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Descripción de texto narrativo y ejemplo
Tipo: Monografías, Ensayos
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Se llama este sitio donde estoy sentado, bajo el condolido y escuchado atardecer, el barranco. Veo desde aquí rocas pardas, berroqueñas, envejecidas, con el silencio decadente de musgos secos, ya hartos de vida. Algunas hojas, venidas sabe Dios de dónde, estallan su amarillo en suspiros, melancólicos, abatidos, marchitos. La hierba me moja la quietud, la soledad medida en micras, de mi gastada carne, de mis aflojados nervios. El aire, completamente calvo, tiene frialdad de cuchillo de sacrificio. Es fino y sabe a acero nuevo. El espacio que me rodea y separa de las cosas es leve y comunicativo. Lo más interesante es una cruz de hierro –dicen que aquí mataron a un gitano– que le alborea un perdón dulce de caminante, un perdón en activo. Con premeditación he escogido este sitio para arreglar mis cuentas. Esas cuentas que se arreglan sin papel y sin lápiz –el papel y el lápiz van perteneciendo a lo femenino– y para ello me he traído una pistola, que, de vez en cuando, acaricio para que no se vaya.
Jesús Delgado Valhondo, Mi suicidio
Antoñona, que así se llama, tiene o se toma la mayor confianza con todo el señorío. En todas las casas entra y sale como en la suya. A todos los señoritos y señoritas de la edad de Pepita, o de cuatro o cinco años más, los tutea, los llama niños y niñas, y los trata como si los hubiera criado a sus pechos. A mí me habla de mira, como a los otros. Viene a verme, entra en mi cuarto, y ya me ha dicho varias veces que soy un ingrato, y hago mal en no ir a ver a su señora. Mi padre sin advertir nada, me acusa de extravagante, me llama búho, y se empeña también en que vuelva a la tertulia. Anoche no pude ya resistirme a sus repetidas instancias, y fui muy temprano, cuando mi padre iba a hacer las cuentas con el aperador. ¡Ojalá no hubiera ido! Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decirnos palabras. Yo no estreché la suya; ella no estrechó la mía, pero las conservamos unidas un breve rato. En la mirada que Pepita me dirigió nada había de amor, sino de amistad, de simpatía, de honda tristeza.
Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo, sino el tridente. […] Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban, pero que acabaría por devorar él solo. ¡Qué! ¿También aquel mezquino imperio habían de arrancarle? No, era suyo. Lo había ganado en buena lid. ¿Para qué eran necios? También al Magistral se le subía la altura a la cabeza; también él veía a los vetustenses como escarabajos; sus viviendas viejas y negruzcas, aplastadas, las creían los vanidosos ciudadanos palacios, y eran madrigueras, cuevas, montones de tierra, labor de topo… ¿Qué habían hecho los dueños de aquellos palacios viejos y arruinados
de la Encimada que él tenía allí a sus pies? Heredar. ¿Y él? Conquistar.
Leopoldo Alas, “Clarín”, La Regenta
¡Hay que vivir! Y él me enseñó a vivir, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas. Él me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo pasar las horas y los días y los años, que no sentía pasar el agua del lago. Me parecía como si mi vida hubiese de ser
transcurso de lo que allí es corriente, como he explicado. Durante esas horas inmóviles no hay nada que hacer si cenar con la luz diurna queda excluido, como desde luego era mi caso. Y se espera. Se espera. Se espera a que caiga la deseada noche, a que desaparezca esa luz suspendida y tibia, a que se vuelva a poner en marcha la débil rueda del mundo y la quietud acabe, encerrado en casa, viendo la televisión u oyendo la radio, sin tener ni siquiera librerías abiertas que visitar y en las que sentirse activo, útil y a salvo.
Javier Marías, Todas las almas
Eran las seis de la tarde. La plaza de Torrealta tenía en aquella hora un aspecto interesante y aldeano. Paseaban entre los puestos de la feria las mozas endomingadas y emparejaban con ellas los mozos, luciendo sus blusas de dril oscuro, sus anchas fajas encarnadas y sus pantalones de “primidera”. Convidaban a las mozas con avellanas, con gaseosas, con buñuelos, que iban luego a comerse sentados en las gradas del pórtico de la iglesia. Medina, tomando su café, sentía la placidez de la tarde, que tenía una fragancia cálida de primavera; un cielo intensamente azul y un efluvio de vida que parecía florecer en todos los corazones. A poco empezaron a tocar las campanas y el Ayuntamiento en pleno, la parroquia, la banda de música y la Guardia civil
atravesaron la plaza seguidos de una turbamulta de chiquillos que armaban una alegre algarabía… El boticario fue explicando a Medina. Iba el pueblo a recibir a la Virgen de Piedra Santa, que hacía su entrada en Torrealta, ya anochecido, cuando se encendían las luces.
Antonio Reyes Huertas, La sangre de la raza