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Derecho del Mar y zonas reguladas en las convenciones de Chicago y Convemar de Montego Bay, Apuntes de Derecho Internacional Público

Zonas reguladas en el Derecho del Mar. Aguas interiores. Mar territorial. Zona contigua. Zona económica exclusiva. Plataforma continental. Fondos marinos.

Tipo: Apuntes

2022/2023

Subido el 24/09/2023

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A) PLAN DE ESTUDIO
El predominio general del elemento terrestre de la base física del Estado como
hábi- tat donde se desarrolla principalmente la actividad humana, su más fácil posesión
y deli- mitación frente a los otros dos elementos componentes del espacio estatal, y la
tradicional calificación del mar en Occidente como un espacio dependiente,
accesorio o marginal respecto del terrestre, han llevado a establecer la jurisdicción
del Estado ribereño sobre sus espacios marinos adyacentes partiendo siempre de las
aguas costeras en estrecha relación y dependencia de la terra firma. De modo que el
estudio de los regímenes de esos espacios debe incluir lógicamente el análisis de las
aguas interiores e históricas, el mar territorial y la zona contigua, además de la
plataforma continental y zona económica exclusiva como conjunto de espacios e
instituciones, en orden de mayor a menor proximi- dad de la tierra firme, sometidos a
la soberanía y a la jurisdicción del ribereño.
1. LAS AGUAS INTERIORES
Desde comienzos del siglo XX se fue consolidando en la práctica internacional
que la autoridad ejercida por el Estado ribereño en su espacio marítimo adyacente
viene determinada esencialmente por la noción de soberanía, por el ius imperium
del ribereño sobre ese espacio con el fin de proteger un conjunto de intereses de muy
diversa índole. En definitiva, la soberanía del ribereño sobre sus aguas interiores y
territo- riales comprende un conjunto o haz de competencias (la legislativa,
administrativa y jurisdiccional) cuyo contenido se traduce en el ejercicio de su poder
de coerción en esas aguas (observaciones de BARBOSA DE MAGALHAES, en
Annuaire, Vol. 45: I, 182- 183). Dicho sea esto con carácter previo y general. Pero
ahora se impone distinguir las aguas interiores de las territoriales, pues no nos basta
saber que la competencia terri- torial del ribereño alcanza tanto a unas como a otras,
sino que necesitamos conocer las diferencias entre uno y otro espacio conforme al
D.I.
A) CONCEPTO, DELIMITACIÓN Y RÉGIMEN JURÍDICO
Cuando el Institut de Droit International se planteó el problema de la distinción
entre aguas interiores y mar territorial años antes de la Conferencia de 1958, no fue
posible llegar en su seno a un acuerdo sobre la definición y distinción de ambos es-
pacios, aunque respecto a la delimitación de los mismos la opinión general era que la
doctrina, la práctica y la codificación coincidían en considerar que el límite exterior
de las aguas interiores coincidía con el límite interior del mar territorial (Annuaire,
Vol. 47: II, 171-173 y 175-179; en relación con el Vol. 45: I, 123 y ss.), tal como
pos- teriormente se confirmaría en todos los órdenes. En efecto, tanto el Convenio
sobre Mar Territorial de 1958 como la Convención de 1982 definen las aguas
interiores por exclusión: se entienden por tales las aguas marinas o no continentales
que tienen su límite exterior en el mar territorial y el interior en tierra firme (art. 5.1
del Convenio de 1958; y art. 8.1 en relación con el art. 2.1 de la Convención). Salvo
lo dispuesto en la Parte IV de la Convención, dedicada a los Estados archipelágicos,
que será objeto de estudio en el Capítulo siguiente.
Si volvemos a los trabajos del Institut, éste decidió entonces ocuparse exclusiva-
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A) PLAN DE ESTUDIO

El predominio general del elemento terrestre de la base física del Estado como hábi- tat donde se desarrolla principalmente la actividad humana, su más fácil posesión y deli- mitación frente a los otros dos elementos componentes del espacio estatal, y la tradicional calificación del mar en Occidente como un espacio dependiente, accesorio o marginal respecto del terrestre, han llevado a establecer la jurisdicción del Estado ribereño sobre sus espacios marinos adyacentes partiendo siempre de las aguas costeras en estrecha relación y dependencia de la terra firma. De modo que el estudio de los regímenes de esos espacios debe incluir lógicamente el análisis de las aguas interiores e históricas, el mar territorial y la zona contigua, además de la plataforma continental y zona económica exclusiva como conjunto de espacios e instituciones, en orden de mayor a menor proximi- dad de la tierra firme, sometidos a la soberanía y a la jurisdicción del ribereño.

