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Este documento analiza el concepto de competencia en el contexto de la educación y cómo puede ayudarnos a definir mejores metas y objetivos educativos. El autor distingue la competencia de la habilidad y explica cómo la formación en competencias puede extender las funciones cognitivas y crear nuevas 'prótesis cognitivas'. Además, presenta un decálogo de competencias para la educación en el siglo XXI y discute los escenarios sociales en los que se generan problemas y las competencias necesarias para resolverlos.
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Tipo: Apuntes
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Departamento de Psicología de la Educación de la Universitat Autònoma de Barcelona. Correo-e: Carles.monereo@uab.cat JUAN IGNACIO POZO Departamento de Psicología Básica de la Universidad Autónoma de Madrid. Correo-e: Nacho.pozo@uam.es
Si la educación tiene sentido es porque encierra unas metas, es decir, porque no queremos que los alumnos sean como son, porque creemos que si incorporan otras competencias serán mejores compañeros, alumnos y ciudadanos, y porque más allá de todas las incertidumbres y relativismos de la sociedad postmoderna, si educamos es porque creemos que hay conocimientos, valores y, en suma, unas competencias más deseables que otras, y por tanto queremos que nuestro alumnado sea más competente y más capaz, un peaje probablemente necesario para conse- guir que sean también más felices”. ALBERT CAMPILLO
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Con el párrafo anterior finalizábamos el Tema del Mes que, en enero de 2001, nos había encargado Cuadernos de Pedagogía sobre cuáles eran las competencias necesarias para sobrevivir en el siglo XXI (Monereo y Pozo, 2001). Ahora, cuando parece que estamos sobreviviendo, un tanto perplejos y asustados, a los primeros embates del nuevo siglo (que no han sido pocos: internacionalización del terrorismo, guerra de Irak, chapapote en Galicia, pero también una nueva reforma y otra contrarrefor- ma educativa, o viceversa, la blogosfera , las wikimentes , etc.), quizá sea un buen momento para revisar esas competencias y hablar sobre las que empezamos a necesitar para vivir o, mejor aún, convivir con tirios (léase humanos) y troyanos (léase tecno- logías) en el siglo de las luces (y las sombras) digitales (Monereo, 2005).
En los últimos años el término “competencia” se ha abierto camino con una facilidad pasmosa entre taxonomías, progra- maciones, currículos y evaluaciones (nacionales e internacionales). Los sistemas de evaluación de la calidad educativa, como las pruebas de evaluación de las competencias básicas en nuestro país –Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (Jesús Rul y Teresa Cambra realizan un análisis comparativo entre co- munidades autónomas en este Monográfico)– o el proyecto PISA (http://www.pisa.oecd.org) a nivel internacional –también en este ejemplar, Dominique Simone Rychen analiza el fenómeno desde dentro y Neus Sanmartí desde fuera–, inciden cada vez más en evaluar no sólo conocimientos y destrezas. A su vez, el nuevo Espacio Europeo de Educación Superior, la graciosamen- te llamada “enseñanza a la boloñesa” que nos espera al doblar la esquina (2010), está dirigido a formar en competencias y no sólo a transmitir contenidos o saberes especializados. Las com- petencias se han convertido, parece, en el santo grial de la educación. Pero ¿qué son realmente las competencias? ¿Una nueva moda, como piensan algunos, para vender ideas viejas en odres nuevos? ¿Una palabra mágica que nos redimirá de todos los males que aquejan a nuestro sistema educativo (la desmotivación, la ignorancia, y todos los “ ings” : el bullying , el flaming – conductas de insulto o de incitación a la pelea en In- ternet–, etc.) ¿Una forma de identificar lo que realmente es básico o esencial en un currículo saturado? (César Coll, en el siguiente artículo, reflexiona sobre este controvertido aspecto). Si hace cinco años nos ocupamos de cómo fomentar las com- petencias en la educación y ahora volvemos sobre nuestros pasos es porque estamos convencidos de que el concepto de compe- tencia puede ayudarnos a definir mejor las metas y los propósitos de la acción educativa que otros conceptos afines (habilidades, aptitudes, estrategias, etc.), con los que sin duda está emparen- tado e incluso cohabita. El propio éxito del concepto de com- petencia ha hecho que, como sucede con tantos otros términos usados en la educación, en la pedagogía y en la psicología, se haya vuelto un objeto poliédrico, fuzzy , difuso, de muy difícil operativización. No tenemos la pretensión de desvelar ninguna supuesta verdad terminológica, pero sí creemos que