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Orientación Universidad
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Democracia y crisis economica en un mundo global, Apuntes de Economía

Texto que explica la democracia y la crisis de la economia

Tipo: Apuntes

2017/2018

Subido el 22/08/2018

Lucilacarranza
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Democracia y crisis económica en un mundo global*
Antoni Jesús Aguiló Bonet
Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra
La crisis mundial desatada en 2008 ha puesto de relieve las insuficiencias y limitaciones de la
democracia representativa liberal, haciendo más fuerte el deseo colectivo de impulsar transfor-
maciones y promover valores que permitan superarlas. A comienzos del siglo XXI, la institucio-
nalidad política existente (los parlamentos, los diputados, los presidentes, los ministros, los
partidos políticos, los votos, las urnas, las elecciones, los escaños, la división de poderes, las
libertades formales del Estado de derecho, las constituciones y demás) experimenta alrededor
del mundo situaciones de desequilibrio que, con mayor o menor intensidad, son el resultado de
un escenario en el que confluyen numerosas crisis superpuestas (la económica, la financiera, la
política, la social, la ecológico-ambiental y la moral) que afectan a la sociedad global en su con-
junto.
*Este artículo ha sido desarrollado en el marco de las reflexiones originadas en el proyecto “ALICE - Espejos extraños, lecciones imprevistas: definiendo para
Europa una nueva manera de compartir las experiencias del mundo” (alice.ces.uc.pt), coordinado por Boaventura de Sousa Santos en el Centro de Estudios
Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). El proyecto recibe fondos del Consejo Europeo de Investigación a través del séptimo Programa Marco de la
Unión Europea (FP/2007-2013) / ERC Grant Agreement nº 269807.
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Democracia y crisis económica en un mundo global*

Antoni Jesús Aguiló Bonet

Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra

La crisis mundial desatada en 2008 ha puesto de relieve las insuficiencias y limitaciones de la democracia representativa liberal, haciendo más fuerte el deseo colectivo de impulsar transfor- maciones y promover valores que permitan superarlas. A comienzos del siglo XXI, la institucio- nalidad política existente (los parlamentos, los diputados, los presidentes, los ministros, los partidos políticos, los votos, las urnas, las elecciones, los escaños, la división de poderes, las libertades formales del Estado de derecho, las constituciones y demás) experimenta alrededor del mundo situaciones de desequilibrio que, con mayor o menor intensidad, son el resultado de un escenario en el que confluyen numerosas crisis superpuestas (la económica, la financiera, la política, la social, la ecológico-ambiental y la moral) que afectan a la sociedad global en su con- junto.

  • Este artículo ha sido desarrollado en el marco de las reflexiones originadas en el proyecto “ALICE - Espejos extraños, lecciones imprevistas: definiendo para Europa una nueva manera de compartir las experiencias del mundo” (alice.ces.uc.pt), coordinado por Boaventura de Sousa Santos en el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). El proyecto recibe fondos del Consejo Europeo de Investigación a través del séptimo Programa Marco de la Unión Europea (FP/2007-2013) / ERC Grant Agreement nº 269807.

La situación en

que nos

encontramos

exige una

reflexión urgente

sobre los efectos

de la crisis

económica en la

política, los

desafíos a los que

se enfrentan las

democracias

representativas y

las democracias

que entre todos

tenemos que

construir

El desplome de la confianza ciudadana en las instituciones democrá- ticas parece indicar que la democracia representativa liberal ha llega- do a un punto de no retorno. La crisis global emite una nueva y significativa señal del agotamiento de la democracia formal-electo- ral, del profundo declive de una determinada forma de hacer y con- cebir la política y, más en concreto, de practicar y entender la democracia. La situación global en que nos encontramos exige una reflexión urgente sobre los efectos de la crisis económica en la polí- tica, los desafíos a los que se enfrentan las democracias representa- tivas y las democracias que entre todos tenemos que construir.

