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Esquema de pasicoanalisis Freud
Tipo: Apuntes
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Abriss der Psychoanalyse
Nota introductoria(1)
(Ver nota(2))
El propósito de este breve trabajo es reunir los principios del psicoanálisis y exponerlos, por así decir, dogmáticamente -de la manera más concisa y en los términos más inequívocos-. Su designio no es, desde luego, el de compeler a la creencia o el de provocar convicción.
Las enseñanzas del psicoanálisis se basan en un número incalculable de observaciones y experiencias, y sólo quien haya repetido esas observaciones en sí mismo y en otros individuos está en condiciones de formarse un juicio propio sobre aquel.
corporal, que aquí [en el ello] encuentran una primera expresión psíquica, cuyas formas son desconocidas {no consabidas} para nosotros (ver nota(4)).
Bajo el influjo del mundo exterior real-objetivo que nos circunda, una parte del ello ha experimentado un desarrollo particular; originaría m en te un estrato cortical dotado de los órganos para la recepción de estímulos y de los dispositivos para la protección frente a estos, se ha establecido una organización particular que en lo sucesivo media entre el ello y el mundo exterior. A este distrito de nuestra vida anímica le damos el nombre de yo.
Los caracteres principales del yo. A consecuencia del vínculo preformado entre percepción sensorial y acción muscular, el yo dispone respecto de los movimientos voluntarios. Tiene la tarea de la autoconservación, y la cumple tomando hacia afuera noticia de los estímulos, almacenando experiencias sobre ellos (en la memoria), evitando estímulos hiperintensos (mediante la huida), enfrentando estímulos moderados (mediante la adaptación) y, por fin, aprendiendo a alterar el mundo exterior de una manera acorde a fines para su ventaja (actividad); y hacia adentro, hacia el ello, ganando imperio sobre las exigencias pulsionales, decidiendo si debe consentírseles la satisfacción, desplazando esta última a los tiempos y circunstancias favorables en el mundo exterior, o sofocando totalmente sus excitaciones. En su actividad es guiado por las noticias de las tensiones de estímulo presentes o registradas dentro de él: su elevación es sentida en general como un displacer, y su rebajamiento, como placer. No obstante, es probable que lo sentido como placer y displacer no sean las alturas absolutas de esta tensión de estímulo, sino algo en el ritmo de su alteración. El yo aspira al placer, quiere evitar el displacer. Un acrecentamiento esperado, previsto, de displacer es respondido con la señal de angustia; y su ocasión, amenace ella desde afuera o desde adentro, se llama peligro. De tiempo en tiempo, el yo desata su conexión con el mundo exterior y se retira al estado del dormir, en el cual altera considerablemente su organización. Y del estado del dormir cabe inferir que esa organización consiste en una particular distribución de la energía anímica.
Como precipitado del largo período de infancia durante el cual el ser humano en crecimiento vive en dependencia de sus padres, se forma dentro del yo una particular instancia en la que se prolonga el influjo de estos. Ha recibido el nombre de superyó. En la medida en que este superyó se separa del yo o se contrapone a él, es un tercer poder que el yo se ve precisado a tomar en cuenta.
Así las cosas, una acción del yo es correcta cuando cumple al mismo tiempo los requerimientos del ello, del superyó y de la realidad objetiva, vale decir, cuando sabe reconciliar entre sí sus exigencias. Los detalles del vínculo entre yo y superyó se vuelven por completo inteligibles reconduciéndolos a la relación del niño con sus progenitores. Naturalmente, en el influjo de los progenitores no sólo es eficiente la índole personal de estos, sino también el influjo, por ellos propagado, de la tradición de la familia, la raza y el pueblo, así como los requerimientos del medio social respectivo, que ellos subrogan. De igual modo, en el curso del desarrollo individual el superyó recoge aportes de posteriores continuadores y personas sustitutivas de los progenitores, como pedagogos, arquetipos públicos, ideales venerados en la sociedad. Se ve que ello y superyó, a pesar de su diversidad fundamental, muestran una coincidencia en cuanto representan {repräsentieren} los influjos del pasado: el ello, los del pasado heredado; el superyó, en lo esencial, los del pasado asumido por otros. En
tanto, el yo está comandado principalmente por lo que uno mismo ha vivenciado, vale decir, lo accidental y actual.
Este esquema general del aparato psíquico habrá de considerarse válido también para los animales superiores, semejantes al hombre en lo anímico. Cabe suponer un superyó siempre que exista un período prolongado de dependencia infantil, como en el ser humano. Y es inevitable suponer una separación de yo y ello. La psicología animal no ha abordado todavía la interesante tarea que esto le plantea.
