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Esther Benítez
TITULO ORIGINAL: SE UNA NOTTE D'INVERNO UN VIAGGIATORE 1.a^ EDICIÓN: MARZO, 1980 LA PRESENTE EDICIÓN ES PROPIEDAD DE EDITORIAL BRUGUERA, S. A. MORA LA NUEVA, 2 BARCELONA (ESPAÑA) © GIULIO EINAUDI EDITORE, S. P. A., TORINO - 1979 TRADUCCIÓN: © ESTHER BENITEZ - 1980 CUBIERTA: © NESLE SOULE Y VÍCTOR VIANO – 1980
PRINTED 1N SPAIN ISBN 84-02-06975- DEPOSITO LEGAL: B. 4.769 - 1980 IMPRESO EN LOS TALLERES GRÁFICOS DE EDITORIAL BRUGUERA, S. A. CARRETERA NACIONAL 152, KM 21, PARETS DEL VALLES BARCELONA – 1980
A Daniele Ponchiroli
I
Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Recógete. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo en seguida, a los demás: «¡No, no quiero ver la televisión!» Alza la voz, si no te oyen: «¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!» Quizá no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: «¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Italo Calvino!» O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz.
Adopta la postura más cómoda: sentado, tumbado, aovillado, acostado. Acostado de espaldas, de costado, boca abajo. En un sillón, en el sofá, en la mecedora, en la tumbona, en el puf. En la hamaca, si tienes una hamaca. Sobre la cama, naturalmente, o dentro de la cama. También puedes ponerte cabeza abajo, en postura yoga. Con el libro invertido, claro.
La verdad, no se logra encontrar la postura ideal para leer. Antaño se leía de pie, ante un atril. Se estaba acostumbrado a permanecer en pie. Se descansaba así cuando se estaba cansado de montar a caballo. A caballo a nadie se le ha ocurrido nunca leer; y sin embargo ahora la idea de leer en el arzón, el libro colocado sobre las crines del caballo, acaso colgado de las orejas del caballo mediante una guarnición especial, te parece atrayente. Con los pies en los estribos se debería estar muy cómodo para leer; tener los pies en alto es la primera condición para disfrutar de la lectura.
Bueno, ¿a qué esperas? Extiende las piernas, alarga también los pies sobre un cojín, sobre dos cojines, sobre los brazos del sofá, sobre las orejas del sillón, sobre la mesita de té, sobre el escritorio, sobre el piano, sobre el globo terráqueo. Quítate los zapatos, primero. Si quieres tener los pies en alto; si no, vuélvetelos a poner. Y ahora no te quedes ahí con los zapatos en una mano y el libro en la otra.
Regula la luz de modo que no te fatigue la vista. Hazlo ahora, porque en cuanto te hayas sumido en la lectura ya no habrá forma de moverte. Haz de modo que la página no quede en sombra, un adensarse de letras negras sobre un fondo gris, uniformes como un tropel de ratones; pero ten cuidado de que no le caiga encima una luz demasiado fuerte y que no se refleje sobre la cruda blancura del papel royendo las sombras de los caracteres como en un mediodía del Sur. Trata de prever ahora todo lo que pueda evitarte interrumpir la lectura. Los cigarrillos al alcance de la mano, si fumas, el cenicero. ¿Qué falta aún? ¿Tienes que hacer pis? Bueno, tú sabrás.
No es que esperes nada particular de este libro en particular. Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Hay muchos, más jóvenes que tú y menos jóvenes, que viven a la espera de experiencias extraordinarias; de los libros, de las personas, de los viajes, de los acontecimientos, de lo que el mañana guarda en reserva. Tú no. Tú sabes que lo mejor que uno puede esperar es evitar lo peor. Esta es la conclusión a la que has llegado, tanto en la vida personal como en las cuestiones generales y hasta en las mundiales. ¿Y con los libros? Eso es, precisamente porque lo has excluido en cualquier otro terreno, crees que es justo concederte aún este placer juvenil de la expectativa en un sector bien circunscrito como el de los libros, donde te puede ir mal o ir bien, pero el riesgo de la desilusión no es grave.
Conque has visto en un periódico que había salido Si una noche de invierno un viajero, nuevo libro de Italo Calvino, que no publicaba hacía varios años. Has pasado por la librería y has comprado el volumen. Has hecho bien.