  1. LAS AGUAS INTERIORES Desde comienzos del siglo XX se fue consolidando en la práctica internacional que la autoridad ejercida por el Estado ribereño en su espacio marítimo adyacente viene determinada esencialmente por la noción de soberanía, por el ius imperium del ribereño sobre ese espacio con el fin de proteger un conjunto de intereses de muy diversa índole. En definitiva, la soberanía del ribereño sobre sus aguas interiores y territo- riales comprende un conjunto o haz de competencias (la legislativa, administrativa y jurisdiccional) cuyo contenido se traduce en el ejercicio de su poder de coerción en esas aguas (observaciones de BARBOSA DE MAGALHAES, en Annuaire , Vol. 45: I, 182- 183). Dicho sea esto con carácter previo y general. Pero ahora se impone distinguir las aguas interiores de las territoriales, pues no nos basta saber que la competencia terri- torial del ribereño alcanza tanto a unas como a otras, sino que necesitamos conocer las diferencias entre uno y otro espacio conforme al D.I. A) CONCEPTO, DELIMITACIÓN Y RÉGIMEN JURÍDICO Cuando el Institut de Droit International se planteó el problema de la distinción entre aguas interiores y mar territorial años antes de la Conferencia de 1958, no fue posible llegar en su seno a un acuerdo sobre la definición y distinción de ambos es- pacios, aunque respecto a la delimitación de los mismos la opinión general era que la doctrina, la práctica y la codificación coincidían en considerar que el límite exterior de las aguas interiores coincidía con el límite interior del mar territorial ( Annuaire , Vol. 47: II, 171-173 y 175-179; en relación con el Vol. 45: I, 123 y ss.), tal como pos- teriormente se confirmaría en todos los órdenes. En efecto, tanto el Convenio sobre Mar Territorial de 1958 como la Convención de 1982 definen las aguas interiores por exclusión: se entienden por tales las aguas marinas o no continentales que tienen su límite exterior en el mar territorial y el interior en tierra firme (art. 5. del Convenio de 1958; y art. 8.1 en relación con el art. 2.1 de la Convención). Salvo lo dispuesto en la Parte IV de la Convención, dedicada a los Estados archipelágicos, que será objeto de estudio en el Capítulo siguiente. Si volvemos a los trabajos del Institut , éste decidió entonces ocuparse exclusiva-

mente del régimen jurídico aplicable en uno y otro espacio, en las aguas interiores y el mar territorial, y llegó a la conclusión que la diferencia esencial radicaba en que el ribe- reño, salvo uso o convenio en contrario, puede rehusar el acceso a sus aguas interiores a los buques extranjeros excepto en caso de peligro, en tanto que en el mar territorial los buques extranjeros gozan de un derecho de paso inocente que comprende también parar o anclar si la navegación, un peligro o fuerza mayor así lo exigiera ( Annuaire , Vol. 47: II, 473-476, en particular 474). Los trabajos de la C.D.I., el Convenio de 1958 y la Con- vención de 1982 confirman de nuevo este parecer del Institut. Y la doctrina se mues- tra unánime en recoger la posibilidad o no del ejercicio del derecho de paso inocente como la distinción jurídica clave entre ambos espacios (sólo nos consta el desacuer- do de COLOMBOS: 120-121). Además, la Sentencia del T.I.J. de 27 de junio de 1986 en el Caso de las actividades militares y paramilitares en y contra Nicaragua (C.I.J., Rec. 1986 : párs. 212-214) confirma esta opinión general llegando a afirmar el Tribunal, tras sentar la soberanía del ribereño sobre sus aguas interiores y mar territorial, que: «Gracias a su soberanía el Estado ribereño también puede regular el acceso a sus puertos» (ibíd.: pár. 213). Por otro lado y al mismo tiempo, el acceso a los puertos de buques extranjeros se beneficia del principio consuetudinario de la libertad de navegación y comercio, que prohíbe en tiempo de paz cualquier dificultad o impedimento a la navegación hacia o desde ellos (C.I.J., Rec. 1986 : párs. 214 y 253). La razón principal por la que los ribereños han controlado rigurosamente el acceso a sus aguas interiores es que estas aguas se encuentran en íntima relación con la tierra y permiten un fácil acceso a ella, con los riesgos consiguientes para su seguridad. En otros términos, el concepto de aguas interiores se concibe como una extensión del territorio, afectando a las aguas de puertos, bahías y estuarios, es decir, a aguas estrechamente ligadas y subordinadas al dominio terrestre. Por tanto, el Estado ribereño ejerce casi sin limitaciones sus competencias sobre las aguas interiores, lo mismo que sobre su territorio terrestre. Y puede reservarlas exclusivamente para la pesca en favor de sus nacionales y la navegación de buques de su bandera (navegación de cabotaje). Como excepción que confirma la regla de que las aguas interiores pueden incluso cerrarse a la navegación de buques extranjeros, el art. 5.2 del Convenio de 1958 sobre el Mar Territorial y el art. 8.2 de la Convención de 1982, que se expresa en el mismo sentido, imponen la limitación del derecho de paso inocente en los casos que, por aplicación del criterio de la línea de base recta para delimitar el mar territorial, pasen a ser aguas interiores zonas de agua que con anterioridad, por aplicación del criterio de la línea de base normal o línea de bajamar a lo largo de la costa, eran consideradas como partes del mar territorial o del alta mar. Ahora bien, también en el Derecho del Mar la voluntad integradora del Dere- cho de la Unión Europea va poco a poco alejando la práctica de los Estados miem- bros de la Unión de lo que de ellos cabe esperar conforme al D.I. general. Así, en el marco de la política comunitaria de liberalización de los transportes y con el fin de facilitar y fomentar la libre competencia entre las empresas navieras, la Unión Eu- ropea aplica el principio de libre prestación de servicios a los transportes marítimos dentro de los Estados miembros (cabotaje marítimo), en cuya virtud ya ha estable- cido esa libre prestación de servicios reservada a los buques mercantes de los Esta- dos miembros de la Unión Europea y del Espacio Económico Europeo [ver arts. 1 y 2 del Real Decreto 1.516/2007, de 16 de noviembre ( B.O.E. de 26 de noviembre)].