El poder del ello expresa el genuino propósito vital del individuo. Consiste en satisfacer sus necesidades congénitas. Un propósito de mantenerse con vida y protegerse de peligros mediante la angustia no se puede atribuir al ello. Esa es la tarea del yo, quien también tiene que hallar la manera más favorable y menos peligrosa de satisfacción con miramiento por el mundo exterior. Aunque el superyó pueda imponer necesidades nuevas, su principal operación sigue siendo limitar las satisfacciones.
Llamamos pulsiones a las fuerzas que suponemos tras las tensiones de necesidad del ello. Representan {repräsentieren} los requerimientos que hace el cuerpo a la vida anímica. Aunque causa última de toda actividad, son de naturaleza conservadora; de todo estado alcanzado por un ser brota un afán por reproducir ese estado tan pronto se lo abandonó. Se puede, pues, distinguir un número indeterminado de pulsiones, y así se acostumbra hacer. Para nosotros es sustantiva la posibilidad de que todas esas múltiples pulsiones se puedan reconducir a unas pocas pulsiones básicas. Hemos averiguado que las pulsiones pueden alterar su meta (por desplazamiento); también, que pueden sustituirse unas a otras al traspasar la energía de una pulsión sobre otra. Tras larga vacilación y oscilación, nos hemos resuelto a aceptar sólo dos pulsiones básicas: Eros y pulsión de destrucción. (La oposición entre pulsión de conservación de sí mismo y de conservación de la especie, así como la otra entre amor yoico y amor de objeto, se sitúan en el interior del Eros.) La meta de la primera es producir unidades cada vez más grandes y, así, conservarlas, o sea, una ligazón {Bindung}; la meta de la otra es, al contrario, disolver nexos y, así, destruir las cosas del mundo. Respecto de la pulsión de
adaptaciones adquiridas por aquella.
Es difícil enunciar algo sobre el comportamiento de la libido dentro del ello y dentro del superyó. Todo cuanto sabemos acerca de esto se refiere al yo, en el cual se almacena inicialmente todo el monto disponible de libido. Llamamos narcisismo primario absoluto a ese estado. Dura hasta que el yo empieza a investir con libido las representaciones de objetos, a trasponer libido narcisista en libido de objeto. Durante toda la vida, el yo sigue siendo el gran reservorio desde el cual investiduras libidinales son enviadas a los objetos y al interior del cual se las vuelve a retirar, tal como un cuerpo protoplasmático procede con sus seudópodos (ver nota(8)). Sólo en el estado de un enamoramiento total se trasfiere sobre el objeto el monto principal de la libido, el objeto se pone { setzen sich } en cierta medida en el lugar del yo. Un carácter de importancia vital es la movilidad de la libido, la presteza con que ella traspasa de un objeto a otro objeto. En oposición a esto se sitúa la fijación de la libido en determinados objetos, que a menudo dura la vida entera.
Es innegable que la libido tiene fuentes somáticas, y afluye al yo desde diversos órganos y partes del cuerpo. Esto se ve de la manera más nítida en aquel sector de la libido que de acuerdo con su meta pulsional, se designa «excitación sexual». Entre los lugares del cuerpo de los que parte esa libido, los más destacados se señalan con el nombre de zonas erógenas, pero en verdad el cuerpo íntegro es una zona erógena tal. Lo mejor que sabemos sobre Eros, o sea sobre su exponente, la libido, se adquirió por el estudio de la función sexual, la cual en la concepción corriente -aunque no en nuestra teoría- se superpone con Eros. Pudimos formarnos una imagen del modo en que la aspiración sexual, que está destinada a influir de manera decisiva sobre nuestra vida, se desarrolla poco a poco desde las alternantes contribuciones de varias pulsiones parciales, subrogantes de determinadas zonas erógenas.
(Ver nota(9))
Según la concepción corriente, la vida sexual humana consistiría, en lo esencial, en el afán de poner en contacto los genitales propios con los de una persona del otro sexo. Besar, mirar y tocar ese cuerpo ajeno aparecen ahí como unos fenómenos concomitantes y unas acciones introductorias. Ese afán emergería con la pubertad -vale decir, a la edad de la madurez genésica- al servicio de la reproducción. No obstante, siempre fueron notorios ciertos hechos que no calzaban en el marco estrecho de esta concepción: 1) Curiosamente, hay personas para quienes sólo individuos del propio sexo y sus genitales poseen atracción. 2) Es también curioso que ciertas personas, cuyas apetencias se comportan en un todo como si fueran sexuales, prescinden por completo de las partes genésicas o de su empleo normal; a tales seres humanos se los llama «perversos». 3) Es llamativo, para concluir, que muchos niños, considerados por esta razón degenerados, muestren muy tempranamente un interés por sus genitales y por los signos de excitación de estos.