Ya en el escaparate de la librería localizaste la portada con el título que buscabas. Siguiendo esa huella visual te abriste paso en la tienda a través de la tupida barrera de los Libros Que No Has Leído que te miraban ceñudos desde mostradores y estanterías tratando de intimidarte. Pero tú sabes que no debes dejarte imponer respeto, que entre ellos se despliegan hectáreas y hectáreas de los Libros Que Puedes Prescindir De Leer, de los Libros Hechos Para Otros Usos Que La Lectura, de los Libros Ya Leídos Sin Necesidad Siquiera De Abrirlos Pues Pertenecen A La Categoría De Lo Ya Leído Antes Aún De Haber Sido Escrito. Y así superas el primer cinturón de baluartes y te cae encima la infantería de los Libros Que
Estás en tu mesa de trabajo, tienes el libro colocado como al azar entre los papeles profesionales, en cierto momento apartas un dossier y encuentras el libro bajo los ojos, lo abres con aire distraído, apoyas los codos en la mesa, apoyas las sienes en las manos cerradas en puño, pareces concentrado en el examen de un expediente y en cambio estás explorando las primeras páginas de la novela. Poco a poco te recuestas en el respaldo, alzas el libro a la altura de la nariz, inclinas la silla en equilibrio sobre las patas posteriores, abres un cajón lateral del escritorio para poner los pies, la posición de los pies durante la lectura es de suma importancia, alargas las piernas sobre la superficie de la mesa, sobre los expedientes no despachados.
Pero ¿no te parece una falta de respeto? De respeto, por supuesto, no a tu trabajo (nadie pretende juzgar tu rendimiento profesional; admitamos que tus tareas se inserten regularmente en el sistema de las actividades improductivas que ocupa tanta parte de la economía nacional y mundial), sino al libro. Peor aún si perteneces en cambio —de grado o por fuerza—al número de esos para quienes trabajar significa trabajar en serio, realizar —intencionadamente o sin hacerlo aposta—algo necesario o al menos no inútil para los demás amén de para sí: entonces el libro que te has llevado contigo al lugar de trabajo como una especie de amuleto o talismán te expone a tentaciones intermitentes, unos cuantos segundos cada vez substraídos al objeto principal de tu atención, sea éste un perforador de fichas electrónicas, los hornillos de una cocina, las palancas de mando de un bulldozer, un paciente tendido con las tripas al aire en la mesa de operaciones.
En suma, es preferible que refrenes la impaciencia y esperes a abrir el libro cuando estés en casa. Ahora sí. Estás en tu habitación, tranquilo, abres el libro por la primera página, no, por la última, antes de nada quieres ver cómo es de largo. No es demasiado largo, por fortuna. Las novelas largas escritas hoy acaso sean un contrasentido: la dimensión del tiempo se ha hecho pedazos, no podemos vivir o pensar sino fragmentos de metralla del tiempo que se alejan cada cual a lo largo de su trayectoria y al punto desaparecen. La continuidad del tiempo podemos encontrarla sólo en las novelas de aquella época en la cual el tiempo no aparecía ya como inmóvil y no todavía como estallando, una época que duró más o menos cien años, y luego se acabó. Le das vueltas al libro entre las manos, recorres las frases de la contraportada, de la solapa, frases genéricas, que no dicen mucho. Mejor así, no hay un discurso que pretenda superponerse indiscretamente al discurso que el libro deberá comunicar directamente, a lo que tú deberás exprimir del libro, sea poco o mucho. Cierto que también este girar en torno al libro, leerlo alrededor antes de leerlo por dentro, forma parte del placer del libro nuevo, pero como todos los placeres preliminares tiene una duración óptima si se quiere que sirva para empujar hacia el placer más consistente de la consumación del acto, esto es, de la lectura del libro.
Conque ya estás preparado para atacar las primeras líneas de la primera página. Te dispones a reconocer el inconfundible acento del autor. No. No lo reconoces en absoluto. Pero, pensándolo bien, ¿quién ha dicho que este autor tenga un acento inconfundible? Al contrario, se sabe que es un autor que cambia mucho de un libro a otro. Precisamente en estos cambios se reconoce que es él. Pero aquí parece que no tiene nada que ver con todo lo demás que ha escrito, al menos por lo que recuerdas. ¿Es una desilusión? Veamos. Acaso al principio te sientes un poco desorientado, como cuando se te presenta una persona a la que por el nombre identificabas con cierta cara, y tratas de hacer coincidir los rasgos que ves con los que recuerdas, y la cosa no marcha. Pero después prosigues y adviertes que el libro se deja leer de todas maneras, con independencia de lo que te esperabas del autor, es el libro en sí lo que te intriga, e incluso bien pensado prefieres que sea así, hallarte ante algo que aún no sabes bien qué es.
