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Autor: Muhammad Yunus Libro sobre la economía de Bangladesh
Tipo: Transcripciones
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Índice PORTADA DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL PREMIO NOBEL DE LA PAZ DE 2006 INTRODUCCIÓN CAPÍTULO 1 BOXIRHAT ROAD, N.º 20, CHITTAGONG CAPÍTULO 2 UN BENGALÍ EN ESTADOS UNIDOS CAPÍTULO 3 DE VUELTA EN CHITTAGONG CAPÍTULO 4 LAS FABRICANTES DE TABURETES DE LA ALDEA DE JOBRA CAPÍTULO 5 NACE UN PROYECTO PILOTO CAPÍTULO 6 LA EXPANSIÓN TRASPASA LOS LÍMITES DE JOBRA: TANGAIL CAPÍTULO 7 NACE UN BANCO PARA LOS POBRES CAPÍTULO 8 CRECIMIENTO Y NUEVOS RETOS DEL BANCO PARA LOS POBRES: 1984- CAPÍTULO 9 APLICACIONES EN OTROS PAÍSES POBRES CAPÍTULO 10 APLICACIONES EN ESTADOS UNIDOS Y EN OTROS PAÍSES RICOS CAPÍTULO 11 GRAMEEN EN LA DÉCADA DE 1990 CAPÍTULO 12 MÁS ALLÁ DEL MICROCRÉDITO: UNA NUEVA CONSTELACIÓN DE EMPRESAS GRAMEEN CAPÍTULO 13 EL BANCO GRAMEEN II CAPÍTULO 14 EL FUTURO APÉNDICES BALANCE DEL BANCO GRAMEEN DEL AÑO 2004 ESTADO MENSUAL DE CUENTAS DEL BANCO GRAMEEN ACTUALIZADO AL MES DE MARZO DE 2005 ¿EL BANCO GRAMEEN ES DIFERENTE DE LOS BANCOS CONVENCIONALES? ¿QUÉ ES EL MICROCRÉDITO? BANCO GRAMEEN: INFORMACIÓN DE CONTACTO ILUSTRACIONES NOTAS CRÉDITOS
total. La mitad de la población mundial vive con unos ingresos medios de dos o menos dólares al día. Y más de mil millones de personas viven con menos de un dólar diario. Ésa no es fórmula para la paz. El nuevo milenio dio comienzo con un gran sueño global. Los dirigentes mundiales se reunieron en Naciones Unidas en el año 2000 y adoptaron, entre otros, el objetivo histórico de reducir la pobreza a la mitad para el año 2015. Nunca antes en la historia humana se había fijado el mundo entero, a una sola voz, una meta tan audaz y con un plazo y una magnitud específicamente definidos. Pero entonces llegaron el 11-S y la guerra de Irak, y, de la noche a la mañana, ese mismo mundo descarriló de la vía que conducía a aquel sueño; el foco de la atención de sus dirigentes dejó de ser la guerra contra la pobreza y pasó a ser la guerra contra el terrorismo. Hasta el momento, sólo Estados Unidos ha gastado ya más de 530.000 millones de dólares en la guerra que se libra en Irak. Yo estoy convencido de que no se puede vencer al terrorismo por medio de la acción militar. El terrorismo merece la más enérgica y contundente de las repulsas. Debemos mantenernos firmes contra él y buscar todos los medios necesarios para acabar con él. Pero debemos abordar sus causas elementales si queremos ponerle fin para siempre. Y, en mi opinión, dedicar recursos a mejorar la vida de las personas pobres es mejor estrategia que gastarlos en armas de fuego.
La paz debería entenderse desde una perspectiva humana, es decir, desde un enfoque social, político y económico de gran amplitud. La paz se ve amenazada cuando se enfrenta a un orden económico, social y político injusto, a la ausencia de democracia, a la degradación medioambiental y al desamparo de los derechos humanos. La pobreza supone, de hecho, la ausencia de derechos humanos. Las frustraciones, la hostilidad y la ira que genera la pobreza más absoluta no pueden ser sostén de la paz en ninguna sociedad. Para construir una paz estable, debemos hallar modos de ofrecer oportunidades a las personas para que éstas vivan unas vidas dignas. Ese objetivo —la creación de oportunidades para las personas pobres, que constituyen la mayoría de la población— es el motivo central al que nos hemos dedicado durante los últimos treinta años.
