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REICE. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación E-ISSN: 1696- RINACE@uam.es Red Iberoamericana de Investigación Sobre Cambio y Eficacia Escolar España
Moreno Olivos, Tiburcio Consideraciones Éticas en la Evaluación Educativa REICE. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, vol. 9, núm. 2, 2011, pp. 130- Red Iberoamericana de Investigación Sobre Cambio y Eficacia Escolar Madrid, España
Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=
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Sistema de Información Científica Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto
Tiburcio Moreno Olivos
Fecha de recepción: 19 de diciembre de 2010 Fecha de dictaminación: 02 de Febrero de 2011 Fecha de aceptación: 09 de Marzo de 2011
Tiburcio Moreno Olivos
de maestros en México, las instituciones que imparten licenciaturas en educación o afines, en sus planes de estudio conceden poco espacio a asignaturas referidas al campo de la evaluación (Díaz Barriga, 2008). Es necesario pues, prestar atención a la formación del docente como evaluador, formación durante tanto tiempo descuidada.
Desde el paradigma tecnológico racional se concibe a la enseñanza y a la evaluación como procesos meramente técnicos, con lo que se reduce su alcance y las posibilidades de transformación de los sujetos participantes. Desde esta perspectiva se coarta al evaluador su capacidad creativa, innovadora, exploradora de distintos caminos para acceder al siempre complejo, y a veces, insondable, proceso de aprendizaje del alumno. El anverso de la moneda es que el alumno -en una situación de evaluación- se limita a reproducir fielmente los datos e información adquiridos, ya sea a través de los apuntes tomados en clase o copiados de los libros. Con lo que se asegura y perpetúa un aprendizaje rutinario y memorístico, tan denostado desde una perspectiva constructivista actual, pero que en la práctica resulta difícil de reemplazar por un aprendizaje significativo y relevante.
No se puede negar que tanto la enseñanza como la evaluación tengan un componente técnico, pero reducir estos procesos sólo a su dimensión técnico-instrumental es despojarlos de su esencia humanista, cuya dimensión ético-moral les es inherente. Desde una óptica técnica, la problemática de la evaluación se ve constreñida a una preocupación que consiste en habilitar a los profesores con dispositivos, técnicas e instrumentos de medición del aprendizaje del alumno; esta postura es un legado del enfoque positivista en educación cuyos antecedentes datan del siglo XIX, «desde finales del siglo anterior, los supuestos conductistas y positivistas sobre la naturaleza del conocimiento dieron forma a la orientación metodológica predominante en las investigaciones educativas. El laboratorio, con su ámbito aséptico y controlado, y las prácticas de medición, con sus índices cuantitativos precisos, se consideraban elementos necesarios para una investigación significativa… En sus mejores expresiones, la investigación educativa se veía como un eco de la física» (Eisner, 2002:151).
En este escenario se considera, sea de forma ingenua o interesada, que si el profesor se apropia con pericia de metodologías de evaluación se tendrá resuelto el problema en este ámbito. Se ignora que la evaluación es un tema atravesado por múltiples dimensiones y que lo que está en juego es la formación y el desarrollo pleno de las personas. Por consiguiente, lo que el profesorado requiere es una amplia formación en evaluación que le permita analizar la problemática y complejidad de esta disciplina, lo que necesariamente conlleva considerar sus fundamentos teórico-epistemológicos, ético-filosóficos, y político- ideológicos; así como sus implicaciones personales, sociales, psicológicas, económicas, etc.
En este tenor, Elliot (2000:138) menciona: «la enseñanza lleva consigo influir sobre los estudiantes de manera que les facilite el aprendizaje. Por tanto, se experimenta como una actividad dirigida a un fin. Pero el encuentro con los estudiantes suscita concepciones de obligación moral hacia ellos en cuanto a su capacidad como aprendices. A partir de esos encuentros interpersonales, los profesores construyen el concepto de aprendizaje como el fin al que tienden y los conceptos de valor que orientan los medios que utilizan para realizarlo».