SI UNA NOCHE DE INVIERNO UN VIAJERO
La novela comienza en una estación de ferrocarril, resopla una locomotora, un vaivén de pistones cubre la apertura del capítulo, una nube de humo esconde parte del primer párrafo. Entre el olor a estación pasa una ráfaga de olor a cantina de la estación. Hay alguien que está mirando a través de los vidrios empañados, abre la puerta encristalada del bar, todo es neblinoso, incluso dentro, como visto por ojos de miope, o bien por ojos irritados por granitos de carbón. Son las páginas del libro las que están empañadas como los cristales de un viejo tren, sobre las frases se posa la nube de humo. Es una noche lluviosa; el hombre entra en el bar; se desabrocha la gabardina húmeda; una nube de vapor lo envuelve; un silbido parte a lo largo de los rieles brillantes de lluvia hasta perderse de vista. Un silbido como de locomotora y un chorro de vapor se alzan de la máquina del café que el viejo barman pone a presión como si lanzase una señal, o al menos eso parece por la sucesión de las frases del segundo párrafo, en el cual los jugadores de las mesas cierran el abanico de las cartas contra el pecho y se vuelven hacia el recién llegado con una triple torsión del cuello, de los hombros y de las sillas, mientras los clientes de la barra levantan las tacitas y soplan en la superficie del café con labios y ojos entornados, o sorben el reborde de las jarras de cerveza con una atención exagerada para que no se derramen. El gato arquea el lomo, la cajera cierra el registrador de la caja que hace tlín. Todos estos signos convergen para informar que se trata de una pequeña estación de provincias, donde quien llega es al punto notado.
Las estaciones se parecen todas; poco importa que las luces no logren iluminar más allá de su halo deslavazado, total éste es un ambiente que tú conoces de memoria, con el olor a tren que perdura incluso después de que todos los trenes han partido, el olor especial de las estaciones después de haber partido el último tren. Las luces de la estación y las frases que estás leyendo parecen tener la tarea de disolver más que de indicar las cosas que afloran de un velo de oscuridad y niebla. Yo he bajado en esta estación esta noche por primera vez en mi vida. Ya me parece haber pasado en ella toda una vida, entrando y saliendo de este bar, pasando del olor de la marquesina al olor a serrín mojado de los retretes, todo mezclado en un único olor que es el de la espera, el olor de las cabinas telefónicas cuando sólo queda recuperar las fichas, porque el número llamado no da señales de vida.
Yo soy el hombre que va y viene entre el bar y la cabina telefónica. O sea: ese hombre se llama «yo» y no sabes más de él, al igual que esta estación se llama solamente «estación» y al margen de ella no existe sino la señal sin respuesta de un teléfono que suena en una habitación oscura de una ciudad lejana. Cuelgo el auricular, espero la lluvia de chatarra garganta metálica abajo, vuelvo a empujar la puerta de cristales, a dirigirme hacia las tazas amontonadas a secar entre una nube de vapor.
Las máquinas-exprés en los cafés de las estaciones ostentan un parentesco con las locomotoras, las máquinas exprés de ayer y de hoy con las locomotrices y locomotoras de ayer y de hoy. Por mucho que vaya y venga, que vague y dé vueltas, estoy cogido en la trampa, en esa trampa intemporal que las estaciones tienden infaliblemente. Un polvillo de carbón aletea aún en el aire de las estaciones, aunque haga muchos años que han electrificado todas las líneas, y una novela que habla de trenes y estaciones no puede dejar de transmitir este olor a humo. Hace ya un par de páginas que estás avanzando en la lectura y sería hora de que se te dijera claramente si ésta en la que he bajado de un tren con retraso es una estación de antaño o una estación de ahora; y en cambio las frases siguen moviéndose en lo indeterminado, en lo gris, en una especie de tierra de nadie de la experiencia reducida al mínimo común denominador. Ten cuidado: con seguridad se trata de un sistema para implicarte poco a poco, para capturarte en la peripecia sin que te des cuenta: una trampa. O acaso el autor está aún indeciso, como por lo demás tampoco tú lector estás muy seguro de qué te gustaría más leer: si la llegada a una vieja estación que te dé la sensación de una vuelta atrás, de una reocupación de los tiempos y de los lugares perdidos, o bien un relampagueo de luces y sonidos que te dé la sensación de estar vivo hoy, del modo en el cual hoy se cree que da gusto estar vivo. Este bar (o «cantina de la estación» como también se le llama) podrían ser mis ojos, miopes o irritados, los que lo ven desenfocado y neblinoso mientras que nada impide en cambio que esté saturado de luz irradiada por tubos de color relámpago y reflejada por espejos de forma que colme todos los pasillos e intersticios, y que el espacio sin sombras desborde de música a todo volumen que
conmigo, por ahora mi comportamiento externo es el de un viajero que ha perdido un transbordo, situación que forma parte de la experiencia de todos; pero una situación que se produce al comienzo de una novela remite siempre a alguna otra cosa que ha sucedido o está a punto de suceder, y es esta otra cosa lo que vuelve arriesgado el identificarse conmigo, para ti lector y para él autor; y cuanto más gris, común, indeterminado y corriente sea el inicio de esta novela, tanto más tú y el autor sentís una sombra de peligro crecer sobre aquella fracción de «yo» que habéis invertido desconsideradamente en el «yo» de un personaje que no sabéis qué historia lleva a las espaldas, como esa maleta de la que le gustaría tanto conseguir deshacerse.
