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Ethan frome es una novela corta de edith wharton que narra la historia de un hombre cuya vida se ha vuelto una tragedia. La novela se ambienta en un pueblo de nueva inglaterra y sigue la vida de ethan frome desde su juventud hasta su edad adulta. La novela explora temas como el amor, la culpa, la desesperación y la tragedia. Ethan frome es una historia de culpa que justifica la tragedia que se encuentra en el rostro de un hombre acabado, a quien sin embargo rodea un atractivo halo de misterio.
Tipo: Diapositivas
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Si no supiéramos que la presente novela es una de las obras más famosas de Edith Wharton y si la autora no nos advirtiera en el prefacio que lo que vamos a leer es una modesta historia situada en un pueblo de Nueva Inglaterra (por más que la modesta historia se trate de una tragedia, como veremos, y las tragedias no se caracterizan por su modestia), el encuentro con Ethan Frome nos sorprendería y tal vez pensáramos que el editor de la novela ha cometido un descomunal error al imprimir el título bajo el nombre de Edith Wharton. Aunque la agilidad del estilo y la manera directa en que nos presenta al personaje central (el protagonista de una historia acaecida hace años) nos podrían hacer pensar en ella como candidata a la autoría del libro, el asunto se separa de tal modo de los que suelen ser habituales en sus obras, que probablemente en seguida desecharíamos su candidatura El eco de Cumbres borrascosas añadiría mayor perplejidad a nuestro ánimo, porque no se percibe fácilmente la influencia de Emily Brontë en el resto de las novelas de Edith Wharton, tan neoyorquinas, tan interesadas en escrutar las ondulaciones y pequeñas turbulencias de la superficie y las formas de una clase social ávida de dinero, poder y fama, y fundamentalmente cínica. Ningún rastro de Emily Brontë en esos entresijos. Y sin embargo, en cuanto el amargo aire que envuelve al alto, delgado y descalabrado Ethan Frome llega a nuestro entorno de lectores, no podemos dejar de evocar aquel páramo desolado por el que el alma de Catherine Earnshow deambulaba errante, y presentimos que los personajes de la historia que se avecina nos van a ofrecer un rostro desencantado. No lo presentimos, lo sabemos, porque Ethan Frome es, lo describe la autora, lúgubre, enteco y prematuramente viejo, un hombre de cincuenta y dos años cuya savia se secó hace tiempo, un muerto en vida. Pero una aureola de fascinación lo envuelve, una inaprehensible pero profundísima dignidad
Comentario [LT1]:
emana de él, y hace que el narrador, y los lectores todos, se interesen por su vida, por ese pasado que flota, va con aire de tragedia, a su alrededor, y que tal vez se trate de una historia de amor. Si hubiera que ponerle un rostro y una figura a este personaje, puede que los correspondientes al veterano actor James Stewart fuesen los que a mi entender se acomodaran mejor a la impresión que Edith Wharton nos transmite cuando vemos por primera vez a Ethan Frome. Esa cálida mezcla de desgana, estoicismo, dureza y desvalimiento que nos transmite el conocido actor es la que rodea a Frome. Y la mirada, claro. ¿Qué habrá en el fondo de los ojos de Ethan Frome, en esa eterna pregunta que, como un James Stewart ya maduro, sigue dirigiendo a la vida? He aquí, pues, a Edith Wharton frente al páramo, frente a un drama de muy pocos personajes, encerrados en un pueblo perdido de Nueva Inglaterra, frente a un relato invernal, ingrato, inmisericorde. Y, en una excepción, la autora escribe un prefacio para definir lo que va a poner en nuestras manos y prepararnos, quizá, para la forma en que nos va a hacer su entrega. Edith Wharton declara que éste es «el primer tema al que me aproximaba con entera confianza en su valor», lo cual no deja de resultar significativo en una autora que aborda un asunto totalmente nuevo. Se siente fascinada por la dificultad del asunto (no olvidemos que en los otros, los que constituyen la materia del resto de sus novelas, se movía como pez en el agua), y opta presentarlo «sin ornamentos añadidos ni trucos de ropaje o iluminación», convencida de que el tema de su historia «debía ser tratado sin ambages y de forma concisa, tal y como la vida se había presentado siempre a mis protagonistas; cualquier intento de elaborar o complicar sus sentimientos hubiera falseado necesariamente el conjunto». Del breve prefacio de la autora deducimos que esta novela, publicada en 1911, nueve años más tarde que su primera novela y diez años antes que una de sus obras más reconocidas, La edad de la inocencia, es decir, en el punto medio del periodo más brillante de su producción, representa un reto para ella. Ya podemos, por tanto, prescindir del adjetivo «modesta» con el que se calificaba a la historia, más aún cuando, como acaba de declarar, la va a contar «sin ornamentos ni trucos». El eco de Cumbres borrascosas vuelve a hacerse sentir cuando, todavía en la primera página, aparece uno de los testigos de la historia, Harmon Gow, conocedor de la crónica de tantas familias del pueblo, pero como el narrador palpa en la de Ethan Frome unos vacíos patentes y tiene «la sensación de que en esos vacíos de la historia era donde residía su significado más profundo», busca a otros testigos, y no hace falta que vaya muy lejos, pues su propia anfitriona, la señora de Ned Hale, conoce de sobra a Frome, aunque de momento no parece querer rememorar un pasado que califica de horrible. Y he aquí que el narrador entabla su propia relación con el misterioso personaje, y así llega a articular su propia versión de la historia. ¿Cómo apartar de nuestras cabezas a Lookwood, el inquilino de Cumbres borrascosas, escuchando la vida de Catherine de labios de Nelly Dean, enfrentándose él mismo al tenebroso Heathcliff? No resulta arriesgado suponer que Edith Wharton tenía en mente a estos personajes y que, probablemente, se hubiera acogido a la invocación de Emily Brontë al plantearse el reto de esta novela. «Emily Brontë —escribió en A Backward Glance— hubiera descubierto tragedias tan salvajes en nuestros remotos valles como en sus brezales de Yorkshire.» Y describió así esos remotos valles: «En aquellos días, los pueblos del oeste de Massachusetts, aprisionados la mayor parte del año por la nieve, eran todavía lugares macabros tanto física como moralmente: locura, incesto y el lento pero progresivo empobrecimiento moral e intelectual permanecían ocultos detrás de las fachadas de madera sin pintar de la larga calle del pueblo o de las granjas aisladas de las colinas más próximas.» Pero aun siendo en esta novela, sin duda empujada por la dureza y esencialidad del tema que abordaba, cuando Edith Wharton se aparta más de su maestro Henry James, los ecos de Emily Brontë, una autora que partía de unos presupuestos absolutamente dispares de