La enseñanza es una tarea intencionada y profundamente moral en la que el docente pone en juego su propio sistema de creencias, concepciones y valores acerca de lo que significa una ‘buena vida’ y una ‘buena educación’. De lo que el docente haga o deje de hacer en la escuela, dependerá, en buena medida, las oportunidades que les brinde a sus alumnos para adquirir los saberes y desarrollar las capacidades que les permitan construir su proyecto de vida; estas decisiones y actuaciones comportan un
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fuerte compromiso ético con las nuevas generaciones que le son confiadas para su formación. Afrontar esta demanda de la sociedad con responsabilidad y decisión, requiere valor y empeño en la construcción de una sociedad más justa y democrática de la que tenemos en la actualidad (Guarro, 2007; González y López, 2007).
Pero en nuestro ambiente educativo sigue persistiendo una concepción de la evaluación que remite al paradigma tecnológico racional al que hemos aludido antes, pese a que ha habido avances importantes en la investigación educativa en este campo y el discurso de las reformas educativas contemporáneas apunta en otra dirección muy distinta. Es más, todo parece indicar que con el paso del tiempo lejos de superar esta visión, en algunos casos, se refuerza la idea de la evaluación como sinónimo de medición, que emplea instrumentos estandarizados supuestamente objetivos y confiables. No obstante, en ciertos sectores se acepta que la evaluación educativa es básicamente una actividad práctica, por tanto, es sobre todo un asunto ético nunca reductible a su dimensión académica, técnica o cognoscitiva. Los aspectos técnicos adquieren sentido sólo cuando son guiados y están sustentados en principios éticos. Si entre los elementos técnicos preocupa la objetividad, entre los éticos lo que interesa es la acción justa, ecuánime, equitativa. No se excluyen, pero tampoco se confunden, ni se identifican (Álvarez Méndez, 2005).
La importancia de la ética y los valores (componente imprescindible en cualquier proyecto formativo) ha sido puesta nuevamente en el centro del discurso de la agenda educativa internacional en las dos últimas décadas, con lo que se deja claro que no es posible la formación de los individuos al margen de una formación ética, que los contenidos valorales no pueden seguir estando subsumidos en el currículum formal como si se tratase de algo accesorio o secundario. Por eso es que el enfoque de competencias en educación, promovido por la OCDE mediante el proyecto DeSeCo (2000, 2005) plantea que las competencias deben concebirse de forma integral, incluyendo: conocimientos, habilidades, hábitos, disposiciones, motivaciones, actitudes y valores. Refiriéndose al caso de la educación superior, Bolívar (2005) enfatiza que la profesionalidad comprende competencias tanto cognitivas como sociales, así como una conducta profesional ética, porque los tiempos actuales exigen que la educación forme ciudadanos responsables que asuman un compromiso con la atención y resolución de los múltiples problemas (cambio climático, injusticia, inequidad, pobreza extrema, analfabetismo, violencia de género, inseguridad, terrorismo, narcotráfico…) que aquejan a la sociedad contemporánea.
Toda evaluación encierra en sí misma una importante dimensión ética. El por qué evaluar en educación, es tanto o más importante que el qué o el cómo evaluar. Sin embargo, el por qué es una pregunta clave que raras veces se formula el profesorado, la finalidad de la evaluación es algo que se da por sentado, no se cuestiona. La preocupación se suele centrar en el contenido a evaluar, pero sobre todo, en el componente metodológico, es decir, cómo evaluarlo. Al asumir esta postura el docente-evaluador renuncia a su papel como profesional reflexivo (Schön, 1987), que analiza y cuestiona su propia práctica, reduciendo las posibilidades de mejora de su quehacer. Tal vez por eso es que resulta tan difícil cambiar las prácticas de evaluación, porque la pervivencia hasta nuestros días del paradigma positivista en educación funciona como una especie de anteojeras que impide a los profesores ver más allá de lo inmediato y evidente.
La ingenuidad respecto a la ética es, en sí misma, inmoral. Existen diferentes ideas sobre qué principios éticos deben regir la evaluación, Eisner, por ejemplo, señala que los tres principios más importantes son el consentimiento informado, la confidencialidad y el derecho a abandonar la investigación en cualquier momento. Warwick piensa que los principios éticos se pueden subsumir en el principio único de conservar la libertad humana (Shaw, 2003).