¿Por qué la democracia, en una época en la que históricamente jamás disfrutó de tanto reconocimiento social como forma de gobierno, atraviesa una grave crisis de legitimidad? ¿Por qué si el ideal demo- crático constituye el principio legitimador de la política vivimos en democracias frágiles, limitadas y “dirigidas” (Wolin, 2008) por fuer- zas no democráticas? ¿Por qué si la mayoría de las personas se decla- ra demócrata, la democracia se ha convertido en la palabra política más humillada, empobrecida y cuestionada? ¿Por qué la democracia pasó de ser un sueño revolucionario en el siglo XIX a un “eslogan” (Wallerstein, 2001) retórico y sin contenido en el XX? ¿Por qué gobier- nos elegidos están privatizando derechos esenciales como la sani- dad o la educación o, en palabras de Harvey (2004: 111), están llevando a cabo procesos de “acumulación por desposesión” de dere- chos? ¿Cómo explicar que instituciones que marcan el rumbo de la política mundial, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, hayan adoptado eslóganes que apelan al “buen gobierno” y la “transparencia” cuando se trata de organismos con procedimien- tos y prácticas que nada tienen de democráticos? ¿Estamos en pre- sencia de sistemas políticos electoralmente democráticos pero socialmente antidemocráticos? ¿Qué hay de ficticio en las democra- cias de países que se nos presentan como ejemplos de sistemas democráticos consolidados? ¿Está siendo tutelada la democracia por no demócratas que desean el mantenimiento de democracias débi- les y deslegitimadas? ¿Cómo creer que los profesionales de la políti- ca, aun cuando exhiben una retórica que se refiere al bien común y al progreso social, pueden ser los garantes de la voluntad popular? ¿Son hoy las instituciones parlamentarias, el sufragio universal y el resto de elementos de la democracia liberal instrumentos al servicio de la emancipación social, política y económica? ¿Es posible hacer política democrática fuera de las formas liberales de política? ¿Qué tipo de transformaciones son necesarias para que la democracia garantice las dimensiones de igualdad, libertad, solidaridad y diver- sidad en un escenario de creciente complejidad? ¿Por qué, en sínte- sis, la democracia representativa parece haberse convertido en un “obstáculo para la democratización del mundo?” (Santos, 2012: 113).

productos y la crisis alimentaria, agudizada por las políticas neolibe- rales (en particular por la especulación con los alimentos, que ha pro- vocado su encarecimiento y el aumento de las personas que mueren y pasan hambre), son los rostros más visibles de la crisis y la globa- lización en el Sur.

En este contexto de conflictividad generalizada, se extiende el senti- miento de que la soberanía popular ha sido secuestrada por las éli- tes políticas y económicas (empresas trasnacionales, bancos, inversores privados, organismos financieros internacionales, agen- cias de calificación, representantes políticos, entre otros actores) que manejan el sistema económico global, instrumentalizándola en favor de sus intereses corporativos. Este sentimiento popular no es infun- dado. Desde las últimas décadas del siglo XX, los procesos de globa- lización del neoliberalismo vienen sometiendo a la democracia representativa a una dinámica de reducción y empobrecimiento pro- gresivo. En el curso de los últimos treinta años, se ha operado una transformación de la democracia en una “mercadocracia” (Ramoneda, 2010) regida por los criterios e intereses del capitalismo global neoliberal: desregulación y liberalización de mercados, priva- tización de empresas públicas, flexibilización de las relaciones de trabajo, reducción de la administración y la inversión pública, racio- nalidad económica, crecimiento, competitividad y eficiencia, entre otras orientaciones inspiradas en el Consenso de Washington (Williamson, 1990) destinadas a la expansión del libre mercado como valor supremo.

El proyecto de la globalización neoliberal ha favorecido la aceleración y profundización de los procesos de desdemocratización del Estado, la política y la sociedad (Tilly, 2010). Lo significativo es que la desfi- guración de la democracia bajo la hegemonía neoliberal no se ha rea- lizado fuera de los marcos de la democracia liberal –elecciones periódicas, libres y multipartidarias, sufragio universal, derecho a ser elegido en elecciones, libertades civiles y políticas de pensamiento, palabra, información y reunión, (Held, 2001:142)–, sino utilizando “la democracia contra sí misma” (Gauchet, 2004). La actual crisis de la democracia se manifiesta, sobre todo a partir de los años noventa, con la promoción y afianzamiento dentro y fuera del mundo occiden- tal de una “democracia de baja intensidad” (Santos, 2004a) concebi- da como puramente representativa, procedimentalista, minimalista, elitista, competitiva y partidocrática. Una democracia donde la dis- tancia entre representantes y representados aumenta, que identifica la expresión del pueblo con el voto emitido cada ciertos años, con un papel otorgado a la sociedad civil muy limitado, escasos mecanis- mos de control ciudadano sobre los funcionarios, los fondos públi- cos y los políticos, que permite la impunidad de fraudes y mentiras electorales, salpicada de corrupción, cada vez más carente de legiti- midad social, en la que se imponen la desprotección, “atomización,

En este contexto

de conflictividad

generalizada, se

extiende el

sentimiento de

que la soberanía

popular ha sido

secuestrada por

las élites políticas

y económicas

despolitización y apartheidización de las personas” (Santos, 2010: 94), subordinada a las leyes del mercado, que hace del problema de la ingobernabilidad política y social su preocupación central, ponién- dolo por encima de cuestiones como el respeto a la dignidad huma- na o el combate contra la desigualdad social y económica, con formalidades que benefician los intereses de los poderes oligárqui- cos que dirigen la globalización financiera, sin redistribución socioe- conómica, vaciada de principios emancipadores y sin capacidad para reinventarse.

La baja intensidad del modelo de democracia impulsado por el neoli- beralismo puede observarse con más detalle en los siguientes rasgos:

En primer lugar, es una democracia política de carácter procedimen- talista, minimalista y elitista que conduce al vaciamiento de la propia democracia. Es procedimentalista porque reduce la democracia a un método para la elección de representantes políticos; minimalista por- que reduce la participación social al acto de votar, que constituye el principio y el fin de la democracia; y elitista porque privilegia la suce- sión de grupos ideológica, social, política y económicamente hege- mónicos que compiten por el ejercicio del poder.