El deshacerme de la maleta debía ser la primera condición para restablecer la situación de antes: de antes de que sucediese todo lo que sucedió a continuación. Me refiero a eso cuando digo que quisiera remontar el curso del tiempo: querría cancelar las consecuencias de ciertos acontecimientos y restaurar una condición inicial. Pero cada momento de mi vida lleva aparejada una acumulación de hechos nuevos y cada uno de estos hechos nuevos lleva aparejadas sus consecuencias, de modo que cuanto más trato de volver al momento cero del que he partido, más me alejo de él: aun cuando todos mis actos tiendan a cancelar consecuencias de actos precedentes y consiga incluso obtener resultados apreciables en esta cancelación, capaces de abrir mi corazón a esperanzas de alivio inmediato, debo tener empero en cuenta que cada uno de mis movimientos para cancelar sucesos precedentes provoca una lluvia de nuevos sucesos que complican la situación peor que antes y que deberé tratar de cancelar a su vez. Debo pues calcular bien cada movimiento para obtener el máximo de cancelación con el mínimo de recomplicación.
Un hombre a quien no conozco debía encontrarme en cuanto bajara yo del tren, si todo no hubiera salido torcido. Un hombre con una maleta de ruedas igual que la mía, vacía. Las dos maletas habrían chocado como accidentalmente en el ir y venir de los viajeros por el andén, entre un tren y otro. Un hecho que puede ocurrir por casualidad, indistinguible de lo que sucede por casualidad; pero habría habido una contraseña que aquel hombre me hubiera dicho, un comentario al título del periódico que sobresale de mi bolsillo, sobre la llegada de las carreras de caballos. «¡Ah, ha ganado Zenón de Elea!», y mientras tanto habríamos desencallado nuestras maletas trajinando con los bastones metálicos, a lo mejor intercambiando alguna frase sobre los caballos, los pronósticos, las apuestas, y nos habríamos alejado hacia trenes divergentes deslizando cada uno su maleta en su dirección. Nadie lo habría advertido, pero yo me hubiera quedado con la maleta del otro y la mía se la hubiera llevado él.
Un plan perfecto, tan perfecto que había bastado una complicación insignificante para mandarlo a paseo. Ahora estoy aquí sin saber qué hacer, último viajero a la espera en esta estación donde no sale ni llega ya ningún tren antes de mañana por la mañana. Es la hora en que la pequeña ciudad de provincias se encierra en su concha. En el bar de la estación han quedado sólo personas del lugar que se conocen todas entre sí, personas que no tienen nada que ver con la estación, pero que se acercan hasta aquí a través de la plaza oscura quizá porque no hay otro local abierto en los alrededores, o quizá por la atracción que las estaciones siguen ejerciendo en las ciudades de provincias, esa pizca de novedad que se puede esperar de las estaciones, o quizá sólo el recuerdo de los tiempos en que la estación era el único punto de contacto con el resto del mundo.
De nada vale que me diga que no existen ya ciudades de provincias y que acaso nunca han existido: todos los lugares comunican con todos los lugares instantáneamente, la sensación de aislamiento se experimenta sólo durante el trayecto de un lugar a otro, o sea cuando no se está en ningún lugar. Yo justamente me encuentro aquí sin un aquí ni un allá, reconocible como extraño por los no extraños, tanto al menos como los no extraños son por mí reconocidos y envidiados. Sí, envidiados. Estoy mirando desde fuera la vida de una noche cualquiera en una pequeña ciudad cualquiera, y me doy cuenta de que estoy al margen de las noches cualesquiera por quién sabe cuánto tiempo, y pienso en miles de ciudades como ésta, en cientos de miles de locales iluminados donde a esta hora la gente deja que descienda la oscuridad de la noche, y no tiene en la cabeza ninguno de los pensamientos que tengo yo, a lo mejor tendrá otros que no serán nada envidiables, pero en este momento estaría dispuesto a cambiarme por cualquiera de ellos. Por ejemplo, uno de esos jovenzuelos que están recorriendo los comercios para recoger firmas para una petición al Ayuntamiento, respecto al impuesto sobre los anuncios luminosos, y ahora se la están leyendo al barman.