Yo me impliqué en el problema de la pobreza no como político ni como investigador, sino porque era algo que estaba a mi alrededor, por todas partes, y de lo que no podía apartar la vista sin más. En 1974, me di cuenta de lo difícil que resultaba enseñar elegantes teorías económicas en las aulas universitarias en el contexto de la terrible hambruna que estaba padeciendo Bangladesh en aquel momento. De pronto, sentí la
vacuidad de aquellas teorías ante semejante situación de hambre y pobreza. Quería hacer algo inmediato para ayudar a la gente que me rodeaba —aunque fuera sólo a una persona — a superar un día más con un poco menos de dificultad. Eso me encaró directamente con la tremenda odisea que tienen que pasar las personas pobres para hallar hasta las más nimias cantidades de dinero con el que ganarse la vida. Me asombré de ver cómo una mujer del pueblo tomaba prestado menos de un dólar del prestamista local a condición de que éste se quedase con el derecho en exclusiva a comprar todo lo que ella produjera al precio que él decidiera. Aquello, para mí, no era más que un modo de reclutamiento de mano de obra esclava. Así que decidí elaborar una lista de las víctimas de aquel «negocio» de préstamos de dinero en el pueblo limítrofe con el campus de nuestra universidad. Cuando la concluí, aparecían en ella los nombres de 42 víctimas que habían contraído préstamos por un volumen total de 27 dólares estadounidenses. Yo mismo ofrecí esos 27 dólares de mi bolsillo para sacar a aquellas personas de las garras de los prestamistas. El entusiasmo que aquella pequeña acción generó entre la población de la localidad hizo que me implicara más a fondo en el tema. Si podía hacer feliz a tanta gente con tan poco dinero, ¿por qué no hacer aún más? Eso es lo que he tratado de conseguir desde entonces. Lo primero que hice fue intentar persuadir a la única entidad bancaria que tenía sucursal en nuestro campus de que prestara dinero a las personas pobres. Pero aquello no funcionó. El banco dijo que los pobres no eran solventes. Después de muchos intentos fallidos durante meses, me ofrecí a convertirme en avalista de los préstamos que la entidad realizara a prestatarios y prestatarias pobres. El resultado me dejó asombrado. Las personas pobres pagaban y resarcían sus préstamos puntualmente... ¡y en todos los casos! Pero aún seguía encontrando dificultades para expandir el programa a través de los bancos existentes. Fue entonces cuando decidí crear un banco separado para las personas pobres y, en 1983, la idea se hizo finalmente realidad. Lo llamé Banco Grameen (es decir, Banco «Rural» o «de los Pueblos»). En la actualidad, el Banco Grameen concede préstamos a casi 7 millones de personas pobres —de las que el 97% son mujeres— de 73.000 localidades rurales de Bangladesh. Concretamente, otorga préstamos sin necesidad de aval a familias pobres para que éstas los destinen a la generación de ingresos o renta, a sus necesidades de vivienda, a la educación o a la constitución de microempresas, y ofrece, además, una gran variedad de productos de ahorro, fondos de pensiones y seguros para sus miembros. Desde su introducción en 1984, los préstamos para vivienda han sido empleados para la construcción de 640.000 casas. La propiedad legal de esas viviendas corresponde a las propias mujeres prestatarias. Nos centramos en las mujeres porque nos dimos cuenta de que los préstamos que se daban a éstas siempre redundaban en mayores beneficios para las familias en su conjunto. El banco ha concedido préstamos por un importe acumulado de unos 6.000 millones de dólares estadounidenses. La tasa de reembolso es del 99%. El Banco Grameen arroja beneficios año tras año sin falta. En el plano financiero, ha adquirido plena independencia y, desde 1995, no acepta dinero procedente de donaciones. Los depósitos y los recursos
pueden pagar la cantidad que deseen cuando lo deseen. Les animamos a que llevaran consigo pequeños productos para su venta, como refrigerios, juguetes o artículos de hogar, cuando fueran mendigando de casa en casa. La idea funcionó. Ahora hay unas 85.000 mendigas y mendigos en el programa. Unas 5.000 ya han abandonado definitivamente la mendicidad. El importe del préstamo típico para cada una de esas personas es de unos 12 dólares. Alentamos y respaldamos toda intervención concebible para ayudar a que las personas pobres salgan de la pobreza. Y si siempre abogamos por incluir los microcréditos junto a otras formas de intervención, es porque consideramos que ayudan a que estas otras intervenciones funcionen mejor.
