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aznar luis. ESTADO U3 CAP 3 POLITICA CUESTIONES Y PROBLEMAS.pdf, Apuntes de Ciencia Política

aznar luis. ESTADO U3 CAP 3 POLITICA CUESTIONES Y PROBLEMAS.pdf

Tipo: Apuntes

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POLÍTICA.

CUESTIONES Y PROBLEMAS

LUIS AZNAR Y MIGUEL DE LUCA

(COORDINADORES)

POLÍTICA.

CUESTIONES Y PROBLEMAS

LUIS AZNAR
LUCIANA CINGOLANI
MARTÍN D’ALESSANDRO
MIGUEL DE LUCA
ELSA LLENDERROZAS
ANDRÉS MALAMUD
MARÍA SOLEDAD MÉNDEZ PARNES
JUAN JAVIER NEGRI
MARA PEGORARO
FEDERICO M. ROSSI
SANTIAGO ROTMAN
FLORENCIA ZULCOVSKY

Índice

  • Prefacio (Carlos Floria)
  • Presentación (Luis Aznar y Miguel De Luca) - 1 Política y ciencia política (Luis Aznar) Capítulo - 2 Metodología de la investigación en ciencia política (Santiago Rotman) - 3 Estado (Andrés Malamud) - 4 Democracia (María Soledad Méndez Parnes y Juan J. Negri) - 5 Gobierno (Mara Pegoraro y Florencia Zulcovsky) - 6 Partidos políticos y sistemas de partidos (Luciana Cingolani) - 7 Elecciones y sistemas electorales (Miguel De Luca) - 8 Movimientos sociales (Federico M. Rossi) - 9 Liderazgo político (Martín D’Alessandro)
    • 10 Relaciones internacionales (Elsa Llenderrozas) - I Apéndice
      • II
  • Sobre los autores

Capítulo 3

Estado

Andrés Malamud

1. Presentación

¿Qué tienen en común China, Estados Unidos, Francia, Australia, Suiza, Jordania y Móna- co? La respuesta parece simple: los siete son Estados soberanos, reconocidos como tales por sus contrapartes del sistema internacional y miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Y, sin embargo, las diferencias entre ellos son enormes. Con 1.300 millones de habitantes, un quinto de la humanidad, China es la nación más po- blada del mundo y la cuarta por extensión territorial. Su historia se extiende desde el principio de los tiempos y no reconoce fundadores; su construcción se fue desarrollando casi naturalmen- te durante siglos hasta moldear al gigante actual, y sus tendencias de crecimiento le auguran la posición de mayor economía planetaria hacia mediados del siglo XXI. En contraste, la historia de los Estados Unidos no ocupa más de cinco siglos, de los cuales apenas la mitad transcurrieron como Estado independiente. La principal potencia mundial en la actualidad no emergió “naturalmente” sino que fue “inventada” por un grupo de hombres que, aún hoy, es venerado bajo el rótulo de “padres fundadores”. Sus pobladores, sus religiones y su lengua de uso oficial se originaron fuera de su territorio, en el cual se produjo la mezcla de in- gredientes que le confirió su singularidad. Francia, por su parte, constituye el prototipo del Estado-nación. Francés es el nombre del ciudadano de la república y del idioma que en ella se habla. A pesar de que el Estado francés es un producto de la guerra y la conquista, su capacidad homogeneizadora disolvió diferencias y creó una unidad simbólica de gran fortaleza, aunque hoy esté en crisis. Si los Estados Unidos fueron inventados mediante un contrato constitucional, Francia fue fundada inicialmente por una monarquía absoluta y consentida posteriormente por la ciudadanía revolucionaria. Otros casos ofrecen peculiaridades dignas de mención. Australia tiene un gobierno parlamen- tario cuyas autoridades son democráticamente electas, pero su jefe de Estado es… ¡la reina de In- glaterra! Lo mismo sucede con Canadá y Nueva Zelanda. A pesar de compartir el símbolo máxi- mo del Estado, es decir su jefe, estos países son soberanos e independientes. Suiza, por su lado, está constituida por 23 unidades subnacionales o cantones que gozan de autonomía sobre un am- plio rango de políticas públicas y cuyas comunas ejercen el derecho de otorgar la ciudadanía. Jor- dania es un país de Medio Oriente “diseñado” por Gran Bretaña en 1922 e independiente desde 1946, y su denominación completa (Reino Hachemita de Jordania) contiene el nombre del linaje árabe al que los británicos le entregaron el territorio y que aún lo gobierna. Mónaco, finalmente, es también un Estado “familiar” en el sentido de que su soberanía legal dependió hasta 2002 de la supervivencia de la dinastía gobernante, los Grimaldi. Este país de sólo treinta mil habitantes no tiene ejército ni moneda propia y no cobra impuestos a particulares, siendo su primer minis- tro un ciudadano francés designado por el monarca a propuesta del gobierno de Francia. En síntesis, puede decirse que China es un Estado “natural”, Estados Unidos un Estado “au- toinventado”, Francia un “Estado-nación”, Australia un Estado “heterocéfalo”, Suiza un Esta-