Había tenido ocasión de conocer algo de la vida en un pueblo de Nueva Inglaterra mucho antes de que estableciera mi hogar en el mismo condado que mi imaginario Starkfield; no obstante, durante los años pasados allí, ciertos aspectos llegaron a serme mucho más familiares. Incluso antes de aquella iniciación definitiva, sin embargo, ya había advertido, con gran disgusto, que la Nueva Inglaterra de las novelas guardaba escaso parecido, si exceptuamos una vaga semejanza botánica y dialectal, con la abrupta y hermosa región que yo había conocido. Incluso la abundante enumeración de helechos, plantas de jardín y laureles silvestres, y la concienzuda reproducción de lo vernáculo me dejaban con la sensación de que los crestones de granito habían sido, en ambos casos, pasados por alto. Tal impresión es estrictamente personal y si dejo constancia de ella aquí es porque explica mi novela Ethan Frome y para algunos lectores puede también en gran medida justificarla. En cuanto a los orígenes de la historia, eso es todo. No hay nada más que decir de ella que tenga algún interés, excepto lo que se refiere a su construcción. El problema que se me planteaba, tal como lo vi desde el primer momento, era el siguiente: debía ocuparme de un tema cuyo clímax dramático, o si se prefiere su anticlímax, tiene lugar una generación después de los primeros actos de la tragedia. Pero a cualquier lector convencido, como yo siempre lo he estado, de que todos los temas (en el sentido que tiene la palabra para un novelista) contienen implícitamente su forma y dimensiones propias, le habría parecido que este espacio de tiempo forzoso designaba a Ethan Frome como el tema de la novela. Sin embargo, en ningún momento fue ésta mi intención ya que, al mismo tiempo, tenía la impresión de que el tema de mi historia no era de los que permitían introducir demasiadas variaciones. Había que tratarlo sin ambages y de forma concisa, tal como la vida se había presentado siempre a mis protagonistas; cualquier intento de elaborar o complicar sus sentimientos habría falseado necesariamente el conjunto. Ellos, estos personajes, eran, en verdad, mis crestones de granito; sólo que aún estaban a medio emerger del suelo y eran algo más articulados. Esta incompatibilidad entre tema y proyecto podría haber parecido sugerir, quizá, que mi «situación» debía, a fin de cuentas, desecharse. Todo novelista ha recibido alguna vez la visita de fantasmas insinuadores de buenas situaciones falsas, temas-sirena que atraen su embarcación hacia las rocas; escucha a menudo sus voces y contempla el espejismo que le brindan mientras atraviesa el árido desierto con el que se encuentra siempre a la mitad del camino de cualquier obra que tenga entre manos. Conocía muy bien el canto de estas sirenas y, en más de una ocasión, me había concentrado en mis tareas más enojosas hasta que las sentía alejarse de mis oídos llevándose, quizás, entre sus tules de mil colores, una obra de arte perdida para siempre. Pero no tuve miedo de ellas en el caso de Ethan Frome. Era el primer tema al que me aproximaba con entera confianza en su valor, para mis propósitos, y con una fe relativa de mi capacidad para transmitir al menos una parte de cuanto yo veía en él. Todo novelista, repito, que se preocupa por su arte, ha tropezado con temas como éstos y se ha sentido fascinado por la dificultad de presentarlos, en todo su realce y al mismo tiempo, sin ornamentos añadidos ni trucos de ropaje o iluminación. Éste era mi cometido si quería contar la historia de Ethan Frome; y todavía creo que mi proyecto de construcción —el cual obtuvo la inmediata e incondicional desaprobación de unos cuantos amigos a quienes se lo comenté con el propósito de tantear sus opiniones— se justificaba de sobra en el caso que nos ocupa. En realidad, tengo la impresión de que si bien es imposible evitar un cierto tono de superficialidad en la historia en la que intervienen gentes refinadas y de
Esta historia me la contaron, fragmentariamente, varias personas y, como suele suceder en tales casos, cada vez era una historia distinta. Si conoce usted Starkfield, Massachussetts, sabrá dónde está la oficina de correos. Si conoce la oficina de correos, tiene que haber visto subir hasta allí a Ethan Frome, soltar las riendas de su bayo de hundido lomo y cruzar cansinamente el suelo de ladrillo hasta la co- lumnata blanca: y seguro que alguna vez se ha preguntado quién es. Fue allí donde le vi por primera vez, hace ya varios años, y la verdad es que me impresionó mucho su aspecto. Todavía era el personaje más sorprendente de Starkfield, pese a ser ya sólo una ruina de hombre. No era su elevada estatura lo que le hacía destacar, pues los «nativos» se diferenciaban claramente por su flaca altura de las gentes de origen extranjero, más bajas y achaparradas: era aquel aspecto vigoroso e indiferente, pese a una cojera que frenaba cada uno de sus pasos como el tirón de una cadena. Había algo lúgubre e inabordable en su rostro y estaba tan tieso y canoso que le tomé por un viejo y me sorprendí mucho al enterarme de que no tenía más de cincuenta y dos años. Me lo dijo Harmon Gow, que había conducido la diligencia de Bettsbridge a Starkfield en los tiempos en que aún no había ferrocarril y que conocía la crónica de todas las