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Novela sobre temática vampírica
Tipo: Traducciones
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Título Original: Interview with the vampire Traducción: Marcelo Covian Edición electrónica: Pincho
—No —contestó el vampiro—, era un hombre de veinticinco años cuando me convertí en un vampiro, y eso sucedió en mil setecientos noventa y uno. El chico quedó perplejo por la precisión de la fecha y la repitió, antes de preguntar: —¿Y eso cómo sucedió? —Hay una respuesta muy simple. No creo que me gustara dar una respuesta tan fácil —dijo el vampiro—. Prefiero contar la historia verdadera... —Sí —dijo rápidamente el muchacho. Se pasaba una y otra vez el pañuelo por los labios. —Hubo una tragedia... —comenzó a decir el vampiro—. Fue mi hermano menor. Murió. —Y entonces se detuvo, y el chico se aclaró la garganta y se secó la cara nuevamente antes de meterse el pañuelo casi con impaciencia en el bolsillo. —No le hace sufrir, ¿no? —preguntó tímidamente. —¿Te parece? —preguntó el vampiro—. No. —Sacudió la cabeza—. Sólo se trata de que he contado esta historia a una sola persona. Y eso sucedió hace tiempo. No, no me hace sufrir... »... Entonces vivíamos en Luisiana. Habíamos recibido tierra para colonizar y pusimos dos plantaciones de índigo en el Mississippi, muy cerca de Nueva Orleans... —Ah, por eso el acento... —comentó en voz baja el chico. Por el momento, el vampiro le echó una mirada vaga. —¿Tengo acento? —preguntó, y empezó a reírse. Y el chico, aturdido, contestó rápidamente. —Lo noté en el bar cuando le pregunté cómo se ganaba la vida. No es más que un leve acento en las consonantes, eso es todo. Nunca me imaginé que fuera francés. —Está bien —le aseguró el vampiro—. No estoy tan sorprendido como parezco. Sólo es que, de tanto en tanto, lo olvido. Pero deja que continúe... —Por favor... —dijo el chico. —Te hablaba de las plantaciones. En realidad, tuvieron mucho que ver con mi transformación en vampiro. Pero ya llegaré a eso. Nuestra vida era lujosa y primitiva al mismo tiempo. Y nosotros la encontrábamos sumamente atractiva. Allí vivíamos mucho mejor de lo que jamás podríamos haber vivido en Francia. Tal vez la mera inmensidad de Luisiana nos lo hacía parecer, pero, al parecer que así era, lo era. Recuerdo los muebles importados que atestaban la casa —el vampiro sonrió—. Y el clavicordio; era un encanto. Mi hermana solía tocarlo. En los atardeceres del verano, ella se sentaba ante las teclas dando la espalda a las grandes puertas vidrieras. Y todavía puedo recordar esa música rápida, quebradiza, y la visión del pantano elevándose detrás de mi hermana, los cipreses ahítos de musgo flotando contra el cielo. Y estaban los ruidos del pantano, un coro de criaturas, y el canto de los pájaros. Pienso que nos encantaba. Hacía que los muebles de palo rosado fueran más preciosos, que la música fuera más delicada y deseable. Inclusive cuando la vistaria rompió las contraventanas de las ventanas del ático y sus zarcillos se abrieron paso por el ladrillo blanqueado en menos de un año. »... Sí, nos encantaba. A todos menos a mi hermano. Creo que nunca lo oí quejarse de algo, pero yo sabía cómo se sentía. Mi padre ya había muerto entonces y yo era el cabeza de familia. Y tenía que defenderlo constantemente de mi madre y de mi hermana. Ellas querían llevarlo a hacer visitas o a fiestas en Nueva Orleans, pero él detestaba esas cosas. Creo que dejó de ir a todos los sitios antes de tener doce años. Lo que le interesaba era orar, la oración y las vidas de los santos en libros forrados de cuero. »Por último, le construí un oratorio alejado de la casa y él empezó a pasar allí casi todo el día, y a menudo los atardeceres. Fue algo irónico, en realidad. Era tan distinto a nosotros, tan distinto a todos, ¡y yo era tan normal! Yo no tenía ninguna característica excepcional — aseguró, sonriendo—. A veces, en la tarde, yo iba a verlo y lo encontraba en el jardín cerca del oratorio, sentado y absolutamente sosegado en un banco de piedra. Y yo le contaba mis problemas, las dificultades que tenía con los esclavos, todo lo que desconfiaba del superintendente o del tiempo o de mis agentes..., todos los problemas que constituían el cuerpo y el alma de mi existencia. Y él me escuchaba, hacía pocos comentarios, siempre solícitos, de modo que, cuando yo me alejaba de él, tenía la clara impresión que él me había resuelto todos los interrogantes. No pensaba que le pudiera negar nada y juré que, por más que se me partiera el alma, él entraría en el sacerdocio cuando llegara ese momento. Por supuesto, estuve equivocado. El vampiro se detuvo en su relato. Por un momento, el chico siguió mirándolo y luego se sobresaltó como si acabara de despertar de un sueño; forcejeó como si no pudiera encontrar las palabras apropiadas.
—Ah..., ¿no quería ser sacerdote? —preguntó. El vampiro lo estudió como tratando de discernir el significado de su pregunta. Luego dijo: —Quiero decir que yo estaba equivocado con respecto a mí mismo, con no negarle nada. — Sus ojos se dirigieron a la pared más lejana y se fijaron en el marco de la ventana—. Empezó a tener visiones. —¿Visiones de verdad? —preguntó el muchacho, pero nuevamente su voz vaciló como si estuviera pensando en otra cosa. —No lo pensé así —contestó el vampiro—. Sucedió cuando tenía quince años. Entonces él ya era muy apuesto. Tenía una piel muy fina y grandes ojos azules. Era robusto, no delgado como ahora soy y fui yo entonces... Pero sus ojos... Era como si, cuando lo miraba a los ojos, yo estuviera a solas en el límite del mundo..., en una playa del océano barrida por el viento. Lo único que había era el suave rumor de las olas. Pero —dijo con los ojos aún fijos en el marco de la ventana— empezó a tener visiones. Al principio, sólo me lo insinuó, y dejó por completo de comer. Vivía en el oratorio. A cualquier hora del día o de la noche, yo lo podía encontrar arrodillado sobre la losa delante del altar. Y descuidó el mismo oratorio. Dejó de encender las velas y de cambiar los lienzos del altar y hasta de barrer la hojarasca. Una noche me alarmé seriamente cuando me quedé al lado del rosal mirándolo durante toda una hora en la que jamás movió las rodillas ni jamás bajó los brazos, que tenía estirados, formando una cruz. Todos los esclavos pensaban que estaba loco —dijo el vampiro, y alzó el entrecejo como interrogándose—. Yo estaba convencido de que solamente... se trataba de fanatismo. Que, en su amor a Dios, quizás había ido demasiado lejos. Entonces me contó de sus visiones. Santo Domingo y la Virgen María lo habían ido a ver al oratorio. Le habían dicho que tenía que vender sus propiedades en Luisiana, todo lo que poseía, y utilizar ese dinero para hacer en Francia la obra de Dios. Mi hermano iba a ser un gran dirigente religioso e iba a devolver su antiguo fervor al país y cambiar el curso de la batalla contra el ateísmo y la Revolución. Por supuesto, no tenía dinero propio. Yo debía vender nuestras plantaciones y nuestras casas en Nueva Orleans y