La novela recoge aquí fragmentos de conversación que parecen no tener otra función que representar la vida cotidiana de una ciudad de provincia. —Y tú, Armida, ¿has firmado ya? —preguntan a una mujer a la que veo sólo de espaldas, un cinturón que cuelga de un abrigo largo con el borde de piel y la solapa levantada, un hilo de humo que sube desde los dedos en torno al pie de una copa. —¿Y quién os ha dicho que quiera poner neón en mi tienda? —responde—. Si el Ayuntamiento se cree que va a ahorrar farolas, ¡no seré yo, desde luego, la que ilumine las calles a mi costa! Total, todos saben dónde está la peletería Armida. Y cuando he echado el cierre la calle se queda a oscuras, y se acabó lo que se daba.
—Por eso mismo deberías firmar tú también —le dicen. La tutean; todos se tutean; hablan medio en dialecto; es gente habituada a verse todos los días desde hace quién sabe cuántos años; cada conversación que tienen es la continuación de viejas conversaciones. Se gastan bromas, incluso pesadas: —Di la verdad, ¡la oscuridad te sirve para que nadie vea quién va a verte! ¿A quién recibes en la trastienda cuando echas el cierre?
Estas réplicas forman un zumbido de voces indistintas del cual podría aflorar incluso una palabra o una frase decisiva para lo que viene después. Para leer bien tú debes registrar tanto el efecto zumbido cuanto el efecto intención oculta, que aún no estás en condiciones (y yo tampoco) de captar. Al leer debes pues mantenerte a un tiempo distraído y atentísimo, como yo que estoy absorto aguzando la oreja con un codo en la barra del bar y la mejilla sobre el puño. Y si ahora la novela comienza a salir de su imprecisión brumosa para dar algún detalle sobre el aspecto de las personas, la sensación que te quiere transmitir es la de caras vistas por primera vez, pero que parece haber visto miles de veces. Estamos en una ciudad por cuyas calles se encuentran siempre las mismas personas; las caras llevan sobre sí un peso de costumbre que se comunica también a quien como yo, aun sin haber estado jamás aquí antes, comprende que éstas son las caras de siempre, rasgos que el espejo del bar ha visto espesarse o aflojarse, expresiones que noche tras noche se han ajado o hinchado. Esta mujer quizá ha sido la guapa de la ciudad; aún ahora para mí que la veo por vez primera puede decirse una mujer atractiva; pero si me imagino que la miro con los ojos de los otros clientes del bar hete aquí que sobre ella se deposita una especie de cansancio, quizá sólo la sombra del cansancio de ellos (o de mi cansancio, o del tuyo). Ellos la conocen desde que era niña, saben su vida y milagros, alguno de ellos a lo mejor habrá tenido con ella un asunto, agua pasada, olvidada, en suma, hay un velo de otras imágenes que se deposita sobre su imagen y la desenfoca, un peso de recuerdos que me impiden verla como una persona vista por primera vez, recuerdos ajenos que permanecen suspendidos como el humo bajo las lámparas.
El gran pasatiempo de estos clientes del bar son al parecer las apuestas: apuestas sobre sucesos mínimos de la vida cotidiana. Por ejemplo, uno dice: —Apostemos a quién llega primero hoy al bar: el doctor Marne o el comisario Gorin—. Y otro: —Y el doctor Marne, cuando esté aquí, ¿qué hará para no tropezar con su ex mujer: se pondrá a jugar al billar o a llenar la quiniela?
En una existencia como la mía no se podrían hacer previsiones: nunca sé qué puede ocurrir en la próxima media hora, no sé imaginarme una vida totalmente hecha de mínimas alternativas bien circunscritas, sobre las cuales se pueden hacer apuesta: o esto o lo otro.
—No sé —digo en voz baja. —No sé, ¿qué? —pregunta ella. Es un pensamiento que me parece que puedo hasta decirlo y no sólo guardármelo como hago con todos mis pensamientos, decírselo a la mujer que está aquí junto a la barra del bar, la de la peletería, con la que desde hace un rato tengo ganas de pegar la hebra. —¿Es así, entre ustedes?
—No, no es cierto —me responde, y yo sabía que me respondería así. Sostiene que no se puede prever nada, aquí como en otras partes: cierto que todas las noches a esta hora el doctor Marne cierra el ambulatorio y el comisario Gorin termina su horario de servicio en la comisaría de policía, y pasan siempre por aquí, primero el uno o primero el otro, pero ¿qué significa eso?
—En cualquier caso, nadie parece dudar del hecho de que el doctor tratará de evitar a la ex señora Marne —le digo.
—La ex señora Marne soy yo —responde—. No haga caso de las historias que cuentan.