familias del trayecto. —Está así desde el accidente; y de eso hará veinticuatro años el próximo febrero —me dijo Harmon, en medio de evocadoras pausas. El «accidente» (según supe por el mismo informador), además de dibujar aquella cicatriz roja en su frente, le había acortado y paralizado el lado derecho, por lo que le costaba un visible esfuerzo dar los pocos pasos que mediaban entre su buggy y la ventanilla de la oficina de correos. Solía venir de su granja todos los días hacia el mediodía, y como ésa era la hora en que yo iba a por el correo, solía cruzármelo en el porche o hacer cola con él mientras esperábamos los movimientos de la mano distribuidora del otro lado de la rejilla. Observé que, pese a acudir tan puntualmente, no solía recibir más que un ejemplar del Bettsbridge Eagle, que se guardaba sin mirarlo en un bolsillo astroso. Pero de vez en cuando, el encargado de correos le entregaba un sobre dirigido a la señora Zenobia (o señora Zeena) Frome, que normalmente llevaba en la esquina superior izquierda, muy visible, la dirección de algún fabricante de medicamentos y el nombre del producto. Ethan Frome guardaba estos documentos también sin mirarlos en el bolsillo, como si estuviera demasiado acostumbrado a ellos para interesarse por su número y variedad, y se iba, con un silencioso cabeceo de despedida al encargado de correos. En Starkfield todo el mundo le conocía, ofreciéndole un saludo acorde con su actitud seria. Pero se respetaba su carácter taciturno y sólo raras veces le salía al paso uno de los más viejos del lugar para cruzar con él unas palabras. Cuando sucedía esto, él escuchaba tranquilamente, los ojos azules clavados en la cara de su interlocutor, y contestaba en tono tan quedo que yo nunca conseguía captar sus palabras; luego volvía a subir torpemente a su buggy, tomaba las riendas con la mano izquierda y se alejaba lentamente hacia su granja. —¿Fue un accidente muy grave? —le pregunté a Harmon, viendo alejarse a Frome, y pensando qué gallarda debía resultar aquella cabeza enjuta y atezada, con su mata de pelo claro, asentada en aquellos hombros vigorosos, antes de que se encogiesen y se deformasen. —Fue horrible —me confirmó mi informador—. Más que suficiente para matar a cualquier hombre. Pero los Frome son duros. Ethan llegará a los cien. —¡Dios santo! —exclamé. En aquel momento, Ethan Frome, tras subir a su asiento, se había inclinado para comprobar la estabilidad de una caja de madera (también tenía la etiqueta de un
farmacéutico) que había colocado en la parte posterior del buggy y vi su cara tal como debía ser cuando se creía solo. —¿Dice que va a llegar a los cien ese hombre? ¡Si parece ya muerto y en el infierno! Harmon sacó un trozo de tabaco del bolsillo, cortó un pedazo y se lo metió en la correosa bolsa del carrillo. —Creo que ha pasado demasiados inviernos en Starkfield. Los listos se van, casi todos. —¿Por qué no lo hizo él? —Alguien tenía que quedarse y ayudar a los viejos. Nunca hubo nadie más que él en la casa. Primero su padre...; luego su madre..., más tarde su mujer. —¿Y luego el accidente? Harmon rió sardónicamente. —Eso es. Después de eso tuvo que quedarse. —Comprendo. Y desde entonces, ¿han tenido que cuidarle? Harmon se pasó el tabaco al otro carrillo, pensativo. —Bueno, en cuanto a eso..., yo creo que Ethan es el que se ha cuidado siempre de los demás. Aunque Harmon Gow explicó la historia según sus alcances intelectuales v morales, había vacíos patentes entre los datos que daba, y tuve la sensación de que en esos vacíos de la historia era donde residía su significado más profundo. Pero hubo una frase que se me grabó en la memoria y que fue el núcleo alrededor del cual agrupé mis deducciones posteriores: «Creo que ha pasado demasiados inviernos en Starkfield.» Antes de concluir mi estancia allí, ya sabía yo bien lo que significaba esto. Y, sin embargo, había llegado ya en la época degenerada del autobús, la bicicleta y el servicio de entrega rural, cuando eran más fáciles las comunicaciones entre las aldeas montañesas dispersas, cuando las poblaciones mayores de los valles, como Bettsbridge y Shadd's Falls, tenían bibliotecas, teatro y salas de la YMCA^1 a las que podían bajar a divertirse los jóvenes montañeses. Pero cuando cayó el invierno sobre Starkfield, y el pueblo quedó cubierto de una capa de nieve que los pálidos cielos renovaban interminablemente, empecé a comprender cómo debía haber sido allí la vida (o su negación más bien) cuando Ethan Frome era joven. Mis patronos me habían enviado allí para un trabajo relacionado con la gran central eléctrica de Corbury Junction, y una prolongada huelga de carpinteros había retrasado tanto el trabajo que me vi anclado en Starkfield (el lugar habitable más próximo) casi todo el invierno. Durante la primera parte de mi estancia allí, me había sorprendido el contraste entre la vitalidad del clima y lo mortecino de la comunidad. Día tras día, pasadas ya las nieves de diciembre, un deslumbrante cielo azul derramaba torrentes de luz y aire sobre el paisaje blanco que los devolvía con fulgor aún más intenso. Parecía lógico suponer que aquella atmósfera avivase las emociones, además de la sangre; pero no parecía producir otro cambio que el de amortiguar aún más el lento ritmo de Starkfield. Después, cuando comprobé que a esta fase de claridad translúcida seguían largos períodos de frío sin sol, cuando las tormentas de febrero plantaron sus blancas tiendas en aquel pueblo leal y la caballería impetuosa de los vientos de marzo cargó apoyándolas, empecé a comprender por qué Starkfield salía de su asedio de seis meses como guarnición rendida por el hambre que capitulase sin condiciones. Veinte años atrás debía haber muchos menos medios de resistencia, y el enemigo debía dominar casi todas las líneas de comunicación entre las poblaciones bloqueadas. Y considerando todo esto, comprendí la fuerza siniestra de la frase de Harmon: «Los listos se van, casi todos.» Mas, siendo así, ¿qué combinación de
(^1) Young Men's Christian Association (Asociación de Jóvenes Cristianos). (N. de los T.)