entregarle el dinero. Una vez más el vampiro hizo una pausa. Y el muchacho quedó inmóvil, mirándolo, perplejo. —Ah..., perdóneme —susurró—. ¿Qué hizo? ¿Vendió las plantaciones? —No —dijo el vampiro, y su rostro estaba sereno, como desde el principio—. Me reí de él. Y él... se puso furioso. Insistió en que la orden provenía de la mismísima Virgen. ¿Quién era yo para ignorarla? ¿Quién? —se preguntó en voz baja, como si lo estuviera pensando nuevamente—. ¿Quién, por cierto? Y, cuanto más quiso convencerme, más me reía yo. Era un absurdo, le dije, el producto de una mente inmadura e incluso mórbida. El oratorio era una equivocación, le dije; lo haría derribar de inmediato. Él iría a la escuela en Nueva Orleans y se sacaría de la cabeza esas ideas extrañas. No recuerdo todo lo que dije. Pero recuerdo la sensación. Detrás de toda esta negativa desdeñosa de mi parte, había un disgusto latente y una gran desilusión. Yo estaba amargamente desilusionado. No le creía una sola palabra. —Pero eso es comprensible —dijo rápidamente el muchacho cuando el vampiro hizo una pausa: se ablandó la expresión de perplejidad de su rostro—. Quiero decir: ¿le hubiera creído alguien? —¿Es tan comprensible? —el vampiro miró al entrevistador—. Pienso que tal vez haya sido un egoísmo cruel. Déjame explicarme. Yo adoraba a mi hermano, como ya te dije, y a veces creía que era un santo viviente. Lo alenté en sus oraciones y meditaciones, y como dije, estaba dispuesto a que se fuera de mi lado para que entrara en el sacerdocio. Y si alguien me hubiera contado de un santo en Ars o en Lourdes que tenía visiones, le habría creído. Yo era católico; creía en los santos. Encendía velas delante de sus estatuas de mármol en las iglesias. Conocía sus imágenes, sus símbolos, sus nombres. Pero no lo creí; no en mi hermano. No sólo no creí que tuviera visiones, no lo pude considerar posible un solo instante. Ahora bien, ¿por qué? Porque era mi hermano. Podía ser santo, podía ser extraño, pero Francisco de Asís, no. Mi hermano, no. Mi hermano no podía serlo. Eso es egoísmo, ¿te das cuenta? El entrevistador lo pensó antes de contestar y entonces asintió con la cabeza y dijo que sí, que pensaba que así era. —Quizá tenía visiones —dijo el vampiro. —¿Entonces usted..., usted no afirma saber... ahora... si las tenía o no? —No, pero sé muy bien que jamás vaciló un segundo en sus convicciones. Eso lo sé y lo sabía entonces, esa noche, cuando salió de mi habitación furioso y dolorido. Jamás vaciló un instante. Y, a los pocos minutos, estaba muerto. —¿Cómo? —preguntó el entrevistador. —Simplemente traspasó las puertas vidrieras, salió a la galería y se quedó un momento en
duelo, más por apatía que por cobardía, y, verdaderamente, deseaba que me asesinasen. Y entonces fui atacado. Pudo haber sido cualquiera. Y yo presentaba una invitación abierta a marineros, ladrones, maniáticos, a cualquiera. Pero se trató de un vampiro. Me atrapó a unos pasos de mi casa una noche y me dejó dándome por muerto, o así lo pensé. —¿Quiere decir... que le chupó la sangre? —preguntó el muchacho. —Sí —se rió el vampiro—. Me chupó la sangre. Así se hace. —Pero usted vivió —dijo el joven—. Usted dijo que lo dejó dándolo por muerto. —Bueno, me desangró casi hasta el punto de la muerte, lo que para él era suficiente. Me pusieron en cama tan pronto como me encontraron, confundido y realmente ignorante de lo que me había sucedido. Supongo que pensé que la bebida al final me había producido un ataque. Ahora esperaba morirme y no tenía interés en comer, beber ni hablar con el médico. Mi madre mandó buscar al sacerdote. Tenía fiebre y le conté todo al cura, todo acerca de las visiones de mi hermano y de lo que yo había hecho. Recuerdo que me aferré de su brazo, haciéndole jurar una y otra vez que no se lo contaría a nadie. Yo sé que no lo maté —le dije por último al sacerdote—, pero ahora que él está muerto no puedo vivir. No después de la manera en que lo traté. »—Eso es ridículo —me contestó—. Por supuesto, usted pude vivir. Usted no tiene nada de malo salvo las ganas de hacerse mal a sí mismo. Su madre lo necesita, para no mencionar a su hermana. Y, en cuanto a ese hermano suyo, él puede estar seguro de que estaba poseído por el demonio. »Me quedé tan perplejo cuando dijo esto que no pude protestar. El demonio producía visiones, continuó explicándome él. El demonio seguía reptando. Todo el país francés estaba bajo la influencia del diablo y la Revolución había sido su máximo triunfo. Nada podría haber salvado a mi hermano salvo el exorcismo, las oraciones, ayunos y unos hombres que lo agarraran cuando el demonio enfureciera su cuerpo y quisiera arrojarlo por los aires. »—El demonio lo empujó por la escalera; es algo perfectamente evidente —declaró—. Usted no habló con su hermano en esa habitación; usted habló con Satán. »Pues bien, eso me enfureció. Antes yo creía que había llegado a un límite, pero no era así. Continuó hablando del demonio, del vudú entre los esclavos y de casos de posesión en otras partes del mundo. Y perdí el dominio de mí mismo. Destrocé la habitación y casi lo mato. —Pero sus fuerzas... El vampiro... —dijo el chico. —Yo estaba fuera de mí —explicó—. Hacía cosas que no podría haber hecho en mi estado normal. Ahora la escena es confusa, pálida, fantástica. Pero recuerdo que lo saqué por las puertas de atrás de la casa, le hice cruzar el patio y le golpeé la cabeza hasta que casi lo mato contra la pared de ladrillos de la cocina. Cuando al final me calmé y estaba casi tan exhausto como la muerte, me desangraron. ¡Los imbéciles! Pero iba a decir otra cosa: fue entonces cuando concebí mi nuevo ego. Quizá lo había visto reflejado en el cura. Su actitud de desprecio ante mi hermano reflejó la mía propia; su crítica inmediata y vacua sobre el demonio; su negativa a concebir siquiera la idea de que la santidad le había pasado tan cerca. —Pero creía en la posesión del demonio. —Ésa es una idea mucho más mundana —dijo el vampiro de inmediato—. La gente que deja de creer en Dios, o en la bondad, sigue creyendo en el demonio. No sé por qué. No; sé muy bien por qué. El mal siempre es posible. Y la bondad es eternamente difícil. Pero debes comprender; la posesión en realidad es otra manera de decir que alguien está loco. Así era como pensaba ese cura. Estoy seguro de que había vislumbrado la locura. Tal vez se había colocado directamente encima de una locura rampante y la había proclamado como una posesión. No tienes que ver a Satán cuando se lo exorciza. Pero estar ante la presencia de un santo..., creer que el santo ha tenido una visión... No, es egoísmo, es nuestra negativa a creer que puede suceder a nuestro lado. —Nunca lo pensé de esa manera —dijo el joven—. ¿Y qué le pasó a usted? Dijo que lo desangraron para curarlo, y eso lo debe de haber dejado a un paso de la fosa. El vampiro se rió. —Sí, por cierto que así fue. Pero el vampiro regresó esa noche. ¿Ves?, quería Pointe du Lac, mi plantación. »Era muy tarde; después de que mi hermana se quedara dormida. Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer. Entró por el patio, abriendo sin hacer un solo ruido las puertas vidrieras; un hombre alto de piel blanca, una masa de pelo rubio y con una cualidad grácil, casi felina en los movimientos. Y, cautelosamente, puso un mantón sobre los ojos de mi hermana y bajó el pabilo de la lámpara. Ella quedó dormitando al lado de la palangana y del pañuelo con que había estado refrescándome la frente, y no se movió ni un instante en toda la noche. Pero, para