Bien se comprende que el psicoanálisis provocara escándalo y contradicción cuando, retomando en parte estos tres menospreciados hechos, contradijo todas las opiniones populares sobre la sexualidad. Sus principales resultados son los siguientes:
a. La vida sexual no comienza sólo con la pubertad, sino que se inicia enseguida después del nacimiento con nítidas exteriorizaciones.
b. Es necesario distinguir de manera tajante entre los conceptos de «sexual» y de «genital». El primero es el más extenso, e incluye muchas actividades que nada tienen que ver con los genitales.
e. La vida sexual incluye la función de la ganancia de placer a partir de zonas del cuerpo, función que es puesta con posterioridad {nachträglich} al servicio de la reproducción. Es frecuente que ambas funciones no lleguen a superponerse por completo.
El principal interés se dirige, desde luego, a la primera tesis, de todas la más inesperada. Se ha demostrado que, a temprana edad, el niño da señales de una actividad corporal a la que sólo un antiguo prejuicio pudo rehusar el nombre de sexual, y a la que se conectan fenómenos psíquicos que hallamos más tarde en la vida amorosa adulta; por ejemplo, la fijación a determinados objetos, los celos, etc. Pero se comprueba, además, que estos fenómenos que emergen en la primera infancia responden a un desarrollo acorde a ley, tienen un acrecentamiento regular, alcanzando un punto culminante hacia el final del quinto año de vida, a lo que sigue un período de reposo. En el curso de este se detiene el progreso, mucho es desaprendido e involuciona. Trascurrido este período, llamado «de latencia», la vida sexual prosigue con la pubertad; podríamos decir: vuelve a aflorar. Aquí tropezamos con el hecho de una acometida en dos tiempos de la vida sexual, desconocida fuera del ser humano y que, evidentemente, es muy importante para la hominización (ver nota(10)). No es indiferente que los eventos de esta época temprana de la sexualidad sean víctima, salvo unos restos, de la amnesia infantil. Nuestras intuiciones sobre la etiología de las neurosis y nuestra técnica de terapia analítica se anudan a estas concepciones. El estudio de los procesos de desarrollo de esa época temprana también ha brindado pruebas para otras tesis.
estado en que: 1) se conservan muchas investiduras libidinales tempranas; 2) otras son acogidas dentro de la función sexual como unos actos preparatorios, de apoyo, cuya satisfacción da por resultado el llamado «placer previo», y 3) otras aspiraciones son excluidas de la organización y son por completo sofocadas (reprimidas) o bien experimentan una aplicación diversa dentro del yo, forman rasgos de carácter, padecen sublimaciones con desplazamiento de meta.
Este proceso no siempre se consuma de manera impecable. Las inhibiciones en su desarrollo se presentan como las múltiples perturbaciones de la vida sexual. En tales casos han preexistido fijaciones de la libido a estados de fases más tempranas, cuya aspiración, independiente de la meta sexual normal, es designada perversión. Una inhibición así del desarrollo es, por ejemplo, la homosexualidad cuando es manifiesta. El análisis demuestra que una ligazón de objeto homosexual preexistía en todos los casos y, en la mayoría, se conservó latente. Las constelaciones se complican por el hecho de que, en general, no es que los procesos requeridos para producir el desenlace normal se consumen o estén ausentes a secas, sino que se consuman de manera parcial, de suerte que la plasmación final depende de estas relaciones cuantitativas. En tal caso, se alcanza, sí, la organización genital, pero debilitada en los sectores de libido que no acompañaron ese desarrollo y permanecieron fijados a objetos y metas pregenitales. Ese debilitamiento se muestra en la inclinación de la libido a retroceder hasta las investiduras pregenitales anteriores (regresión) en caso de no satisfacción genital o de dificultades objetivas.
Durante el estudio de las funciones sexuales pudimos obtener una primera y provisional convicción o, mejor dicho, una vislumbre de dos íntelecciones que más tarde se revelarán importantes por todo este ámbito. La primera, que los fenómenos normales y anormales que observamos (es decir, la fenomenología) demandan ser descritos desde el punto de vista de la dinámica y la economía (en nuestro caso, la distribución cuantitativa de la libido); y la segunda, que la etiología de las perturbaciones por nosotros estudiadas se halla en la historia de desarrollo, o sea, en la primera infancia del individuo.