—¿A quién? —A alguien de fuera. Como usted. Iba a la estación, se marchaba. Con la maleta vacía, recién comprada. Igualita que la suya.
—¿Qué tiene de raro? ¿No vende usted maletas? —De éstas, desde que las tengo en la tienda, aquí nadie las compra. No gustan. O no sirven. O no las conocen. Y eso que deben de ser cómodas.
—Para mí, no. Por ejemplo, si se me ocurre pensar que esta noche podría ser para mí una noche bellísima, me acuerdo de que debo llevar conmigo esta maleta, y no consigo pensar en nada más.
—¿Y por qué no la deja en alguna parte? —A lo mejor en una tienda de maletas —le digo. —También. Una más, una menos. Se levanta del taburete, se ajusta ante el espejo las solapas del abrigo, el cinturón. —Si más tarde paso por allí y llamo al cierre metálico, ¿me oirá? —Pruebe. No se despide de nadie. Está ya fuera en la plaza. El doctor Marne deja el billar y se adelanta hacia el bar. Quiere mirarme a la cara, quizá captar alguna alusión de los otros, o sólo alguna risa burlona. Pero ellos hablan de las apuestas, de las apuestas sobre él, sin fijarse en si escucha. Hay una agitación de alegría y confianza, de palmadas en los hombros, que circunda al doctor Marne, una historia de viejas bromas y tomaduras de pelo, pero en el centro de ese jolgorio hay una zona de respeto que jamás es franqueada, no sólo porque Marne sea el médico, funcionario de sanidad o algo parecido, sino porque es un amigo, o quizá porque es desgraciado y lleva encima sus desgracias sin dejar de ser un amigo.
—El comisario Gorin llega hoy más tarde que todos los pronósticos —dice alguien, porque en ese momento el comisario entra en el bar.
Entra. —¡Buenas noches a todos!—. Viene a mi lado, baja la mirada sobre la maleta, sobre el periódico, susurra entre dientes: —Zenón de Elea—, después va a la máquina de cigarrillos.
¿Me han entregado a la policía? ¿Es un polizonte que trabaja para nuestra organización? Me acerco a la máquina, como para sacar cigarrillos también yo.
Dice: —Han matado a Jan. Lárgate. —¿Y la maleta? —pregunto. —Llévatela. No quiero saber nada, ahora. Coge el rápido de las once. —Pero no para aquí... —Parará. Vete al andén seis. A la altura del apartadero. Tienes tres minutos. —Pero... —Esfúmate, o tendré que arrestarte. La organización es poderosa. Manda en la policía, en los ferrocarriles. Hago deslizarse la maleta por los pasos a través de las vías, hasta el andén número seis. Camino a lo largo del andén. El apartadero está allá al fondo, con el paso a nivel que da a la niebla y a la oscuridad. El comisario está en la puerta del bar de la estación, sin quitarme ojo. El rápido llega a toda velocidad. Afloja la marcha, se para, me borra de la vista del comisario, vuelve a partir.
II
Has leído ya una treintena de páginas y te estás apasionando por la peripecia. En cierto punto observas: «Pero esta frase no me suena a nueva. E incluso me parece que he leído ya todo este pasaje.» Está claro: son motivos que vuelven, el texto está tejido con estos vaivenes, que sirven para expresar la fluctuación del tiempo. Eres un lector sensible a estas finuras, tú, dispuesto a captar las intenciones del autor, nada se te escapa. Pero, al mismo tiempo, experimentas también cierta contrariedad; precisamente ahora que empezabas a interesarte de veras, el autor se cree en la obligación de alardear de uno de los consabidos virtuosismos modernos, repetir un párrafo tal cual. ¿Un párrafo, dices? Pero si es una página entera, puedes hacer la comparación, no cambia ni una coma. Y al seguir adelante, ¿qué sucede? Nada, ¡la narración se repite idéntica a las páginas que ya has leído!
Un momento, mira el número de la página. ¡Maldita sea! ¡De la página 32 has vuelto a la página 17! Lo que creías un rebuscamiento estilístico del autor no es sino un error de imprenta: han repetido dos veces las mismas páginas. Es al encuadernar el volumen cuando se ha producido el error: un libro está hecho de «cuadernillos»; cada cuadernillo es una gran hoja en la que se imprimen dieciséis páginas y se pliega en ocho; cuando se encuadernan los cuadernillos puede suceder que a un ejemplar vayan a parar dos cuadernillos iguales; es un incidente que de vez en cuando ocurre. Hojeas ansiosamente las páginas que siguen para encontrar la página 33, siempre que exista; un cuadernillo repetido sería inconveniente de poca monta; el daño irreparable es cuando el cuadernillo exacto ha desaparecido, ha acabado en otro ejemplar donde a lo mejor está duplicado aquél y falta éste. Sea como fuere, quieres reanudar el hilo de la lectura, no te importa nada más, habías llegado a un punto en el que no puedes saltar ni siquiera una página.