zación política) demuestra su éxito en esta tarea. Tarea paradójica que se resume, en palabras de Poggi, “a fortalecer, y al mismo tiempo domesticar, la coacción organizada” (1990: 73). La imperiosidad analítica de definir al Estado se torna más evidente cuando se repara en que éste no constituye un objeto material sino una abstracción conceptual (Dunleavy y O’Leary, 1987: 1). Esta característica es común a otros fenómenos políticos, ya se trate de procedimien- tos (como la democracia) u organizaciones (como los partidos). Sin embargo, el caso del Esta- do es más equívoco porque los efectos de su existencia se materializan de forma muy evidente, por ejemplo en la presencia de la burocracia pública, de un puesto fronterizo o de una guerra in- terestatal. Por ello, es preciso no confundir manifestaciones visibles del Estado, como sus ins- tituciones y su territorio, con sus manifestaciones menos evidentes como las relaciones socia- les que expresa y cristaliza. Etimológicamente, la noción de Estado deriva del latín status , que significa posición social de un individuo dentro de una comunidad. Alrededor del siglo XIV, el uso del término pasó a referirse a la posición de los gobernantes, distinguiéndolos de aquéllos sobre quienes goberna- ban. La identificación entre el Estado y quienes lo dirigían se tornó evidente en los trabajos de los escritores renacentistas, de quien Nicolás Maquiavelo (1983 [1513]) es el ejemplo más aca- bado: su obra maestra, El príncipe , identifica al gobernante con el territorio, el régimen políti- co y la población que domina. Unos años más tarde, Juan Bodino (1986 [1576]) acuñó el con- cepto moderno de soberanía para describir al soberano (el monarca) como un gobernante no sujeto a las leyes humanas sino sólo a la ley divina. Para Bodino, la soberanía era absoluta e in- divisible pero no ilimitada, ya que se ejercía en la esfera pública pero no en la privada. La so- beranía se encarna en el gobernante pero no muere con él sino que se perpetúa, inalienable, en el Estado que lo sobrevive. La idea de que el Estado reside en el cuerpo de sus gobernantes al- canzó su más clara expresión en los labios de uno de ellos, Luis XIV de Francia, cuando afir- mó sin sutilezas que “el Estado soy yo”. El último paso hacia la consagración del Estado como cumbre del poder absoluto lo dio Thomas Hobbes (1998 [1651]) en el siglo XVII con su Levia- tán , en el que formulaba tres enunciados que distinguirían al Estado moderno de sus versiones previas: los súbditos deben lealtad al Estado en sí mismo y no a sus gobernantes; la autoridad estatal es definida como única y absoluta; y el Estado pasa a considerarse como la máxima au- toridad en todos los aspectos del gobierno civil (Skinner, 1989). Hobbes es considerado el pri- mer teórico del absolutismo estatal, al que justifica por contraposición al estado de naturaleza. Este último es la condición hipotética de la humanidad previa al contrato social que da origen al Estado; en palabras de Hobbes, consiste en una “guerra de todos contra todos” en que “la vida es solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”. La conceptualización hobessiana aún permea la teoría contemporánea del Estado. Incluso la definición más difundida y aceptada (aunque también contestada), la de Max Weber ( [1922]), es su tributaria. El aporte más innovador de Weber consistió en definir explícitamente al Estado no por la función que cumple sino por su recurso específico, la coerción, también lla- mada fuerza física o violencia. El argumento es que no existen funciones específicas del Esta- do: todo lo que éste hizo a lo largo de la historia, también lo hicieron otras organizaciones. El Estado es, en esta óptica, “una organización política cuyos funcionarios reclaman con éxito pa- ra sí el monopolio legítimo de la violencia en un territorio determinado”. La violencia, aclara Weber, no es el primer recurso ni el más destacado sino el de última instancia, aquél con el que el Estado cuenta cuando todos los demás fallaron. Funcionarios (o burocracia), monopolio de la violencia, legitimidad y territorio: estos son los elementos fundamentales de su definición, a los que algunos autores agregaron los conceptos de nación y ciudadanía (Bendix, 1974 [1964]; Finer, 1975). La identificación de los individuos con el Estado mediante sentimientos naciona- listas constituye el otro lado de la moneda: así como, en última instancia, el Estado tiene el de- recho de disponer sobre la vida de sus ciudadanos, así bajo ciertas condiciones éstos están dis- puestos a dar su vida por el Estado. Esto se manifiesta especialmente en tiempos de guerra, cuan- do el esfuerzo de movilización militar suele ser acompañado por la población que se galvaniza detrás de los objetivos estatales.

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En resumen, la violencia constituye el medio específico del Estado. Sin embargo, ello no resulta necesariamente evidente en el día a día de sus ciudadanos. Así, Niklas Luhmann reco- noce la trascendencia e impacto social de la violencia pero afirma que

[…] ese fenómeno es sobrepasado en su significación para la sociedad por la institu- cionalización de la legitimidad del poder. La existencia cotidiana de una sociedad re- sulta afectada en mucha mayor medida por el poder normalizado a través de la ley que por el empleo brutal del poder (1975: 17).

La presencia y efectividad del Estado no siempre se percibe a partir de sus instrumentos, como la violencia, sino de sus efectos, en particular el orden político. Ello ha llevado a Samuel Huntington a afirmar que

[…] la principal diferencia entre países concierne no su forma de gobierno sino su grado de gobierno. La distancia entre democracia y dictadura es menor que la dife- rencia entre aquellos países cuya política encarna consenso, comunidad, legitimidad y estabilidad y aquéllos que carecen de estas cualidades (1990 [1968: 1]). [De esta suerte] los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética tienen diferen- tes formas de gobierno, pero en los tres sistemas el gobierno gobierna […] [Si las au- toridades toman una decisión] la posibilidad de que la administración pública la im- plemente es alta.

Aunque Huntington utiliza la palabra gobierno y no Estado, parece claro que se está refi- riendo al concepto que aquí se analiza. En una disposición lineal de las formas de orden políti- co entre dos polos, anarquía por un lado y tiranía por otro, esta definición parece situar al Esta- do más cerca de la tiranía que de su opuesto. Por cínico que pueda parecer, es un hecho que la anarquía resulta objeto de rechazo universal por parte de quienes la sufren, mientras la historia abunda en ejemplos de tiranías que gozaron del apoyo de importantes sectores de la población bajo su tutela.