Hemos descrito el edificio del aparato psíquico, las energías o fuerzas activas en su interior, y
con relación a un destacado ejemplo estudiamos el modo en que estas energías, principalmente la libido, se organizan en una función fisiológica al servicio de la conservación de la especie. Pero nada de ello subrogaba el carácter enteramente peculiar de lo psíquico, prescindiendo, desde luego, del hecho empírico de que ese aparato y esas energías están en la base de las funciones que llamamos nuestra vida anímica. Ahora pasamos a lo que es característico y único de eso psíquico, y aun, de acuerdo con una muy difundida opinión, coincide con lo psíquico por exclusión de lo otro.
El punto de partida para esta indagación lo da el hecho de la conciencia, hecho sin parangón, que desafía todo intento de explicarlo y describirlo. Y, sin embargo, sí uno habla de conciencia, sabe de manera inmediata y por su experiencia personal más genuina lo que se mienta con ello (ver nota(13)). Muchos, situados tanto dentro de la ciencia como fuera de ella, se conforman con adoptar el supuesto de que la conciencia es, sólo ella, lo psíquico, y entonces en la psicología no resta por hacer más que distinguir en el interior de la fenomenología psíquica entre percepciones, sentimientos, procesos cognitivos y actos de voluntad. Ahora bien, hay general acuerdo en que estos procesos concientes no forman unas series sin lagunas, cerradas en sí mismas, de suerte que no habría otro expediente que adoptar el supuesto de unos procesos físicos o somáticos concomitantes de lo psíquico, a los que parece preciso atribuir una perfección mayor que a las series psíquicas, pues algunos de ellos tienen procesos concientes paralelos y otros no. Esto sugiere de una manera natural poner el acento, en psicología, sobre estos procesos somáticos, reconocer en ellos lo psíquico genuino y buscar una apreciación diversa para los procesos concientes. Ahora bien, la mayoría de los filósofos, y muchos otros aún, se revuelven contra esto y declaran que algo psíquico inconciente sería un contrasentido.
Sin embargo, tal es la argumentación que el psicoanálisis se ve obligado a adoptar, y este es su segundo supuesto fundamental [cf. AE , 23, pág. 143]. Declara que esos procesos concomitantes presuntamente somáticos son lo psíquico genuino, y para hacerlo prescinde al comienzo de la cualidad de la conciencia. Y no está solo en esto. Muchos pensadores, por ejemplo Theodor Lipps(14), han formulado lo mismo con iguales palabras, y el universal descontento con la concepción usual de lo psíquico ha traído por consecuencia que algún concepto de lo inconciente demandara, con urgencia cada vez mayor, ser acogido en el pensar psicológico, sí bien lo consiguió de un modo tan impreciso e inasible que no pudo cobrar influjo alguno sobre la ciencia (ver nota(15)).
No obstante que en esta diferencia entre el psicoanálisis y la filosofía pareciera tratarse sólo de un desdeñable problema de definición sobre si el nombre de «psíquico» ha de darse a esto o a estotro, en realidad ese paso ha cobrado una significatividad enorme. Mientras que la psicología de la conciencia nunca salió de aquellas series lagunosas, que evidentemente dependen de otra cosa, la concepción según la cual lo psíquico es en sí inconciente permite configurar la psicología como una ciencia natural entre las otras. Los procesos de que se ocupa son en sí tan indiscernibles como los de otras ciencias, químicas o físicas, pero es posible establecer las leyes a que obedecen, perseguir sus vínculos recíprocos y sus relaciones de dependencia sin dejar lagunas por largos trechos -o sea, lo que se designa como entendimiento del ámbito de fenómenos naturales en cuestión-. Para ello, no puede prescindir de nuevos supuestos ni de la creación de conceptos nuevos, pero a estos no se los ha de
vencido unas resistencias intensísimas. Cuando emprendemos este intento en otro individuo, no debemos olvidar que el llenado conciente de sus lagunas perceptivas, la construcción que le proporcionamos, no significa todavía que hayamos hecho conciente en él mismo el contenido inconciente en cuestión. Es que este contenido al comienzo está presente en él en una fijación(16) doble: una vez, dentro de la reconstrucción conciente que ha escuchado, y, además, en su estado inconciente originario. Luego, nuestro continuado empeño consigue las más de las veces que eso inconciente le devenga conciente a él mismo, por obra de lo cual las dos fijaciones pasan a coincidir. La medida de nuestro empeño, según la cual estimamos nosotros la resistencia al devenir-conciente, es de magnitud variable en cada caso. Por ejemplo, lo que en el tratamiento analítico es el resultado de nuestro empeño puede acontecer también de una manera espontánea, un contenido de ordinario inconciente puede mudarse en uno preconciente y luego devenir conciente, como en vasta escala sucede en estados psicóticos. De esto inferimos que el mantenimiento de ciertas resistencias internas es una condición de la normalidad. Un relajamiento así de las resistencias, con el consecuente avance de un contenido inconciente, se produce de manera regular en el estado del dormir, con lo cual queda establecida la condición para que se formen sueños. A la inversa, un contenido preconciente puede ser temporariamente inaccesible, estar bloqueado por resistencias, como ocurre en el olvido pasajero (escaparse algo de la memoria), o aun cierto pensamiento preconciente puede ser trasladado temporariamente al estado inconciente, lo que parece ser la condición del chiste. Veremos que una mudanza hacia atrás como esta, de contenidos (o procesos) preconcientes al estado inconciente, desempeña un gran papel en la causación de perturbaciones neuróticas.