Las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) están cambiando rápidamente el mundo y están crean-do un entorno global de comunicaciones instantáneas sin distancias ni fronteras. Y su coste es cada vez menor. Por eso, me pareció que, si conseguíamos ponerlas al servicio de la satisfacción de las necesidades de la población pobre, proporcionarían una oportunidad para que esas personas cambiaran sus vidas. Como primera medida para llevar las TIC hasta esa población más pobre, creamos una empresa de telefonía móvil: GrameenPhone. Concedimos préstamos del Banco Grameen a mujeres pobres para que adquirieran teléfonos móviles con los que vender, a su vez, servicios telefónicos en los pueblos y aldeas. Pronto apreciamos la existencia de sinergias entre los microcréditos y las TIC. El negocio telefónico fue todo un éxito y se convirtió en una empresa codiciada para muchas prestatarias de Grameen. Las «mujeres del teléfono» aprendieron con rapidez el funcionamiento de los servicios telefónicos e incluso introdujeron innovaciones propias. De hecho, se ha convertido en su forma más rápida de salir de la pobreza y de adquirir respetabilidad social. En la actualidad, hay casi 300.000 «mujeres del teléfono» proporcionando servicios telefónicos en todas las localidades rurales de Bangladesh. GrameenPhone cuenta con más de 10 millones de abonados y abonadas y es la mayor empresa de telefonía móvil del país. Aunque el número de «mujeres del teléfono» constituye apenas un pequeñísimo porcentaje de la cantidad total de abonados y abonadas, esas mujeres generan el 19% de los ingresos de la compañía. De las nueve componentes del consejo de administración que asisten hoy a esta solemne ceremonia, cuatro son «mujeres del teléfono». GrameenPhone es una joint venture coparticipada por la noruega Telenor y la bengalí Grameen Telecom. Telenor es propietaria del 62% de las acciones de la empresa, mientras que Grameen Telecom posee el 38% restante. Nuestro proyecto de futuro pasa, en última instancia, por convertir a esta compañía en una empresa social, cediendo una cuota mayoritaria de su propiedad a las mujeres pobres del Banco Grameen. Estamos trabajando para lograr ese objetivo. Algún día, GrameenPhone se convertirá en un nuevo ejemplo de gran empresa cuya propiedad está en manos de personas pobres.