—¿Ethan Frome? Pero si nunca he hablado con él siquiera. ¿Por qué demonios iba a hacerme ese favor? La respuesta de Harmon me sorprendió aún más. —No sé por qué lo haría pero sí sé que no le vendría mal ganarse un dólar. Me habían dicho que Frome era pobre, y que la serrería y los áridos acres de su granja apenas daban para mantener a la familia durante el invierno; pero no había supuesto que estuviera tan necesitado como indicaban las palabras de Harmon, y mostré mi sorpresa. —Bueno, no le han ido demasiado bien las cosas — dijo Harmon—. Cuando un hombre se pasa veinte años o más de aquí para allá como un pasmarote viendo lo que hay que hacer sin hacerlo, se consume por dentro y pierde el coraje. Esa granja de Frome estuvo siempre tan yerma como una jarra de leche por la que ha pasado el gato. Y ya sabe usted lo que vale hoy en día una serrería hidráulica vieja como la suya. Cuando Ethan podía trabajar en las dos cosas de sol a sol, conseguía sacar para vivir. Aunque ya entonces su gente se lo comía casi todo y no entiendo cómo se las arregla ahora. Primero lo de su padre, el caballo le dio una coz cuando estaba cogiendo forraje y quedó mal de la cabeza; y, hasta que se murió, se dedicó a tirar el dinero como si los billetes fueran biblias. Luego, su madre se volvió rara y se pasó años sin hacer nada, débil como un niño de pecho; y su mujer, Zeena, ha sido siempre la mayor consumidora de medicamentos del condado. Enfermedades y problemas: Ethan ha tenido el plato lleno a rebosar de ambas cosas desde el principio. A la mañana siguiente, miré la calle y vi el bayo de hundido lomo entre los abetos de Varnum y a Ethan Frome que echaba hacia atrás su gastada piel de oso para hacerme sitio en el trinco a su lado. Después, durante una semana, me llevó todas las mañanas hasta Corbury Flats y fue a esperarme por la tarde para llevarme a casa de regreso a través de la gélida noche. La distancia no llegaba a cinco kilómetros en cada trayecto, pero el viejo bayo iba despacio y, aunque la nieve estuviera firme, echábamos casi una hora en el camino. Ethan Frome conducía en silencio, las riendas flojas en la mano izquierda, el rostro curtido y arrugado bajo la visera como de yelmo de la gorra perfilado contra la nieve como la broncínea imagen de un héroe. Nunca volvía la cara hacia mí y sólo contestaba con monosílabos a mis preguntas o a los breves comentarios que me permitía. Parecía parte de aquel paisaje mudo y melancólico, una encarnación de su gélida desdicha, con todo lo tierno y sensible que había en él bien sujeto bajo la superficie. Pero su silencio no era un silencio hostil. Yo sólo tenía la sensación de que Ethan Frome vivía en un aislamiento moral tan profundo que resultaba demasiado remoto para un acceso casual, de que su soledad no era sólo resultado de su infortunio personal, aunque suponía que éste era muy trágico, sino que en ella había, como había comentado Harmon Gow, el intenso frío acumulado de muchos inviernos de Starkfield. La distancia que nos separaba se acortó sólo una o dos veces. Y lo que en tales ocasiones pude entrever aumentó mi deseo de saber más. En cierta ocasión, le hablé casualmente de un trabajo de ingeniería en el que había participado el año anterior en Florida y del contraste entre el paisaje invernal que nos rodeaba y el del lugar en que había estado el año anterior; y, ante mi sorpresa, me dijo: —Sí, yo estuve allá abajo una vez; y durante una buena temporada pude evocar la visión de aquella tierra en invierno. Pero ahora todo está debajo de la nieve. No añadió más y hube de suponer el resto por la inflexión de su voz y por su súbita vuelta al silencio. Otro día, cuando iba a coger el tren en Corbury Flats, no encontré el libro de divulgación científica (creo que trataba de ciertos descubrimientos recientes de bioquímica) que había llevado para leer en el camino. No pensé más en él hasta que volví a sentarme en el trineo por la tarde y lo vi en la mano de Frome. —Lo encontré cuando usted ya se había ido —me dijo.
Me guardé el libro en el bolsillo y nos sumimos en nuestro silencio habitual. Pero cuando empezábamos a subir el largo repecho que va de Corbury Flats a la loma de Starkfield, percibí en la oscuridad que Frome había vuelto la cara hacia mí. —Hay cosas en ese libro de las que no sabía una palabra —dijo. Me asombró menos lo que dijo que el extraño tono de resentimiento de su voz. Estaba claramente sorprendido y un poco ofendido por su propia ignorancia. —¿Le interesan a usted ese tipo de cosas? —pregunté. —Solían interesarme. —En ese libro apenas si hay una o dos cosas nuevas. Últimamente se han hecho grandes progresos en ese campo concreto de la investigación. —Esperé un momento una respuesta que no llegó; luego añadí—: Si quiere leer el libro con más calma, tendría mucho gusto en dejárselo. Vaciló y tuve la impresión de que se sentía a punto de ceder a una furtiva oleada de inercia; luego dijo secamente: —Gracias..., me lo quedaré. Albergué la esperanza de que este incidente sirviera para establecer una comunicación más directa entre ambos. Frome era tan sencillo y directo que yo estaba seguro de que su curiosidad por el libro nacía de un interés sincero por el tema. Tales gustos y conocimientos en un hombre de su condición agudizaban más el contraste entre su situación exterior y sus necesidades interiores, y yo esperaba que la posibilidad de dar expresión a estas últimas acabaría haciéndole hablar. Pero había algo en su historia pasada, o en su forma de vida actual, que parecía haberle hundido demasiado en sí mismo para que un estímulo fortuito volviese a arrastrarle con los de su género. Al día siguiente no hizo alusión al libro y nuestra relación parecía condenada a seguir siendo tan negativa y unilateral como si no se hubiera producido quiebra alguna en su reserva. Cuando hacía ya una semana que me llevaba a los Flats, una mañana miré por la ventana y vi que había una gran nevada. La altura que alcanzaban las olas blancas agrupadas contra la verja del jardín y a lo largo del muro de la iglesia parecía indicar que había estado nevando toda la noche, y que debía de haber muchísima nieve en el camino. Pensé que lo más probable era que mi tren se retrasase; pero tenía que estar en la central eléctrica una o dos horas aquella tarde, y decidí que, si Frome aparecía, iríamos hasta los Flats y esperaríamos allí la llegada de mi tren. No sé por qué lo expreso en condicional, pues, en realidad, nunca dudé de que Frome apareciese. No era hombre que abandonase sus tareas por las inclemencias del tiempo; a la hora señalada apareció su trineo deslizándose por la nieve como una aparición escénica tras velos de gasa cada vez más densos. Empezaba a conocerle ya demasiado bien para mostrar asombro o gratitud por el hecho de que cumpliera su compromiso; pero manifesté mi sorpresa cuando vi que tomaba una dirección opuesta a la del camino de Corbury. —El ferrocarril está bloqueado por un tren de mercancías que quedó atascado por un desprendimiento de nieve en los Flats —explicó, mientras nos adentrábamos en la hormigueante blancura. —¿Y por dónde me lleva usted entonces? —Vamos directos a Corbury Junction, por el camino más corto —contestó, señalando con la fusta hacia la colina de la escuela. —¿A Corbury Junction? ¿Con este temporal? ¡Pero si hay más de quince kilómetros! —El bayo irá bien hasta allí si le damos tiempo. Me dijo que tenía que hacer allí esta tarde. Procuraré que llegue. Lo dijo con una tranquilidad tal, que sólo pude contestarle: —Me hace usted un gran favor. —No se preocupe —contestó.