Desde esta óptica, Schumpeter (1961: 291) concibe la democracia como “un cierto tipo de arreglo institucional para tomar decisiones políticas y, en razón de ello, incapaz de ser un fin en sí misma”. Bobbio (2007: 34), en la misma línea, la define como un “método de legitimación y de control de las decisiones políticas en sentido estric- to, o de ‘gobierno’ propiamente dicho, tanto nacional como local, donde el individuo es tomado en consideración en su papel general de ciudadano y no en la multiplicidad de sus papeles específicos”. Y afirma que “Schumpeter captó perfectamente el sentido cuando sos- tuvo que la característica de un gobierno democrático no es la ausen- cia de élites sino la presencia de muchas élites que compiten entre ellas por la conquista del voto popular” (Bobbio, 2007: 34). Por su parte, para Hayek (2007: 103), la democracia no es otra cosa que “un medio, un expediente utilitario para salvaguardar la paz interna y la libertad individual”. En la misma órbita, Przeworski (1991: 10) entiende que “la democracia es un sistema en el que los partidos pierden elecciones. Hay partidos: división de intereses, valores y opi- niones; hay competencia regulada. Y hay periódicamente ganadores y perdedores”.

La concepción formalista y minimalista de la democracia lleva apare- jado un vaciamiento radical de la misma. Olvida los contenidos éti- cos, sociales y económicos de los que la democracia es portadora, convirtiéndola en una mera “técnica de control político” (Roitman, 2005: 164) con procedimientos para la alternancia periódica de éli- tes organizadas en partidos. O en otros términos, la democracia es

el gobierno necesita participar directamente en el juego”. Como con- secuencia de ello:

“La despolitización del Estado y la desestatalización de la regulación social […] indican que bajo la denominación ‘Estado’ está emergien- do una nueva forma de organización política más amplia que el Estado: un conjunto híbrido de flujos, organizaciones y redes donde se combinan y solapan elementos estatales y no estatales, nacionales y globales. El Estado es el articulador de este conjunto” (Santos, 2004b: 39).

El propio Santos (2003: 83), analizando los cambios experimentados por el Estado en la época de la globalización neoliberal, habla de un tipo de Estado “hobbesiano”, represivo y salvaje para los sectores populares y las clases subalternas (barrios marginales, guetos, fave- las, maquilas textiles, entre otras zonas de exclusión, donde las per- sonas están explotadas, hambrientas y oprimidas) y de un Estado democrático con todas las garantías jurídicas y constitucionales para ricos y poderosos.

Otra de las modalidades de fascismo social es el fascismo financie- ro. Consiste en el control de los mercados de valores y divisas por especuladores financieros. Es un fascismo discreto, plural e interna- cional, pues los movimientos del capital financiero son el resultado de decisiones de inversores que actúan desde diferentes partes del globo. Con la globalización neoliberal de mercados desregulados y abiertos a la especulación, el poder del capital financiero internacio- nal aumentó frente al poder del Estado-nación más que en cualquier otra época (Therborn, 1999: 151; Arrighi, 1999: 16). Bancos priva- dos, agencias de calificación, transnacionales, organismos multilate- rales de crédito, entre otros actores, han adquirido un poder inmenso sobre la economía mundial, la política y los medios de comunicación, que se traduce en un impacto tan fuerte como el de cualquier régimen colonial. Entre otras prerrogativas, es un poder capaz de controlar las inversiones, persuadir a los gobiernos para que modifiquen sus legislaciones laborales y fiscales haciéndolas menos proteccionistas y establecer las condiciones bajo las que un país tiene derecho a recibir crédito internacional, poniendo en peli- gro estabilidad de los países y regiones que no acepten las condicio- nes exigidas a través del FMI, como los programas de ajuste estructural decretados en América Latina en las décadas de los ochenta y noventa del siglo XX o los actuales experimentos de aus- teridad económica en Europa.

Ante este panorama, cabe destacar la incapacidad de la democracia de baja intensidad para regular los intereses del poder económico y financiero que dominan la política y reducir su influencia.

El neoliberalismo

es portador de un

proyecto

ideológico y

político que pone

en marcha

dinámicas de

desideologización

y despolitización

funcionales al

sistema

En tercer lugar, es una democracia que permite que la brecha entre las élites gobernantes y la ciudadanía sea cada vez mayor, lo que implica un aumento del desinterés ciudadano hacia los representan- tes, las instituciones y la política convencional.