3. La formación del Estado moderno

El Estado tal como lo conocemos es un fenómeno relativamente reciente. En palabras de Hall e Ikenberry, “la mayor parte de la historia de la humanidad no ha sido agraciada por la presencia del Estado” (1993 [1989]: 16). El término se utiliza comúnmente para referirse a la estructura de gobierno de cualquier comunidad política, sobre todo a partir del surgimiento de las civilizaciones mesopotámicas alrededor del año 3800 a.C. Sin embargo, es sólo a partir del siglo XVII que se desarrolla, primero en Europa y más tarde en otros continentes, lo que puede definirse como Estado moderno o Estado nacional. Hasta entonces, las formas de gobierno pre- dominantes habían sido el imperio, la ciudad-Estado y comunidades más reducidas como prin- cipados y obispados. El imperio, en contraste con el Estado, es no sólo territorialmente expan- sivo sino, idealmente, excluyente: en el límite, aspira a la conquista y absorción de su entorno. La ciudad-Estado, por su parte, no goza de completa soberanía sino que la comparte con otras ciudades o la subordina a imperios a cambio de protección. De todos modos, tanto los imperios como las ciudades-Estado se parecen al Estado moderno más que a las comunidades tribales que los antecedieron históricamente, dado que no se estructuran exclusivamente sobre lazos de sangre y familia sino que reflejan también relaciones impersonales. Las primeras organizaciones preestatales surgieron, junto con la escritura y las primeras ciudades, en el Asia Menor, en particular en la región delimitada por los ríos Tigris y Éufrates (actualmente Irak) (Tilly, 1992). Existe coincidencia en la literatura respecto a que fue la tran- sición desde formas nómades de subsistencia, típica de los cazadores-recolectores, a prácticas

86 Política. Cuestiones y problemas

La difusión del Estado como forma de organización política se exportó desde Europa al res- to del mundo por medio de la conquista y la dominación colonial. En América Latina, África, la mayor parte de Asia y Oceanía, las potencias europeas definieron límites territoriales y cen- tralizaron la autoridad de gobierno en función de sus propias rivalidades en el Viejo Mundo. Así, la mayor parte de los Estados africanos y de Oriente Medio son producto del trazado de mapas realizado por los conquistadores sin demasiada consideración por la realidad en el terreno. En estos países, las fronteras separan etnias y lenguas similares al mismo tiempo que agrupan et- nias y lenguas diferentes.^1 Sin embargo, y pese a la crítica feroz realizada por los movimientos independentistas y sus sucesores, la organización estatal y la delimitación llevada a cabo por los europeos se mantuvieron intactas en la mayor parte del globo. Semejante resiliencia prueba que esta estructura no sólo trasciende a sus creadores sino que goza de una fortaleza superior a la de sus alternativas. Sin embargo, su difusión planetaria es más reciente de lo que el éxito permite inferir: sólo a partir de la Segunda Guerra Mundial la mayor parte del territorio mundial se en- cuentra organizado en Estados formalmente independientes cuyos gobernantes reconocen, casi sin excepciones, el derecho a existir de los demás Estados (Tilly, 1992: 3).

4. La formación del Estado en América Latina

En el siglo XV había en Europa alrededor de 1.500 protoestados o comunidades políticas que reclamaban algún tipo de independencia; en 1900, su número se había reducido a 25. Se- mejante proceso de centralización del poder se produjo como resultado de conflictos armados, mediante los cuales los Estados más poderosos fueron absorbiendo a los menos exitosos. Sólo aquéllos que lograron movilizar grandes fuerzas armadas y controlar efectivamente su propio territorio consiguieron sobrevivir la revolución militar, consistente en la apropiación pública de los medios militares, la expansión colosal de ejércitos y logística y la justificación nacionalista de las campañas bélicas. Las guerras contribuyeron a concentrar el poder dentro de cada Esta- do, tanto en relación con las periferias geográficas como con las clases sociales. Este mecanis- mo funcionó, por ejemplo, tanto en manos del Estado prusiano, que consolidó tanto su dominio sobre los demás Estados alemanes como sobre su propia aristocracia, como en la Francia abso- lutista y la Inglaterra de la Restauración. En América Latina, sin embargo, la guerra no tuvo los mismos efectos (Centeno, 2002a, 2002b). La conquista y la colonización española se organizaron tempranamente en dos virreinatos, el de Nueva España o México (1535) y el de Perú (1542). Más tarde éstos se subdividieron creán- dose dos más, el de Nueva Granada (1717) y el del Río de la Plata (1776), además de algunas capitanías generales. Luego de las guerras de la independencia, desatadas hacia principios del siglo XIX, la América hispánica continuó fragmentándose a partir de sucesivos conflictos has- ta conformar los dieciocho Estados de la actualidad. Un caso destacado es la división de las Pro- vincias Unidas del Río de la Plata, cuyas nuevas autoridades con sede en Buenos Aires no con- siguieron mantener al Alto Perú (Bolivia), Paraguay y la Banda Oriental (Uruguay) unidos en el Estado que sucedió al Virreinato del Río de la Plata. La anarquía de la guerra, que en Europa dio lugar a la imposición del orden mediante la monopolización de la violencia, en América La- tina fomentó la fragmentación territorial y la creación de Estados despóticamente fuertes pero infraestructuralmente débiles. La causa, argumenta Miguel Centeno (2002a), es que fueron gue- rras de un tipo incorrecto libradas en contextos inapropiados. La definición de “guerras de tipo incorrecto” engloba tres criterios. En primer lugar, no fue- ron guerras de conquista sino de seguridad interna; su objetivo era asegurar el control del poder central, no redefinir los bordes territoriales. En segundo lugar, no fueron guerras movilizadoras que contribuyesen a crear sentimientos de ciudadanía, sino que las clases dominantes preferían enviar al frente de batalla a miembros de las clases subalternas antes que a sus propios hijos. Finalmente, no fueron guerras galvanizadoras de la identidad nacional, ya que entre las partes en conflicto no había diferencias culturales, lingüísticas o religiosas como las que avivaron los conflictos europeos.