entonces, yo ya había cambiado mucho. —¿Cuál fue ese cambio? —preguntó el entrevistador. El vampiro suspiró. Se recostó contra la silla y miró las paredes. —Al principio creí que se trataba de otro médico o de alguien llamado por la familia para que hablara conmigo. Pero de inmediato se me desvanecieron esas sospechas. Él se acercó a mi cama y se agachó de modo que su rostro quedó a la luz de la lámpara, y vi que no era un ser humano normal. Sus ojos verdes destellaban de incandescencia y las largas manos blancas que colgaban a sus costados no pertenecían a un ser humano. Pienso que lo supe todo en aquel preciso instante, y lo que él me contó fue únicamente su consecuencia natural. Lo que quiero decir es que cuando lo vi, cuando vi su aureola extraordinaria y supe que era una criatura que yo jamás había visto, quedé reducido a la nada. Ese ego que no podía aceptar la presencia de un ser humano extraordinario a su lado, quedó destrozado. Todas mis concepciones, incluso mi culpabilidad y el deseo de morir, me parecieron absolutamente sin importancia. ¡Me olvidé por completo de mí mismo! — dijo, tocándose suavemente el pecho con el puño—. Me olvidé por completo de mí. Y, en ese mismo instante, supe en toda su dimensión el significado de la posibilidad. A partir de entonces, sólo experimenté una creciente sensación de prodigio. Cuando me hablaba y me decía en qué me podía llegar a transformar, cómo había sido su propia vida y lo que sería, mi pasado se hizo añicos. Vi mi vida como separada de mí; la vanidad, la arrogancia, el escapismo constante de una pequeña incomodidad a otra, el culto hipócrita a Dios y la Virgen y la caterva de santos que llenaban mis libros de oración, nada de eso tenía la más mínima importancia, pues sólo era una existencia estrecha, materialista y egoísta. Y vi mis dioses verdaderos..., los dioses de la mayoría de los hombres: la comida, la bebida y la seguridad en el conformismo. Cenizas. El rostro del muchacho estaba tenso, con una mezcla de confusión y aturdimiento. —¿Y entonces decidió convertirse en un vampiro? —preguntó. El guardó un momento de silencio. —Decidir... no parece la palabra correcta. Sin embargo, no puedo decir que fuera inevitable desde el instante en que apareció en mi dormitorio. No, por cierto, no fue inevitable. Y tampoco puedo decir que yo lo decidí. Permíteme decir que, cuando terminó de hablar, ya no era posible que yo tomara una decisión diferente y que luego seguí mi camino sin echar una sola mirada atrás. Salvo por una. —¿Salvo por una? ¿Cuál? —Mi último amanecer —dijo el vampiro—. Esa mañana, yo todavía no era un vampiro. Y presencié mi última madrugada. »La recuerdo claramente; sin embargo, pienso que antes no me había acordado de ningún amanecer. Recuerdo que primero la luz llegó a las puertas vidrieras, algo pálido detrás de las cortinas de lazo, y luego un rayo cada vez más grande y más brillante se paseó entre las hojas de los árboles. Por último, el sol traspasó las mismas ventanas y el lazo quedó en sombras desde el suelo de piedra y, en todas partes, se veía la forma de mi hermana, que aún dormía, sombras de la cortina en el mantón sobre sus hombros y cabeza. Tan pronto como sintió el calor, se quitó el mantón de encima, pero sin despertarse, y luego el sol brilló sobre ella, que apretó los párpados. El resplandor alcanzó la mesa donde descansaba su cabeza sobre los brazos, y la luz destelló, ardiente, en el agua de la jarra. Y la pude sentir en mis manos, sobre el marco de la ventana, y luego en mi rostro. Me quedé en cama pensando en todo lo que me había dicho el vampiro y fue entonces cuando me despedí del alba y me fui a convertir en un vampiro. Fue... mi último amanecer. El vampiro volvió a mirar la ventana. Y, cuando dejó de hablar, el silencio fue tan súbito que al muchacho le pareció oírlo. Luego pudo escuchar los ruidos de la calle. El ruido de un camión era ensordecedor. El cordón de la luz tembló debido a las vibraciones. Luego el camión dejó de oírse. —¿Lo extraña? —preguntó luego en voz baja. —Realmente no —dijo el vampiro—. Hay tantas otras cosas... Pero, ¿en qué estábamos? ¿Quieres saber cómo sucedió, cómo me convertí en vampiro? —Sí —dijo el joven—. ¿Cómo fue el cambio, exactamente? —No te lo puedo contar tal cual fue —dijo el vampiro—. Te lo puedo relatar con palabras que harán evidente para ti el valor que tiene para mí. Pero no te lo puedo contar con exactitud, del mismo modo que no podría contarte la experiencia del sexo si nunca la has tenido. El muchacho pareció estar a punto de hacer otra pregunta, pero, antes de poder hacerla, el vampiro continuó hablando: —Como te dije, Lestat, mi instructor, quería mi plantación. Una razón muy mundana, por
»—Quiero morir. Máteme. Máteme —dije al vampiro—. Ahora soy culpable de asesinato. Así no puedo vivir. »Se rió con la impaciencia de la gente que escucha las mentiras de los demás. Y luego, de improviso, me atacó como lo había hecho con el otro hombre. Luché contra él desesperadamente. Puse mis botas contra su pecho y le pateé con toda la fuerza que pude, sintiendo sus dientes clavados en mi garganta y la fiebre golpeándome las sienes. Y, con un movimiento de todo su cuerpo, demasiado rápido para que yo lo viera, súbitamente estaba de pie, mirándome desdeñosamente, desde el pie de la escalera. »—Pensé que querías morir, Louis —dijo. El muchacho hizo un sonido abrupto y suave cuando el vampiro pronunció su nombre. El vampiro se percató y dijo rápidamente: —Sí, ése es mi nombre. Bien; me quedé echado, enfrentado a mi propia cobardía y fatuidad —dijo—. Quizá con ese enfrentamiento tan directo, yo, con el tiempo, pudiera haber ganado el valor necesario para suicidarme y no quedarme gimiendo y rogando a otros que lo hicieran por mí. Me vi revolviéndome, languideciendo en mi sufrimiento cotidiano, al que encontré tan necesario como el arrepentimiento en el confesionario; esperando verdaderamente que la muerte me encontrara inconsciente y merecedor del perdón eterno. Y también me vi a mí mismo al tope de la escalera, exactamente donde había estado mi hermano, dejando luego caer mi cuerpo hasta chocar contra el suelo. »Pero no hubo tiempo para adquirir ese valor. O debo decir que no hubo tiempo en el plan de Lestat para ninguna otra cosa que no fuera su plan. » —Ahora, escúchame, Louis —dijo, y se sentó a mi lado en los escalones; sus movimientos fueron tan elegantes y personales que, de inmediato, me hizo pensar en un amante. »Retrocedí. Pero me puso el brazo derecho encima y me acercó a su pecho. Jamás había estado tan cerca de