Se entiende por buque de guerra el que pertenece a las fuerzas armadas de un Estado y lleva sus signos exteriores distintivos, se encuentra bajo el mando de un oficial desig- nado por el gobierno del Estado y cuya dotación está sometida a la disciplina militar (arts. 8.2 del Convenio de 1958 sobre Alta Mar y 29 de la Convención de 1982). En tiempo de paz , la entrada de buques de guerra extranjeros en los puertos queda sometida a ciertas condiciones. Cada Estado puede, por medio de su legislación, im- poner las suyas. Lo más generalizado al respecto es que, en tiempo de paz, la arribada de un buque de guerra esté subordinada a la notificación previa por vía diplomática de su visita, que deberá ser autorizada por el órgano competente, generalmente el Mi- nisterio de Asuntos Exteriores. Así lo establece, por ejemplo, nuestro ordenamiento interno de acuerdo con los arts. 7 y 8 de la Orden 25/1985, de 23 de abril, del Minis- terio de Defensa, por la que se aprueban las «Normas para las escalas de buques de guerra extranjeros en puertos o fondeaderos españoles y su paso por el mar territorial español, en tiempo de paz» ( B.O.E. de 14 de mayo de 1985). A los buques de caracte- rísticas especiales, como los de propulsión nuclear y los que transportan armamento nuclear u otras sustancias intrínsecamente peligrosas o nocivas, no es habitual que se les permita la entrada o visita salvo acuerdo en contrario, tal como existe entre Esta- dos Unidos y España en el marco de su Convenio sobre Cooperación para la Defensa de 1 de diciembre de 1988, en vigor desde el 4 de mayo de 1989 y enmendado por el Protocolo de 10 de abril de 2002; B.O.E. de 21 de febrero de 2003 (ver art. 12 de la citada Orden Ministerial; y las normas 6 y 7 del Anejo 3, sobre Normas complementa- rias para escalas de buques, del citado Convenio, en B.O.E. de 6 de mayo de 1989). En tiempo de guerra , en los puertos de Estados neutrales se requiere siempre una previa autorización, salvo en caso de peligro de destrucción del buque. En este supuesto, sin embargo, también puede el Estado negar la entrada, si bien como excep- ción se permite en los casos de arribada forzosa por avería del barco, limitándose la duración de la estadía a veinticuatro horas, salvo que la legislación interna disponga otra cosa. Esta última regla la encontramos en el art. 12 del Convenio XIII de La Haya, relativo a los derechos y deberes de los neutrales en la guerra marítima. Tanto en las aguas interiores como en los puertos, los buques de guerra tienen la obligación de observar, entre otras, las leyes de policía, sanitarias, de preservación del medio y de navegación del Estado huésped, y no pueden ejercer actos de autoridad en los puertos —ver art. 9 de la Orden Ministerial, en especial sus apartados b) y g) —. La práctica más generalizada es que las autoridades locales no conocen de los hechos ocurridos a bordo, pero sí pueden intervenir respecto de los ocurridos en tierra. En resumen, los buques de guerra tienen la obligación de respetar la soberanía territorial del Estado en cuyas aguas se encuentran y el deber de acatar los usos de cortesía y el ceremonial correspondiente, si bien es cierto que estas últimas obligaciones no deri- van del D.I. y no son exigibles en virtud del mismo. Salvo por razones sanitarias o de orden público, los Estados no suelen cerrar el ac- ceso a sus puertos de los buques mercantes extranjeros , garantizado para los Estados parte en el Convenio de Ginebra de 9 de diciembre de 1923 sobre régimen internacio- nal de los puertos marítimos. Los buques mercantes tendrán la obligación de respetar las leyes y reglamentos del Estado a cuyo puerto arriban y mientras permanezcan en él durante su estadía. En particular, además del D.I. convencional, el Derecho de la Unión Europea ha penetrado profundamente en esta materia. Son ya muy numerosas las normas

