condenaré al exilio? Quizá sea ésta la pena que a vosotros más os satisfaga. [5] Pero debería estar muy apegado a la vida y muy ciego para no ver que si vosotros, mis paisanos, no habéis podido soportar mis interrogatorios ni mis tertulias, sino que os han resultado molestos hasta el extremo de querer libraros de ellos, ¿cómo voy a esperar que unos extraños los soporten con más generosidad? Es evidente que no lo soportarían, atenienses. Y, ¡vaya espectáculo el mío! A mis años escapando de Atenas, vagando de ciudad en ciudad, convirtiéndome en un pobre desterrado. Bien sé que en cualquier parte vendrían los jóvenes a escucharme con agrado, igual que aquí. Pero si los rechazara, serían ellos los que rogarían a sus ancianos que me exiliaran de su ciudad, y si los acogiera, serían sus padres y familiares los que no pararían hasta hacerme la vida imposible y tendría que volver a huir. Oigo la voz de alguien que me recomienda: "Pero Sócrates, ¿no serás capaz de vivir tranquilamente, en silencio, lejos de nosotros?" Éste es el sacrificio mayor que podéis pedirme, pues se trataría de desobedecer al dios y yo jamás podría quedarme tranquilo si renunciara a mi misión. Y aunque no me creáis y penséis que hablo con evasivas, debo deciros que el mayor bien para un humano es mantener los ideales de la virtud con sus palabras y tratar de los diversos temas, examinándome a mí mismo y a los demás, pues una vida sin examen propio y ajeno no merece ser vivida por ningún hombre, me creáis o no. Las cosas son así, aunque sé lo difícil que es convenceros.
Tampoco soy de los que aceptan con agrado condenas injustas. Si me sobrara el dinero, me habría puesto una multa soportable, que no representara un perjuicio para mí. Pero como no lo tengo, sois vosotros los que debéis tasar la multa. Tal vez, rebuscando, podría pagaros hasta una mina de plata. Ésta es la suma que os propongo. Algunos de los presentes, como Platón, Critón y Critóbulo, me instan a elevar la multa hasta treinta minas, de las que ellos se hacen fiadores. Propongo, pues, esta nueva suma. Y tendréis en ellos a unos fiadores de total solvencia.
Por no querer aguardar un poco más de tiempo, os llevaréis, atenienses, la mala fama de haber hecho morir a Sócrates, un hombre sabio, pues para avergonzaros os dirán que yo era un sabio, aunque no lo soy. Si hubierais esperado un poquito más, habría llegado el mismo desenlace, aunque de un modo natural; considerad la edad que tengo y cuán recorrido tengo el camino de la vida y qué cercana ronda la muerte. Lo dicho no va para todos, sino sólo para los que me habéis condenado a morir. Y a éstos aún tengo algo más que decirles: quizá penséis, atenienses, que he sido condenado por falta de razones o por la pobreza de mi discurso; me refiero a la clase de discurso que no he usado, aquel que se sirve de todo tipo de recursos con tal de escapar del peligro. Nada más lejos de la realidad. Sí, me he perdido por una carencia, pero no de palabras, sino de
sostengo que es la mayor de las ganancias, pues toda eternidad se nos aparece como una noche de ésas. Por otro lado, si la muerte es una simple mudanza de lugar y si, además, es cierto lo que cuentan, que los muertos están todos reunidos, ¿sois capaces, oh jueces, de imaginar algún bien mayor? Pues, al llegar al reino del Hades, liberados de los que aquí se hacen llamar jueces, nos encontraremos con los auténticos jueces, que, según cuentan, siguen ejerciendo allí sus funciones: Minos, Radamanto y Triptólemo, y toda una larga lista de semidioses que fueron justos en su vida. ¿Y qué me decís de poder reunirnos con Orfeo, Museo, Hesiodo y Homero? ¿Qué no pagaría cualquiera por poder conversar con estos héroes? En lo que a mí se refiere, mil y mil veces prefiero estar muerto, si tales cosas son verdad. ¡Qué maravilloso sería para mí encontrarme con Palamedes, con Ayax, hijo de Telamón, y con todos los héroes del pasado, víctimas también ellos de otros tantos procesos injustos! Aunque sólo fuera para comparar sus experiencias con las mías, ya me daría por satisfecho. Mi mayor placer sería pasar los días interrogando a los de allá abajo, como he hecho con los de aquí durante mi vida terrena, para ver quiénes entre ellos son auténticos sabios y quiénes creen que lo son, sin serlo en la realidad. ¿Qué precio no pagaríais, oh jueces, para poder examinar a quien condujo aquel numeroso ejército contra Troya, o a Ulises o Sísifo, o a tantos hombres y mujeres que ahora no puedo ni citar? Estar con ellos, gozar de su compañía e interrogarlos, ése sería el colmo de mi felicidad. En cualquier caso, creo que en el Hades no me llevarían a juicio ni me condenarían a muerte por ejercer mi oficio. Ellos son, allá, mucho más felices que los de aquí, entre otras muchas razones, por la de ser inmortales, si es verdad lo que se dice. Vosotros también, oh jueces míos, debéis tener buena esperanza ante la muerte y convenceros de una cosa: que no hay mal posible para un hombre de bien, ni durante esta vida, ni después en el reinado de la muerte, y que los dioses jamás descuidan los asuntos de los hombres justos. Lo que me ha sucedido a mí no es fruto de la causalidad; al contrario, veo claramente que morir y quedar libre de ajetreos era lo mejor para mí. Por esa razón en ningún momento me ha disuadido la voz del genio; también por esa razón yo no estoy enojado contra mis acusadores ni contra los que me han condenado, aunque ninguno de ellos quería hacerme un bien, sino un mal, lo que les echo en cara.
Y ahora debo pediros un último favor: cuando mis hijos se hagan mayores, atenienses, castigadles, como yo os he incordiado durante toda mi vida, si pensáis que se preocupan más de buscar riquezas o negocios que de la virtud. Y si presumen de ser algo, sin serlo de verdad, reprochádselo como yo os he reprochado, y exigidles que se cuiden de lo que deben y que no se den importancia, cuando en realidad nada valen. Si hacéis esto, ellos y yo habremos recibido el trato que merecemos. No tengo nada más que decir. Ya es la hora de partir: yo a morir, vosotros a vivir. ¿Quién va a hacer mejor negocio, vosotros o yo? Cosa oscura es para todos, salvo, si acaso, para el dios. NOTAS: 1 )- Se refiere a Aristófanes quien lo ridiculizó en varias de sus obras. 2 )- Ésta era la práctica habitual que enseñaban los sofistas quienes recibían una remuneración por sus enseñanzas. El objetivo no era encontrar la verdad sino construir argumentos sólidos para cualquier causa. 3 )- Aquí es donde Meletos cae en su contradicción fundamental. 4 )- En esta frase se puede apreciar claramente cómo Sócrates sabía de antemano que sería condenado. 5 )- En realidad ésta hubiera sido la pena lógica y la que, probablemente, esperaban los acusadores. Lo que sucedió es que Sócrates, al no humillarse ante los jueces ni ante la acusación, hizo que todo el juicio saliese fuera de control. Platón: Apología de Sócrates