El capitalismo se centra en el libre mercado. Se afirma que cuanto más libre sea éste, mejores serán los resultados del capitalismo a la hora de resolver las preguntas sobre el qué, el cómo y el para quién. También se afirma que la búsqueda individual de beneficios personales es la que propicia un resultado colectivo óptimo. Yo estoy a favor de reforzar la libertad del mercado. Al mismo tiempo, me incomodan profundamente las restricciones conceptuales que se han impuesto sobre los agentes de ese mercado. Dichas limitaciones tienen su origen en la suposición de que los emprendedores son seres humanos unidimensionales que viven su vida como empresarios dedicados en cuerpo y alma a una única misión: maximizar beneficios. Esta interpretación del capitalismo aísla a esos emprendedores o empresarios del resto de dimensiones (políticas, emocionales, sociales, espirituales o medioambientales) de sus vidas. Puede que esta simplificación resulte razonable a efectos teóricos, pero, llevada a la práctica, despoja a muchas personas de los elementos más esenciales de la vida humana. Los seres humanos son unas criaturas maravillosas en las que se encarnan cualidades y capacidades humanas ilimitadas. Nuestros constructos teóricos deberían dar cabida al florecimiento de dichas cualidades y no asumir que no están presentes. Muchos de los problemas del mundo se deben a la mencionada restricción con la que se conciben los agentes del libre mercado. El mundo no ha resuelto el problema de la agobiante pobreza que sufre la mitad de su población. La sanidad sigue siendo un lujo que está fuera del alcance de la mayoría de la población mundial. De hecho, en el país con el mercado más libre y más rico de todos, una quinta parte de los habitantes no están cubiertos por un seguro de atención sanitaria. Estamos tan impresionados por el éxito del libre mercado que nunca nos hemos atrevido a expresar duda alguna acerca de nuestros supuestos básicos. Peor aún: hemos realizado un esfuerzo adicional para transformarnos en una imagen lo más aproximada posible a la de los seres humanos unidimensionales concebidos por la teoría, para facilitar así el funcionamiento de los mecanismos del libre mercado. Ahora bien, definiendo «emprendedor» o «empresario» en un sentido más amplio, podemos cambiar radicalmente el carácter mismo del capitalismo y resolver dentro del ámbito del libre mercado muchos de los problemas sociales y económicos aún irresueltos. Supongamos que un emprendedor (o una emprendedora) tenga no una única fuente de motivación (maximizar beneficios), sino dos que se excluyan mutuamente, pero que sean igualmente imperiosas: a) maximizar beneficios y b) hacer el bien para las personas y para el mundo en general. Cada una de esas dos motivaciones redundará en un tipo diferenciado de negocio o empresa. Llamemos a la primera una empresa maximizadora de beneficios y a la segunda, una empresa social. Las empresas sociales constituirán entonces una nueva modalidad de empresa introducida en el mercado con el objetivo de tener una incidencia diferencial en el mundo. Quienes inviertan en esas empresas sociales podrán recuperar sus inversiones, pero no percibirán dividendo alguno de dichas compañías. Los beneficios recaerán de nuevo en la
Este tipo de empresa social podría ser fácilmente creada por donantes bilaterales y multilaterales. Cuando un donante realiza una donación o una subvención para construir un puente en el país receptor, podría crear una especie de «puente-empresa» propiedad de personas pobres de la región o zona donde se construya esa infraestructura. Una compañía específica podría encargarse de la gestión de esa «infraestructura-empresa». Los beneficios generados por esta última irían destinados a la población pobre local en forma de dividendos y a la construcción de más puentes. Muchas obras de infraestructuras, como carreteras, autopistas, aeropuertos, puertos, redes de suministro, etc., podrían construirse de ese modo. Grameen ha creado dos empresas sociales del primer tipo. Una es una planta de producción de yogures enriquecidos para mejorar la nutrición de niñas y niños malnutridos. Se trata de una joint venture con Danone que continuará expandiéndose hasta que su producto esté al alcance de todos los niños y niñas de Bangladesh. La otra es una cadena de hospitales oftalmológicos. Cada uno de esos centros sanitarios realizará 10.000 intervenciones de cataratas al año a precios diferenciados para los pacientes ricos y para los pacientes pobres.
Para conectar a los inversores con las empresas sociales, necesitamos crear una bolsa social donde solamente se compren y se vendan acciones de empresas sociales. De ese modo, un inversor cualquiera acudirá a ese mercado bursátil con la intención perfectamente definida de encontrar en él una empresa social que tenga un objetivo o programa que le interese. Si ese mismo inversor quiere ganar dinero, podrá ir igualmente a los mercados bursátiles actualmente existentes. Para que una bolsa social funcione adecuadamente, tendremos que crear y estandarizar unas agencias de calificación, una terminología, unas definiciones, unas herramientas de medición de impacto, unos formatos de información y transmisión de datos, y unas publicaciones financieras de nuevo cuño (algo así como un The Social Wall Street Journal , por ejemplo). Las escuelas de administración de empresas impartirán asignaturas y ofrecerán titulaciones sobre gestión de empresas sociales en las que se formará a jóvenes gestores y gestoras sobre cómo administrar empresas de ese tipo de la forma más eficiente y, sobre todo, en las que se les inspirará para que ellos mismos (y ellas mismas) se conviertan en emprendedores sociales.