contrario, se levantó un ventarrón que abría de vez en cuando en el cielo andrajoso pálidas briznas de claridad sobre un paisaje agitado y caótico. Pero el bayo era tan firme como la palabra de Frome y conseguimos llegar a Corbury Junction atravesando aquel blanco paisaje desolado. Por la tarde, cesó la tormenta y, en mi inexperiencia, la claridad del oeste me pareció presagio de una tarde tranquila. Terminé mi tarea lo más deprisa que pude y partimos de nuevo hacia Starkfield con buenas posibilidades de llegar allí para la cena. Pero al oscurecer las nubes volvieron a apiñarse, precipitando la noche, y empezó a caer la nieve, firme y monótona, de un cielo calmo, en una suave difusión universal aún más desconcertante que las ventoleras Y remolinos de la mañana. Parecía formar parte de la creciente oscuridad, era como si la propia noche invernal se nos cayera encima capa a capa. El pequeño rayo de la linterna de Frome se borró de repente en aquella atmósfera agobiante, en la que de nada servían ya su sentido de la orientación ni el instinto hogareño del bayo. Divisamos por una o dos veces un hito espectral que nos indicaba que íbamos sin rumbo, y al que volvía a tragarse luego la niebla; y cuando al fin logramos volver a nuestro camino, el viejo caballo empezó a dar señales de agotamiento. Me sentía culpable por haber aceptado la oferta de Frome y, tras una breve discusión, le convencí de que me permitiera bajar del trineo e ir andando por la nieve junto al bayo. Nos arrastramos así unos dos kilómetros, y llegamos al fin a un punto donde Frome, atisbando en lo que para mí era sólo noche amorfa, dijo: —Ahí abajo está la valla de mi casa. El último trecho había sido lo más duro del viaje. El crudísimo frío y la pesada marcha me habían dejado casi sin resuello y sentía tictaquear el lomo del caballo como un reloj bajo mi mano. —Mire, Frome —empecé—, no tiene sentido que venga usted hasta el pueblo... Pero él me interrumpió. —Tampoco que vaya usted —dijo—. Ya hemos tenido bastante. Comprendí que me ofrecía pasar la noche en su casa y, sin contestarle, le seguí hasta la cuadra, donde le ayudé a desenganchar y acomodar al caballo, que estaba agotado. Una vez hecho esto, cogió la linterna del trineo y, adelantándose de nuevo a la noche, me dijo por encima del hombro: —Por aquí. Sobre nosotros, lejos, temblaba un cuadro de luz entre la pantalla de nieve. Renqueando tras Frome, enfilé hacia la luz, y a punto estuve de caer, con aquella oscuridad, en uno de los grandes montones de nieve que había delante de la casa. Frome fue subiendo los resbaladizos escalones del porche, marcando con sus botas un camino en la nieve. Luego alzó la linterna, localizó el picaporte, abrió y entró en la casa. Yo entré tras él en un pasillo bajo y sin luz, a cuyo final subía una caja de escalera como una escalerilla, perdiéndose en la oscuridad. A la derecha, una línea de luz perfilaba la puerta de la habitación que emitía la claridad que habíamos visto a través de la noche; y, tras la puerta, oí una voz de mujer que rezongaba quejumbrosa. Frome pateó en el gastado hule para sacudirse la nieve de las botas, y posó la linterna en una silla de cocina que era el único mueble. Luego abrió la puerta. —Adelante —me dijo; y la voz quejumbrosa se calló... Aquella noche descubrí la clave de Ethan Frome y empecé a articular esta visión de su historia...