La magnitud de la crisis económica y financiera ha propiciado las condiciones y el estado de ánimo colectivo que explican la creciente desafección ciudadana respecto al Estado, la política tradicional, los partidos y sus mecanismos de decisión y gestión. La pérdida de legi- timidad social que sufren las democracias de baja intensidad es el reflejo de graves disfunciones que minan la calidad de la democra- cia: por un lado, el déficit de representatividad y, por otro, la falta de participación popular, esta última observable en fenómenos social- mente tan extendidos como el escepticismo, la apatía, el conformis- mo y el abstencionismo electoral. Todos están motivados por la creencia en la inutilidad (o insuficiencia) del voto (“votar no sirve para nada, no cambia la realidad, da lo mismo hacerlo o no”, “estoy harto de política y elecciones”, “nuestros sueños no caben en las urnas”, entre otras expresiones) y en la falta de distinción programática e ideológica entre partidos en el marco de un sistema político tenden- te a un bipartidismo empobrecedor (“todos son iguales”, “ninguna alternativa me satisface”, “cuando están en el poder hacen lo que les da gana”, “prometen y no cumplen”, “mandan sin obedecer”, “no es democracia, es partidocracia”).

La sospecha, desconfianza y falta de identificación ciudadana con la política y sus representantes son actitudes que, según el diagnósti- co de Santos y Avritzer (2004c: 37), son la expresión más visible de la “patología de la representación” (la pérdida de centralidad de los partidos y su incapacidad para defender los intereses de las clases medias y populares) y la “patología de la participación” (la desmovi- lización y caída de la participación político-electoral). A ellas puede sumarse la “patología de la despertenencia” (Gauchet apud Innerarity, 2006: 23), propia del individuo desvinculado de lo públi- co y colectivo, que adopta patrones de vida cada vez más egoístas y orientados hacia lo privado y particular.

En cuarto lugar, es una democracia que valora positivamente la apa- tía política y el conformismo social. El conformismo es la aceptación acrítica de la norma establecida (Freire, 2005). Es una actitud estre- chamente relacionada con la pasividad, la inercia, la indiferencia, la resignación, el silencio delictivo del que habla Mayor Zaragoza (2011), el conservadurismo y el fatalismo de pensar que no hay alter- nativas; actitudes que llevan a “prestarse a ser un instrumento de la clase dominante” (Benjamin, 1969: 255), lo que asegura la reproduc- ción de las relaciones sociales e ideológicas en las que se funda la realidad establecida.

Si pensamos y

actuamos como

siempre, nunca

(re)inventaremos

nada

Además, las democracias de baja intensidad se han mostrado histó- ricamente ciegas frente a las discriminaciones de género, clase, etnia, orientación sexual y de otra índole. Las mujeres, las minorías étnicas y sexuales, las personas con discapacidad y las generaciones futuras siguen siendo en la mayoría de países los grandes olvidados por la democracia liberal: sin leyes que los reconozcan, sin derechos, sin ciudadanía plena, relegados a vivir en democracias electorales de espaldas a sus demandas, sin igualdad, sin libertad, sin solidaridad.

Rousseau (2008: 161) nos recuerda que la representación política, lejos de ser un cheque en blanco, es una actividad sujeta a control, rendición de cuentas y revocación. Los representantes elegidos por los ciudadanos son “comisarios” que “no pueden determinar nada definitivamente” por sí mismos, ya que están subordinados a la voluntad general y, en consecuencia, pueden ser convocados para rendir cuentas y destituidos de sus cargos en cualquier momento. La legitimidad puede perderse cuando la democracia no es representa- tiva de la voluntad popular ni está dirigida al bien común, cuando el mandato representativo deja de representar al pueblo y se consagra a la representación oligárquica. El lema “lo llaman democracia y no lo es” de los indignados denuncia el funcionamiento del sistema libe- ral-representativo al margen de las exigencias de la sociedad. La cri- sis económica ha hecho más evidente que la mayoría electoral no constituye una fuente incontestable de legitimidad, que los cargos públicos no significan acumulación de poder y protagonismo y que la democracia de las urnas no puede ser usada como arma arrojadi- za contra la democracia de la calle. Los representantes se deben al servicio colectivo. Han sido elegidos para “mandar obedeciendo” al pueblo, como enseña la sabiduría política tojolabal, y no, como ocu- rre en las democracias de baja intensidad, que los que mandan no obedecen y los que obedecen no mandan.

En sexto lugar, es una democracia que en nuestro sentido común aparece como una realidad descontextualizada y desideologizada, “como si de un dato definitivamente adquirido se tratase” (Saramago, 2002). Hemos naturalizado la monocultura de la democracia liberal, la idea de que existe una sola concepción, una sola práctica y un solo discurso democrático legítimo y viable: el de la democracia electoral liberal y sus valores, con todo lo que esto implica. Es una monocul- tura política tan poderosa que es capaz de: 1) trazar las líneas que separan la “democracia” de lo que no es, descalificando concepcio- nes y prácticas democráticas alternativas que se apartan de la orto- doxia liberal. 2) Establecer un orden social y político que hace pasar por generales los intereses particulares de las clases dominantes y legitima, por medios políticos, la existencia de un modelo de socie- dad que reproduce su posición de dominación social y económica.