todo nuevo término, para ser aceptable en la comunidad de práctica en que se empleará, es decir, para que resulte útil, debería cumplir dos condiciones sine qua non: a) identificar algún fenómeno para el que no exista una nomenclatura más precisa, y b) auxiliar a la comunicación dentro de esa comunidad de práctica. En relación con este segundo punto, pensando en términos pragmáticos, parece necesario diferenciar unas nociones de otras. El sentido común no nos ayuda gran cosa, si aceptamos la de- finición propuesta en el Diccionario de la Real Academia Española : “Pericia, aptitud o idoneidad para hacer algo o intervenir en un asunto determinado” (RAE, 2006). Pero, por fortuna, la psicolo- gía científica nos propone distinciones más sutiles. Así, recu- rriendo a un diccionario de Psicología (Reber, 1995), encontramos una sugerente distinción entre competencia y habilidad, siendo la habilidad la capacidad de ser realmente eficiente en una tarea, mientras que la competencia sería la potencialidad de serlo dadas ciertas condiciones. Esta distinción, sin duda basada en la diferenciación estable- cida por Chomsky entre competencia y actuación en la adqui- sición del lenguaje, nos permite desfacer un primer entuerto conceptual, al diferenciar la formación en competencias de la vieja pedagogía por objetivos, un riesgo del que conviene avi- sar cuando esto de enseñar por y para las competencias co- mience a generalizarse, más temprano que tarde, en todos los niveles educativos. Ser competente no es sólo ser hábil en la ejecución de tareas y actividades concretas, escolares o no, tal como han sido enseñadas, sino más allá de ello, ser capaz de afrontar, a partir de las habilidades adquiridas, nuevas tareas o retos que supongan ir más allá de lo ya aprendido. Evaluar si alguien es competente es en parte comprobar su capacidad para reorganizar lo aprendido, para transferirlo a nuevas situa- ciones y contextos. Pero hay un segundo entuerto conceptual que deberíamos desentrañar. Con frecuencia, la mayor o menor competencia de un alumno concreto en una tarea o incluso en un dominio o ámbito de actividad se suele atribuir a diferencias individuales de origen genético, o al menos de desarrollo muy temprano, con respecto a las cuales la escuela poco podría hacer, más allá de estimular ese desarrollo. En contra de este supuesto, hay motivos para suponer que las competencias para las que for- mamos no están previamente en los alumnos, sino que desde una perspectiva vygotskiana, son construcciones sociales que deben ser internalizadas a través de la educación. Tal vez una buena forma de entender esto sea recurrir al concepto de “fun- ción psicológica” –el lector encontrará en este concepto un eco de la caracterización del desarrollo de las funciones mentales descrito en las últimas obras de Ángel Rivière (Rivière, 2003)–. Podemos asumir que la mente humana, en su diseño natural, producto de su larga evolución, está dotada de una serie de funciones o dispositivos para ejecutar eficazmente diferentes tareas (dispositivos o funciones emocionales, comunicativas o lingüísticas, perceptivas, motoras, etc.). Nacemos pues con unos recursos de serie, propios de nuestra especie y que marcan un espacio de desarrollo a partir de las propias restricciones que establecen. Esas restricciones no sólo instituyen límites al desarrollo sino también posibilidades, opcio- nes de desarrollo. En realidad, sabemos algo más sobre nuestros límites que sobre nuestras potencialidades. En el ámbito cogni- tivo, sabemos por ejemplo que nuestra memoria inmediata tiene una capacidad limitada para retener al mismo tiempo un núme- ro excesivo de datos, aunque no sabemos, sin embargo, cuál es la capacidad de almacenamiento de nuestra memoria a largo
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tructivistas sobre el aprendizaje y la enseñanza (Pozo y otros, 2006)– las más difíciles de lograr y las que requieren una inter- vención educativa más decidida. Por decirlo con nitidez, cualquier ambiente es suficiente para aprender a comunicarse oralmente, aunque dependiendo de la riqueza vitamínica de ese ambiente las competencias lingüísticas pueden ampliarse más o menos. En cambio, el aprendizaje de la lectoescritura, lo que se dice aprender a leer y escribir, requiere un diseño y una intervención instruccional –o, en su defecto, un ambiente muy rico que lo apoye– que en la mayor parte de los casos suele ser suficiente: todos los que son expuestos a instruc- ción adquieren esa competencia, aunque obviamente no en el mismo grado. Sin embargo, para la formación en esas compe- tencias que suponen reformatear la mente –siguiendo con el ejemplo, aprender a escribir de forma argumentada, integrando diferentes puntos de vista, o saber leer para aprender– la instruc- ción suele ser una condición necesaria pero no suficiente. A partir de esta diferenciación entre competencias desarro- lladas, extendidas y reestructuradas, un sano y difícil ejercicio sería decidir a qué categoría o grupo corresponden las diferen- tes competencias que queremos promover en nuestro sistema educativo. En aquel artículo (de hace unos años en esta misma revista) que mencionábamos al comienzo (Monereo y Pozo,