él y, en la luz mortecina, pude ver el magnífico esplendor de sus ojos y la máscara sobrenatural de su piel. Cuando traté de moverme, me apretó los labios con los dedos y me dijo: »—Quédate quieto. Ahora te voy a desangrar hasta que casi mueras, y quiero que estés quieto, tan quieto que puedas oír el flujo de tu misma sangre en mis venas. Son tu conciencia y tu voluntad las que deben mantenerte vivo. »Quise rechazarlo, pero hizo tal presión con sus dedos que me dominó y, tan pronto como dejé mi abortado intento de rebelión, hundió sus dientes en mi cuello. Al muchacho se le agrandaron los ojos. Se había hundido cada vez más en su silla mientras hablaba el vampiro y ahora tenía la cara tensa, los ojos entrecerrados, como si estuviera aprestándose a lanzar un golpe. —¿Alguna vez has perdido gran cantidad de sangre? —preguntó el vampiro—. ¿Has tenido esa sensación? Los labios del muchacho formaron el sonido no, pero no le salió ningún sonido por la boca. Carraspeó. —No —dijo. —Las velas ardían en la sala del piso superior, donde habíamos planeado la muerte del superintendente. Una lámpara de petróleo oscilaba con la brisa en la galería. Toda esta luz se hizo una sola y empezó a brillar como si una presencia dorada flotara encima, suspendida en el hueco de la escalera, suavemente enredada en las barandillas, girando y contrayéndose como el humo. »—Escucha, mantén los ojos abiertos —me susurró Lestat, con sus labios moviéndose apretados contra mi cuello. Recuerdo que ese movimiento de labios me puso de punta todos los pelos de mi cuerpo; envió una comente sensual por mi cuerpo que no fue muy diferente al placer de la pasión... Meditó, con los dedos apenas doblados bajo la barbilla y el índice que parecía golpear suavemente. —El resultado fue que al cabo de unos minutos, yo estaba paralizado por la debilidad. Aterrado, descubrí que ni siquiera podía hablar. Lestat aún me aferraba, por supuesto, y el peso de su brazo era como una barra de hierro. Sentí que retiraba los dientes con tal celeridad que los dos agujeros parecieron enormes; y sentí dolor. Y entonces se agachó sobre mi cabeza indefensa y, quitándome el brazo derecho de encima, se mordió su propia muñeca. La sangre se derramó encima de mi camisa y de mi abrigo y él la contempló con ojos brillantes y entrecerrados. Pareció que la miraba durante una eternidad, y el resplandor de la luz ahora colgaba detrás de su cabeza como el trasfondo de una aparición. Pienso que supe lo que pensaba hacer antes de que lo hiciera. Y yo esperaba, en mi estado indefenso, como si lo
hubiera estado esperando hacía años. Me puso su muñeca ensangrentada contra los labios y dijo con firmeza, con algo de impaciencia: »—Louis, bebe. »Y lo hice. »—Con calma —me susurró—. Más aprisa —dijo luego. »Yo bebí, chupando la sangre de la herida, experimentando por primera vez desde mi infancia el placer de chupar los alimentos, con el cuerpo concentrado en una sola fuente vital. Entonces sucedió algo. El vampiro se apoyó en el respaldo de la silla y frunció un poco el entrecejo. —Qué patético resulta describir cosas que verdaderamente no pueden describirse —dijo, y su voz fue casi un susurro. El muchacho quedó inmóvil, como si estuviera congelado—. Lo único que vi fue esa luz cuando chupaba la sangre. Y entonces esa cosa... fue un sonido. Al principio un rugido apagado y luego como el tam-tam de un tambor cada vez más frecuente, como si una criatura inmensa se me viniera encima lentamente a través de un bosque oscuro y desconocido, golpeando un gigantesco tambor. Y luego se oyó el sonido de otro tambor, como si otro gigante se acercara detrás del primero, concentrado en su propio tambor, sin prestar la más mínima atención al ritmo del anterior. El sonido se hizo cada vez más fuerte, hasta que pareció no sólo llenar mis oídos sino todos mis sentidos; estaba latiendo en mis labios, mis dedos, en la piel de mis sienes, en mis venas. Sobre todo, en mis venas, un tambor y luego otro tambor; y entonces, de improviso, Lestat alzó la muñeca y yo abrí los ojos y, en aquel instante, me tuve que dominar para no agarrarle la muñeca y ponérmela de nuevo en la boca a cualquier costo; me dominé porque me di cuenta de que el tambor había sido mi corazón y el segundo tambor había sido el suyo. —El vampiro suspiró—. ¿Comprendes? El muchacho empezó a hablar y luego sacudió la cabeza: —No, quiero decir..., sí —dijo—. Quiero decir, yo... —Por supuesto —dijo el vampiro apartando la mirada. —Espere, espere—dijo el entrevistador, sobrecogido por la excitación—. La cinta casi ha terminado. Tengo que ponerla del otro lado. El vampiro lo miró mientras efectuaba la operación. —¿Qué sucedió entonces? —preguntó el muchacho. Tenía la cara húmeda y se la secó rápidamente con el pañuelo. —Lo vi todo como un vampiro —dijo, con su voz ahora casi distante, como un poco distraído; luego se recuperó—. Lestat estaba al pie de la escalera y lo vi como no me había sido posible verlo antes. Antes me había parecido blanco, espantosamente blanco, casi tanto que en la noche parecía luminoso. Y ahora lo veía lleno de su propia vida y su propia sangre; estaba radiante, no luminoso. Y luego vi que no sólo Lestat había cambiado, sino que todo había cambiado. »Fue como si fuera la primera vez que podía ver colores y formas. Estaba tan extasiado con los botones de la chaqueta negra de Lestat que no miré a ninguna otra cosa durante largo rato. Entonces Lestat empezó a reírse y escuché su risa como jamás la había oído antes. Aún recordaba su corazón como el resonar de un tambor y, luego, aquella su risa metálica. Era algo confuso, pues cada sonido corría hacia el próximo sonido como la mezcla de resonancias de una campana, hasta que aprendí a distinguirlos. Y luego se superponían, cada uno muy suave, pero distintos; aumentando, pero discretamente, como lejanas campanas. —El vampiro sonrió, deleitado—. Lejanas campanas. »—Deja de mirar mis botones —me dijo Lestat—. Vete a los árboles. ¡Sácate de encima todos los excrementos humanos de tu cuerpo y no te enamores tanto de la noche como para perder tu camino! »Ésa, por supuesto, fue una orden sabia. Cuando vi la luna sobre las piedras, me enamoré tanto de ella que me quedé allí casi una hora. Pasé por el oratorio de mi hermano sin pensar siquiera en él, y de pie entre los algodoneros y los robles, oí la noche como si fuera un coro de mujeres susurrantes, todas invitándome con sus pechos. En cuanto a mi cuerpo, aún no estaba enteramente convertido y, tan pronto como me acostumbré a los sonidos y las visiones, me empezó a doler. Todos mis fluidos humanos debían salir de mí. Estaba muriendo como ser humano; sin embargo, estaba totalmente vivo como vampiro. Y, con mis sentidos despiertos, tuve que presidir la muerte de mi cuerpo con cierta incomodidad y luego con algo de miedo. Volví corriendo a la sala, donde Lestat ya estaba trabajando con unos documentos de la plantación, revisando los gastos y los beneficios del último año. »—Eres un hombre rico —me dijo cuando entré. »—Algo me está sucediendo —grité.