88 Política. Cuestiones y problemas

Por su parte, el concepto de “contexto inapropiado” también tiene tres componentes. El pri- mero es la fragmentación regional: sólo América del Sur, sin contar México, América Central y el Caribe, duplica la superficie de toda Europa. Siendo además un continente menos poblado y más accidentado geográficamente, las posibilidades de interacción entre las diferentes regio- nes fueron históricamente muy limitadas, sea para el comercio o para la guerra. El segundo com- ponente es la composición social: en contraste con Europa, las divisiones étnicas entre los gru- pos dominantes y los grupos subalternos, sobre todo de origen indígena o africano, llevaron a las primeras a recelar antes una revuelta social que una invasión extranjera. El tercer componen- te es la división entre las elites: dado el perfil de mercaderes antes que guerreros que ostenta- ban los sectores gobernantes, la economía se sobrepuso a la política y las rivalidades a la coo- peración. La conjunción de los factores mencionados, tanto en lo que hace al tipo de guerra como al contexto en el que tuvieron lugar, llevó a una “combinación desastrosa”: la de autoridades po- líticas regionales con ejércitos supranacionales. Uno de los casos destacados es el de José de San Martín, comandante desde 1813 de un ejército que no respondía a la autoridad formal de un país independiente (Argentina no lo sería hasta 1816) sino a autoridades locales instaladas en Buenos Aires y con las que tenía frecuentes conflictos. En 1820, ya liberado Chile, envió a Buenos Aires su renuncia como comandante del ejército, pese a lo cual continuó su campaña li- bertadora hasta Perú, país del que se convirtió en efímero gobernante. Las guerras de indepen- dencia habían concluido, pero la estabilización de los nuevos Estados estaba lejos de concretar- se. El fracaso de esta combinación llevó a Centeno (2002a: 59) a sugerir que la formación esta- tal en América Latina reconoce más paralelos con el proceso de disolución del Imperio Austro- Húngaro que con el de unificación territorial liderado por Prusia. Hubo, en cambio,

[…] una clara diferencia entre el inestable proceso de construcción del Estado en los países vecinos y la consolidación política de Brasil. La legitimidad del gobierno se aseguró por la perduración en el poder de un miembro de la Casa de Braganza que, ante la invasión del ejército napoleónico a Portugal, trasladó su sede a Brasil. La con- tinuidad del orden monárquico se explica también por la aspiración de las elites bra- sileñas a formar un estado centralizado, algo que la vía republicana podría impedir u obstaculizar (Hirst y Russell, 2001).

Aunque no faltaron las tendencias autonómicas, el orden monárquico, el temor a una re- vuelta de los esclavos y los acuerdos para compartir el poder entre elites nacionales y regiona- les evitó un proceso de fragmentación como el que se observó en la América hispánica (Seixas Corrêa, 2000). La esclavitud y la monarquía acabarían respectivamente en 1888 y 1889, pero la organización federal se mantendría como característica permanente del Estado brasileño. Las relaciones de Brasil con sus vecinos se caracterizaron por el conflicto y una identidad diferen- ciada, aunque la delimitación temprana de sus fronteras, a inicios del siglo XX, llevó a que las rivalidades no escalaran militarmente. El Estado brasileño pudo así desarrollarse orientado ha- cia adentro, hasta que en la década de 1980 una nueva estrategia de inserción en el mundo de- rivó en una reaproximación a la región sudamericana. Cuando Oscar Oszlak analiza la formación del Estado argentino, operacionaliza conceptos de Weber y Tilly y, al mismo tiempo, complementa e ilustra algunos de los análisis desarrolla- dos por Centeno. Para ello parte de la definición de “ estatidad ”, o condición de “ser Estado”. Esta condición supone la adquisición, por parte de una entidad en formación, de cuatro propie- dades:

(1) capacidad de externalizar su poder, obteniendo reconocimiento como unidad so- berana dentro de un sistema de relaciones interestatales; (2) capacidad de institucio- nalizar su autoridad, imponiendo una estructura de relaciones de poder que garanti-