Si asumimos que hay unas funciones o predisposiciones psi- cológicas desde las que se construye todo el conocimiento, también debemos asumir que esas funciones no son sino res- tricciones para la representación y la acción, que requieren un ambiente físico y social para desplegarse. El ejercicio doblemen- te restringido –por las propias disposiciones mentales y por el ambiente– de esas funciones conducirá al desarrollo de habili- dades , que se hacen visibles y desarrollan conjuntos de opera- ciones mentales y físicas dirigidas a una meta, que tienen un origen cultural. Así, la función sensorial de ver se convierte en la habilidad de mirar de distintos modos (fijamente, con el rabi- llo del ojo, por encima del hombro, etc.). Las estrategias, por su parte, implican un mayor grado de sofisticación cognitiva, requieren leer el contexto para activar conocimientos que se ajusten a sus condiciones. Suponen tomar decisiones sobre cuándo, cómo y por qué hacer, decir o pensar algo; en suma, implican un cierto grado de actividad metacog- nitiva. Para seguir con nuestro ejemplo, cuándo, cómo y por qué mirar a alguien con desdén, para afearle la conducta; o con intensidad, para llamar su atención. Pero también cuándo hay que repasar algo para aprenderlo y cuándo, en cambio, con- viene pensar en contraejemplos para aprenderlo mejor, o cuándo utilizar los verbos “ do ” o “ make ” en inglés. Las estrate- gias pueden llegar a ser muy específicas e idiosincrásicas, pueden y deberían mejorarse durante toda la vida e implican siempre una toma consciente de decisiones (para ampliar esta posición, véase Pozo, Mo- nereo y Castelló, 2001). Y por fin llegamos a las compe- tencias_._ Demostrar competencia en algún ámbito de la vida conlleva resolver problemas de cierta com- plejidad, encadenando una serie de estrategias de manera coordinada. Ser competente leyendo, hablando y escribiendo debería significar que esa persona puede resolver problemas comple- jos a través de esas conductas, no sólo de su vida cotidiana, también frente a nuevos desafíos: leer distintas versiones de una misma noticia en diferentes periódicos para formarse una opinión; hablar con distintos registros: con un amigo a través del teléfono móvil, en una presentación con PowerPoint o en una entrevista de traba- ALBERT CAMPILLO
jo; escribir un texto argumentando una posición personal, a partir de fuentes de información localizadas en Google, etc. Tomemos un ejemplo del ámbito profesional. Un docente, para realizar su trabajo con eficacia, debe estar en posesión de determinadas funciones psicológicas (leer los estados mentales y emocionales de sus alumnos), mostrar el dominio de algunos procedimientos y habilidades (discurso estructurado, métodos de enseñanza) y, en alguna medida, dar muestras de enfrentar- se estratégicamente a alguna situación especial (qué hacer cuando baja el interés de sus alumnos). Para demostrar compe- tencia debería, además, poder enfrentarse con éxito a una si- tuación prototípica en su trabajo, en el sentido de que se pro- duce de forma regular, pero que en cada circunstancia adquiere tintes algo distintos que exige emplear estrategias coordinadas, también distintas en algún punto. Por ejemplo, en el momento de atender a alumnos que presenten alguna necesidad educa- tiva específica (emigrantes, con un handicap , más avanzados…), actuar de manera competente implicará poder adaptar el dis- curso y las actividades de enseñanza y evaluación a sus pecu- liaridades. Una situación exigente y compleja como esa no puede resolverse con una única estrategia, sino que solicita la partici- pación de varias estrategias coordinadas, conformando una competencia docente. Una competencia sería, pues, un conjunto de recursos poten- ciales (saber qué, saber cómo y saber cuándo y por qué) que posee una persona para enfrentarse a problemas propios del escenario social en el que se desenvuelve. Claro que los ejemplos expuestos se refieren a competencias muy específicas del ámbito comunicativo y laboral. Pese al limi- tado espacio de que disponemos, hemos de ampliar el foco. La cuestión sería: ¿qué competencias generales podrían encuadrar lo que un ciudadano actual deberá aprender para afrontar con garantías de éxito las transformaciones de nuestro siglo?