de cerillas. —Deja que yo lo haga —dijo el vampiro. Y tomando las cerillas rápidamente encendió el cigarrillo del entrevistador. Éste inhaló con los ojos fijos en los dedos del vampiro, que se alejó con un suave crujido de ropas. —Hay un cenicero en la palangana —dijo, y el muchacho fue nerviosamente a cogerlo. Miró las pocas colillas que allí había, y luego, al ver el cubo de basuras abajo, vació el cenicero y rápidamente lo puso sobre la mesa. Sus dedos humedecieron el cigarrillo cuando lo posó en el cenicero. —¿Es éste su cuarto? —preguntó. —No —dijo el vampiro—. Es un cuarto cualquiera. —¿Qué pasó entonces? —preguntó el muchacho. El vampiro pareció estar mirando el humo debajo de la lámpara. —Ah..., regresamos a Nueva Orleans a toda prisa —dijo—. Lestat tenía su ataúd en una habitación miserable cerca de las murallas. —¿Y usted se metió en su ataúd? —No tuve otra posibilidad. Oh, le rogué a Lestat que me dejara quedar en el armario, pero dijo que no era seguro. El ataúd se cerraba bien desde dentro y la gente no se sentía tentada a mirar esa clase de cosas. Y me dijo que entrara. Yo no pude soportar la idea; pero, cuando discutimos, me di cuenta de que no era miedo. Era una extraña toma de conciencia. Toda mi vida había temido los lugares cerrados. Nacido y criado en casas francesas con altos techos y grandes ventanas, tenía miedo de quedarme encerrado. Incluso me sentía incómodo en el confesionario de la iglesia. Era un miedo bastante normal. Y, cuando protesté a Lestat, me di cuenta de que, en realidad, no lo sentía más. Únicamente lo estaba recordando. Lo tenía como hábito, como una deficiencia de capacidad de reconocer mi libertad actual, tan fascinante. »—Te estás portando mal —dijo Lestat por último—. Y ya es casi el alba. Tan pronto como te golpee el sol, te quemará, te transformará en carbón. Pero no debieras tener este miedo. Pienso que eres como un hombre que ha perdido un brazo o una pierna e insiste en que puede sentir dolor donde antes había estado el brazo o la pierna. »Pues eso fue lo más positivo, inteligente y útil que Lestat dijo en mi presencia, y me hizo ver la realidad. »—Bien, yo me meto ahora mismo en el ataúd —dijo con un tono más desdeñoso—, y tú te pondrás encima, si sabes lo que te conviene. »Y lo hice. Me puse encima de él, absolutamente confuso por mi falta de miedo, y lleno de disgusto por estar tan pegado a él, pese a lo hermoso y fascinante que era. Y él cerró la tapa. Luego me preguntó si estaba completamente muerto. El cuerpo me latía y molestaba por todas partes. »—Entonces, no lo estás —dijo—. Cuando lo estés, sólo lo oirás cambiar, pero no sentirás nada. Para la noche, ya estarás muerto. Ahora duerme. —¿Y tenía razón? ¿Estaba usted... muerto cuando se despertó? —Sí, cambiado, debo confesarlo. Es obvio que estoy vivo, pero mi cuerpo se había muerto. Tardó un tiempo en estar completamente limpio de sus fluidos y de materia que ya no necesitaba, pero estaba muerto. Y, cuando tomé conciencia de ellos, entré en otro estadio de divorcio de mis emociones humanas. Lo primero que se me hizo evidente, cuando Lestat y yo pusimos el ataúd en un carruaje y robamos otro ataúd de un depósito, fue que Lestat ya no me gustaba. Aún me faltaba mucho para ser su par, pero me sentí infinitamente más cerca de él que antes de la muerte de mi cuerpo. No puedo realmente aclararte esto muy bien, por la razón obvia de que ahora tú estás como yo antes de que se me muriera el cuerpo. No puedes comprender. Pero, antes de morirme, Lestat había sido la experiencia más abrumadora que yo jamás había tenido. Tu cigarrillo se ha convertido en un cilindro de ceniza. —¡Oh! —El muchacho aplastó el filtro en el cenicero—. ¿Quiere decir que cuando se cubrió el abismo entre los dos, él perdió... su encanto? —preguntó, con sus ojos fijos en el vampiro, y tomó con sus manos otro cigarrillo y lo encendió con mucha más facilidad que antes. —Así es —dijo el vampiro con un placer evidente—. El viaje de regreso a Pointe du Lac fue fascinante. Y la charla constante de Lestat fue la experiencia más aburrida y deseo-razonadora que jamás tuve. Por supuesto, como ya dije, distaba mucho de ser su par. Tenía que vérmelas con mis miembros muertos..., para usar una comparación. Y me enteré de que esa misma noche tendría que llevar a cabo mi primera muerte. El vampiro extendió la mano a través de la mesa y suavemente quitó una ceniza de la chaqueta del muchacho, quien miró la operación con alarma. —Perdona —dijo el vampiro—. No quería asustarte.
—Perdóneme a mí —dijo el entrevistador—. Tuve la sensación, de improviso, de que su brazo era más largo... de lo normal. ¡Llegó hasta aquí, y usted ni se movió! —No —dijo el vampiro, volviendo a poner los dedos sobre sus rodillas cruzadas—. Me moví con demasiada rapidez como para que tú lo pudieras ver. Fue una ilusión. —¿Y se movió hacia adelante? Pero no lo hizo. Estaba sentado igual que ahora, con la espalda apoyada en el respaldo. —No —repitió firmemente el vampiro—, Me moví hacia adelante tal cual te dije. Mira, lo haré de nuevo —y lo hizo una vez más mientras el entrevistador lo miraba con una mezcla de confusión y miedo—. Pues aún no me viste —dijo el vampiro—. Pero si ahora miras mi brazo estirado, realmente no es tan largo —y levantó el brazo con el índice señalando al cielo, como si fuera un ángel a punto de decir la Palabra del Señor—. Tú has experimentado una diferencia fundamental entre lo que ves y lo que yo veo. Mi gesto me pareció lánguido y bastante lento. Y el sonido de mi dedo contra tu abrigo fue bastante audible. Pero no he querido asustarte, aunque quizá con esto puedas darte cuenta de que mi viaje de regreso a Pointe du Lac fue un festejo de experiencias nuevas, ya que la mera oscilación de una rama en el viento era un deleite. —Sí —dijo el muchacho, pero aún estaba visiblemente conmovido. El vampiro lo miró un momento y luego dijo: —Te estaba diciendo... —Sobre su primer asesinato —dijo el chico. —Sí; sin embargo, debo contarte primero que la plantación era un verdadero pandemonio. Habían encontrado el cadáver del superintendente, y el anciano ciego en el dormitorio principal, y nadie podía explicar la presencia del ciego. Además, no habían podido encontrarme en Nueva Orleans. Mi hermana se puso en contacto con la policía y, cuando llegamos, ya había varios agentes en el lugar. Ya estaba bastante oscuro, naturalmente. Y Lestat me explicó rápidamente que no debía dejar que la policía me viera en la más mínima luz, en especial cuando mi cuerpo estaba en ese estado tan poco satisfactorio; por tanto, caminé con ellos por la avenida de robles, delante de la casa de la plantación, ignorando sus sugestiones de que entrara. Les expliqué que había estado en Pointe du Lac la noche anterior y que el anciano ciego era mi huésped. En cuanto al superintendente, no estaba allí sino que había ido a Nueva Orleans por motivos de trabajo. »Después de que eso estuvo arreglado, y en cuyo proceso mi nuevo distanciamiento me sirvió de forma admirable, me encontré con el problema de la plantación. Mis esclavos estaban en un estado de total confusión y nadie había trabajado en todo el día. Entonces teníamos una gran planta para la manufactura de tintura de índigo, y la dirección del superintendente había sido de suma importancia. Pero yo tenía varios esclavos extremadamente inteligentes que podían haber hecho su trabajo con la misma eficiencia desde hacía mucho tiempo, de haber reconocido yo su inteligencia y de no haberle tenido miedo a sus modales y aspectos africanos. Ahora los estudié con claridad y les entregué la dirección de la plantación. Al mejor le di la casa del superintendente. Dos de las mujeres jóvenes serían sacadas del campo y traídas a la casa grande para que cuidasen del padre de Lestat, y les dije que yo quería la mayor intimidad posible; que no serían recompensadas únicamente por su trabajo sino por dejarme a mí y a Lestat absolutamente a solas. En ese momento no me di cuenta de que esos esclavos serían los primeros, y posiblemente los únicos, en sospechar