  1. Reducir la experiencia democrática del mundo a la experiencia política de cuatro países occidentales, tomada como modelo de refe-

rencia universal: Inglaterra (el parlamentarismo, Locke, la revolución Gloriosa de 1688, entre otros fenómenos), Francia (la Ilustración y la revolución de 1789), Holanda (la República de Batavia y los trabajos de Grocio sobre el derecho de gentes) y Estados Unidos (la declara- ción de derechos de Virginia de 1776 y la Constitución Federal de 1787). Y 4) revestirse de un carácter irrebasable e insuperable en cuanto que se considera la “forma final de gobierno humano” (Fukuyama, 1990: 7).

(Des)aprender la democracia: hacia democracias de alta intensidad

Atravesamos una época convulsa en la que no podemos permitirnos seguir condicionados por “normas rígidas, por hábitos mentales inmodificables, por imposibilidades de pensar de otro modo” (Machado, 1986: 180) que nos han llevado al callejón en que nos encontramos. Si pensamos y actuamos como siempre, nunca (re)inventaremos nada. Las investigaciones de Prigogine sobre los sistemas químicos no lineales revelan que las transformaciones radi- cales se producen a partir de pequeñas rupturas producidas en los puntos de bifurcación^2 , donde cualquier perturbación puede provo- car efectos imprevisibles y conducir a situaciones nuevas. A escala global, nos encontramos a todas luces en una situación de grave desequilibrio sistémico en que cualquier acontecimiento podría imprimir un vuelco radical al sistema y conducirlo por caminos imprevistos. La cultura política en la que se funda nuestro sistema democrático ha llegado, en plena crisis económica y financiera, a un punto de bifurcación, a una situación de inestabilidad debida a las disfunciones, la insuficiencia y, sobre todo, a la incapacidad históri- ca de la democracia liberal para eliminar la multiplicidad de desigual- dades y opresiones con las que convive.

De esta situación de bifurcación podría surgir una génesis de nuevas formas democráticas a la altura de los tiempos, aunque resulta impo- sible determinar con exactitud la dirección que puede tomar el siste- ma. Las opciones más probables parecen ser dos: el mantenimiento de la democracia de baja intensidad impuesta por la globalización neoliberal, basada en el relevo de las élites tecnocráticas y políticas a merced del mercado mundial, o la reinvención de la democracia en clave emancipadora: redistributiva, participativa, solidaria, diversa,

(^2) En termodinámica, los puntos de bifurcación se refieren a alteraciones minúsculas de alguna variable del sistema físico que pueden producir transformaciones morfogénicas y derivar en comportamientos futuros imprevisibles. Cuando en un sistema físicoquímico se produce una bifurcación que lo obliga a reorganizarse, el producto resul- tante es una estructura disipativa o de no equilibrio. Prigogine (1983: 21) las concibe como configuraciones espa- ciotemporales abiertas, distantes del equilibrio y en un proceso irreversible. Los puntos de bifurcación revelan que, lejos del equilibrio, y a pesar de su organización aparentemente caótica, los sistemas inestables también pueden ser estructuras complejas y autoorganizadas capaces de mantenerse por sí mismos en un estado de orden dinámico, abiertos a la posibilidad de innovación y transformación.

ra en todas partes, dentro y fuera de Occidente: en estructuras y mentes”.

Aunque el colonialismo occidental fue formalmente abolido casi por completo en la década de 1960, no faltan las corrientes de pensa- miento que denuncian la presencia de una ideología (neo)colonial occidental fundada en una racionalidad arrogante, “perezosa, que se considera única, exclusiva, y que no se ejercita lo suficiente como para poder mirar la riqueza inagotable del mundo” (Santos, 2006: 20). Esta razón colonial es concebida esencialmente como un espacio de negación de la diversidad, como un principio de no reci- procidad, de unilateralidad y no reconocimiento de la alteridad. El colonialismo, desde este prisma, “son todos los trueques, los inter- cambios, las relaciones, donde una parte más débil es expropiada de su humanidad” (Santos, 2006: 50) y, por tanto, tratada como objeto de uso o consumo. Dada esta característica constitutiva de la razón colonial, allí donde penetra genera “situaciones coloniales”, dinámicas de dominación, explotación y subordinación producidas sin la presencia de administraciones coloniales clásicas (Grosfoguel, 2006: 158).

El cuestionamiento y superación de las formas ideológicas que, como el neoliberalismo, contribuyen a la construcción de hegemoní- as político-culturales sujetas a los intereses de grupos minoritarios ha dado lugar a una variedad de enfoques teóricos. Entre ellos la invi- tación de Ng˜ug˜i wa Thiong’o (1994) a la “descolonización de la men- te”, a rechazar los patrones de colonización cultural impuestos a los pueblos y sujetos colonizados. La propuesta de Dispesh Chakrabarty (2009) de “provincializar Europa” para descentralizar el monopolio occidental de la modernidad, el conocimiento y la verdad e incorpo- rar otras lógicas, prácticas y trayectorias históricas desde donde pen- sar. O las epistemologías del Sur planteadas por Boaventura de Sousa Santos, un conjunto de teorías y métodos de investigación que pro- mueven los procesos de emancipación social (Santos, 2009a; Santos y Meneses, 2009b). Más allá de sus diferencias, estos enfoques asu- men el reto de descolonizar el pensamiento y posicionarse desde un lugar que les permita dar voz a los sujetos subalternizados por el colonialismo y otros sistemas de dominación.