Ahí tienes de nuevo la página 31, 32... Y después, ¿qué viene? Todavía la página 17, ¡por tercera vez! ¿Qué clase de libro te han vendido? Han encuadernado juntos muchos ejemplares del mismo cuadernillo, no hay una sola página buena en todo el libro.
Arrojas el libro al suelo, lo tirarías por la ventana, incluso por la ventana cerrada, a través de las láminas de las persianas enrollables, que trituren sus incongruentes quinternos, que las frases las palabras los morfemas los fonemas chorreen sin poderse recomponer más en discurso; a través de los cristales, si son cristales irrompibles mejor aún, lanzar el libro reducido a fotones, vibraciones ondulatorias, espectros polarizados; a través del muro, que el libro se desmenuce en moléculas y átomos pasando entre átomo y átomo del cemento armado, descomponiéndose en electrones neutrones neutrinos partículas elementales cada vez más diminutas; a través de los cables del teléfono, que se reduzca a impulsos electrónicos, a flujo de información, sacudido por redundancias y rumores, y se degrade en una vertiginosa entropía. Quisieras arrojarlo fuera de la casa, fuera de la manzana, fuera del barrio, fuera del distrito municipal, fuera de la ciudad, fuera de la provincia, fuera de la región, fuera de la comunidad nacional, fuera del mercado común, fuera de la cultura occidental, fuera de la plataforma continental, de la atmósfera, de la biosfera, de la estratosfera, del campo gravitatorio, del sistema solar, de la galaxia, del cúmulo de galaxias, conseguir despedirlo más allá del punto donde las galaxias han llegado en su expansión, allí donde el espacio-tiempo no ha llegado aún, donde lo acogería el no-ser, incluso el no haber sido nunca ni antes ni después, a perderse en la negatividad más absoluta garantizada innegable. Lo que se merece, ni más ni menos.
Pero no: lo recoges, le quitas el polvo; debes llevárselo al librero para que te lo cambie. Sabemos que eres más bien impulsivo, pero has aprendido a controlarte. Lo que más te exaspera es encontrarte a merced de lo fortuito, de lo aleatorio, de lo probabilístico, en las cosas y en las acciones humanas, el descuido, la aproximación, la imprecisión tuya o ajena. En estos casos la pasión que te domina es la impaciencia de borrar los efectos perturbadores de esa arbitrariedad o distracción, de restablecer el curso regular de los acontecimientos. No ves llegada la hora de tener en las manos un ejemplar no defectuoso del libro que has empezado. Te precipitarías al punto a la librería, si no estuvieran cerradas las tiendas a estas horas. Tienes que esperar a mañana.
me parecía que era distinto de sus otros libros. Y en realidad era Bazakbal. Muy bueno, este Bazakbal. Nunca había leído nada de él.
—Tampoco yo —puedes decir tú, tranquilizado, tranquilizador. —Un poco demasiado desenfocado como modo de narrar, para mi gusto. A mí la sensación de desconcierto que da una novela cuando se empieza a leerla no me disgusta, pero si el primer efecto es el de la niebla, me temo que en cuanto la niebla se disipe también mi placer de leer se pierda.
Tú sacudes la cabeza, pensativo. —Efectivamente, existe ese riesgo. —Prefiero las novelas —agrega ella—que me hacen entrar en seguida en un mundo donde todo es preciso, concreto, bien especificado. Me proporciona una especial satisfacción saber que las cosas están hechas de ese determinado modo y no de otra manera, incluso las cosas cualesquiera que en la vida me parecen indiferentes.
¿Estás de acuerdo? Díselo, entonces. —Ah, esos libros sí que valen la pena. Y ella: —De todos modos, también ésta es una novela interesante, no lo niego. Ea, no dejes decaer la conversación. Di lo que sea, basta con que hables. —¿Lee usted muchas novelas? ¿Sí? También yo, alguna, aunque estoy más por el ensayo...—. ¿Es eso todo lo que sabes decir? ¿Y luego? ¿Te paras? ¡Estamos bien! ¿No eres capaz de preguntarle: «¿Ha leído éste? ¿Y este otro? ¿Cuál le gusta más de los dos?» Eso es, ahora ya tenéis de qué hablar para media hora.