Expuesta así, con esa generalidad y simplificación, la doctrina de las tres cualidades de lo psíquico más parece una fuente de interminables confusiones que un aporte al esclarecimiento. Pero no se olvide que en verdad no es una teoría, sino una primera rendición de cuentas sobre los hechos de nuestras observaciones; ella se atiene con la mayor cercanía posible a esos hechos, y no intenta explicarlos. Y acaso las complicaciones que pone en descubierto permitan aprehender las particulares dificultades con que tiene que luchar nuestra investigación. Pero cabe conjeturar que esta doctrina se nos hará más familiar cuando estudiemos los vínculos que se averiguan entre las cualidades psíquicas y las provincias o instancias del aparato psíquico, por nosotros supuestas. Es cierto que tampoco estos vínculos tienen nada de simples.
El devenir-conciente se anuda, sobre todo, a las percepciones que nuestros órganos sensoriales obtienen del mundo exterior. Para el abordaje tópico, por tanto, es un fenómeno que sucede en el estrato cortical más exterior del yo. Es cierto que también recibirnos noticias concientes del interior del cuerpo, los sentimientos, y aun ejercen estos un influjo más imperioso sobre nuestra vida anímica que las percepciones externas; además, bajo ciertas circunstancias, también los órganos de los sentidos brindan sentimientos, sensaciones de dolor, diversas de sus percepciones específicas. Pero dado que estas sensaciones, como se las llama para distinguirlas de las percepciones concientes, parten también de los órganos terminales, y a todos estos los concebimos como prolongación, como unos emisarios del estrato cortical, podemos mantener la afirmación anterior. La única diferencia sería que para los órganos terminales, en el caso de las sensaciones y sentimientos, el cuerpo mismo sustituiría al mundo exterior.
Unos procesos concientes en la periferia del yo, e inconciente todo lo otro en el interior del yo: ese sería el más simple estado de cosas que deberíamos adoptar como supuesto. Acaso sea la relación que efectivamente exista entre los animales; en el hombre se agrega una complicación en virtud de la cual también procesos interiores del yo pueden adquirir la cualidad de la conciencia. Esto es obra de la función del lenguaje, que conecta con firmeza los contenidos del yo con restos mnémicos de las percepciones visuales, pero, en particular, de las acústicas. A partir de ahí, la periferia percipiente del estrato cortical puede ser excitada desde adentro en un radio mucho mayor, pueden devenir concientes procesos internos, así como decursos de representación y procesos cognitivos, y es menester un dispositivo particular que diferencie entre ambas posibilidades, el llamado examen de realidad: La equiparación percepción = realidad objetiva (mundo exterior) se ha vuelto cuestionable. Errores que ahora se producen con facilidad, y de manera regular en el sueño, reciben el nombre de alucinaciones.
El interior del yo, que abarca sobre todo los procesos cognitivos, tiene la cualidad de lo preconciente. Esta cualidad es característica del yo, le corresponde sólo a él. Sin embargo, no sería correcto hacer de la conexión con los restos mnémicos del lenguaje la condición del estado preconciente; antes bien, este es independiente de aquella, aunque la presencia de esa conexión permite inferir con certeza la naturaleza preconciente del proceso. No obstante, el estado preconciente, singularizado por una parte en virtud de su acceso a la conciencia y, por la otra, merced a su enlace con los restos de lenguaje, es algo particular, cuya naturaleza estos dos caracteres no agotan. La prueba de ello es que grandes sectores del yo, sobre todo del superyó -al cual no se le puede cuestionar el carácter de lo preconciente-, las más de las veces permanecen inconcientes en el sentido fenomenológico. No sabemos por qué es preciso que sea así. Más adelante intentaremos abordar el problema de averiguar la efectiva naturaleza de lo preconciente.