internas adoptadas para la transposición de directivas comunitarias que persiguen la armonización de los ordenamientos internos de los Estados miembros. Se trata, en todo caso, de regular el cumplimiento, sobre todo por el Estado de abandera- miento, de la normativa internacional sobre seguridad marítima, prevención de la contaminación y condiciones de vida y trabajo en los buques extranjeros que uti- licen puertos o instalaciones situadas en aguas españolas; los procedimientos de inspección y reconocimiento de los buques que utilicen los puertos comunitarios o las instalaciones situadas en aguas bajo la jurisdicción de los Estados miembros; y las condiciones mínimas exigidas a los buques que transporten mercancías pe- ligrosas o contaminantes con origen o destino en puertos marítimos nacionales. En particular, el control por el Estado del puerto del cumplimiento de las normas de seguridad marítima por parte de los buques que hagan escala en puertos de la Unión Europea, se ha establecido por la Directiva 2009/16/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de abril de 2009 ( D.O. n. L 131, de 28 de mayo de 2009: p. 114 y las formalidades informativas exigibles a los buques a su llegada o salida de los puertos de Estados miembros, por medio de la Directiva 2010/65/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 20 de octubre de 2010 ( D.O. n. L 283, 29 de octubre de 2010). Por lo que se refiere al ejercicio de la jurisdicción penal por el Estado huésped, la mayoría de las legislaciones admite que en los casos de faltas y delitos cometidos a bordo entre tripulantes extranjeros, sin repercusión exterior y sin intervención de ningún nacional, se abstengan las autoridades locales de conocer e intervenir en favor de los cónsules del Estado del pabellón del buque. C) BAHÍAS Y AGUAS HISTÓRICAS Las referencias a los títulos históricos en los textos convencionales que venimos citando no pueden ser más escuetas. La primera referencia se encuentra en los arts. 7.6 del Convenio de 1958 sobre el Mar Territorial y 10.6 de la Convención de 1982, que excluyen del tratamiento establecido para las bahías a las llamadas históricas , exclusión que al menos nos sirve para afirmar el reconocimiento convencional im- plícito de las mismas. La segunda referencia se recoge también tanto en el Convenio de 1958 como en la Convención (arts. 12.1 y 15, respectivamente), que establecen la excepción de la presencia de derechos históricos o circunstancias especiales para no aplicar la regla de la línea media equidistante en caso de delimitación del mar territo- rial entre Estados opuestos o adyacentes. Y la tercera, que se recoge por vez primera en la Convención [art. 46. b) ], tiene que ver con la definición de Estado archipelágico: se entiende por archipiélago un grupo de islas, incluidas partes de islas, las aguas que las conectan y otros elementos naturales, que históricamente hayan sido considerados como formando una entidad geográfica, económica y política. Lo que ha significado trasladar el problema de las pretensiones archipelágicas históricas de ciertos Estados al ámbito del Derecho consuetudinario. La explicación de esta falta de tratamiento convencional de los títulos históricos sobre las aguas no radica sólo en su inherente dificultad técnica, sino también en el hecho de que los títulos históricos han sido mal vistos por la mayoría de las Delegacio- nes presentes en las tres Conferencias habidas desde 1958, reticentes a la aceptación o consolidación de privilegios procedentes en la mayoría de los casos de épocas en las que los Estados a los que representaban no existían como entes independientes o estaban sometidos a colonización. Quizás el consensus logrado en la Tercera Confe- rencia sobre la anchura de doce millas del mar territorial y sobre

recurría con frecuencia en el siglo XIX (MOORE: IV, 4332-4341), y de la que tenemos un testimonio fidedigno en la opinión del árbitro Luis M. Drago disintiendo de la Sen- tencia arbitral de 7 de septiembre de 1910 en el Caso de las pesquerías costeras del Atlántico Norte, al sostener que «cierta clase de bahías, que debieran llamarse con propiedad bahías históricas, como las Bahías de Chesapeake y Delaware en América del Norte y el gran estuario del Río de la Plata en América del Sur, forman una categoría distinta y separada y pertenecen indudablemente al Estado ribereño, cualquiera que fuera su penetración y anchura de su boca, cuando dicho país ha afirmado su so- beranía sobre estas aguas y circunstancias particulares, como su configuración geográfica, el uso inmemorial y sobre todo las exigencias de defensa, justifican tal pretensión» (PERMANENT COURT OF ARBITRATION: 151). Pero lo que comenzó siendo en origen una doctrina sobre las bahías históricas ha alcanzado con el paso del tiempo un valor y aplicación generales en el D.I., extendién- dose a otros espacios marítimos que nada tienen que ver con el fenómeno geográfico que hemos dado en llamar bahía: es el caso de estrechos, archipiélagos costeros y oceánicos, mares litorales y otros espacios adyacentes a la tierra firme. Al ampliarse las reivindicaciones de carácter histórico sobre otros espacios distintos de las bahías, se impuso la utilización de una expresión también más amplia para referirse a la pro- blemática que estos espacios plantean, la de aguas históricas , como propuso en su día la Memoria sobre «Las bahías históricas» preparada por la Secretaría General de la O.N.U. con motivo de la Conferencia de 1958 ( Doc. Of. 1958: I, Doc. preparatorio A/CONF.13/1, p. 2). Un primer ejemplo de ese fenómeno de ampliación de las reivindicaciones histó- ricas en el Derecho del Mar lo constituyó la posición de Noruega en su litigio con el Reino Unido sobre sus pesquerías costeras. Noruega utilizó entre otros argumentos la presencia de títulos históricos sobre la zona de pesca en disputa. Alegaba que esos caladeros habían sido tradicionalmente usados por los pescadores noruegos y satisfe- cho las necesidades económicas de la población costera del norte del país; es más, la zona de pesca exclusiva era aún mucho más extensa en épocas pretéritas, añadían los noruegos (C.I.J., Memoires : I, 562-563 y 571-572). Y pedían al T.I.J. que reconociera la consolidación histórica por un largo e indisputado uso del sistema de límites no- ruego que permitía englobar como aguas interiores buena parte de los ricos caladeros del norte del país. El Tribunal, en su Sentencia de 18 de diciembre de 1951, reconocerá ese proceso de consolidación histórica imprescindible para poder oponer el sistema delimitador noruego al resto de Estados interesados, estimando que la notoriedad de la actitud noruega, la tolerancia con que contó, y el propio silencio del Reino Unido, potencia marítima con importantes intereses en el Mar del Norte, respaldaban suficientemente la posición histórica noruega (C.I.J., Rec. 1951 : 138-139). El propio Tribunal, final- mente, ofrecerá también una definición de aguas históricas como aquellas «que se consideran aguas interiores, pero que no tendrían este carácter en ausencia de un título histórico» (ibíd.: 130. Cfr. BLUM: 296 y ss.; y BOUCHEZ: 281). A la luz de estos datos y teniendo presente lo sostenido por el T.I.J. en su Sen- tencia de 1951 así como en la Sentencia de 24 de febrero de 1982 en el Caso de la