La descolonización del pensamiento es uno de los mayores desafíos para lograr una reestructuración cognitiva, una modificación de nuestras formas coloniales de pensar y actuar que apoye los proce- sos de democratización en su conjunto. Descolonizar, en términos generales, significa “des-pensar la naturalización del racismo (el racismo justificado como resultado de la inferioridad de ciertas razas o grupos étnicos y no como su causa) y denunciar todo el vasto con- junto de técnicas, entidades e instituciones sociales que lo reprodu- cen” (Santos apud Aguiló, 2010: 139).

Uno de los efectos

más perversos

del neoliberalismo,

junto con la

destrucción de lo

público y lo

social, es la

mercantilización

de cada vez más

dimensiones de la

vida individual y

colectiva

La democracia liberal ha sido una de las instituciones puesta históri- camente al servicio de la razón colonial occidental. La expansión mundial de la democracia liberal y de los “universales procedimenta- les” (Bobbio, 2005: 450) que la forman oculta la naturalización de un “localismo globalizado” (Santos, 2005: 273). A pesar de haber sido exportada a diferentes contextos sociales y culturales, la democracia liberal es una forma particular e histórica de democracia que despun- ta en la Europa que proclama el ideario liberal-burgués del progreso, la razón, la ciencia, la secularización y la emancipación. Fue la modernidad capitalista y liberal la que, tras siglos de letargo y des- prestigio, recuperó la democracia en sentido representativo para limitar el poder de la monarquía absolutista, combatir los privilegios de clase de las élites nobiliarias y extender el poder político a la bur- guesía emergente.

Ahora bien, la representación política no fue concebida originaria- mente por el liberalismo como un instrumento para canalizar las aspiraciones populares de orden económico, social y político, sino como “estrategia de los ricos para asegurar y mantener su propia posición de dominación socioeconómica por medios políticos” (Pateman, 1985: 148). Desde sus orígenes modernos, la democracia liberal se fundó en una matriz epistemológica individualista y mono- cultural (clasista, racista, machista y homófoba). Así, despojado de sus particularidades biológicas, históricas y sociales, el individuo jurídico (una abstracción del varón blanco, adulto, heterosexual, pro- pietario, cristiano y padre de familia), fue convertido en el patrón de referencia universal y proclamado el único actor de la economía, la ciencia, el derecho y, por supuesto, la democracia y todo lo relacio- nado con ella.

Un análisis de la democracia liberal desde el enfoque descolonial per- mite encontrar elementos de colonialismo inscritos en sus concep- tos, valores y usos históricos. He aquí algunos: 1) la hegemonía de modelos de democracia creados en Europa y Estados Unidos que se presentan al mundo como espejos de democracia en los que mirar- se. 2) El descrédito sistemático de formas de organización, participa- ción y deliberación características de otras experiencias de democracia que no son la representativa: formas participativas, deli- berativas y comunitarias ejercidas a escala local y nacional que inter- pelan directamente a la monocultura de la representación. 3) Las estrategias de “promoción internacional” de la democracia de baja intensidad (guerras “humanitarias”, misiones de “paz”, etc.) como proyecto funcional a la expansión de los intereses occidentales. Estas estrategias de “democratización” supeditan los anhelos populares de transformación económica, política y social de los países interveni- dos a un sistema internacional basado en el reordenamiento de los sistemas políticos de los países periféricos y semiperiféricos a partir de los intereses mercantiles y elitistas de la globalización neoliberal.

La democracia representativa no es una excepción. Sometida desde los años ochenta del siglo XX a gobiernos y políticas de signo neoli- beral, parece haberse convertido en un mercado político en el que opciones subordinadas a los grandes poderes económicos compiten a sangre y fuego por obtener los máximos beneficios electorales. Es la democracia de libre mercado, con objetivos, conceptos y procedi- mientos propios de la economía capitalista libre y competitiva. Esta perspectiva, inspirada en los planteamientos de Schumpeter (1961), Downs (1973) Buchanan y Tullock (1962), entre otros teóricos de las concepciones económicas y elitistas de la democracia, traslada el modelo de la sociedad de consumo a la política, elaborando un modelo mercantil de política y democracia donde la soberanía del pueblo es reemplazada por la soberanía del votante-consumidor. La democracia, así, funciona como un mercado político donde los con- sumidores-electores “compran” las mercancías (programas electora- les) que mejor satisfacen sus intereses egoístas y el valor de los votos se establece en función del dinero: quien más tiene, más influ- ye y manda. Los candidatos a representantes, por su parte, actúan como proveedores que se enfrentan en el libre mercado electoral por seducir al electorado y acumular poder mediante el voto individual como mecanismo de legitimación. Detrás de esta concepción subya- ce la antropología del homo economicus en la que se sostiene el libe- ralismo económico, según la cual las personas son básicamente agentes de cálculo egoísta que buscan maximizar los lucros y mini- mizar las pérdidas. De este modo, los intereses privados de los con- sumidores-electores se imponen sobre las virtudes cívicas, sólo relevantes cuando sirven para optimizar los beneficios particulares.