Lo inconciente es la cualidad que gobierna de manera exclusiva en el interior del ello. Ello e inconciente se co-pertenecen de manera tan íntima como yo y preconciente, y aun la relación es en el primer caso más excluyente aún. Una visión retrospectiva sobre la historia de desarrollo de la persona y su aparato psíquico nos permite comprobar un sustantivo distingo en el interior del ello. Sin duda que en el origen todo era ello; el yo se ha desarrollado por el continuado influjo del mundo exterior sobre el ello. Durante ese largo desarrollo, ciertos contenidos del ello se mudaron al estado preconciente y así fueron recogidos en el yo. Otros permanecieron inmutados dentro del ello como su núcleo, de difícil acceso. Pero en el curso de ese desarrollo, el yo joven y endeble devuelve hacia atrás, hacia el estado inconciente, ciertos contenidos que ya había acogido, los abandona, y frente a muchas impresiones nuevas que habría podido recoger se comporta de igual modo, de suerte que estas, rechazadas, sólo podrían dejar como secuela una huella en el ello. A este último sector del ello lo llamamos, por miramiento a su génesis, lo reprimido (esforzado al desalojo}. Importa poco que no siempre podamos distinguir de manera tajante entre estas dos categorías en el interior del ello. Coinciden, aproximadamente, con la separación entre lo congénito originario y lo adquirido en el curso del desarrollo yoico.
Ahora bien, si nos hemos decidido a la descomposición tópica del aparato psíquico en yo y
La indagación de estados normales, estables, en los que las fronteras del yo respecto del ello están aseguradas mediante resistencias (contrainvestiduras), en los que esas fronteras no se han movido y el superyó no se distingue del yo pues ambos trabajan de consuno, una indagación así, decimos, nos aportaría escaso esclarecimiento. Sólo podrán hacernos adelantar los estados de conflicto y de sublevación, cuando el contenido del ello inconciente tiene perspectivas de penetrar en la conciencia y el yo ha vuelto a ponerse en guardia contra su intrusión. Sólo bajo estas condiciones podemos hacer las observaciones que confirmen o rectifiquen nuestras noticias sobre ambos copartícipes. Ahora bien, un estado así es el dormir nocturno, y por eso mismo la actividad psíquica en el dormir, que percibimos como sueño, es nuestro objeto de estudio más propicio. Además, de ese modo evitamos el reproche, oído con tanta frecuencia, de que nosotros construiríamos la vida anímica normal siguiendo los hallazgos de la patología; en efecto, el sueño es un suceso regular en la vida de los seres humanos normales, aun cuando sus caracteres se puedan distinguir de las producciones de nuestra vida de vigilia. El sueño, como es de todos consabido, puede ser confuso, ininteligible, sin sentido alguno; llegado el caso, sus indicaciones contradicen todo nuestro saber de la realidad, y nos comportamos como unos enfermos mentales pues, mientras soñamos, atribuimos a los contenidos del sueño una realidad objetiva.
Echamos a andar por el camino hacía el entendimiento («interpretación») del sueño si suponemos que aquello por nosotros recordado como sueño tras el despertar no es el proceso onírico efectivo y real, sino sólo una fachada tras la cual el sueño se oculta. Es nuestro distingo entre un contenido manifiesto del sueño y los pensamientos oníricos latentes. Y llamamos trabajo del sueño al proceso que de los segundos hace surgir el primero. El estudio del trabajo del sueño nos enseña, mediante un destacado ejemplo, cómo un material inconciente, un material originario y reprimido, se impone al yo, deviene preconciente y en virtud de la revuelta del yo experimenta las alteraciones que conocemos como desfiguración onírica. Ninguno de los caracteres del sueño deja de hallar esclarecimiento de esta manera.