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Buenos Aires (es decir, su separación de la provincia del mismo nombre para tornarse capital federal) implicó la nacionalización del puerto y la aduana, fuentes cruciales de recaudación fis- cal que aseguraron la viabilidad financiera de las autoridades federales. En el segundo caso, la exitosa represión de la rebelión liderada por el gobernador bonaerense Carlos Tejedor en recha- zo a la elección presidencial de Julio Argentino Roca, que culminó en la aprobación de una ley que prohibía las milicias provinciales, legitimó definitivamente el monopolio federal de la vio- lencia. En el tercer caso, la elección como presidente del militar que había comandado las ex- pediciones de conquista de las tierras patagónicas simbolizó la expansión del control estatal has- ta los confines territoriales del país. Por último, la victoriosa disputa con la Iglesia Católica por el control público de los registros civiles y la secularización de la educación permitió que el Es- tado se independizara de la tutela ideológica de una poderosa institución trasnacional. Prácticamente despoblado hasta la década de 1880, cuando se inicia la inmigración masi- va, el desarrollo posterior del Estado argentino se basó en una estructura económica que se des- plegó en dos etapas. Entre la organización nacional y la crisis mundial de 1930, la producción nacional se centró en el campo y se orientó hacia el mercado mundial, definiendo lo que se lla- mó modelo agroexportador. A partir de entonces, diversos proyectos nacionalistas estimularon una producción basada en la industria y orientada hacia el mercado interno. Se conoció como el modelo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) y, en los años subsiguien- tes, encontraría su sostén intelectual en la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de las Naciones Unidas. Este modelo impulsó una mayor intervención estatal en la economía, tanto en la esfera de la producción como en la de la distribución, pero se agotó antes de lograr sus objetivos autárquicos y desarrollistas. Como en los demás países del Cono Sur, la crisis eco- nómica generó un nuevo tipo de autoritarismo caracterizado por la intervención estatal sobre la sociedad con el fin de reestructurarla y no simplemente reequilibrarla. Guillermo O’Donnell (1982) acuñó el concepto de Estado burocrático-autoritario para describir estos regímenes, que se impusieron en Argentina entre 1966-1973 y 1976-1983, en Brasil en 1964-1984, en Chi- le en 1973-1990 y en Uruguay en 1973-1989. Su aspecto central fue el carácter tecnoburocrá- tico, que se manifestó en una orientación eficientista de la gestión estatal. El énfasis otorgado a los programas de racionalización del sector público contrastó con otras formas de autoritarismo prevaleciente en América Latina, en particular las de tipo tradicional y carismático-populista. A partir de la década de 1980 la democracia retornaría en forma escalonada, pero la crisis fiscal era anterior al cambio de régimen y lo sobreviviría. A partir de 1970, Argentina se encontraba económicamente estancada y sin un horizonte de desarrollo claro. Al agotamiento del viejo modelo de acumulación se le agregó la rutina del déficit estructural. Desde 1946, los sucesivos gobiernos habían financiado permanentes déficit públicos mediante cuatro mecanismos centrales: la apropiación de los fondos públicos de pen- sión, la inflación, la liquidación de los activos estatales (privatizaciones) y el endeudamiento, sobre todo externo. El año 1991 constituye un punto de inflexión, en cuanto la matriz Estado- céntrica (Cavarozzi, 1996) sostenida sobre recursos inflacionarios y previsionales dio lugar a una política neoliberal, que eliminaba la inflación para pasar a financiarse por medio de las pri- vatizaciones y de un mayor endeudamiento público. Sin embargo, y pese al cambio en las fuen- tes de financiamiento estatal, la constante siguió siendo el déficit fiscal y la baja eficiencia de la administración pública. En diciembre de 2001, al Estado argentino se le cerró su última fuen- te de recursos, los préstamos externos, y debió declarar la cesación de pagos de su deuda (o de- fault ). En consecuencia el PBI per cápita, que en 1920 equivalía al 80% del de los Estados Uni- dos, se había reducido en 2000 al 40% y en 2005 al 25%. Esta declinación, es conveniente des- tacar, no fue producto de fuerzas universales como la globalización sino de políticas domésti- cas. La prueba es que mientras el Estado argentino se debilitaba y su sociedad se empobrecía, en Brasil y Chile tenían lugar transformaciones que iban en la dirección contraria: hoy en día la economía brasileña se ubica entre las diez mayores del mundo, mientras que en las últimas dos décadas la tasa de pobreza en Chile se ha reducido de alrededor del 40% a menos del 20% (WB, 2006; CEPAL, 2006). En ambos casos, políticas estables y de largo plazo han contribuido a con-

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solidar la capacidad del Estado de administrar la economía. Los procesos de formación y deca- dencia estatal no están históricamente predeterminados sino que responden a causas múltiples: estructurales a veces, contingentes con frecuencia.

5. El desarrollo contemporáneo y los tipos de Estado

El Estado contemporáneo se ha desarrollado en dos etapas: el Estado de derecho y el Es- tado social o de bienestar. Hasta fines del siglo XVII en Inglaterra y XVIII en Francia, el tipo de Estado predominante era absolutista : se caracterizaba por la ausencia de límites al poder del mo- narca y por la inexistencia de separación entre esfera pública y privada. El absolutismo se exten- dió por todo el continente europeo y también se desplegó en dos etapas: en la primera preponde- ró una orientación confesional, mientras en la segunda prevaleció el espíritu de la Ilustración. Ini- cialmente, el Estado y todo lo que en él había, personas incluidas, eran propiedad del gobernan- te. Derechos que hoy son considerados individuales, como el de profesar una religión o sostener ideas propias, no eran admitidos sino que correspondían a la jurisdicción del señor. Contra este sistema se alzaron algunos súbditos y pensadores, el más notorio de los cuales fue John Locke (1990 [1690]), en defensa de una sociedad en que los individuos gozaran de derechos inaliena- bles localizados fuera del alcance del poder. El Estado de derecho es la forma clásica que asu- mió la organización estatal a partir de las conquistas que el liberalismo fue arrancando al abso- lutismo a partir del siglo XVII. Estas conquistas comprenden la tutela tradicional de las liberta- des burguesas, es decir la libertad personal, la religiosa y la económica, e implican un dique con- tra la arbitrariedad del Estado. El Estado social o welfare state se desarrolló más tarde, entre fi- nes del siglo XIX y mediados del XX, y representa los derechos de participación en el poder po- lítico y la riqueza social producida (Regonini, 2004). Mientras la primera forma reflejaba la or- ganización capitalista temprana y dio lugar a un Estado garantista, pasivo y del cual debe prote- gerse al ciudadano, la segunda expresaba al capitalismo de la revolución industrial madura y de la cuestión social y se encarnó en uno intervencionista, activo y protector del ciudadano. La antítesis del Estado de derecho es el Estado totalitario. Encarnado en los regímenes fascista de Benito Mussolini, nazi de Adolfo Hitler y soviético de José Stalin, se desarrolló en el siglo XX utilizando las tecnologías de comunicación de masas para transmitir la ideología oficial y manufacturar el consenso popular. La ideología totalitaria aspira a construir un Estado que todo abarque y controle, y según Hannah Arendt (1987 [1957]) constituye una nueva for- ma de gobierno más que una versión actualizada de las tiranías tradicionales. Por su parte, el Estado gendarme o Estado mínimo se contrapone al Estado de bienestar: formulada en el si- glo XIX, es una doctrina en que las responsabilidades gubernamentales se reducen a su mínima expresión, de tal modo que cualquier reducción ulterior desembocaría en la anarquía (Nozick, 1977). Las tareas de este gendarme incluyen la seguridad policial, el sistema judicial, las pri- siones y la defensa militar, limitándose a proteger a los individuos de la coerción privada y el robo y a defender el país de la agresión extranjera. En la práctica, sin embargo, un Estado tan limitado es difícil, si no imposible, de encontrar. La transición entre el Estado de derecho y el Estado de bienestar se inició en Alemania du- rante el gobierno de Otto von Bismarck. Entre 1883 y 1889, el “Canciller de Hierro” implemen- tó los primeros programas de seguro obligatorio contra la enfermedad, la vejez y la invalidez. Las leyes regulando los derechos laborales también se difundieron en esta época, sobre todo a partir de la experiencia inglesa, e hicieron pie en la Europa central y nórdica. De este modo se fue abriendo una alternativa al liberalismo, paradójicamente con el objetivo de hacer frente al avance del socialismo. Efectivamente, a lo largo del siglo XIX los derechos sociales eran im- plementados en oposición a los derechos civiles y políticos, en el sentido de que el “derecho a la supervivencia” asegurado por la asistencia estatal requería en contraprestación la renuncia del pobre a todo derecho civil o político, como en Inglaterra, o la prohibición de asociarse a parti- dos u organizaciones socialistas, como en Alemania (Marshall, 1964).