La mercantilización de la política y la democracia representativa en la época de la globalización neoliberal se manifiesta de múltiples maneras:

  1. Financiación de los partidos políticos y de las campañas publicita- rias y electorales por empresas privadas, hecho que convierte a los partidos en lacayos del poder económico.
  2. Compraventa de votos con dinero público o privado (una de las formas más flagrantes de corrupción y mercantilización) y otras prácticas clientelares afines.
  3. Transformación de la política en un espectáculo de masas de ínfi- ma calidad, observable en fenómenos como la teatralización (al estilo de Berlusconi) y la patetización de la democracia parlamen- taria.

Las actuales

luchas por la

democracia están

llamadas a ser

luchas por la

desmercantiliza-

ción de todas las

esferas de la vida

(^3) En 1802, Jefferson, entonces presidente del gobierno de Estados Unidos, le escribió una carta al Secretario del Tesoro, Albert Gallatin, en uno de cuyos pasajes puede leerse: “Creo que las entidades financieras son más peli- grosas para nuestras libertades que un ejército listo para el combate. […] Si el pueblo estadounidense permite alguna vez que los bancos privados controlen la emisión de moneda circulante, primero a través de la inflación y luego mediante la deflación, los bancos y las corporaciones que crecen a su alrededor despojarán al pueblo de toda propiedad hasta que nuestros hijos despierten un día sin hogar y desamparados en el continente que sus padres conquistaron” (Jefferson apud Robinson, 2009: 157).

  1. Desposesión de derechos económicos y sociales de los ciudada- nos, lo que recorta el campo de la democracia social y económica y lo limita a la democracia política (voto y representación).
  2. Vaciamiento de la esfera pública como espacio de deliberación y acción cívico-política, que pasa a ser comprendida como un espa- cio privado de consumidores que utilizan los medios públicos para satisfacer y proteger sus intereses particulares. Deliberar y decidir en común proyectos de sociedad son cuestiones secunda- rias en la esfera pública de mercado, despolitizada y articulada sobre los intereses de la propiedad privada y el afán de beneficio. En el fondo, la democracia de baja intensidad rechaza la idea de que “la defensa de lo público –como escribe Emilio Lledó (2011)– hace vivir la democracia” y genera espacios de emancipación.
  3. Privatización de la democracia representativa a través de dos pro- cesos. El primero es su transformación en un nido de intereses pri- vados encubiertos por un simulacro electoral en el que los votantes refrendan políticas impuestas por una élite y en su bene- ficio. El segundo es la banalización del voto: la pérdida de la capa- cidad real de elegir de la ciudadanía. La influencia del poder económico sobre la política es tan grande que el derecho a voto termina siendo el derecho a elegir a los representantes específicos de la clase dominante que “representarán” y oprimirán al electora- do en el Parlamento mediante partidos-marioneta. En Europa, la austeridad ha sido el pretexto para privatizar la democracia y entregar a pocos lo que es de todos. En Italia y Grecia la privatiza- ción de la democracia condujo a la suspensión de la democracia electoral y a la imposición de tecnócratas procedentes de Goldman Sachs.

Ante este panorama, las actuales luchas por la democracia están lla- madas a ser luchas por la desmercantilización de todas las esferas de la vida. Son luchas emprendidas por una pluralidad de sujetos políticos (movimientos sociales, sociedad civil no organizada, ONG, partidos, etc.) comprometidos con la “eliminación del lucro como categoría” rectora de las relaciones humanas (Wallerstein, 2002: 36). Desmercantilizar, siguiendo a de Sousa Santos, significa:

“Dejar de pensar la naturalización del capitalismo. Consiste en sus- traer grandes áreas de la actividad económica a la valoración del capi- tal –a la ley del valor–: economía social, comunitaria y popular, cooperativas, control público de los recursos estratégicos y de los servicios de los que depende directamente el bienestar de los ciuda- danos y de las comunidades. Significa, sobre todo, impedir que la economía de mercado amplíe su radio de alcance hasta transformar la sociedad en una sociedad de mercado –donde todo se compra y todo se vende, incluso los valores éticos y las opciones políticas–” (Santos apud Aguiló, 2010: 138).

combatir la fuga de capitales y la evasión fiscal, la modificación del Estatuto de los diputados y senadores para garantizar mayor responsabilidad y prestación de cuentas ante la ciudadanía, la intensificación del acceso electrónico a los servicios y documen- tos públicos.