Yo estoy a favor de la globalización y creo que puede suponer más ventajas para la población pobre que otros caminos alternativos. Pero sólo será así si se trata de la globalización correcta. Para mí, la globalización es como una autopista de cien carriles
que atraviesa el mundo. Si la concebimos como una vía de libre acceso para todos, quienes ocuparán sus carriles serán los gigantescos camiones de las economías más potentes. Los rickshas bengalíes serán expulsados de la calzada. Para que la globalización sea beneficiosa para todas las partes, debemos tener normas, policía y autoridades que regulen el tráfico que transite por semejante autopista mundial. La «ley del más fuerte» debe ser sustituida por normas que garanticen que las personas más pobres también tienen voz y parte en la acción, sin que ningún «fortachón» las eche de ella a codazos. La globalización no debe convertirse en un imperialismo financiero. Para que la población y los países pobres retengan en su poder los beneficios de esa globalización, pueden crearse poderosas empresas sociales multinacionales. Las empresas sociales propiciarán que las personas pobres sean propietarias o que las ganancias se queden en los países pobres, dado que entre sus objetivos no estará el de repartir dividendos. La inversión extranjera directa a cargo de empresas sociales de otros países será también un aspecto muy favorable para los países receptores. Construir unas economías fuertes en los paí-ses pobres mediante la protección de sus intereses nacionales frente a la acción de saqueo de determinadas empresas extranjeras, será uno de los principales ámbitos de actuación de esas empresas sociales.
Conseguimos aquello que queremos o, cuando menos, que no rechazamos. Precisamente, porque aceptamos como un hecho que siempre estaremos rodeados de personas pobres y que la pobreza forma parte del destino humano, no dejamos de tener personas pobres a nuestro alrededor. Si estuviéramos firmemente convencidos de que la pobreza es inaceptable y no debería tener cabida en una sociedad civilizada, ya habríamos construido instituciones y políticas apropiadas para crear un mundo sin pobreza. Quisimos ir a la Luna y fuimos. Así es: logramos aquello que queremos lograr. Si no conseguimos algo, es porque no nos lo hemos propuesto de verdad. Creamos aquello que queremos crear. Lo que queremos y el cómo conseguirlo dependen de nuestro modo de pensar. Cuesta mucho cambiar una mentalidad cuando ya se ha formado. Creamos el mundo conforme a nuestra mentalidad. Así que necesitamos inventar maneras de cambiar continuamente de perspectiva y de reconsiderar rápidamente nuestro modo de pensar a medida que van surgiendo nuevos conocimientos. Podemos reconfigurar nuestro mundo si somos capaces de reconfigurar nuestra mentalidad.
Creo que podemos crear un mundo sin pobreza porque quienes la provocan no son las personas pobres, sino que ha sido generada y sostenida por el sistema económico y social que hemos diseñado para nosotros mismos, por las instituciones y los conceptos
Estoy convencido de que este honor con el que hoy nos distinguen inspirará muchas más iniciativas audaces en todo el mundo para lograr un avance histórico en el camino hacia el fin de la pobreza global. Muchas gracias.