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2004: 418). Por un lado, un grupo de autores considera que el Estado de bienestar implica la estatalización de la sociedad (Habermas, 1975 [1973]; Offe, 1990 [1984]). Para esta visión, los beneficios sociales provistos por el Estado acarrean el peligro de tornar extremadamente de- pendientes a los individuos, por lo que es necesario reforzar la resistencia de la sociedad civil para evitar el avasallamiento de la política. Por otro lado, un segundo grupo de autores consi- dera que el proceso observado es el contrario: la socialización del Estado (Crozier, Huntington y Watanuki, 1975). Para esta visión, la ideología igualitaria difundida por el Estado de bienes- tar genera un exceso de demandas sociales que las instituciones públicas no consiguen proce- sar. La receta, entonces, es por un lado reducir las demandas y por el otro fortalecer las institu- ciones. Sea cual fuere la interpretación, los hechos indican que pese a la crisis los Estados oc- cidentales tienen actualmente un peso en la sociedad como nunca antes en la historia, al menos en lo que se refiere a producción y distribución de la riqueza. La evidencia es que, en los paí- ses de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que reúne a los países más desarrollados del mundo, los ingresos estatales en 2000 se aproximaban al 40% del producto bruto interno y los gastos se acercaban al 50% (Hay y Lister, 2006: 2-3). Al mis- mo tiempo, y pese al entusiasmo que generan las tesis de la globalización, la actividad econó- mica relacionada con el comercio internacional sigue siendo relativamente baja (no más del 17% de la actividad económica mundial en 1996, apenas por encima de la marca registrada en 1913), lo que significa que la mayor parte de la actividad económica se sigue desarrollando den- tro de los mercados domésticos (Campbell, 2003: 237; Fligstein, 2001). Por eso, la relación en- tre Estado y mercado o, en otras palabras, entre Estado y desarrollo económico sigue siendo muy estrecha. En la visión de Peter Evans, uno de los teóricos más conocidos del “retorno del Estado” (véase más adelante),

[…] las teorías sobre el desarrollo posteriores a la Segunda Guerra Mundial, que sur- gieron en las décadas del ‘50 y el ‘60, partieron de la premisa de que el aparato del Estado podría emplearse para fomentar el cambio estructural. Se suponía que la prin- cipal responsabilidad del estado era acelerar la industrialización, pero también que cumpliría un papel en la modernización de la agricultura y que suministraría la in- fraestructura indispensable para la urbanización. La experiencia de las décadas pos- teriores socavó esta imagen del Estado como agente preeminente del cambio, gene- rando por contrapartida otra imagen en la que el Estado aparecía como obstáculo fun- damental del desarrollo. En África, ni siquiera los observadores más benévolos pudie- ron ignorar que en la mayoría de los países el Estado representaba una cruel parodia de las esperanzas poscoloniales […] Para los latinoamericanos que procuraban com- prender las raíces de la crisis y el estancamiento que enfrentaban sus naciones no era menos obvia la influencia negativa del hipertrófico aparato estatal (1996: 529).

Esta imagen del Estado como problema fue, en parte, consecuencia de su fracaso para cum- plir las funciones que se le habían fijado y las expectativas que había generado. A lo largo de las décadas de 1970 y 1980, entonces, los análisis neoutilitaristas y las políticas neoliberales al- canzaron su apogeo proponiendo la retirada del Estado y su substitución por el mercado. A par- tir de fines de los años 80, sin embargo, los problemas provocados por la implementación de programas de ajuste estructural y la confirmación de que los mercados, como los Estados, tam- bién desarrollan fallas condujeron a una tercera ola de ideas acerca del Estado. En términos de Dani Rodrik (2005), los mercados no se “crean, regulan, estabilizan ni legitiman” solos sino que requieren instituciones que definan reglas de interacción, las implementen y aseguren el cumplimiento de los contratos. La nueva visión, más ecléctica, postulaba que para fomentar el desarrollo el Estado podía ser tanto problema como solución dependiendo de la forma que ad- quiriese su relación con la sociedad. Según Evans,

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[…] la esencia de la acción del Estado radica en el intercambio que tiene lugar entre los funcionarios y sus sustentadores. Los funcionarios requieren, para sobrevivir, par- tidarios políticos, y éstos, a su vez, deben contar con incentivos suficientes si no se quiere que desplacen su apoyo a otros potenciales ocupantes del Estado (1996: 532).