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Las propuestas más recientes de evaluación alternativa propugnan por una evaluación participativa, dialógica, incluyente, formativa, integral y sostenible (Black et al., 2004; Black y William, 1998; Boud, 2000; Stiggins, 2002; Morán, 2007; Moreno Olivos, 2011). Desde luego, esto significa un cambio profundo en la forma de concebir la enseñanza, el aprendizaje y la evaluación. Se trata de crear escuelas y aulas democráticas en las que la pedagogía frontal es sustituida por una pedagogía horizontal; el aula se convierte así en un espacio donde la experimentación, el error y la incertidumbre tienen cabida y son alentados por el profesorado. El clima en este tipo de establecimientos escolares es de apertura, confianza y comunicación entre todos los implicados. La evaluación requiere del diálogo y la negociación permanente para poder acceder tanto a los aprendizajes adquiridos como a las dificultades surgidas durante el proceso que impiden su logro, para conocer las experiencias y motivaciones que tienen los sujetos para aprender.
Sabemos que satisfacer las condiciones antes mencionadas no siempre resulta asequible, porque todavía existen rasgos de una cultura escolar convencional que concibe la evaluación como un mecanismo de control para imponer disciplina y contener las expresiones físicas y emocionales de los alumnos. Pero las escuelas no son sistemas perfectos de dominación, y nunca lo fueron. Su ética sigue siendo mixta, con una tendencia hacia un modelo de dominación. La autoridad tradicional está aún presente en las relaciones de poder que se establecen entre el profesor y los alumnos, así como en el clima generado en las escuelas (Elliot, 1993).
Por otro lado, según House y Howe (2001:25), las evaluaciones deben satisfacer tres requisitos explícitos: inclusión, diálogo y deliberación. En primer lugar, las evaluaciones deben incluir, de alguna forma, todos los intereses y concepciones principales de los afectados. En segundo lugar, deben permitir un diálogo extenso, de manera que las perspectivas e intereses de los afectados, tal como se representan en la evaluación, sean auténticas. En tercer lugar, deben facilitar una deliberación suficiente de modo que pueda llegarse a unas conclusiones válidas, una deliberación que utilice los conocimientos y destrezas de los evaluadores. Cuando la evaluación satisfaga esos requisitos, así como los relacionados en general con la recogida y análisis adecuados de la información, se dice que el estudio es democrático, imparcial y objetivo.
En la evaluación es fundamental promover el diálogo, pero si éste es insuficiente puede conducir al paternalismo y a hacerse una idea equivocada de las perspectivas y preferencias de los participantes. Este riesgo es mayor cuando están en juego políticas y programas en los que intervienen como interesados personas indefensas y sin voz. Una vez más, una democracia robusta requiere inclusión, diálogo y deliberación. Lo anterior revela que las obligaciones sociales del evaluador son complejas.
A partir de los conceptos de juicio sustituido y mejor interés, que han sido examinados ampliamente por los especialistas en ética, Curren (1995) concibe a la evaluación educativa como un conjunto de juicios impuestos por una persona sobre otra. Los maestros presumiblemente sustituyen el juicio de los propios estudiantes por juicios similares a aquellos que los estudiantes podrían haber hecho por mismos si hubieran sido competentes en una materia académica particular. Él argumenta que los juicios sustituidos
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capacitan a los estudiantes para tomar decisiones más informadas de lo que hubieran hecho con base en su propio juicio y, por tanto, en su mejor interés. Curren (1995:434-435) específica cinco condiciones que necesitan satisfacerse a fin de establecer la legitimidad moral de la evaluación:
Como hemos visto, un proceso de este tipo puede ser no sólo moralmente legítimo, sino absolutamente libre de cualquier violación de los derechos de la auto-determinación intelectual del estudiante, si:
a. Se basa en una presunción legítima de incompetencia o motivos específicos para tomar una determinación individual de competencia. b. Se basa en un estándar aceptable de competencia. c. El juicio que se sustituye por el del estudiante satisface los estándares apropiados. d. La prospectiva de los derechos de la autodeterminación intelectual del estudiante se respeta adecuadamente. e. Los juicios de competencia y los juicios sustituidos deben hacerse a la autoridad correcta y estar sujetos a la adecuación de las garantías institucionales.