MUHAMMAD YUNUS, premio Nobel de la Paz Oslo, 10 de diciembre de 2006
En 1974, Bangladesh cayó presa de la hambruna. La universidad donde yo impartía docencia y donde ejercía como director del departamento de economía estaba situada en el extremo su doriental del país y, al principio, no prestamos especial atención a las noticias de los diarios que hablaban de muerte y hambre en las remotas aldeas del norte. Pero pronto empezaron a aparecer personas de apariencia esquelética en las estaciones de ferrocarril y de autobús de la capital, Dacca. Aquel goteo inicial desembocó rápidamente en una riada. Había personas hambrientas por todas partes. Muchas se quedaban sentadas, tan inmóviles que era imposible determinar con seguridad si estaban vivas o muertas. Todas parecían iguales: hombres, mujeres, niños y niñas. Los ancianos tenían aspecto de niños, y los niños, de ancianos. El gobierno instaló comedores públicos donde se repartían raciones de gachas, pero en todos ellos se agotaba enseguida el arroz. Los periodistas intentaban advertir a la nación del extremo de la hambruna. Las instituciones de investigación recopilaban estadísticas sobre los orígenes y las causas de aquella repentina migración hacia las ciudades. Las organizaciones religiosas movilizaron a sus propias patrullas para recoger los cadáveres de las calles y enterrarlos con arreglo a los rituales apropiados. Pero el simple acto de recoger muertos se convirtió pronto en una tarea que superaba el límite máximo de lo que estos equipos estaban preparados para soportar. Las personas hambrientas no iban pronunciando eslóganes en voz alta. No exigían nada de nosotros, la bien alimentada población urbana. Simplemente se tendían sin hacer ruido a la entrada de nuestras casas y allí aguardaban a que les llegara la muerte. La gente puede perecer de muchas formas y por muchos motivos, pero hay algo en el hecho de morir de hambre que lo convierte en el modo más inaceptable de morir. Es algo que va sucediendo a cámara lenta. Segundo a segundo, la distancia entre la vida y la muerte se va reduciendo cada vez más hasta que la una y la otra están tan próximas que apenas si se puede apreciar la diferencia. Como el sueño cuando nos vence, morirse de hambre es algo que nos sobreviene tan en silencio, tan inexorablemente, que ni siquiera nos damos cuenta de que está ocurriendo. Y todo porque falta un puñado de arroz que llevarse a la boca en cada comida. En este mundo de abundancia dejamos que un bebé diminuto, que no entiende todavía el misterio de ese mundo, llore y llore hasta dormirse sin la leche que necesita para sobrevivir. Y puede que al día siguiente ya no tenga fuerzas para seguir viviendo. Recuerdo que solía encontrar estimulantes las elegantes teorías económicas que enseñaba a mis alumnos y que, supuestamente, podían curar los problemas sociales de toda clase. Sin embargo, en 1974, empecé a horrorizarme de mis propias lecciones. ¿De qué servían todas mis complejas teorías cuando la gente se moría de hambre en las aceras
Pero aquello no se detuvo en sólo unas pocas personas. Quienes pidieron préstamos y sobrevivieron no dejaron que así fuera. Y, en poco tiempo, yo tampoco estaba ya dispuesto a dejarlo.
Chittagong, el mayor puerto de Bangladesh, es una ciudad comercial de 4 millones de habitantes. Yo me crié en Boxirhat Road, en el corazón mismo del viejo distrito comercial de Chittagong. Boxirhat Road, una calle profusamente transitada de un solo carril por la que apenas cabe un camión, conectaba el puerto fluvial de Chaktai con el mercado central de abastos. Nuestro sector de la calle era el de Sonapotti, la zona de los joyeros. Vivíamos en el número 20, una pequeña casa de dos pisos en cuya planta baja, encajada justo debajo de nuestra vivienda, mi padre tenía un taller de joyería. Cuando era niño, mi mundo se llenaba del ruido y los gases del tráfico del exterior. Siempre había camiones o carros bloqueando nuestra calle y en todo el día no dejaba de oír las discusiones, los gritos y los bocinazos de los conductores. Aquello tenía mucho de ambiente de carnaval permanente. Cuando, hacia la medianoche, remitían por fin los reclamos en voz alta de los vendedores callejeros, los