Los funcionarios tienen, a grandes rasgos, dos formas de generar esos incentivos: median- te la provisión de bienes colectivos o mediante la entrega directa de beneficios y rentas públi- cas a sus partidarios. En el primer caso, el Estado cumple una función positiva sobre el desarro- llo económico; en el segundo, lo obstaculiza. Un modelo recibe el nombre de “ Estado desarro- llista ”, el otro de “ Estado predatorio ”. El hecho de que se implante uno u otro depende de la relación que se traba entre Estado y sociedad: si el Estado es excesivamente autónomo le resul- tará difícil movilizar los recursos sociales por la senda del desarrollo; si es excesivamente de- pendiente o colonizado por algunos grupos, la apropiación privada de las rentas públicas torna- rá la economía rentista e improductiva. La fórmula del Estado desarrollista, aquél que extrae ex- cedentes pero ofrece a cambio bienes colectivos, es la “autonomía enraizada”, en el sentido de que el Estado no se aísla de la sociedad sino que combina un alto grado de autonomía con una interacción fluida con actores socioeconómicos estructurados (Evans, 2006: 557). Los casos ar- quetípicos de Estados desarrollistas son los del este asiático, en particular Japón, Corea y Tai- wán, mientras que los ejemplos más representativos del Estado predatorio se encuentran en Áfri- ca y se encarnan, por ejemplo, en Zaire. En los últimos años, sin embargo, la tendencia ha sido la de catalogar a Estados como los africanos como fallidos antes que predatorios. La idea subyacente es que, a la larga, estas enti- dades no consiguen siquiera garantizar los privilegios de los sectores gobernantes. Un Estado fallido se caracteriza por tres características:

[…] la ruptura de la ley y el orden producida cuando las instituciones estatales pier- den el monopolio del uso legítimo de la fuerza y se tornan incapaces de proteger a sus ciudadanos (o, peor aún, son utilizadas para oprimirlos y aterrorizarlos); la es- casa o nula capacidad para responder a las necesidades y deseos de sus ciudadanos, proveer servicios públicos básicos y asegurar las condiciones mínimas de bienestar y de funcionamiento de la actividad económica normal; en la arena internacional, la ausencia de una entidad creíble que representa al Estado más allá de sus fronteras (Brinkerhoff, 2005: 4).

Las fallas del Estado, sin embargo, no siempre se presentan juntas y de forma absoluta. Por el contrario, una cuestión clave consiste en distinguir grados. La etiqueta “Estado fallido” sue- le utilizarse en casos en los que un umbral razonable de falla ha sido superado, aunque hay ca- sos de estiramiento conceptual que agrupa casos notoriamente diferentes. Existen casos eviden- tes de colapso extremo como los de Somalía, Liberia o Haití, durante la década pasada, donde la sociedad civil y la autoridad política se desintegraron y prevaleció una situación hobbesiana que recordaba al estado de naturaleza. La mayoría de los casos, sin embargo, enfrenta situacio- nes menos drásticas y la dimensión de la incapacidad estatal varía entre un área y otra. Un se- rio problema analítico reside en el hecho de que estos casos son prácticamente indistinguibles de la situación de muchos, si no la mayoría, de los países pobres, que sufren de debilidad insti- tucional y brechas de capacidad. Algunos análisis procuran refinar este concepto, generando ca- tegorías más detalladas que permitan apreciar diferencias entre los casos. La Agencia para el Desarrollo Internacional de los Estados Unidos (USAID), por ejemplo, hace la distinción entre Estados fallidos, en vías de fallar, frágiles y en recuperación. Por su lado, las Naciones Unidas tienen una agencia para los Países Menos Desarrollados (LDC), que agrupa cincuenta países que cumplen tres criterios: bajo ingreso per capita, bajo desarrollo humano (se mide nutrición, salud, educación y analfabetismo) y alta vulnerabilidad económica. La lista más elaborada de Estados fallidos, si bien polémica, fue desarrollada en 2005 por la revista especializada Foreign

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rio la religión del rey sería también la de sus súbditos. De ese modo se acabó, al mismo tiem- po, con la doctrina que afirmaba que a un rey en el cielo correspondía un único rey en la Tierra y con la legitimidad de la religión como fundamento de la intervención en los asuntos de otros Estados. El principio de igualdad jurídica entre los Estados se encuentra hoy en vigencia y no hay visos de que vaya a cambiar próximamente. La realidad de los hechos, sin embargo, suele con- tradecir la normatividad del derecho. En la práctica, los Estados no son políticamente iguales: los hay más poderosos y más débiles, desarrollados y subdesarrollados, democráticos y despó- ticos. Las características de las unidades afectan al sistema, aunque las teorías de política inter- nacional no se ponen de acuerdo sobre de qué modo lo hacen. Algunas consideran inmutable la estructura de relaciones interestatales más allá de eventuales cambios en la distribución de po- der entre los Estados, mientras otras sostienen que el tipo de organización interna de los Esta- dos puede alterar el patrón de relaciones internacionales. Para los primeros, llamados realistas (Morgenthau, 1948; Waltz, 1979), lo que cuenta es el poder estatal relativo, medido principal- mente en términos político-militares. Para los segundos, llamados liberales (Keohane y Nye, 1977; Russett, 1993), también es determinante el grado de interdependencia entre los países, las instituciones internacionales y el régimen político doméstico. Los realistas proclaman que la primera regla de las relaciones interestatales es el equilibrio del poder , que lleva a los países a realizar alianzas para contrapesar la amenaza de Estados o alianzas más poderosos. Los libera- les, en cambio, defienden la teoría de la paz democrática , que afirma que las democracias no hacen la guerra entre sí y, por lo tanto, abren el camino para relaciones interestatales basadas en la cooperación antes que en el conflicto. En cualquier caso, ambos enfoques aceptan que los Es- tados no son iguales en la práctica aunque lo sean en la norma. 3 Para entender el carácter cambiante del Estado resulta conveniente desagregar sus funcio- nes que, a diferencia de su medio específico, varían con el tiempo. Stephen Krasner (1999) ha identificado cuatro dimensiones de la soberanía estatal. La soberanía doméstica se refiere a la autoridad del Estado al interior de sus fronteras, en relación con su propia sociedad. Soberanía interdependiente se refiere a la habilidad de las autoridades estatales de controlar los flujos trans- fronterizos de bienes, servicios, capitales y personas. Soberanía legal internacional se refiere al reconocimiento jurídico de que goza un Estado bajo la ley internacional. Finalmente, soberanía westfaliana se refiere a la exclusión de actores externos en la operación del sistema político do- méstico. Esta formulación permite especificar con mayor precisión lo que los Estados pueden y no pueden hacer. Así, los Estados más débiles suelen aparecer muy abajo en todos los ran- kings excepto en el de soberanía legal, mientras que los más poderosos se posicionan bien en tres dimensiones pero exhiben niveles más altos de interdependencia, lo que disminuye su so- beranía en ese aspecto. Incluso casos atípicos como el de Taiwán, que goza de soberanía domés- tica y westfaliana pero prácticamente carece de soberanía legal internacional, son mejor apre- hendidos mediante este análisis desagregado.^4 Las identidades nacionales son otro aspecto crítico de la sociedad que modela y constri- ñe al Estado y su relación con el ambiente. Un mundo de mercados abiertos puede ser una ven- taja para Estados con un tipo particular de identidades nacionales, pero constituir una amenaza para otros. El nacionalismo puede orientarse cívica o étnicamente (Kohn, 1967). El nacionalis- mo cívico es una identidad grupal basada en el compromiso con un credo político nacional, sea éste apoyado en valores como la igualdad o instituciones como la constitución. Para esta con- cepción, la raza, religión, lengua, género o etnia no definen el derecho de los ciudadanos a per- tenecer a la comunidad. El nacionalismo étnico , en contraste, sostiene que los derechos de los individuos y su participación en la comunidad son heredados, basados en lazos raciales o étni- cos. Las dos versiones de nacionalismo recién definidas constituyen tipos ideales, y las identi- dades nacionales reales se localizan en posiciones intermedias del continuo que une un polo con el otro. Sin embargo, la evidencia histórica indica que las variaciones a lo largo de ese continuo tienen efectos importantes sobre las políticas internas y externas de los Estados. Las ventajas del nacionalismo cívico, manifiestas en el desempeño de los países occidentales en general y de