  1. Reforzar el régimen de incompatibilidades de los cargos públicos electivos y ejecutivos a escala estatal y local, en el sentido de ampliar su responsabilidad y la sanción de las infracciones, así como de facilitar el acceso ciudadano al registro de intereses y actividades.
  2. Estimular los mecanismos de participación ciudadana de base exis- tentes (Iniciativa Legislativa Popular, referéndums, consultas popu- lares, etc.) y modificarlos sustancialmente para hacerlos operativos y capaces de dar respuesta a los principios en que se inspiran.
  3. Establecer el principio de limitación de mandatos consecutivos para todos los cargos políticos electivos y ejecutivos del Estado, con el objetivo de promover la renovación y el dinamismo en el ejercicio de las responsabilidades públicas.
  4. Obligatoriedad de aprobar o no con carácter vinculante decisiones de gran calado que afectan las condiciones de vida de los ciuda- danos (ratificación de tratados internacionales, referéndum sobre los recortes sociales, etc.).
  5. Reformar la ley electoral y revisar el régimen de financiación de los partidos y las campañas electorales para garantizar un mode- lo políticamente más representativo, proporcional y plural, mejo- rar los criterios de equidad en la distribución de recursos, promover la fiscalización y la obligación de publicar las cuentas, así como prohibir las donaciones a los partidos y a sus fundacio- nes por parte de empresas privadas.
  6. Desarrollar instrumentos presenciales y virtuales de participación para el acompañamiento ciudadano del diseño, el control y la ges- tión pública (presupuestos participativos, consejos consultivos, consultas públicas, la iniciativa democracia 4.0, entre otros).
  7. Radicalizar la democracia, llevándola a los diferentes ámbitos que forman la vida cotidiana (económico, social, laboral, educativo, familiar, etc.). Radicalizar la democracia sólo es posible cuando se aceptan la insuficiencia y la ineficiencia de la democracia liberal hegemónica. Si hemos llegado a los límites de la democracia libe- ral, no queda otra opción que radicalizar sus límites. La radicaliza- ción democrática presupone una visión de la democracia no como un mero procedimiento de elección de representantes, sino como una forma de vida comunitaria basada en los valores de reciproci- dad, complementariedad y autoridad compartida. La democracia se puede radicalizar de dos maneras: con la profundización de la democracia formal y con la extensión de la democracia como for- ma de vida a esferas donde todavía no ha llegado. Como afirma Dewey (1927: 213), “la democracia debe empezar en casa, y su casa es la comunidad vecinal”.

Conclusiones

A la luz de la crisis económica y financiera global se ha hecho más evidente que vivimos en democracias dudosas, restringidas, sin con- tenidos democráticos y controladas en buena medida por poderes oligárquicos no electos que la instrumentalizan a su favor. Estas democracias de baja intensidad son el modelo político globalizado corresponsable de la actual crisis y suponen un obstáculo para los procesos de democratización de la democracia y la sociedad. El fracaso de la democracia liberal como instrumento de transforma- ción social no implica deslegitimar el potencial de las urnas, de los partidos ni abolir la representación política. No se trata de rechazar la democracia representativa liberal ni sus aportaciones, sino de señalar su insuficiencia, proponiendo caminos para transformar una democracia procedimental guiada por el mercado y que funciona como medio de adaptación en una democracia de alta intensidad guiada por las personas y que funcione como vehículo de emancipa- ción. Frente a la escasa y débil institucionalización de formas de democracia de alta intensidad, predomina la promoción y plena ins- titucionalización de democracias de baja intensidad caracterizadas por el “abandono del papel de la movilización social y de la acción colectiva” y “la solución elitista al debate sobre la democracia” (Santos y Avritzer, 2004: 38). El gran desafío político del siglo XXI es impulsar y articular las ener- gías democráticas de la sociedad para transformar cualitativamente las estructuras, prácticas y hábitos políticos del ancien régime repre- sentativo-electoral y crear colectivamente democracias basadas en la complementariedad entre diferentes formas de participación y repre- sentación. Walt Whitman (2007: 37) escribió: “La democracia es una gran palabra cuya historia no se ha escrito aún, porque esa historia está todavía por vivirse”. Descolonizar, desmercantilizar y democra- tizar, tres palabras clave para (des)aprender y con las que escribir la historia no vivida de la democracia.

Referencias bibliográficas

Aguiló Bonet, Antoni Jesús (2010), “La democracia revolucionaria, un proyecto para el siglo XXI. Entrevista a Boaventura de Sousa Santos”, Revista Internacional de Filosofía Política , 35, 117-148.

Arrighi, Giovanni (1999), El largo siglo XX , Akal: Madrid.

Bachrach, P. (1973), Crítica de la teoría elitista de la democracia , Amorrortu: Buenos Aires.

Benjamin, Walter (1969), Illuminations , Schocken Books: Nueva York.

Bobbio, Norberto (2005), “Democracia”, en Bobbio, N., Matteucci, N. y Pasquino, G., Diccionario de política , vol. 1, Siglo XXI: México D.F.

— (2007), El futuro de la democracia , Fondo de Cultura Económica: México D. F.