Lo mejor es empezar comprobando que hay dos clases de ocasiones para la formación del sueño. O bien una moción pulsional de ordinario sofocada (un deseo inconciente) ha hallado mientras uno duerme la intensidad que le permite hacerse valer en el interior del yo, o bien una aspiración que quedó pendiente de la vida de vigilia, una ilación de pensamiento preconciente con todas las mociones conflictivas que de ella dependen, ha hallado en el dormir un refuerzo por un elemento inconciente. Vale decir, sueños desde el ello o desde el yo. El mecanismo de la formación del sueño es para ambos casos el mismo, y también la condición dinámica es idéntica. El yo prueba su tardía génesis a partir del ello suspendiendo temporariamente sus funciones y permitiendo el regreso a un estado anterior. Esto acontece de la manera correcta cuando interrumpe sus vínculos con el mundo exterior y retira sus investiduras de los órganos de los sentidos. Uno puede decir, con derecho, que al nacer se ha engendrado una pulsión a regresar a la vida intrauterina abandonada, una pulsión de dormir. El dormir es un regreso tal al seno materno. Como el yo de la vigilia gobierna la motilidad, esta función está paralizada en el estado del dormir y, por eso, se vuelven superfluas buena parte de las inhibiciones que pesaban sobre el ello inconciente. De esta manera, el recogimiento o rebajamiento de esas «contrainvestiduras» permite al ello una medida de libertad que ahora es inocua.
Las pruebas de la participación del ello inconciente en la formación del sueño son abundantes y de fuerza demostrativa. a) La memoria del sueño es mucho más amplia que la del estado de vigilia. El sueño trae recuerdos que el soñante ha olvidado y le eran inasequibles en la vigilia. b) El sueño usa sin restricción alguna unos símbolos lingüísticos cuyo significado el soñante la mayoría de las veces desconoce. Empero, mediante nuestra experiencia podemos corroborar su sentido. Es probable que provengan de fases anteriores del desarrollo del lenguaje. c) La memoria del sueño reproduce muy a menudo impresiones de la primera infancia del soñante, de las cuales podemos aseverar de manera precisa que no sólo han sido olvidadas, sino que devinieron inconcientes por obra de la represión. Sobre esto se basa la ayuda, indispensable las más de las veces, que el sueño presta para reconstruir la primera infancia del soñante, cosa que nosotros intentamos en el tratamiento analítico de las neurosis. d) Además, el sueño saca a la luz contenidos que no pueden provenir de la vida madura ni de la infancia olvidada del soñante. Nos vemos obligados a considerarlos parte de la herencia arcaica que el niño trae congénita al mundo, antes de cualquier experiencia propia, influido por el vivenciar de los antepasados. Y luego hallamos el pendant de ese material filogenético en las sagas más antiguas de la humanidad y en las supervivencias de la costumbre. El sueño se erige así, respecto de la prehistoria humana, en una fuente no despreciable.
Ahora bien, lo que vuelve al sueño tan inestimable para nuestra intelección es la circunstancia de que el material inconciente trae consigo, cuando penetra en el yo, sus modalidades de trabajo. Esto quiere decir que los pensamientos preconcientes en los cuales halló su expresión son tratados, en el curso del trabajo del sueño, como si fueran sectores inconcientes del ello; y, en el otro caso de formación del sueño, los pensamientos preconcientes que consiguieron un refuerzo de la moción pulsional inconciente son degradados al estado inconciente. Sólo por este camino averiguamos las leyes del decurso en el interior de lo inconciente, y aquello que las distingue de las reglas, por nosotros consabidas, del pensar de vigilia. El trabajo del sueño es, pues, en lo esencial, un caso de elaboración inconciente de procesos de pensamiento preconcientes. Para tomar un símil de la historia: Los conquistadores que penetran con violencia en un país no lo tratan según el derecho que ahí encuentran, sino de acuerdo con el suyo propio. Sin embargo, el resultado del trabajo del sueño es inequívocamente un compromiso. En la desfiguración impuesta al material inconciente y en los intentos, harto a menudo insuficientes, por dar al todo una forma todavía aceptable para el yo (elaboración secundaria), se discierne el influjo de la organización yoica aún no paralizada. Es, en nuestro símil, la expresión de la resistencia que signen ofreciendo los sometidos.