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los Estados Unidos en particular, se deben en parte a que los conflictos derivados de las divisio- nes étnicas o religiosas son procesados en el ámbito de la sociedad civil, removiéndolos de la arena política y evitando que esas tensiones se transmitan al aparato del Estado. El nacionalis- mo cívico sería así una fuente de cohesión social, estabilidad política, capacidad estatal y, con- secuentemente, poder militar. Si durante el periodo de la Guerra Fría (1948-1989) el mundo podía dividirse en tres en fun- ción de su alineamiento con los Estados Unidos, la Unión Soviética o ninguno de los dos, a par- tir de entonces la división más mencionada es la que separa a los países desarrollados (general- mente localizados en el hemisferio norte) y a los subdesarrollados o emergentes (mayoritariamen- te en el hemisferio sur). Sin embargo, los acontecimientos militares de la última década han ido delineando una nueva frontera: esa que separa a los Estados que se adecuan a las reglas de la co- munidad internacional y aquellos que las desafían o se mantienen al margen. Para estos últimos se ha desarrollado el concepto de “ Estado canalla ” o recalcitrante ( rogue state ). El término se aplica a Estados considerados amenazantes para la paz mundial, lo que habitualmente incluye es- tar gobernados por regímenes autoritarios que restrinjan los derechos humanos, patrocinar el te- rrorismo y fomentar la proliferación de armas de destrucción masiva como Corea del Norte e Irán. Su utilización, sobre todo por parte del gobierno de Estados Unidos, es peyorativa y su validez resulta controvertida, en particular para quienes cuestionan la política exterior norteamericana.

7. El Estado y la integración regional

El Estado contemporáneo está sujeto a dos tipos de tensiones: las hay de fragmentación y de integración. Las tensiones de fragmentación tienen causas fundamentalmente políticas y se relacionan con el resurgir de los nacionalismos subestatales; las de integración reconocen mo- tivaciones principalmente económicas vinculadas con el proceso de globalización.^5 En esta sec- ción se analiza una de las respuestas que, primero en Europa y luego en otras regiones del mun- do, algunos Estados han elaborado para hacer frente al cambio de escala generado por la cre- ciente integración de los mercados mundiales: la integración regional. Ésta puede ser entendi- da como un intento de reconstruir las erosionadas fronteras nacionales a un nivel más elevado. Por lo tanto, cabría interpretarla como una maniobra proteccionista por parte de aquellos Esta- dos que no pueden garantizar por sí mismos sus intereses y objetivos. De alguna manera, esto recuerda el enfoque contractualista de la génesis estatal. Siguiendo la línea de pensamiento, hay quienes argumentan que las regiones devendrán nuevos Estados a la manera como federaciones actuales, Suiza y Estados Unidos por ejemplo, surgieron a partir de la unión voluntaria de uni- dades políticas preexistentes. Otros, en cambio, sostienen que los bloques regionales estarán siempre subordinados a sus Estados miembros y no los sustituirán. En términos estrictos, la integración regional consiste en

[…] el proceso por el cual los Estados nacionales “se mezclan, confunden y fusionan con sus vecinos de modo tal que pierden ciertos atributos fácticos de la soberanía, a la vez que adquieren nuevas técnicas para resolver sus conflictos mutuos”(Haas, 1971: 6). A esta definición clásica de Ernst Haas sólo nos resta añadir que lo hacen crean- do instituciones comunes permanentes, capaces de tomar decisiones vinculantes para todos los miembros. Otros elementos ––el mayor flujo comercial, el fomento del con- tacto entre las elites, la facilitación de los encuentros o comunicaciones de las perso- nas a través de las fronteras nacionales, la invención de símbolos que representan una identidad común–– pueden tornar más probable la integración, pero no la reemplazan (Malamud y Schmitter, 2006: 17).

La integración económica entre dos o más países admite cuatro etapas. La primera es la zo- na de libre comercio un ámbito territorial en el cual no existen aduanas domésticas; esto sig-

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