Las cuestiones éticas en la evaluación educativa se han destinado, en primer lugar, a la competencia de los desarrolladores de las pruebas, a los procedimientos administrativos, al derecho a la privacidad y la confidencialidad de la persona evaluada. La moral, la coerción intelectual y la violación de los derechos de los estudiantes han sido debatidas por los partidarios y opositores de la educación libertaria y humanística (Gross y Gross, 1977; Swidler, 1979), pero estos asuntos no han sido ampliamente abordados en el contexto de la evaluación educativa, siendo éstos igualmente relevantes.
Con excepción de los estándares profesionales que orientan el desarrollo de las pruebas y la definición de los métodos aceptables para la construcción y la administración de pruebas, la práctica de evaluación ha ignorado muchas cuestiones éticas y morales relacionadas con las personas sometidas a la evaluación. Por ejemplo, ¿cuáles son las cuestiones morales y éticas implicadas en los informes de las puntuaciones de las pruebas individuales (por ejemplo, rango percentil) o en rechazar la admisión a un estudiante que aspira ingresar a la universidad por una serie de cuestiones omitidas en la prueba de selección? El poder y la autoridad de los evaluadores (el estado, la escuela, los profesores) y aquellos dados a la evaluación por los distintos agentes (asesores y evaluadores), son considerables en estos casos, y sin embargo no son a menudo objeto de debate.
La aplicación del razonamiento práctico a la enseñanza implica algo más que el mero cálculo de los medios para alcanzar un fin. El trabajo educativo se inmiscuye en la vida de otras personas, pudiendo influenciarlas a través de los medios elegidos para llevar a cabo tareas concretas. Por esto, todas las prácticas didácticas no son iguales frente a los valores que pretenden promover: establecer una situación-problema no es lo mismo que organizar cursos meramente informativos; la propuesta de grupos o de talleres diferenciados, no tiene el mismo alcance ético que la gestión distinta de un grupo de nivel; la práctica de un «consejo de alumnos», no tiene el mismo valor que la simple notificación de un reglamento. Lo queramos o no, existen prácticas didácticas, modos de funcionar de las instituciones educativas, de las que uno sólo puede apartarse prescindiendo de los demás e incluso, algunas veces, pisándolos (Meirieu, 2001:165-166).
Es por esta razón por lo que la idoneidad ética de los medios, tanto como la técnica se convierten en aspectos que hay que tener en cuenta. Por ejemplo, los profesores deciden cómo van a hablar a sus alumnos, qué acceso
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Como ya se ha mencionado, los fenómenos educativos no son de carácter exclusivamente técnico. Son más bien de naturaleza moral y política. La actividad educativa no sólo tiene carácter instrumental, sino que está impregnada de contenidos morales. En el caso de los alumnos no importa solamente aprobar sino qué naturaleza ética tienen los medios que para ello se utilizan (Santos y Moreno, 2004). No se trata sólo de adaptar los medios al fin, sino de cuestionar la legitimidad de los medios propios y de preguntarse si los demás están siendo utilizados, manipulados, incluso engañados, o bien si se les considera, se les reconoce y valora como verdaderos sujetos; si se actúa no sólo pensando el interés propio sino también en el interés de los demás.
Más allá del contexto escolar, es necesario considerar que los resultados en la escuela pueden marcar definitivamente el éxito o el fracaso en la vida de una persona. La obligación moral del docente es no dar por perdido ningún caso en cuanto desarrollo formativo de las personas desde la enseñanza comprometida con la mejora de la sociedad. También es obligación moral luchar por superar las situaciones en las que el fracaso escolar culmina en exclusión social. En este sentido, se afirma que «los evaluadores tienen la responsabilidad de hacerse acreedores a la confianza de los participantes en las evaluaciones y del público con el fin de poder utilizar sus conocimientos y destrezas en beneficio del interés público. A veces, tendrán que ser negociadores hábiles, dispuestos a llegar a acuerdos, pero también deben poner límites al alcance de esos compromisos y ser inflexibles ante peticiones moralmente objetables. Los evaluadores deben permanecer firmes en lo relativo a las exigencias de la democracia» (House y Howe, 2001:27).