Pensamos que identificar esas macrocompetencias, en cuanto recursos para resolver problemas de la vida de una persona, demanda identificar esos problemas y, por consiguiente, los escenarios en los que se pro- ducen. En esta ocasión, más que hacer un decálogo de mandamientos educativos –y sus correspondien- tes pecados y penitencias–, podríamos considerar grosso modo los cuatro grandes escenarios sociales en los que transcurre nuestro desarrollo personal (al menos en los países occidenta- les y desarrollados) y en los que todos deberíamos pro- curar ser competentes:
Ser una persona feliz “Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”. Tradicionalmente la felicidad se ha tratado como un estado –se es feliz–, no como un proceso –se logra ser feliz–. Ello ha contribuido a que, de todas las competencias que estamos revisando, sea la que se considera menos enseñable, dado que se atribuye a factores poco controlables: la salud, el dinero o el amor aparecen por azar o suerte y poca cosa podemos hacer (más allá de, siguien- do con la canción, dar gracias a Dios). Sin embargo, se puede trabajar para tener una vida saludable, económicamente sólida y emocionalmente estable. En todo caso, el primer aspecto recibe bastante atención social (servicios de atención médica), y el segundo puede entenderse como un efecto de ser un profesional competente; sin embargo, la competencia emocio- nal, siendo un tema de moda, apenas forma parte de proyectos educativos y currículos. Pensamos que en este caso las dimen- siones que deberían explorarse tendrían que ver con ser com- petente para expresar las propias emociones, para regular esas emociones y para cambiar la propia perspectiva emocional. La expresión de las emociones implicaría dominar una suerte de lenguaje de los afectos para poder comunicar a los demás y a uno mismo el propio estado emocional y empezar a tener op- ciones de actuar en consecuencia. La autorregulación de las emociones supone el siguiente paso. Tras tomar conciencia de nuestro estado emocional, ahora es preciso sentir y actuar de un modo adecuado que evite situaciones de explosión emocio- nal, frustración o agresividad. Aprender a sentir(se). Una última subcompetencia complementaria consistirá en poder compren- der la perspectiva emocional de los demás, ponerse en su lugar, en el lugar de sus sentimientos (en su contribución en este Monográfico, María Dolores Avia se refiere con detalle a estas competencias para la autoestima y el ajuste personal; igualmen- te, en el bloque “Buenas prácticas educativas” se presenta un trabajo orientado a esta macrocompetencia: “Cuando hablan las emociones”). Con respecto a cuándo y cómo enseñar y evaluar esas competencias, el tema es también polémico. Desde un opti- mismo pedagógico, pensamos que desmesurado, las compe- tencias pueden enseñarse a cualquier edad, en entornos educativos formales y pueden evaluarse mediante pruebas de lápiz y papel diseñadas para breves períodos de tiempo. Tenemos dudas, pensamos que razonables, en relación con los dos últimos supuestos. Desde luego pueden y deben enseñarse competencias en todas las edades y en relación con los cuatro escenarios sociales definidos (como lo demues- tra el segundo bloque de este Monográfico). Lo que no pa- rece tan claro es que puedan enseñarse sólo en situaciones formales y sea válido evaluarlas sólo con tareas de lápiz y papel. Si acordamos que las competencias se ponen en acción en contextos problemáticos que se definen por su autenticidad, es decir, que se perciben como reales (fieles a las condiciones de aparición en la vida real) y relevantes (vinculados al que- hacer vital del individuo y por consiguiente a su supervivencia), la posibilidad de replicar esa autenticidad en las aulas y eva- luarla a través únicamente de pruebas escolares típicas resul- ta, cuando menos, incierta (al respecto recomendamos revisar el análisis que realiza Elena Martín de los sistemas de evalua- ción de la calidad en centros, así como el análisis crítico de Emilio Sánchez). Ser competente supone muchos complementos circunstan- ciales: para qué, en qué lugar, en qué tiempo, de qué modo, con qué recursos, etc., y esas circunstancias deben estar pre- sentes durante la enseñanza y la evaluación. Dicho de otro modo, pensamos que desde la educación formal podemos sobre todo enseñar habilidades y estrategias que el estudiante, cuando se enfrente a un problema auténtico, podrá coordinar en una com- petencia; sin embargo, esa competencia se consolidará en su contexto de uso, por lo que la formación permanente deberá tener un papel crucial. X Monereo, C. (coord.) (2005): Internet y competencias básicas. Barcelona: Graó. X Monereo, C. y Pozo, J.I. (2001): “Competencias para sobrevivir en el siglo XXI”. Cuadernos de Pedagogía , n.º 298 (enero), pp. 50-55. X Olson, D. (1998): El mundo sobre el papel. Barcelona: Gedisa. X Pérez Echevarría, M.P. y Scheuer, N. (2005): “Desde el sentido numérico al número con sentido”. Infancia y Aprendizaje , n.º 28 (4), pp. 393-407. 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