plataforma continental entre Túnez y Libia, donde advirtió que el D.I. general no pre- vé un régimen único sino más bien un régimen particular para cada caso reconocido de aguas o bahías históricas (I.C.J., Rep. 1982 : 74, pár. 100), las aguas históricas son aquellas que normalmente se considerarían formando parte del alta mar si no fuera porque en razón de circunstancias excepcionales gozaran de un status especial. Si la existencia de esas circunstancias poco usuales fuera probada, el Estado que reclama para algún espacio adyacente ese status estaría legitimado para que se le reconocieran ciertos derechos que van más allá de los que tradicionalmente se aceptan en favor de los Estados ribereños (BLUM: 247). Como los títulos históricos se establecen a expensas o en detrimento del principio de la libertad de los mares que rige en el alta mar, que provee a este espacio de una naturaleza jurídica de res communis de interés internacional, es lógico que cualquier cambio que se pretenda en una parte de este espacio afecte normalmente al conjunto de Estados de la S.I. (de nuevo BLUM: 248 y 251-253; JENNINGS: 23 y 39-40). De forma que ninguna pretensión histórica sobre dicho espacio puede aceptarse si no es mediando ante todo la aquiescencia de los Estados afectados por la misma, es decir, del conjunto de Estados de la S.I. La aquiescencia necesaria para la consolidación de un título histórico debe enten- derse como una tolerancia generalizada o ausencia de oposición o protesta respecto a una situación que requeriría de las mismas con el objeto de evidenciar la reacción frente a cierto estado de cosas contrario a derecho (BLUM: 60 y ss.; BOUCHEZ, 1964: 273 y ss.). Ahora bien, si se produjera un acto positivo de aceptación de la situación por parte de terceros estaríamos en presencia de un reconocimiento, acto que debe distinguirse de la ausencia de reacción contraria al uso particular que conduciría con el paso del tiempo a su consolidación (aquiescencia). La aquiescencia de terceros debe ir siempre referida a una situación objetiva , constituida por la manifestación de la autoridad efectiva, continua y notoria de un Estado sobre un área determinada de agua como condición o requisito de validez de cualquier presunción de aquiescencia; si bien la naturaleza física del medio marino obliga a una aplicación laxa de esta condición, ya que la autoridad estatal se ejerce en el mar de forma más esporádica y aislada que sobre el espacio terrestre, de modo que no hace falta que el Estado ribereño ejerza todos los derechos y cumpla todas las obli- gaciones que comporta la noción de soberanía, contentándose tradicionalmente con reglamentar la pesca en esas aguas y prohibirla, en todo caso, a los extranjeros (BLUM: 254-255 y 261; BOUCHEZ: 244-250; RIGALDIES: 102-103; contra , O’CONNELL: I, 428 y 434). Además, el control efectivo de una determinada área de agua no es ni puede ser nunca un fin en sí mismo, sino una simple condición que debe someterse a la prueba del reconocimiento o aquiescencia de la pretensión por parte del resto de Estados inte- resados, ya que afecta a un espacio común de todos los Estados, el alta mar; de modo que es la actitud de esos Estados, más que el control efectivo y el paso del tiempo, el elemento esencial de la consolidación de un título histórico (BOUCHEZ, 1962: 173-174 y 182; GOLDIE: 220, in fine -226). Por último, al tratarse de derogaciones del ordenamiento común cuya consolida- ción depende del comportamiento del resto de Estados, requieren el paso del tiempo para llegar a conocer su alcance real y asegurar la certeza de la presunción de aquies- cencia por silencio o ausencia de reacción contraria (BOUCHEZ, 1964: 250- 257). En este sentido, los intereses o necesidades vitales, aunque puedan demostrarse y eviden-