Las consideraciones éticas surgen de situaciones complejas en las que hay demandas compitiendo por derechos personales y valores morales, prioridades y consecuencias. «El comportamiento ético acaba siendo más una cuestión de equilibrar principios contradictorios que de seguir sin más un conjunto de normas» (Stake, 2006:355). Como en otras actividades de la vida personal y profesional, las interacciones causadas por la evaluación inevitablemente resultan en conflictos y dilemas. Por ejemplo, los profesores tienen derecho de realizar su trabajo sin la interferencia de sus compañeros profesores. Sin embargo, los estudiantes también tienen derecho a ser enseñados con métodos buenos y efectivos por profesionales que emplean actividades y materiales apropiados al nivel educativo y de acuerdo al contexto de aprendizaje.
El problema no es que no haya guías éticas para la realización de la evaluación, sino que hay demasiadas. Más común que un evaluador buscando un escurridizo principio ético que arbitre en medio de un dilema es el evaluador luchando con dos impulsos éticos contrapuestos, ambos razonables, excluyente cada uno del otro. Los principios éticos establecen sus límites los unos a los otros recíprocamente; no existen en una relación jerárquica. Otro problema es que el mundo social se construye de tal manera que pone múltiples trampas éticas para el evaluador (Kushner, 2002).
La autorización para perturbar el sentido de equilibrio de las personas tiene un precio, y ese precio es mantener una ética pública aceptable. Esto se convierte en un asunto complicado en las situaciones en que las éticas se ofrecen ellas mismas como opciones. Cuando debe tomarse una decisión sobre la acción, cualquier decisión implica daño de algún tipo, pero cualquiera de las opciones sostenibles se puede justificar sin embargo apelando a un buen principio ético. Al respecto, se afirma: «Los principios éticos son abstractos y no siempre es obvio como se deberían aplicar en situaciones dadas… Algunos de los
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problemas éticos más insolubles derivan de conflictos entre principios y la necesidad de compensar al uno frente al otro. El equilibrio de estos principios en situaciones concretas es el acto ético fundamental» (House, 1993:168).
En cada profesión se elabora una ética específica que es revisada y puesta al día periódicamente. En nuestro momento histórico las distintas éticas profesionales han de respetar y apoyar el marco ético de la ética cívica, verdadero soporte moral de la convivencia en sociedades pluralistas, y desde ahí han de aportar sus propios valores correspondientes a la profesión de que se trate (Martínez, 2006). El pensar cuidadosamente acerca de cómo las personas han de tratar a otros se incluye en declaraciones de ética que guían la práctica profesional tanto en medicina, como en leyes o enseñanza. En educación, por ejemplo, la National Educational Association (1975) describió la ética del maestro en el aula. Strike y Bull (1981) analizaron problemas de justicia y legalidad en la evaluación del maestro y presentaron los «Derechos de Bill». Strike (1990) discutió la ética de evaluación educativa e incluyó problemas de igualdad de respeto, proceso conveniente, privacidad, humanismo, igualdad, beneficios del cliente, libertad académica y respeto por la autonomía como valores necesarios para el tratamiento ético. Sparks (2000:49) describió y defendió un código de ética personal en desarrollo y afirmó que «un código de ética articula y afirma los valores más altos, creencias, y propósitos de una profesión».
El Joint Committee on Standards for Educational Evaluation (1988) requirió pautas para la evaluación del personal de acuerdo con los códigos éticos. El propósito de un código o declaraciones de ética es dar una dirección sucinta, clara a la conducta del maestro. Las Normas de Evaluación del Personal (Joint Committee, 1988:21) incluyen «las Normas de conveniencia» que «…requiere que las evaluaciones sean legalmente conducidas, con ética y con debida consideración por el bienestar del evaluado…». Estas normas incluyen una orientación de servicio, previsiones de conflicto de intereses, acceso a los datos e informes, y las interacciones cuidadosas con los evaluados.
Aunque las siguientes normas se refieren a la coevaluación entre profesores, la mayoría de ellas bien pueden aplicarse para la evaluación de los alumnos (Peterson, Kelly y Caskey, 2002).