que Lestat y yo no éramos seres ordinarios. No me di cuenta de que su experiencia con lo sobrenatural era mucho más grande que la de los blancos. Para mí, ellos aún eran salvajes infantiles, apenas domesticados por la esclavitud. Pero deja que continúe con mi historia. Te iba a contar de mi primera muerte. Lestat la arregló con su característica falta de sentido común. —¿La arregló? —preguntó el muchacho. —Jamás tendría que haber empezado con seres humanos. Pero eso fue algo que luego tuve que aprender solo. Lestat me llevó directamente a los pantanos una vez que se fue la policía y los esclavos estuvieron en sus casas. Era muy tarde y las cabañas de los esclavos estaban totalmente a oscuras. Pronto dejamos atrás las luces de Pointe du Lac y yo me puse muy nervioso. Era lo mismo nuevamente: miedos recordados, confusión. Lestat, de haber tenido la más mínima inteligencia, me podría haber explicado las cosas con paciencia y buenos modos: que no debía sentir miedo al pantano, que era absolutamente invulnerable a los insectos y a las serpientes, que me debía concentrar en mi nueva capacidad de ver en la oscuridad. En cambio, me ponía nervioso con exigencias. Únicamente se interesaba en nuestras víctimas y en terminar mi iniciación lo antes posible. »Y cuando, por último, llegamos a las víctimas, me instó a que actuara. Se trataba de un
de las muñecas. Le habría mordido las muñecas si Lestat no me hubiese levantado y dado una bofetada. El golpe fue sorprendente. No fue doloroso del modo común. Fue un choque sensacional, de otra especie; un golpe en las sensaciones, de manera que me confundí y me encontré indefenso y con los ojos abiertos, de espaldas contra un ciprés y la noche lanzando sus insectos contra mis oídos. »—Morirás si haces eso —dijo Lestat—. Te llevará a la muerte si te aferras a él en la muerte. Y ahora has bebido demasiado. Te pondrás enfermo. »Su voz rechinaba. De pronto sentí la necesidad de atacarlo, pero empecé a sentirme mal. Tenía un dolor demoledor en el estómago, como si un remolino me chupara las entrañas desde adentro. Era la sangre que pasaba demasiado rápido a mi propia sangre, pero yo no lo sabía. Lestat se movió en la noche como un gato y yo lo seguí con la cabeza palpitando. El dolor en el estómago continuaba cuando llegamos a Pointe du Lac. »Cuando nos sentamos en la sala, Lestat se puso a jugar un solitario sobre la madera pulida de la mesa y yo me quedé mirándolo con desprecio. El murmuraba tonterías. Me acostumbraría a matar, decía; no sería nada. No debía derrumbarme. Reaccionaba demasiado, como si mi parte "mortal" no se hubiera ido. Me acostumbraría a todo en un santiamén. »—¿Lo crees? —le pregunté por último. Yo realmente no tenía interés en su respuesta. Comprendí las diferencias que había entre ambos. Para mí, la experiencia de matar había sido un cataclismo. Lo mismo que chuparle la muñeca a Lestat. Esas experiencias me abrumaron tanto y cambiaron de tal modo mi opinión sobre todo lo que me rodeaba, desde la imagen de mi hermano que colgaba de la pared de la sala hasta la visión de una sola estrella por la ventana, que no me podía imaginar que otro vampiro las tomase como cosas de todos los días. Yo había sufrido una alteración permanente; lo sabía. Y lo que sentí más profundamente por todas las cosas, incluso por el sonido de las barajas que eran alineadas allí, frente a mí, era respeto. Lestat sentía lo contrario. O no sentía nada. Era de una calaña de la que no se podía sacar nada de calidad. Tan aburrido como un mortal, tan superficial e infeliz como cualquier mortal; parloteaba encima de su juego de naipes, rebajando mi experiencia, completamente bloqueado para la más mínima posibilidad de tener experiencias propias. A la mañana siguiente me di cuenta de que yo era su completo superior y que me había engañado miserablemente al tenerlo como maestro. Debía guiarme por las lecciones necesarias, si había alguna lección verdadera, y yo debía tolerar en él una mentalidad que era blasfema con la misma vida. Sentí desprecio. Únicamente tenía hambre de experiencias nuevas, de todo lo que era tan hermoso y devastador como mi muerte. Y vi que si iba a sacar el máximo provecho de la experiencia ahora disponible, debía concentrar todo mi poder de aprendizaje. Lestat no servía para nada. »Bien pasada la medianoche, me puse por último de pie y salí a la galería. La luna se mostraba inmensa por encima de los cipreses, y la luz de los candelabros temblaba más allá de las puertas abiertas. Los anchos pilares y las paredes de yeso de la casa habían sido blanqueados, los suelos de madera estaban limpios, y una llovizna de verano había aclarado la noche, y la había dejado brillante de gotas de agua. Me apoyé en el pilar de la galería; mi cabeza tocaba los zarcillos tiernos de un jazmín que crecía en batalla constante con una visteria. Y pensé en lo que se extendía delante de mí a lo largo y ancho del mundo y del tiempo, y decidí vivirlo con delicadeza y reverencia, aprender de cada cosa lo mejor. No estaba seguro de lo que esto significaba. ¿Entiendes cuando digo que no quise andar deprisa por mi experiencia, que lo que sentí como vampiro era demasiado poderoso para usarlo mal? —Sí —dijo deprisa el joven—. Parece como si hubiera estado enamorado. Al vampiro le brillaron los ojos. —Exacto. Es como el amor —sonrió—. Y deja que te cuente mis pensamientos de esa noche para que puedas saber que existen graves diferencias entre vampiros, y cómo llegué a tener un enfoque distinto del de Lestat. Debes comprender que no lo desprecié porque no podía vivir la experiencia. Simplemente no pude entender cómo se podían dejar a un lado esas sensaciones. Pero entonces Lestat hizo algo que me mostraría cómo proceder con mi aprendizaje. »Tenía un respeto más que normal por las riquezas de Pointe du Lac. Había quedado muy satisfecho con la belleza de la porcelana que usó para la cena de su padre, y le gustó tocar las cortinas de terciopelo y seguir con el pie los diseños de las alfombras. Y, entonces, de una de las alacenas sacó una copa y dijo: »—¡Qué extraños son los cristales! —Cuando dijo esto con un deleite impío, yo lo estudié con ojo severo, pues me disgustó intensamente—. Quiero enseñarte un truco —prosiguió—. Si es que te gusta el cristal. »Y después de colocar la copa en la mesa de juego, salió a la galería donde yo estaba y
nuevamente cambió sus modales por los de un animal furtivo, con los ojos espiando la oscuridad detrás de las luces de la casa y bajo las ramas de los robles. En un instante, saltó por encima de la barandilla y luego se lanzó a la oscuridad para cazar algo con ambas manos. Cuando volvió, abrí la boca porque vi que se trataba de una rata. »— No seas imbécil —me dijo—. ¿Acaso nunca has visto una rata? »Era una rata inmensa y con una cola larga. La tenía del pescuezo para que no pudiera morder. »—Las ratas pueden ser bastante buenas —dijo. Y llevó la rata hasta la copa de vino, le cortó el cuello y llenó rápidamente el vaso con la sangre. Lanzó la rata por encima de la barandilla y Lestat levantó la copa llena, con aire de triunfo. »—Quizá tengas que vivir de ratas de vez en cuando, así que no pongas esa cara —dijo—. Ratas, gallinas, ganado. Si viajas en barco, lo mejor son las ratas, si no quieres que hagan una búsqueda por todo el barco y encuentren tu ataúd. Lo mejor es limpiar bien ese barco de ratas. —Y entonces bebió de la copa con la misma delicadeza que si se tratara de borgoña; hizo una mueca—. Se enfría tan rápido... »—¿Quieres decir que podemos vivir de los animales? —le pregunté. »—Así es —dijo, y entonces arrojó la copa a la chimenea; yo miré los pedazos—. No te importa, ¿no? —señaló el cristal roto con una sonrisa sarcástica—. Espero que no, porque no hay mucho que puedas hacer si te importa. »—Si me importa, te puedo sacar a ti y a tu padre de Pointe du Lac —dije; y creo que ésta fue la primera vez que demostré mi enojo. »—¿Por qué habrías de hacerlo? —me preguntó con falsa alarma—. Aún no sabes todo.., ¿o sí? —Se rió y caminó por la habitación; pasó