timadores y los mendigos que por allí pasaban, lo que se oía eran los sonidos del martilleo, el limado y el bruñido que salían del taller de mi padre. En el piso de arriba, no ocupábamos más que una cocina y otras cuatro estancias: la habitación de mamá, la de la radio, la habitación grande y un comedor en el que desplegábamos una estera tres veces al día, una por cada comida familiar. Nuestra área de juegos era la azotea. Y, cuando nos aburríamos, solíamos pasar los ratos muertos observando a los clientes de la planta baja, o a los orfebres que trabajaban el oro en el cuarto de atrás, o contemplando las escenas callejeras que nunca cesaban de cambiar. El número 20 de Boxirhat Road era ya la segunda ubicación que el negocio de mi padre había tenido en Chittagong. Tuvo que abandonar la primera cuando se vio afectada por una bomba japonesa. En 1943, los japoneses habían invadido la vecina Birmania y amenazaban toda la India. No obstante, en Chittagong, los combates aéreos nunca llegaron a ser intensos. En vez de bombas, los aviones nipones dejaban caer, sobre todo, panfletos; desde los tejados, nosotros mirábamos admirados el descenso de aquellos papeles que flotaban como mariposas que se posaban suavemente sobre la ciudad. Pero cuando una bomba japonesa destruyó una de las paredes de la que ya era nuestra segunda casa, mi padre, por seguridad, nos trasladó de inmediato al pueblo de su familia, Bathua, donde yo mismo había nacido al inicio de la guerra. Bathua está a unos 11 kilómetros de Chittagong. Mi abuelo era propietario de tierras en aquel lugar y gran parte de sus ingresos provenían de la agricultura; sin embargo, poco a poco, fue gravitando hacia el gremio de la joyería. Dula Mia, su primogénito (y mi padre), también se introdujo en el negocio de las joyas y pronto se convirtió en el más destacado fabricante y vendedor local de ornamentos de joyería para clientes
«Eran nietos de nuestro profeta —la paz sea con él—, las joyas de sus sagrados ojos.» Y cuando concluía el relato de sus muertes, señalaba hacia el anochecer y explicaba que el azul de ese lado de la casa era el veneno que mató a Hasán, y el rojo del otro lado era la sangre del asesinado Huseín. Siendo niño, el relato que ella hacía de aquella tragedia no me resultaba menos conmovedor que el de nuestra gran epopeya bengalí, el Bishad Shindhu («El mar de la congoja»). Mi madre fue una presencia predominante en mis primeros años de vida. Cuando freía pasteles de pita en la cocina, todos nos arremolinábamos en torno a ella, pugnando por un pedazo. Nada más que hubiera deslizado su primera pita de la sartén al plato y hubiera empezado a soplar para enfriarla un poco, yo ya se la arrebataba para probarla, puesto que gozaba del honor familiar de ser su probador principal. Mi madre también trabajaba alguna de las joyas que vendíamos en nuestra tienda. Solía dar un toque final a los pendientes y los collares añadiéndoles un diminuto lazo de terciopelo, un breve adorno de lana o unas hebras trenzadas de colores variados. Yo la observaba mientras labraba con sus largas y finas manos aquellos hermosos adornos. El dinero que ella ganaba con aquellos proyectos era el que luego donaba a los parientes, amigos o vecinos más necesitados que acudían a ella en busca de ayuda. Mi madre tuvo catorce hijos e hijas, cinco de los cuales murieron muy jóvenes. Mi hermana mayor, Mumtaz, que tenía ocho años más que yo, se casó siendo todavía adolescente. Solíamos visitarla en su nuevo hogar, en el límite exterior de la ciudad, y allí nos servía comidas abundantes. Salam, que me llevaba tres años, era mi compañero más próximo. Jugábamos a la guerra, imitando los sonidos de las ametralladoras japonesas. Cuando el viento era el apropiado, construíamos cometas llenas de colorido con grandes recortes de papel en forma de diamante y con palos de bambú. Una vez, mi padre compró en el mercado unos cuantos obuses japoneses desactivados y ayudamos a mi madre a transformarlos en macetas para las plantas de la azotea poniéndolos de pie sobre sus aletas, con el extremo más ancho mirando hacia arriba. Salam y yo, como todos los niños de nuestro barrio de clase trabajadora, íbamos a la cercana Escuela