Actividades éticas en la evaluación, significa lo que los profesores HACEN:
Conocen las obligaciones, esfuerzos, intereses y necesidades de aprendizaje, actividades en el aula y otras expectativas del profesor. Manejan la información, los datos y procedimientos de forma confidencial, a menos que requieran ser públicos. Usan información, datos y descripciones de las actividades sólo para los propósitos requeridos. Controlan cuidadosamente notas y reportes personales y destruyen información personal específica después de haberse utilizado. Proporcionan atención independientemente de consideraciones de raza, color, creencia, genero, preferencia sexual, nacionalidad, estado civil, creencias políticas y religiosas. Analizan, revelan y resuelven conflictos de intereses. Cumplen con las pautas y la función de evaluador, acordadas. Participan en la evaluación de su propia evaluación.
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En el currículum oficial, generalmente, se deja bien asentado y claro al profesorado qué, cuándo y cómo evaluar, se trata de preguntas técnicas que indagan sobre cuestiones comunes de alcance burocrático y administrativo. Pero las cuestiones de fondo comúnmente suelen estar ausentes o se soslayan. Las dimensiones éticas de la evaluación, intrínsecas al razonamiento práctico, se relacionan directamente con preguntas de otro orden, entre las cuales se encuentran: ¿Por qué evaluar? ¿Para qué evaluar? ¿Quiénes son los destinatarios y quiénes son los que se benefician de las prácticas de evaluación? ¿Qué uso hacemos los profesores de la evaluación? ¿Qué uso hacen los alumnos de la evaluación? ¿Para qué les sirve? ¿Qué funciones desempeña realmente? ¿Quién utiliza los resultados de la evaluación, más allá de la inmediatez del aula? ¿Asegura el sistema de evaluación vigente la calidad del aprendizaje y la calidad de la enseñanza? ¿Asegura también la evaluación justa y objetiva de los alumnos?
A manera de colofón diremos que las implicaciones éticas que la evaluación tiene son de tal calibre que una postura crítica y racional del tema no puede dejar de abordarlas, tratar la evaluación ignorando éstas, es reducirla a mera técnica y esta es la mejor forma de perpetuar el statu quo de concepciones y prácticas evaluadoras que nos retrotraen al pasado e impiden la mejora de la educación (Moreno Olivos, 2007).
Es evidente que la investigación educativa ha tenido avances importantes en las últimas décadas, y por ende, también la evaluación educativa, desafortunadamente ese progreso no ha ido acompañado por igual en cuanto a su dimensión ética, que sigue ocupando un lugar secundario en el discurso y la práctica educativa. «En la actualidad es notable la importancia que ha ganado la investigación educativa, y con ella la necesidad de establecer nuevas maneras de gestionar la educación incorporando las condiciones específicas que requieren las instituciones para producir conocimiento útil y pertinente… Sin embargo, el indiscutible avance de la investigación como sustantiva a la educación ha generado nuevos modelos de gestión. En esos modelos un vacío relevante es la consideración de la ética» (Sañudo, 2006:83).
La investigación y evaluación cualitativas están repletas de tensiones éticas, controversias y dilemas. Existe un acuerdo unánime entre investigadores y evaluadores en que su trabajo y su conducta deberían ser éticos. Hay un acuerdo unánime en que hacer las cosas bien es mejor que hacerlas mal. La conducta no ética no tiene cabida en la investigación o evaluación cualitativas de ningún tipo. Tenemos que ser éticos durante todo el tiempo. Si el problema fuera tan simple, no habría necesidad de artículos como este, y las diversas publicaciones académicas sobre cuestiones éticas en la investigación social serían innecesarias. Si existieran simples reglas que aplicar, sería sólo cuestión de seguirlas y al hacerlo tendríamos la certeza de estar haciendo lo correcto todo el tiempo. Pero no existen tales reglas, sólo contamos con principios, conceptos, consideraciones (Eisner, 1998).
El hecho de que se soslaye el componente ético de la evaluación, no impide que en la práctica esté siempre presente, como ya se ha mencionado antes, es inherente al proceso mismo. Su negación, en cambio, entraña el riesgo de que algunos profesores cuando evalúan a sus alumnos actúen con una buena dosis de cinismo y abuso de poder. Es evidente que cuando esto ocurre se está hurtando a la evaluación su potencial formativo, convirtiéndola en un mecanismo de control y en una fuente de aprendizajes no deseados, desafortunadamente, parece que todavía falta un largo camino que recorrer para superar este estado de cosas que forman parte del «paisaje natural» en buena parte de nuestras escuelas.
Tiburcio Moreno Olivos
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