los dedos por el borde de satén del clavicordio—. ¿Quieres tocar? »Yo dije algo como "no toques eso", y él se rió de mí. »—Lo tocaré si así lo quiero —dijo—. Por ejemplo, tú no sabes todas las maneras en que puedes morir. Y morirse ahora sería una gran calamidad, ¿no? »—Debe de haber alguien en el mundo que me pueda enseñar esas cosas —dije—. Por cierto, ¡no eres el único vampiro! Y tu padre quizá tenga unos setenta años. No puede ser que hayas sido vampiro desde hace mucho tiempo, de modo que alguien te debe de haber enseñado... »—¿Y piensas que puedes encontrar vampiros tú solo? Te podrán ver llegar, pero tú no los verás, amigo mío. No, no creo que tengas muchas opciones en este momento. Yo soy tu maestro y tú me necesitas, y no hay mucho que puedas hacer al respecto. Y ambos tenemos gente que debemos cuidar. Mi padre necesita un médico y tú tienes el problema de tu madre y de tu hermana. No te hagas ilusiones sobre confesarles que eres un vampiro. Simplemente cuida de ellas y de mi padre, lo que significa que mañana por la noche lo mejor será que mates rápido y te ocupes de la plantación. Y ahora a la cama. Ambos dormiremos en la misma habitación, pues representa menos riesgos. »—No, tú búscate un dormitorio —dije—. No tengo la menor intención de compartir la misma habitación contigo. »Se puso furioso. »— No hagas esa imbecilidad. Louis. Te lo advierto. No puedes hacer nada para defenderte una vez que sale el sol. Habitaciones separadas significa el doble de riesgos, el doble de precauciones y el doble de posibilidades de llamar la atención. »Luego dijo un montón de cosas para asustarme y obligarme a hacer lo que él quería, pero fue como si hablara con las paredes. Lo observé atentamente, pero no le escuchaba. Me pareció frágil y estúpido, un hombre hecho de ramitas secas y con una voz aguda, debilucha. »—Duerme solo —dije, y apagué las velas una a una. »—Ya casi es de mañana —insistió él. »—Entonces, enciérrate —dije, y levanté mi ataúd y bajé las escaleras de ladrillos. Pude oír que cerraba las puertas de arriba y corría las cortinas. El cielo estaba pálido pero todavía lleno de estrellas, y otra leve llovizna se produjo con la brisa que venía del río, humedeciendo las piedras. Abrí la puerta del oratorio de mi hermano, barrí las rosas que casi cerraban el paso, y puse el ataúd en el suelo de piedra, delante del altar. Casi podía distinguir las imágenes de los santos en las paredes. »—Paul —dije en voz baja, dirigiéndome a mi hermano—, por primera vez en mi vida, no siento nada por ti, nada por tu muerte; y, por primera vez, siento todo por ti; siento la pena de tu pérdida como jamás supe sentirla. »—Ya ves —el vampiro se dirigió al muchacho—. Por primera vez yo era completa y
carcajadas cuando yo descubrí que me podía mirar en un espejo y que las cruces no me hacían el menor efecto. Y se mofaba poniéndose el dedo sobre los labios cuando yo le preguntaba acerca de Dios o del demonio. »—Una noche me gustaría conocer al demonio —me dijo una vez con una sonrisa maligna—. Lo perseguiría de aquí hasta los bosques del Pacífico. Yo soy el demonio. »Y cuando me aterroricé al oír aquello, se deshizo en carcajadas. Pero lo que sucedió fue que simplemente por el disgusto que me provocaba llegué a ignorarlo y, no obstante, a estudiarlo con una fascinación distante y objetiva. A veces me encontré mirándole la muñeca de donde yo había sacado mi vida de vampiro, y me quedaba tan inmóvil que mi mente parecía abandonar mi cuerpo, o, mejor, mi cuerpo parecía transformarse en mi mente; y entonces él me miraba con una ignorancia terca acerca de lo que yo quería saber. Y me sacudía y me desconcertaba. Soporté todo esto con una impasibilidad que yo antes no había conocido en mi vida mortal, y llegué a comprender que se trataba de una parte de mi naturaleza de vampiro; que me podía sentar en mi casa de Pointe du Lac y pensar durante horas en la vida mortal de mi hermano, y que podía verla breve y clara en la oscuridad, comprendiendo ahora la pasión vana y sin sentido con que yo me había condolido de su pérdida y me había lanzado sobre los demás seres humanos. Toda esa confusión era entonces como la de unos bailarines frenéticos en medio de la niebla. Y entonces, en esta extraña naturaleza de vampiro, sentí una profunda tristeza. Pero no meditaré acerca de ello. No quiero darte la impresión de que meditaba, porque eso me hubiera parecido una pérdida inmensa; yo miraba a mí alrededor, a todos los mortales que conocía, y veía toda la vida como algo precioso; condenaba todas esas pasiones y culpas infructíferas con que la dejaban escapar por los dedos como arena. Fue entonces, como vampiro, que llegué a conocer a mi hermana. Prefería la vida de la ciudad a la plantación; era algo que necesitaba para conocer su propio tiempo vital y su propia belleza y llegar a casarse, y no meditar sobre el hermano muerto o sobre mi alejamiento, ni convertirse en una enfermera de mi madre. Y les proporcioné todo lo que necesitasen o quisiesen; estuve atento al deseo más superficial y nimio de ellas. Mi hermana se reía de mi transformación cuando nos encontrábamos de noche y salíamos a caminar por las aceras angostas de madera, por la hilera de árboles bajo la luna, saboreando el olor del azahar y el calor acariciante, hablando durante horas de sus pensamientos y sueños más secretos, esas pequeñas fantasías que no se animaba a contar a nadie y que a mí me las susurraba cuando a solas nos sentábamos en la sala a media luz. Y yo la veía como a una criatura dulce, palpable, relumbrante, preciosa, que pronto crecería, envejecería y moriría, alguien que no podía perder esos momentos que en su intangibilidad nos prometía tan equívocamente, tan erróneamente... la inmortalidad; como si fuera un derecho de nacimiento el que no pudiéramos darnos cuenta de ello sino en el momento de la vida en que tenemos tanto pasado atrás como futuro por delante. Cuando, en realidad, todo momento debe conocerse para entonces ser saboreado inmediatamente. »Esto me fue posible comprenderlo debido al distanciamiento, a la sublime soledad con que Lestat y yo nos movíamos por el mundo de los seres mortales. Y todos los problemas materiales no nos importaban. Debería contarte la naturaleza práctica de todo esto. »Lestat siempre había sabido robar a sus víctimas elegidas ropas suntuosas y otros signos de extravagancia. Pero los grandes problemas del secreto le habían resultado una tremenda batalla. Yo sospechaba que debajo de esa pátina de caballero era absolutamente ignorante, incluso de los asuntos financieros más simples. Pero yo no lo era. Entonces él podía conseguir dinero en cualquier momento y yo podía invertirlo. Si no estaba metiendo la mano en el bolsillo de un muerto en un callejón, estaba entonces en las mesas de juego de los salones más elegantes de la ciudad, usando su capacidad de vampiro para ganar dólares y oro a los jóvenes hijos de plantadores que se engañaban con su simpatía y su amistad. Pero eso jamás le había dado la clase de vida que pretendía; entonces me había metido en la vida sobrenatural para poder conseguir un gerente y un inversionista, cuyas capacidades profesionales de la vida mortal le podían brindar un elemento fundamental para su vida. »Pero deja que te describa Nueva Orleans como era entonces, para que puedas comprender la simplicidad de nuestras vidas. No había ninguna ciudad en Norteamérica como Nueva Orleans. No sólo estaba llena de franceses y españoles de todas categorías, que habían formado su propia aristocracia, sino que habían llegado todas las variedades de inmigrantes, principalmente irlandeses y alemanes. Entonces no sólo estaban los esclavos, realmente fantásticos con sus vestimentas tribales y sus costumbres, sino la clase creciente de gente libre de color, esa gente maravillosa de nuestro propio mestizaje y de las islas, que produjo una casta magnífica y única de artesanos, artistas, poetas y famosas bellezas femeninas. Y estaban los indios, que en verano llenaban los muelles vendiendo hierbas y obras de artesanía.