Las leyes del decurso en lo inconciente que de este modo salen a la luz son asaz raras y bastan para explicar la mayor parte de lo que en el sueño nos parece ajeno. Hay, sobre todo, una llamativa tendencia a la condensación, una inclinación a formar nuevas unidades con elementos que en el pensar de vigilia habríamos mantenido sin duda separados. A consecuencia de ello, un único elemento del sueño manifiesto suele subrogar a todo un conjunto de pensamientos oníricos latentes como si fuera una alusión común a estos, y, en general, la extensión del sueño manifiesto está extraordinariamente abreviada por comparación al rico material del cual surgió. Otra propiedad del trabajo del sueño, no del todo independiente de la primera, es la presteza para el desplazamiento de intensidades psíquicas(17) (investiduras) de un elemento sobre otro, de suerte que a menudo en el sueño manifiesto un elemento aparece como el más nítido y, por ello, como el más importante, pese a que en los
proviene de un resto de actividad preconciente en la vida de vigilia. Ahora bien, el yo durmiente está acomodado para retener con firmeza el deseo de dormir, siente esa demanda como una perturbación y procura eliminarla. Y el yo lo consigue mediante un acto de aparente condescendencia, contraponiendo a la demanda, para cancelarla, un cumplimiento de deseo que es inofensivo bajo esas circunstancias. Esta sustitución de la demanda por un cumplimiento de deseo constituye la operación esencial del trabajo del sueño. Quizá no huelgue ilustrar esto con tres ejemplos simples: un sueño de hambre, uno de comodidad y uno de necesidad sexual. En el soñante, dormido, se anuncia una necesidad de comer, sueña con un soberbio banquete y sigue durmiendo. Desde luego, tenía la opción entre despertarse para comer o continuar su dormir. Se decidió por esto último y satisfizo su hambre mediante el sueño. Al menos por un rato; si el hambre persiste, no tendrá más remedio que despertar. El otro caso: el soñante (es médico y} debe despertar a fin de encontrarse en la clínica a cierta hora. Pero sigue durmiendo y sueña que ya está ahí, es verdad que como paciente, y entonces no necesita abandonar su lecho. O bien por la noche se mueve en él la añoranza de gozar de un objeto sexual prohibido, la esposa de un amigo. Sueña que mantiene comercio sexual, no con esa persona, ciertamente, pero sí con otra que lleva igual nombre, por más que esta le resulta indiferente. O su revuelta se exterioriza en permanecer la amada en total anonimato.
Desde luego que no todos los casos se presentan tan simples; en particular, en los sueños que parten de restos diurnos no tramitados y no han hecho sino procurarse en el estado del dormir un refuerzo inconciente, suele no ser fácil poner en descubierto la fuerza pulsional inconciente y su cumplimiento de deseo, pero es lícito suponer su presencia en todos los casos. La tesis de que el sueño es un cumplimiento de deseo será recibida con incredulidad si se recuerda cuántos sueños poseen un contenido directamente penoso o aun hacen que el soñante despierte presa de angustia, para no hablar de los tantísimos sueños que carecen de un tono de sentimiento definido. Pero la objeción del sueño de angustia no resiste al análisis. No se debe olvidar que el sueño es en todos los casos el resultado de un conflicto, una suerte de formación de compromiso. Lo que para el ello inconciente es una satisfacción puede ser para el yo, y por eso mismo, ocasión de angustia.
Según ande el trabajo del sueño, unas veces lo inconciente se habrá abierto paso mejor, y otras el yo se habrá defendido con más energía. Los sueños de angustia son casi siempre aquellos cuyo contenido ha experimentado la desfiguración mínima. Si la demanda de lo inconciente se vuelve demasiado grande, a punto tal que el yo durmiente ya no sea capaz de defenderse de ella con los medios de que dispone, este resignará el deseo de dormir y regresará a la vida despierta. Se dará razón de todas las experiencias diciendo que el sueño es siempre un intento de eliminar la perturbación del dormir por medio de un cumplimiento de deseo; que es, por tanto, el guardián del dormir. Ese intento puede lograrse de manera más o menos perfecta; también puede fracasar, y entonces el durmiente despierta, en apariencia por obra de ese mismo sueño. De igual modo, el valiente guardián nocturno cuya misión es velar por el reposo de la pequeña ciudad no tiene más remedio, en ciertas circunstancias, que armar alboroto y despertar a los ciudadanos que duermen.
Para concluir estas elucidaciones, asentemos la comunicación que justificará el habernos demorado tanto en el problema de la interpretación de los sueños. Ha resultado que los
mecanismos inconcientes que hemos discernido merced al estudio del trabajo del sueño, y que nos explicaron la formación de este, permiten también inteligir las enigmáticas formaciones de síntoma en virtud de las cuales las neurosis y psicosis reclaman nuestro interés. Una coincidencia como esta no puede menos que despertar en nosotros grandes esperanzas.
El sueño es, pues, una psicosis, con todos los despropósitos, formaciones delirantes y espejismos sensoriales que ella supone. Por cierto que una psicosis de duración breve, inofensiva, hasta encargada de una función útil; es introducida con la aquiescencia de la persona, y un acto de su voluntad le pone término. Pero es, con todo, una psicosis, y de ella aprendemos que incluso una alteración tan profunda de la vida anímica puede ser deshecha, puede dejar sitio a la función normal. Así las cosas, ¿es osado esperar que haya de ser posible someter a nuestro influjo, y aportar curación, a las enfermedades espontáneas de la vida anímica, incluso las más temidas?