El pueblo yacía bajo más de medio metro de nieve, con montones mayores en los rincones propicios. Las puntas de la Osa colgaban de un cielo de hierro como carámbanos y Orión emitía sus fríos destellos parpadeantes. Ya se había puesto la luna, pero la noche era tan luminosa que las fachadas blancas de las casas parecían grises entre los olmos, por la nieve, en la que las masas de arbustos y matorrales pintaban manchas negras, en tanto que las ventanas del sótano de la iglesia lanzaban rayos de luz amarillenta hasta muy lejos, por las ondulaciones interminables. El joven Ethan Frome caminaba a buen paso por la calle desierta. Pasó delante del banco y del nuevo almacén de Michael Eady y de la casa del abogado Varnum con los dos negros abetos de Noruega a la entrada. Frente a la entrada_ de la casa de Varnum, donde torcía el camino hacia el valle de Corbury, alzaba su campanario blanco y esbelto y su estrecho peristilo la iglesia. Mientras el joven caminaba hacia ella, las ventanas superiores dibujaban una negra arcada a lo largo de la pared lateral del edificio, pero por las aberturas inferiores, por el lado en que el terreno descendía bruscamente hacia el camino de Corbury, la luz lanzaba sus largos haces, iluminando muchos surcos recientes en la senda que llevaba a la puerta del sótano y mostrando, bajo un cobertizo contiguo, una hilera de trineos con los caballos muy arropados. Era una noche tranquila y apacible y el aire era tan seco y puro que apenas se sentía el frío. Frome tenía la sensación de que no había atmósfera, de que entre la blanca tierra que se extendía a sus pies y la cúpula metálica de arriba sólo hubiera algo tan tenue como el éter. «Es como estar en un receptor agotado», pensó. Cuatro o cinco años atrás había estado una temporada haciendo un curso en una escuela técnica de Worcester, y había trabajado un poco en el laboratorio con un amable profesor de física. Las imágenes que tal experiencia le había suministrado afloraban aún inesperadamente en las asociaciones de ideas totalmente distintas en que había pasado a vivir luego. La muerte de su padre y las desdichas que siguieron habían puesto prematuro fin a los estudios de Ethan. Y aunque éstos no habían sido lo bastante amplios para serle de gran utilidad práctica, habían nutrido su fantasía y le habían convencido de que había inmensos y nebulosos significados tras la cara cotidiana de las cosas. Mientras caminaba por la nieve, el sentido de tales significados brillaba en su mente fundido con la exaltación física causada por la dura caminata. Se detuvo al final del pueblo, ante la fachada oscurecida de la iglesia. Se quedó allí un momento, jadeante, mirando a un lado y otro de la calle, por la que no se veía un alma. El talud del camino de Corbury, bajo los abetos del abogado Varnum, era la zona favorita de Starkfield para deslizarse en trineo; los días claros, al anochecer, en la esquina de la iglesia resonaban hasta tarde los gritos de los que se deslizaban por allí con sus trineos; pero aquella noche ni un solo trineo oscurecía la blancura de la pendiente. La quietud de la media noche cubría el pueblo y toda su vida despierta se agrupaba tras las ventanas de la iglesia, de donde llegaban los compases de música de baile con anchos haces de luz amarilla. El joven bordeó el edificio de costado y bajó por la pendiente hacia la puerta del sótano. Para mantenerse fuera del alcance de la delatora luz del interior, dio un rodeo por la nieve intacta y se fue acercando poco a poco al ángulo extremo de la pared del sótano. Luego, aún oculto en la sombra, fue avanzando cautamente hasta la ventana más próxima, manteniendo el cuerpo a cubierto y estirando el cuello hasta que pudo ver el salón. Visto así, desde la pura y gélida oscuridad en que estaba, era como si el salón hirviera en una niebla de calor. Los reflectores metálicos de los mecheros de gas lanzaban ásperas oleadas de luz contra las paredes encaladas, y los flancos de hierro de la estufa del fondo de
la granja. Pero poco después, había llegado a desear que Starkfield pudiera dedicarse a la jarana todas las noches. Hacía ya un año que Mattie Silver vivía bajo su techo, y tenía frecuentes oportunidades de verla, desde primera hora de la mañana hasta que se sentaban para la cena; pero no había momentos en su compañía comparables a aquellos en que, cogidos del brazo y ella intentando seguir con su paso ágil el ritmo de las largas zancadas de él, volvían a la granja en la oscuridad de la noche. Quedó prendado de la chica el primer día, cuando fue hasta los Flats a buscarla, y ella le sonrió y le saludó con la mano desde el tren, gritando: « ¡Debes de ser Ethan! », y saltó del tren con sus bártulos, mientras él pensaba, examinando su menuda figura: «No creo que sirva mucho para el trabajo de la casa, pero no hay duda de que es una persona agradable.» No fue sólo que la llegada a la casa de un poco de vida joven y optimista fuese como encender un fuego en un hogar frío, pues la chica era algo más que la criatura alegre y servicial que él había imaginado. Sabía ver y sabía oír. Podía enseñarle y explicarle sus cosas y saborear la bendita sensación de que todo lo que decía dejaba largas reverberaciones y ecos que él podía despertar a voluntad. Y en estos paseos nocturnos de vuelta a la granja él sentía más intensamente la dulzura de esta comunión. Siempre había sido más sensible que la gente que le rodeaba al atractivo de la belleza natural. Sus estudios inconclusos habían conformado esta sensibilidad y hasta en sus momentos de mayor desdicha el campo y el hielo le hablaban con persuasión vigorosa y profunda. Pero hasta entonces la emoción no había salido nunca al exterior, era como un dolor silencioso, que empañaba de tristeza la belleza que evocaba. Ni siquiera sabía si había otra persona en el mundo que sintiera lo que sentía él o si él era la única víctima de aquel fúnebre privilegio. Luego