forma,

al término de la Conferencia podía afirmarse desde cierta perspectiva que la anchura aceptada para el mar territorial en 1930 era, al menos, de tres millas. En la Conferencia de 1958 tampoco se logrará determinar esta anchura, si bien del texto de los arts. 1 y 24.2 del Convenio sobre el Mar Territorial se induce que la exten- sión del mar territorial más la zona contigua, espacio que estudiaremos después y que es continuación geográfica del mar territorial, no podía sobrepasar las doce millas. Puede afirmarse también que en 1958 se abandona en favor de límites mayores, como el que nos ocupa de las doce millas u otro de seis millas, todo intento de imponer la regla de las tres millas. En la Tercera Conferencia se acordó, finalmente, una extensión máxima de doce millas (algo más de veintidós kilómetros) para el mar territorial, con independencia de la extensión de la zona contigua (art. 3 de la Convención); lo que ha supuesto un nuevo avance de los partidarios de la ampliación de los espacios marinos sujetos a la soberanía del ribereño. A dieciocho años de la firma de la Convención, que entró en vigor en 1994, la anchura de doce millas constituye ya una regla consuetudinaria en virtud de la práctica estatal concordante incluso de los Estados más opuestos en su origen a dicha extensión [ I.L.M. , Vol. XXVIII (1989): 284. «United Kingdom Mate- rials», 1989: 663-666]. Pero caben excepciones. Así, salvo acuerdo en contrario, los Estados adyacentes o con costas situadas frente a frente no podrán extender su mar territorial más allá de una línea media determinada de forma tal que todos sus puntos equidisten de los puntos del mar territorial de cada Estado; aunque la presencia de derechos históricos u otras circunstancias especiales podrá hacer inaplicable esta dis- posición y obligar a los Estados implicados a delimitar su mar territorial de otra forma (art. 12.1 del Convenio de 1958 sobre Mar Territorial, recogido textualmente en el art. 15 de la Convención). Nos queda ahora averiguar desde dónde se mide exactamente dicha anchura, saber con exactitud cuáles son la línea de base o límite interior del mar territorial y la línea o límite exterior de dicho mar. La línea de base normal desde donde se ha medido generalmente el mar territorial es «la línea de bajamar a lo largo de la costa» (art. 3 del Convenio de 1958), es decir, aquella que sigue el trazado actual de la costa en marea baja. La práctica delimitadora de los Estados no suele especificar qué línea de bajamar, ya que hay varias opciones, se emplea para medir la anchura del mar territorial. España, como veremos infra , se inclina en su práctica por medir la anchura del mar territorial, si no se establecen lí- neas de base rectas, desde la línea de bajamar escorada, o línea de bajamar más baja de todas, que se produce en los equinoccios de invierno y otoño. En cuanto al límite exterior del mar territorial, debe correr paralelo y a una distancia de esa línea de base que sea siempre igual a la anchura del mar territorial; pero no se especifica ni aconseja método alguno para el trazado de ese límite exterior (art. 6 del Convenio de 1958). Estas mismas reglas se mantienen en los arts. 4 y 5 de la Convención. También se regula el trazado de líneas de base rectas en tanto que excepción a la línea de bajamar como límite interior normal del mar territorial, aceptada por el T.I.J. en su conocida Sentencia en el Caso de las pesquerías (C.I.J., Rec. 1951 : 116). De acuerdo con los arts. 4 del Convenio de 1958 y 7 de la Convención de 1982, podrá utilizarse excepcionalmente este nuevo sistema consistente en el trazado de líneas rectas que unan los puntos de referencia apropiados de la costa, cuando ésta tenga profundas aberturas y escotaduras, o haya una franja de islas a lo largo de ella situa-

progresivo del D.I. bajo la forma de una interacción cristalizadora entre costumbre y tratado cuyo origen fue la Sentencia de 1951. En segundo lugar, también conviene reseñar las restricciones más importantes establecidas en el Convenio de 1958, y por ende en la Convención, respecto del con- tenido en materia delimitadora de la Sentencia del T.I.J. en el Caso de las pesquerías : además de la ya comentada desnaturalización de la calificación como interiores de las aguas encerradas al estar éstas sometidas al derecho de paso inocente, ahora nos inte- resa destacar la consideración que se hace de los intereses económicos de una región sólo para el trazado de «determinadas líneas de base», siempre y cuando este trazado se justifique previamente por razones geográficas (ver arts. 4.4 del Convenio y 7.5 de la Convención). Por tanto, no se considerarán las razones económicas argumento principal para el trazado de líneas de base rectas, aunque junto a las circunstancias geográficas puedan propiciar restringidamente dicho trazado. C) RÉGIMEN JURÍDICO La regulación del mar territorial se establece en el Convenio de 1958 sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua y en la Convención de 1982. Nos ocuparemos sólo del régimen de las aguas, pero conviene recordar que el espacio aéreo suprayacente al mar territorial se encuentra sometido a la soberanía sin restricciones del Estado ribereño de acuerdo con los arts. 1 y 2 del Convenio de Chicago de 1944, sin ningún derecho de paso para aeronaves civiles o militares de otro Estado. Si bien la práctica con- vencional es pródiga en concesiones taxativas y reglamentadas de los ribereños para sobrevuelos y escalas técnicas de aeronaves extranjeras, casi siempre bajo condición de reciprocidad, con el objetivo de favorecer y hacer más seguro el tráfico aéreo. Ni el Convenio de 1958 ni la Convención de 1982 han aportado cambios a este respecto, hecha la salvedad del régimen fijado en esta última para los estrechos utilizados para la navegación internacional, que estudiaremos en el Capítulo siguiente. El régimen jurídico del mar territorial viene determinado por el principio de la so- beranía del ribereño sobre esas aguas, matizado por ciertas restricciones o excepciones fundamentadas en el principio de la libertad de comercio y navegación, siendo la ex- cepción más importante el derecho de paso inocente (arts. 14.1 del Convenio de 1958 y 17.1 de la Convención). Sin desdeñar tampoco la regla de no aceptación de la juris- dicción civil y penal del ribereño en su mar territorial (arts. 20.1 y 19.1 del Convenio, y arts. 28.1 y 27.1 de la Convención), salvo casos fijados en esos mismos artículos. El derecho de paso por el mar territorial , ya admitido en la Conferencia de 1930 (S.D.N., Conférence : II, 12-13, 15, 17-18, 21, 66-68, 70, 74-76 y ss.; y III, 59 y 187), comprende la navegación lateral, de paso o tránsito, y perpendicular, de entrada o salida, por dicho mar (arts. 14.2 del Convenio y 18.1 de la Convención), debiendo ser el paso «rápido e ininterrumpido», abarcando también «el derecho a detenerse y fondear» en tanto que «incidentes normales» impuestos por la navegación o a causa de fuerza mayor (arts. 14.3 del Convenio y 18.2 de la Convención). El paso se presume inocente mientras «no sea perjudicial para la paz, el buen orden o la seguridad del Estado ribereño» (arts. 14.4 del Convenio de 1958 y 19.1 de la Convención); adicionalmente, se exige a los submarinos que naveguen en super-

ficie y muestren su pabellón para que su paso pueda calificarse como inocente (arts.