Primaria Gratuita Lamar Bazar. Las escuelas bengalíes inculcan buenos valores en los niños y las niñas. Aspiran no sólo a conseguir un buen rendimiento académico, sino también a enseñar el orgullo cívico, la importancia de las creencias espirituales, la admiración por el arte, la música y la poesía, y el respeto por la autoridad y la disciplina. En la Escuela Primaria Gratuita Lamar Bazar, cada clase tenía, más o menos, cuarenta alumnos. Las escuelas de primaria y de secundaria no eran mixtas para niños y niñas. Todos los que allí estábamos, incluso el profesorado, hablábamos en el dialecto de Chittagong. Los buenos estudiantes podían conseguir becas y, a menudo, eran seleccionados para competir en exámenes de ámbito nacional. Pero la mayoría de mis compañeros de colegio abandonaron muy pronto los estudios. Salam y yo devorábamos todos los libros y revistas que pasaban por nuestras manos. Las novelas policíacas eran mis favoritas. Llegué incluso a escribir una completa cuando sólo tenía doce años. El problema era que no resultaba fácil saciar nuestra sed de lectura, así que, para satisfacerla, Salam y yo aprendimos pronto a improvisar, a comprar, a pedir
prestado... y a robar. Por ejemplo, nuestra revista infantil favorita, Shuktara , celebraba un concurso anual. Los ganadores del mismo recibían una suscripción gratuita y sus nombres salían impresos en el número correspondiente de la propia publicación. Yo elegí una vez al azar a uno de los ganadores y escribí al director:
Estimador señor, Soy—, ganador de su concurso, y nos hemos mudado a un nuevo domicilio. A partir de ahora, envíe, por favor, mi suscripción gratuita a Boxirhat Road, número—.
No di nuestra dirección exacta, sino la de un vecino, para que mi padre no viera la revista. Gracias a aquello, cada mes, Salam y yo esperábamos en estado de alerta la llegada de nuestro ejemplar gratuito. Al final, la cosa funcionó a pedir de boca. También pasábamos parte del día en la sala de espera de la consulta que nuestro médico de cabecera, el doctor Banik, tenía al doblar la esquina desde nuestra casa. Allí leíamos los diversos periódicos a los que él estaba suscrito. Aquella lectura independiente me resultaría enormemente útil con el paso de los años. Tanto durante la educación primaria como durante la secundaria, fui muchas veces el primero de la clase.
En 1947, cuando tenía siete años, el «movimiento paquistaní» alcanzó su momento álgido. Zonas enteras de la India, de mayoría musulmana, luchaban por convertirse en un Estado islámico independiente. Como la mayoría de la población de Chittagong era también musulmana, sabíamos que la ciudad quedaría incluida en Pakistán, pero no estábamos seguros de qué otras zonas de la Bengala musulmana se incorporarían ni de cuál sería el trazado exacto de las nuevas fronteras. Amigos y parientes debatían sin cesar en el número 20 de Boxirhat Road acerca del futuro de un Pakistán independiente. Todos éramos conscientes de que sería un país de lo más peculiar, ya que sus dos mitades (la occidental y la oriental) estarían separadas por más de 1.600 kilómetros de territorio indio. Mi padre, musulmán devoto, tenía muchos amigos y colegas hindúes que habían venido muchas veces a nuestra casa, pero, ya de niño, recuerdo haber palpado la desconfianza entre ambos grupos religiosos. Por la radio informaban de violentos disturbios entre hindúes y musulmanes. Por fortuna, poco de aquello había llegado hasta Chittagong. Mis padres eran partidarios convencidos de la partición con respecto al resto de la India. Cuando mi hermano pequeño Ibrahim empezó a hablar, llamaba al azúcar blanco (que le gustaba mucho) «azúcar Jinnah», y al azúcar moreno (que no le gustaba para nada) «azúcar Gandhi». Mohammed Alí Jinnah era el líder del movimiento particionista del Pakistán y Gandhi, por supuesto, quería mantener unida a la India. Por la noche, mi madre mezclaba a Jinnah, a Gandhi y a lord Louis Mountbatten en nuestros cuentos para dormir. Y mi hermano Salam, a pesar de tener sólo doce años, envidiaba a los chicos grandes del barrio que portaban la bandera verde con la media luna y la estrella blancas cantando «Pakistan Zindabad!» («¡Viva Pakistán!») por las calles.