supo que otro espíritu había temblado ante el mismo aliento de lo maravilloso: que a su lado, viviendo bajo su techo y comiendo su pan, había una criatura a quien podía decirle: «La de allá es Orión; aquella grande de la derecha, Aldebarán; y ese grupo de pequeñas estrellitas, que parecen un enjambre de abejas..., son las Plé- yades...» O a quien podía mantener extasiada ante un saliente de granito que brotaba entre los helechos desplegando el inmenso panorama de la era glacial, y hablando de los largos y oscuros períodos sucesivos. El hecho de que la admiración por su sabiduría se mezclase con el asombro por lo que le enseñaba, no era en modo alguno la parte menor de su placer. Y había otras sensaciones, menos definibles pero más sutiles, que les atraían mutuamente con un estremecimiento de dicha silenciosa: el rojo frío del crepúsculo tras las montañas invernales, el vuelo de rebaños de nubes sobre laderas de dorado rastrojo, las sombras intensamente azules de los abetos sobre la nieve iluminada por el sol. Cuando ella le dijo una vez: «¡Parece que estuvieran pintados!», Ethan pensó que el arte de la definición no podía ir más lejos, y que al fin se habían hallado palabras para expresar su alma oculta... Mientras estaba allí, en la oscuridad, fuera de la iglesia, estos recuerdos volvieron con la agudeza de las cosas desaparecidas. Viendo girar a Mattie por la pista, de mano en mano, se preguntaba cómo podía haber pensado alguna vez que le interesara su charla aburrida. Para él, que sólo en presencia de ella estaba alegre, la alegría de ella constituía una prueba palpable de indiferencia. Aquella expresión con que miraba a sus compañeros de baile era la misma que, cuando le miraba a él, parecía siempre una ventana que hubiera conseguido atrapar el crepúsculo. Percibió incluso dos o tres gestos que, en su fatuidad, había imaginado reservados exclusivamente para él: aquel modo de echar la cabeza hacia atrás cuando algo le divertía, como para saborear la risa antes de dejarla salir, y aquel truco de bajar los párpados despacio cuando algo le encantaba o le conmovía. Lo que veía le hacía desgraciado, y su aflicción despertaba miedos latentes. Su esposa jamás había mostrado celos de Mattie, pero últimamente gruñía cada vez más por el trabajo de la casa y hallaba medios indirectos de llamar la atención sobre la ineficacia de la chica. Zeena siempre había sido lo que en Starkfield llamaban «enfermiza», y Frome tenía
que admitir que, si estaba tan enferma como creía ella, necesitaba la ayuda de un brazo más fuerte que aquel que se apoyaba levemente en el suyo durante los paseos nocturnos de regreso a la granja. Mattie no tenía disposición natural para los trabajos domésticos, y el aprendizaje de ellos nada había hecho por remediar tal defecto. Aprendía de prisa, pero se le olvidaban cosas y era muy soñadora, y no parecía dispuesta a tomarse en serio el asunto. Ethan creía que si alguna vez se casaba con un hombre a quien amara despertaría el instinto dormido y sus tartas y pastas se convertirían en el orgullo del condado. Pero las tareas domésticas en abstracto no le interesaban. Al principio era tan torpe que no podía evitar reírse de ella. Pero ella se reía con él, y eso les hizo más amigos. Ethan hizo cuanto pudo por complementar los torpes esfuerzos de la muchacha, levantándose más temprano de lo normal para encender la cocina, llevando la leña por la noche y menospreciando el aserradero en favor de la granja, para poder ayudarla en la casa durante el día. Llegó incluso a bajar furtivamente a la cocina los sábados por la noche para barrer el suelo cuando las mujeres ya se habían acostado. Y un día Zeena le sorprendió en plena labor y dio la vuelta y se fue en silencio, con una de sus extrañas miradas. Últimamente había dado otras muestras de insatisfacción, igual de intangibles, pero más inquietantes. Una cruda mañana de invierno, mientras él se vestía en la oscuridad y la vela temblequeaba por la corriente de aire que entraba por la ventana mal ajustada, la oyó hablar a su espalda, desde la cama. —El médico no quiere que me quede sin alguien que se ocupe de mí —dijo, con su liso gimoteo. La creía dormida y el rumor de su voz le sorprendió, pese a que era dada a bruscas explosiones verbales tras largos intervalos de misterioso silencio. Ethan se volvió y la miró, tendida allí, vagamente delineada bajo el oscuro cobertor de calicó, el rostro huesudo al que daba un tinte grisáceo la blancura de la almohada. —¿Alguien que se ocupe de ti? —repitió él. —Si tú dices que no puedes pagar a una chica cuando se yaya Mattie... Frome se volvió de nuevo, y alzando la navaja se inclinó para examinar el reflejo de su mejilla tersa en el sucio espejo del palanganero. —¿Por qué demonios habría de irse Mattie —Bueno, cuando se case, quiero decir—repuso su esposa, con el mismo sonsonete a su espalda. —Bueno, no nos dejará mientras tú la necesites —contestó, raspándose con aspereza la barbilla. —Jamás permitiría que dijesen que me interponía en el camino de una pobre chica como Mattie y no la dejaba casarse con un muchacho listo como Denis Eady —contestó Zeena, con tono de quejumbrosa humildad. Ethan, mirando furioso su rostro en el espejo, echó la cabeza hacia atrás y arrastró la navaja de la oreja a la barbilla. Lo hizo con mano firme, pero era una excusa para no dar una respuesta inmediata. —Y el médico no quiere que me quede sola—continuó Zeena—. Quería que hablase contigo de una chica de la que ha oído hablar, que podría venir... Ethan posó la navaja y se irguió con una carcajada. —¡Denis Eady! Si no es más que eso, creo que no hay motivo para apresurarse a buscar una chica. —Bueno, me gustaría hablar contigo de eso —insistió Zeena, obstinada. Él se estaba vistiendo ya, con una torpe precipitación. —De acuerdo. Pero ahora no tengo tiempo; ya me he retrasado —contestó, acercando a la vela su viejo reloj de plata de bolsillo.