del ribereño, y como cajón

de sastre la fórmula genérica de «cualesquiera otras actividades que no estén directa- mente relacionadas con el paso» [art. 19.2. l) ]. Otra novedad, también restrictiva para el ribereño, es que la ordenación del paso por su parte se someta a una lista cerrada de materias que puedan ser objeto de las leyes y reglamentos dictados a ese fin (art. 21), excluyendo expresamente todo lo relacionado con el «diseño, construcción, dotación o equipo de buques extranjeros, a menos que [las leyes y reglamentos] pongan en efecto reglas o normas internacionales generalmente aceptadas» (art. 21.2); lo que supone rechazar por el momento cualquier acción de naturaleza estructural, preventiva y unilateral por parte del ribereño contra ciertos riesgos o peligros que pueda correr su medio marino, por ejemplo su contami- nación grave. En relación con el control de la seguridad de la navegación y la reglamenta- ción del tráfico , primer apartado de la lista de materias del art. 21 que están suje- tas a la voluntad reguladora del ribereño, esta cláusula representa la facultad del ribereño para establecer vías marítimas y esquemas de separación del tráfico apli- cables en principio a cualquier buque extranjero que pase por su mar territorial, y en particular a los buques de características especiales, como los de propulsión nuclear. A la hora de fijar las vías y esquemas, el ribereño debe tener en cuenta las «recomendaciones» de la Organización Marítima Internacional (O.M.I.; ver su Convenio constitutivo en B.O.E. de 10 de marzo de 1989), los canales tradi- cionalmente usados para la navegación internacional, las características de ciertos buques y canales y, en fin, la «densidad del tráfico», pero sin quedar nunca bajo el control de esa Organización Internacional la fijación concreta de dichas vías y esquemas (art. 22). La segunda gran excepción al principio de la soberanía del ribereño sobre su mar territorial afecta al ejercicio de su jurisdicción civil y penal en estas aguas. El Conve- nio de Ginebra de 1958 y la Convención de 1982 prescriben lo siguiente: 1.º) Respecto a la jurisdicción civil , la regla general contenida en los arts. 20. del Convenio y 28.1 de la Convención dice: «El Estado ribereño no deberá detener ni desviar de su ruta a un buque extranjero que pase por su mar territorial, para ejercer su jurisdicción civil sobre una persona que se encuentre a bordo.» Dicha regla tiene dos excepciones: a) la posibilidad de llevar a cabo medidas de ejecución o precautorias en materia civil por obligaciones o responsabilidades contraídas por el buque con motivo de o durante su paso por las aguas del Estado ribereño (arts. 20.2 y 28.2, respectivamente); y b) la posibilidad de tomar medidas precautorias y de ejecución que la legislación del Estado ribereño permita en los casos de detención en el mar territorial o de paso por el mismo procedente de aguas interiores (arts. 20.3 y 28.3, respectivamente).

  1. º) Respecto al ejercicio de la jurisdicción penal, la regla general contenida en los arts. 19.1 del Convenio y 27.1 de la Convención, es en principio negativa para el Estado ribereño; pero admite las cuatro excepciones siguientes: a) si la infracción tie- ne consecuencias en el Estado ribereño; b) si es de tal naturaleza que pueda perturbar la paz del país o el orden en el mar territorial; c) si el capitán del buque o el cónsul del Estado cuyo pabellón enarbola el buque pide la intervención de las autoridades locales; y d) si es necesario para la represión del tráfico de estupefacientes (arts. 19.1 y 27.1, respectivamente).

Apenas unos meses después, por Real Decreto 2.510/1977, de 5 de agosto ( B.O.E. de 30 de septiembre de 1977), se procedió precisamente a la delimitación de la línea interior de todas las aguas «jurisdiccionales» españolas a efectos pesqueros mediante un sistema de líneas de base rectas (Preámbulo y art. 1), sustituyéndose el trazado de la línea de bajamar escorada establecida en la Ley de 1967 también a efectos exclu- sivamente pesqueros. En este Real Decreto no se hace ninguna referencia a la Ley de 4 de enero de 1977 ya citada, sino a la de 1967 donde, además de extenderse a doce millas las aguas pesqueras españolas, se fijaba el método delimitador de la línea de bajamar, que ahora era sustituido. Si tenemos en cuenta el fallo del T.I.J. en el Caso de las pesquerías (1951), donde a pesar de tratarse de la delimitación noruega de su zona de pesca exclusiva el Tribu- nal entendió —siguiendo a ambas Partes— que, en rigor, los límites interior y exterior de esa zona representaban también los del mar territorial (C.I.J., Rec. 1951 : 125), cabe pensar en el caso de España que esta nueva delimitación de las líneas interiores desde donde se mide la zona de pesca de las doce millas afecta o cubre también la extensión del mar territorial propio, sobre todo si atendemos al reenvío que para conocer el lími- te interior de nuestro mar territorial hace la disposición transitoria de la Ley de 1977 al Decreto que desarrolla la Ley de 1967. Por demás, la delimitación convencional del mar territorial español a que se re- fiere el art. 4 de la Ley de 1977 está compuesta por cierto número de tratados, entre los que destacaríamos los dos Convenios de Guarda con Portugal, de 12 de febrero de 1976, sobre delimitación tanto del mar territorial y la zona contigua como de la plata- forma continental, que respetan el principio de equidistancia; pero la falta de acuerdo sobre la delimitación de la plataforma continental y la zona económica exclusiva en- tre las Canarias y Madeira ha impedido la ratificación de los Convenios de Guarda, si bien ambos Estados respetan de facto la delimitación establecida en los mismos y aplican también a la delimitación de sus zonas económicas exclusivas el principio de equidistancia (YTURRIAGA BARBERÁN: 169). Así como el Convenio de París de 29 de enero de 1974 ( B.O.E. de 4 de julio de