Lo malo es que ella ha leído muchas más novelas que tú, especialmente extranjeras, y tiene una memoria minuciosa, alude a episodios concretos, te pregunta. —¿Se acuerda lo que dice la tía de Henry cuando... —y tú, que habías sacado a colación aquel título porque conoces el título y nada más, y te gustaba dejar creer que lo habías leído, ahora tienes que ingeniártelas con comentarios genéricos, aventuras algún juicio poco comprometedor como: —Para mí es un poco lento—, o bien: —Me gusta porque es irónico—, y ella replica: —¿De verdad? ¿Le parece? Yo no diría... —y tú te quedas incómodo. Te lanzas a hablar de un autor famoso, porque has leído un libro suyo, dos como mucho, y ella sin vacilar coge a todo trapo el resto de la ópera omnia, que se diría que conoce a la perfección, y si tiene alguna incertidumbre peor aún, porque te pregunta: —Y el famoso episodio de la fotografía cortada, ¿está en ese libro o en aquel otro? Siempre me confundo...—. Te lanzas a adivinar, en vista de que ella se confunde. Y ella: —¿Cómo? ¿Qué dice? No puede ser...—. Bueno, digamos que os habéis confundido los dos.
Mejor replegarte sobre tu lectura de ayer por la noche, sobre el volumen que ahora ambos lleváis en la mano y que debería resarciros de la reciente desilusión. —Esperemos —dices—haber cogido un ejemplar bueno, esta vez, bien compaginado, para que no nos quedemos cortados en lo mejor, como sucede... —(Como sucede, ¿cuándo? ¿Qué quieres decir?)—En resumen, esperemos llegar al final con satisfacción.
—Oh, sí —responde—. ¿Has oído? Ha dicho: «Oh, sí.» Te toca a ti ahora, intentar tender un puente.
—Entonces espero volver a encontrarla, en vista de que también usted es cliente de aquí, así intercambiaremos las impresiones de lectura. —Y ella responde: —Encantada.
Sabes a dónde quieres llegar, es una sutilísima red la que estás tendiendo. —Lo más gracioso sería que igual que creíamos leer a Italo Calvino y era Bazakbal, ahora que queremos leer a Bazakbal abramos el libro y nos encontremos a Italo Calvino.
—¡Ah, no! ¡Si es así le ponemos pleito al editor! —Oiga, ¿por qué no nos damos nuestros números de teléfono? —(Ahí querías tú llegar, oh Lector, ¡dándole vueltas alrededor como una serpiente de cascabel!) —Así, si uno de nosotros encuentra en su ejemplar algo que no marcha, puede pedir ayuda al otro:.. Entre los dos, tendremos más probabilidades de juntar un ejemplar completo.
Ya está, lo has dicho. ¿Qué más natural que entre Lector y Lectora se establezca mediante el libro una solidaridad, una complicidad, un lazo?
Puedes salir de la librería contento, hombre que creías terminada la época en la que uno puede esperar algo de la vida. Llevas contigo dos expectativas distintas y ambas prometen días de gratas esperanzas: la expectativa contenida en el libro —de una lectura que estás impaciente por reanudar—, y la expectativa contenida en ese número de teléfono —de volver a oír las vibraciones, ora agudas, ora veladas de esa voz, cuando responda a tu primera llamada, dentro de no mucho, incluso mañana mismo, con la frágil excusa del libro, para preguntarle si le gusta o no le gusta, para decirle cuántas páginas has leído o no has leído, para proponerle volveros a ver...
Quién eres, Lector, cuál es tu edad, tu estado civil, tu profesión, tu renta, sería indiscreto preguntártelo. Asuntos tuyos, allá penas. Lo que cuenta es el estado de ánimo con que ahora, en la intimidad de tu casa, tratas de restablecer la calma perfecta para sumergirte en el libro, alargas las piernas, las encoges, vuelves a alargarlas. Pero algo ha cambiado, desde ayer. Tu lectura ya no es solitaria: piensas en la Lectora que en este mismo momento está abriendo también ella el libro, y hete aquí que a la novela por leer se superpone una posible novela por vivir, o mejor dicho: el inicio de una posible historia. Mira cómo has cambiado ya desde ayer, tú que sostenías preferir un libro, cosa sólida, que está ahí, perfectamente definida, disfrutable sin riesgos, en comparación con la experiencia vivida, siempre huidiza, discontinua, controvertida. ¿Significa que el libro se ha convertido en un instrumento, un cauce de comunicación, un lugar de encuentro? No por ello la lectura hará menos presa en ti; al contrario, algo se añade a sus poderes.
Este volumen tiene las páginas sin cortar: un primer obstáculo que se contrapone a tu impaciencia. Provisto de un buen abrecartas te aprontas a penetrar en sus secretos. De un decidido sablazo te abres paso entre la portada y el primer capítulo. Y he aquí que...
He aquí que desde la primera página adviertes que la novela que tienes en las manos nada tiene que ver con la que estabas leyendo ayer.