Cuando la gente empezó a salir del salón de baile, Frome, situándose al amparo de la puerta, observó cómo se iban separando los grupos, grotescamente embozados, entre los que parpadeaba de vez en cuando una móvil linterna, que iluminaba un rostro acalorado por la comida y el baile. Los del pueblo, como iban a pie, fueron los primeros en subir la cuesta que llevaba a la calle principal; mientras que los del campo avanzaron más despacio hacia los trineos que había debajo del cobertizo. —¿No vienes a pasear un poco, Mattie? —dijo una voz de mujer desde el grupo que se había formado junto al cobertizo, y a Ethan le dio un vuelco el corazón. Desde su posición, no podía ver a las personas que salían del sótano de la iglesia hasta que habían avanzado unos cuantos pasos más allá de los costados de madera de la puerta; pero a través de las fisuras, oyó que una voz clara contestaba: —¡No, gracias! Con una noche como ésta, no. Estaba allí, pues, cerca de él; sólo una fina tabla les separaba. En unos instantes saldría a la noche y los ojos de Ethan, acostumbrados a la oscuridad, la distinguirían tan claramente como si fuese de día. Una oleada de timidez le hizo retroceder al ángulo oscuro de la pared, y se quedó allí en silencio, en vez de revelarle su presencia. Una de las maravillas de su relación había sido que desde el principio, ella, la más rápida, la más sutil, la más expresiva, en vez de aplastarle por el contraste, le había dado algo de su propia desen- voltura; pero ahora Ethan se sentía tosco y torpe como en sus tiempos de estudiante, cuando había intentado «animar» a las chicas de Worcester en una excursión. Se quedó allí y la vio salir sola y detenerse a unos metros de él. Fue casi la última en salir, y se quedó mirando vacilante a su alrededor, como si se preguntase por qué no aparecía él. Luego se le acercó un hombre; se acercó tanto a ella, que parecieron fundirse en un vago perfil bajo sus informes ropas de abrigo. —¿Te ha abandonado tu galante amigo? ¡Caramba, Mattie, qué faena! No, yo no sería tan ruin como para decírselo a las otras chicas. No soy tan miserable. —(¡Cómo detestaba Frome aquellos chistes tontos!)—. Pero mira, ha sido una suerte, aquí está el trineo del viejo esperándonos. Frome oyó la voz de la chica, alegremente incrédula: —¿Qué demonios hace ahí abajo el trineo de tu padre? —Bueno, está esperando que yo dé una vuelta con él. Traje también el caballo ruano, porque sabía que esta noche me apetecería dar un paseo. —Eady, en su triunfo, intentaba dar un tono sentimental a su voz fanfarrona. La chica pareció vacilar, y Frome vio cómo se enrollaba entre los dedos, indecisa, la punta del pañuelo. No le habría hecho una señal por nada del mundo, pese a que sentía que del próximo paso de ella dependía su propia vida. —Espera un momento que suelto el caballo—dijo Denis, saltando hacia el cobertizo. Ella se quedó absolutamente inmóvil, mirándole, en una actitud de espera tranquila que torturaba al observador oculto. Éste advirtió que Mattie ya no miraba a los lados, como si atisbase en la noche buscando a otra persona. Dejó que Denis Eady sacara el caballo, subiera en el trineo y echase hacia atrás la piel de oso para hacerle sitio a su lado. Luego, en una rápida maniobra de fuga, dio la vuelta y subió a toda prisa por el talud hacia la parte delantera de la iglesia. —¡Adiós! ¡Que te diviertas en tu paseo! —le dijo por encima del hombro. Denis se echó a reír y dio un tirón al caballo que le lanzó rápidamente tras la muchacha. —¡Vamos! ¡Sube rápido! Está muy resbaladizo eso —gritó, inclinándose para estirar una mano hacia Mattie.
Ella le contestó con risas y dijo: —¡Buenas noches! No, no voy a subir. Para entonces habían salido ya del campo auditivo de Frome, que sólo podía seguir la pantomima imprecisa de sus siluetas mientras subían por la cresta del talud, arriba. Al poco, vio a Eady saltar del trineo y acercarse a la chica con las riendas en un brazo. Intentó deslizar el otro entre los de ella que lo esquivó ágilmente, y el corazón de Frome, que se había co- lumpiado al borde de un oscuro precipicio, volvió tembloroso a la seguridad. Al cabo de un momento, oyó el tintineo de las campanillas del trinco que se alejaba y distinguió una figura que avanzaba sola hacia la vacía extensión de nieve que había delante de la iglesia. Se encontró con ella a la negra sombra de los abetos de Varnum y ella se volvió con un rápido: «¡Oh!» —¿Creías que me había olvidado de ti, Mat? —preguntó, con tímida alegría. —Creí que no habías podido venir a buscarme —contestó ella muy seria. —¿Cómo no iba a poder? ¿Qué demonios me lo impediría? —Bueno, Zeena no se encontraba nada bien hoy. —Oh, lleva ya mucho tiempo en la cama —dijo él, y luego hizo una pausa y dudó si preguntar o no—: ¿Así que te proponías ir andando sola hasta casa? —¡Oh, yo no tengo miedo! —le dijo ella, riéndose. Seguían allí juntos, en la oscuridad de los abetos, con un mundo vacío chispeando a su alrededor, ancho y gris bajo las estrellas. Por fin, él formuló su pregunta: —Si creías que no había venido, ¿por qué no dejaste que te llevara Denis Eady? —¡Vaya! ¿Dónde estabas? ¿Cómo te enteraste? ¡Pero si no te vi! Sorpresa y risa corrieron juntas como arroyos primaverales en el deshielo. Ethan tenía la sensación de haber hecho algo pícaro e ingenioso. Para prolongar el efecto, buscó una frase deslumbrante y acabó diciendo, con un gruñido extasiado: —Vamos. Deslizó el brazo entre los de ella, como viera hacer a Eady, e imaginó que ella lo apretaba levemente contra su costado. Pero ninguno de los dos se movió. La oscuridad bajo los abetos era tal que apenas podía distinguir el perfil de la cara de Mattie junto a su hombro. Sintió deseos de bajar la mejilla y frotarla contra su chal. Le habría gustado quedarse allí con ella toda la noche, en la oscuridad. Ella avanzó uno o dos pasos y luego se detuvo sobre el talud del camino de Corbury. La helada pendiente, con las múltiples huellas de cuchillas de trineo, parecía un espejo de posada rayado por los huéspedes. —Ha habido muchísima gente bajando por aquí hasta que se puso la luna —dijo ella. —¿Te gustaría venir a bajar en trineo por aquí alguna noche? —le preguntó él. —¡Oh! ¿Vendrías, Ethan? ¡Sería estupendo! —Vendremos mañana si hay luna. Ella se demoró aún más, apretándose contra él. —Ned Hale y Ruth Varnum estuvieron a punto de chocar con el gran olmo de abajo. Todos creíamos que iban a matarse. —Ethan sintió que recorría su propio brazo el escalofrío que estremeció a Mattie—. Habría sido espantoso, ¿verdad? ¡Son tan felices! —Oh, Ned conduce muy mal. ¡Ya verás como a ti y a mí no nos pasa nada! —dijo él desdeñoso. Se daba cuenta de que estaba «fanfarroneando» como Denis Eady; pero aquella reacción entusiasta de Mattie le había desconcertado, y el tono con que había dicho, refiriéndose a la pareja de prometidos, «son tan felices», le hizo pensar que la frase en realidad se refería a ellos dos. —Pero ese olmo es peligroso. Habría que cortarlo —insistió ella. —¿Te dará miedo yendo conmigo?