Y en medio de todo esto, en medio de esta Babilonia de idiomas y colores, estaba la gente del puerto, los marineros de los barcos, que venían en gran número a gastarse el dinero en las salas de fiesta, a comprar por una sola noche a las mujeres hermosas, oscuras y blancas, a cenar lo mejor de las cocinas francesa y española y a beber los vinos importados de todo el mundo. Luego, además de todo eso, al cabo de unos años de mi transformación, aparecieron los norteamericanos, que construyeron la ciudad al norte del Barrio Francés, con magníficas mansiones griegas que en la noche brillaban como templos. Y, por supuesto, los plantadores, siempre los plantadores, que llegaban a la ciudad en landos deslumbrantes a comprar vestidos de fiesta y objetos de plata, y gemas; a llenar las callejuelas angostas hasta la vieja Ópera Francesa y el Théátre d'Orleans y la catedral de San Luis, de cuyas puertas salían los cánticos de la misa los domingos y resonaban por encima de las multitudes de la Place d'Armes, por encima del ruido y el alboroto del Mercado Francés, por encima de los velámenes fantasmagóricos y silenciosos de los barcos en las aguas del Mississippi, que golpeaban contra los muelles, sobre el nivel de la misma Nueva Orleans, de modo que los barcos parecían flotar en el cielo. »Así era Nueva Orleans: un lugar magnífico y mágico para vivir. Un lugar en el cual un vampiro, ricamente vestido y caminando con gracia por los charcos de luz de una lámpara de aceite, no atraía más la atención en las noches que cientos de otras exóticas criaturas; si es que atraía alguna, si es que alguien susurraba detrás de un portal: "Oh, ese hombre... ¡qué pálido, cómo relumbra..., cómo se mueve! ¡No es natural!". Una ciudad en la que el vampiro podía desaparecer antes de que alguien pudiera terminar de decir esas palabras, buscando los callejones en los que podía ver como un gato, en los bares a oscuras donde los marineros dormían con sus cabezas apoyadas en las mesas, en hoteles con habitaciones de altísimos techos donde una figura solitaria podía sentarse, con sus pies sobre un almohadón bordado, con sus piernas cubiertas con medias, su cabeza inclinada bajo la luz mortecina de una única vela, sin jamás ver la gran sombra que se movía por las flores de yeso del techo, sin ver lo largos dedos blancos que se acercaban a apagar la frágil llama. »Es extraordinario, aunque no fuera por nada más, que muchos de esos hombres y mujeres dejaran detrás de ellos un monumento, una estructura de mármol y piedra y ladrillo que aún permanece de pie, de modo que cuando desaparecieron las lámparas de aceite y los edificios de oficinas llenaron las manzanas de Canal Street, algo irreducible de belleza y romance permaneció; quizá no en todas las calles, pero sí en tantas que el paisaje es para mí siempre el paisaje de aquellos tiempos. Y cuando camino por las calles —iluminadas por las estrellas— del Quarter o del Garden District, nuevamente vuelvo a aquella época. Supongo que ésa es la naturaleza de los monumentos, ya sea una pequeña casa o una mansión de columnas corintias y rejas de hierro forjado. El monumento no dice que este o aquel hombre caminó por aquí. No, es lo que él sintió en un momento lo que continúa en su sitio. La luna que aparecía sobre Nueva Orleans aún aparece. Mientras los monumentos sigan en pie, seguirá apareciendo igual. El sentimiento, al menos aquí... y allí... continúa siendo el mismo. El vampiro pareció triste. Suspiró como si dudara de lo que acababa de decir. —¿De qué hablaba? —preguntó de improviso, como si estuviera un poco cansado—. ¿De qué era? Ah, sí de dinero. Lestat y yo teníamos que hacer dinero. Y te contaba que él podía robar. Pero lo que importaba era la inversión posterior. Debíamos utilizar lo que acumulábamos. Pero me he anticipado. Yo mataba animales. Pero ya volveré a ese tema en un momento. Lestat mataba seres humanos todo el tiempo, a veces dos o tres por la noche; a veces más. Bebía de uno nada más que para satisfacer una sed momentánea y luego pasaba a otro. Cuanto mejor era el humano, solía decir en su modo vulgar, más le gustaba. Una jovencita, ése era su plato favorito para las primeras horas del atardecer; pero la matanza triunfal para Lestat era un joven. Un joven de más o menos tu edad lo atraía en especial. —¿Yo? —susurró el muchacho; apoyado en los codos, se inclinó hacia adelante para mirar fijamente a los ojos del vampiro; luego se volvió a echar para atrás. —Sí —dijo el vampiro, como si no hubiera observado el cambio de expresión en el joven—. Pues mira, ellos representaban para Lestat la mayor pérdida, porque estaban en la antesala de la máxima posibilidad de vida. Por supuesto, Lestat no lo comprendía. Yo llegué a comprenderlo. Lestat no entendía nada. »Te daré un ejemplo perfecto de lo que le gustaba a Lestat. Al norte, por el río, estaba la plantación Freniere, una magnífica extensión de tierra que tenía grandes esperanzas de hacer una fortuna con el azúcar poco después de que se hubiera inventado el proceso de refinamiento. En esto hay algo perfecto e irónico; esa tierra que yo amaba producía azúcar refinada. Digo esto con más tristeza de lo que creo que te imaginas. Esa azúcar refinada es un