  1. sobre delimitación del mar territorial y la zona contigua en el Golfo de Vizcaya (Golfo de Gascuña). No han prosperado, en cambio, las negociaciones para delimitar el mar territorial entre España y Francia en el Mar Mediterráneo debido a que Francia se opone a la aplicación del principio de equidistancia.Tampoco hay convenio delimitador con Marruecos, aunque ello no ha creado dificultades porque las legislaciones de ambos Estados se atienen, a falta de acuerdo, al pricipio de equidistancia. En cuanto a Gibraltar , la disposición final 1.ª de la Ley 10/1977, de 4 de enero, hace la salvedad de que «el presente texto legal no puede ser interpretado como reconocimiento de cualesquiera dere- chos o situaciones relativos a los espacios marítimos de Gibraltar, que no estén comprendidos en el art. 10 del Tratado de Utrech de 13 de julio de 1713 entre las Coronas de España y Gran Bretaña». Esta salvaguarda también es recogida en las «Declaraciones interpretativas» coin- cidentes a este respecto formuladas por España en el momento de la firma (el día 5 de diciembre de 1984) como en el de la ratificación (el día 15 de enero de
  2. de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, donde además se añade que la Resolución III de la Tercera Conferencia sobre Derecho del Mar, que pretende proteger los legítimos intereses marítimos de los territorios cuyos pueblos aún no han accedido a la independencia,

«no es aplicable al caso de la Colonia de Gibraltar, la cual está sometida a un proceso de des- colonización en el que son aplicables exclusivamente las Resoluciones pertinentes adoptadas por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas» (TORRES UGENA, ed.: 393- 394, para las «Declaraciones»; y UNITED NATIONS, The Law of the Sea : 183, para la Res. III; cfr. LEVIE, 89-92). Por otra parte, las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, los peñones de Vélez de la Gomera y Alhucemas y el archipiélago de las Chafarinas siguen sin tener formal- mente establecida la delimitación de sus respectivos mares territoriales con los terri- torios vecinos del Reino de Marruecos, y no es previsible un acuerdo al respecto por las diferencias entre ambas partes sobre las reglas delimitadoras aplicables al caso; la parte marroquí, en concreto, pretende desconocer la soberanía española sobre esas posesiones al trazar las líneas de base rectas para medir la anchura de su mar territorial (ORIHUELA CALATAYUD: 343 y 347). Finalmente se establecía que «la nueva Ley [la Ley 10/1977] no afectará a los derechos de pesca reconocidos o establecidos en favor de buques extranjeros en vir- tud de Convenios internacionales» (art. 5). La prescripción era razonable, ya que Es- paña tenía suscritos convenios de pesca por los que se permitía ésta dentro del mar territorial a nacionales de otros Estados bajo ciertas condiciones, como era el caso del Acuerdo General de Pesca con Francia de 20 de marzo de 1967 ( B.O.E. de 8 de diciembre de 1970). Pero el Acuerdo marco de pesca entre España y la Comunidad Europea firmado el 15 de abril de 1980 y en vigor desde el 22 de mayo de 1981 ( B.O.E. de 25 de marzo de 1982), y la posterior adhesión a la Comunidad por Trata- do firmado en Madrid el 12 de junio de 1985 y en vigor desde el 1 de enero de 1986 ( B.O.E. de la misma fecha), han supuesto un cambio sustancial del régimen pesquero convencional aplicable en nuestro mar territorial, del que sólo restan respecto de otros Estados miembros de la Comunidad los derechos particulares recíprocamente conce- didos a barcos franceses dentro de las doce millas de mar territorial español en virtud de acuerdos y prácticas tradicionales, amén de las actividades también recíprocas de pesqueros portugueses en nuestro mar territorial reducidas al ámbito de los acuerdos fronterizos del Miño y del Guadiana (PASTOR RIDRUEJO: 614-615, 621 y 622). Por último, hay que hacer notar que España ha regulado por la Ley 3/2001, de 26 de marzo, de Pesca Marítima del Estado ( B.O.E. de 28 de marzo de 2001), las infracciones administrativas en materia de pesca marítima que cometan los buques extranjeros y españoles en las aguas bajo jurisdicción o soberanía española. Las refe- ridas infracciones son las previstas en las disposiciones legales y reglamentarias y en los Convenios de pesca en vigor. Respecto al paso por el mar territorial español de buques de guerra extranjeros, nuestra reglamentación sigue fielmente lo convenido en 1958 y 1982. El art. 11 de la Orden Ministerial 25/1985, de 23 de abril, ya citada, establece que no se requiere autorización especial para el paso inocente de dichos buques, pero exige que ostenten el pabellón de su nación y se abstengan de «detenerse; arriar embarcaciones; poner en vuelo aeronaves; efectuar maniobras, ejercicios, tras- vases o traslados de cualquier clase, ni realizar trabajos hidrográficos u oceanográficos. Los sub- marinos navegarán en superficie».