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Eutanacia como morir, Resúmenes de Fisiología

editorial:%20Centre%20de%20Pastoral%20Lit%C3%BArgica%0AA%C3%B1o%20de%20edici%C3%B3n%3A%202022%0AAutor%C3%ADa%3A%20Varios%20Autores%20(AA.%E2%80%AFVV.)

Tipo: Resúmenes

2024/2025

Subido el 11/07/2025

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La
eutanasia,
entre
la
ética
y
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religión
CoN
este
artículo
quiero
contribuir
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la
refle-
xión
sobre
el
problema
de
la
eutanasia,
actualiza-
do
por
el
espectacular
caso
de
Ramón
Sampedro,
de
quien
personalmente
fui
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por
nacimien-
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aunque
no
tuve
ocasión
de
conocerlo
y
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le.
Como
no
soy
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moral,
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planteamiento
de
fondo;
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concreto,
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siera
arrojar
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precisa
juntura
donde
se
tocan
y
articulan
lo
religioso
y
lo
ético,
lo
filosófico
y
lo
teológico.
Tal
vez
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común.
Pero,
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de
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Andrés
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Teológico Compostelano. Santiago.
Tomo 237 (1998)
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La eutanasia, entre

la ética y la religión

CoN este artículo quiero contribuir a la refle- xión sobre el problema de la eutanasia, actualiza- do por el espectacular caso de Ramón Sampedro, de quien personalmente fui vecino por nacimien- to, aunque no tuve ocasión de conocerlo y tratar- le. Como no soy especialista en moral, intento ir al planteamiento de fondo; más en concreto, qui- siera arrojar un poco de luz sobre esa precisa juntura donde se tocan y articulan lo religioso y lo ético, lo filosófico y lo teológico. Tal vez en algún punto delicado me aparte de la opinión común. Pero, h echa con espíritu de diálogo, ésa es la verdadera contribución de toda propuesta que int enta aportar algo al trabajo de conjunto.

Andrés Torres Queiruga*

EL problema de la eutanas ia estaba ahí, latente, agudizado por los mismos progresos de la medicina, que, aumen- tando espectacularmente las posibilidades de alargar la vida, han ampl iado

  • Profesor de Teología Fundamental y Fenomenología de la Religión. Instituco Teológico Compostelano. Santiago.

Tomo 237 (1998) RAZÓN^ Y FE^ PP.^ 373-

también la probabilidad de prolongar la agonía; a veces, hasta lo intolerable. El caso de Ramón Sampedro no ha sido, en realidad, más que el detonante que desencadenó el síndrome. Y como todo síndrome, cuando se hace agudo, resulta doloroso, causa susto y hace saltar las alarmas. Pero ésa es también su función curat iva: obliga a prestar atención expresa y convoca al trabajo de buscar una respuesta. De hecho, el panorama español se ha removido hasta el sobresalto y el problema ha irrumpido en la conciencia común. No existe med io que no le haya prestado atención, y pocas personas habrán quedado sin aventurar una opinión o al menos sin desear una respuesta. No soy gran lector de periódi- cos y menos escuchador de radios, pero mi impresión ha sido que, en gene- ral, el caso se ha tratado con seriedad y con evidente deseo de encontrar sali- das dignas a un desafío tan duro como delicado, tan íntimo como de enor- me trascendencia social. La misma Conferencia Episcopal Española ha saca- do un documento que, en tonos de humanidad, sintonía empát ica y apertu- ra a la sensibilidad común, no tiene muchos precedentes.

Un problema ético, no directamente religioso

DESDE que por vez primera en la modernidad, allá en el siglo XVII, Francis Bacon empleara la palabra, pen- sando sólo en aliviar los dolores de los enfermos terminales, hasta su rad ica- lización en el siglo XI X, cuando empieza ya a adquirir para muchos el sig- nificado más fuerte de proporcionar activamente una muerte agradable, la

eutanasia (eu - thanein = bien morir) se ha convertido en uno de los problemas

agudos para la conciencia ética y religiosa. Como he dicho, el caso de Ramón Sampedro lo ha demostrado con evidencia bien palpable. Cumple, por eso, afrontarlo con la honda seriedad de algo que nos afecta a todos, evitando esas polémicas estéri les y tantas veces estúpidas de los que piensan que por ata- car a un adversario, sea del color que sea, ya solucionaron el problema. Aquí no pretendo dar soluciones definitivas; entre otras cosas, porque creo que no existen. La int ención es únicamente la de aclarar algunos puntos importan - tes que ayuden a la reflexión común. Para hacerlo hoy resulta indispensable referirse a un proceso histórico, lento y todavía en marcha, pero de consecuencias decisivas: la autonomización de la ética. La conciencia rel igiosa, y con ella todo el pensamiento anterior al

Y la historia muestra no sólo que todos precisamos ese diálogo, sino también que , cuando lo practicamos, todos salimos ganando. De hecho, his - tóricamente la religión ha sido la gran matriz de la moral: una cons ideración rea lis ta sabe que, a pesar de todo, los logros de ésta resu ltan inconcebib les sin la aportación de las tradiciones religiosas. A su vez la reflexión ética, sobre todo en los períodos de cambio cult ural, ayudó a corregir muchas deformaciones morales induc idas por una falsa comprensión de la religión: piénsese en el proceso moderno de la libertad, de la toleranc ia, de la demo- craC1a.

Lo bueno para Ramón Sampedro
es lo «bueno» para Dios

ALGÚN lector podrá consi derar todo esto como una innecesaria digresión. No es tal, o eso espero, puesto que lleva inmediatamente a nuestro tema. Permite, en efecto, comp render algo deci- sivo: en el problema de Ramón Sampedro, como en el de la eutanasia o de toda gran decis ión moral , de lo q11e se trata ante todo y sobre todo es de b11scar el bien de la persona (de la persona-en-sociedad ha de entenderse siempre). No se trata en modo alguno de que la religión quiera esto y la ética aquello, de que los creyentes tengan que opi nar necesariamente de un modo y los increyen- tes de otro. Se trata de acertar con lo mejor, y de intentarlo mediante argu- mentos éticos. Por eso las coincidencias y las discrepancias at raviesan la barreras confesionales: aceptar o no aceptar una pauta mora l determinada no divide en pri ncip io a creyentes y no creyentes; de hecho, partidarios y adver- sari os de la eutanasia activa, por ejemplo, los hay en uno y otro lado. Después, eso sí, cada cual tendrá que integrar el resultado en la propia visión u hor izo nte. Vengamos a nuestro ejemp lo. Para saber -permítaseme hablar así- qué es lo que Dios quiere en el caso de Ramón Samped ro, en sus circunstancias irrepet ibles y concretas, la fe no dispone , en definitiva , de otro criterio que el de intentar descubrir qué es bueno para él como persona humana. De hecho, resu lta es t rictamente equiva lente afirmar «esto es bueno para Ramón Sampedro » o «esto es lo que quiere Dios para Ramón Sampedro ». Lo cual tiene de entrada una consecuencia muy importante y clarifica- dora: evitar introd11cir arg11mentos teológicos en una dismsión ética. No porque deban ignorarse abso lutamente, pues, como he dicho, muchos contenidos en traron de hec ho en la ética por la vía re lig iosa; sino porque, una vez que

pretenden validez en ese campo, deben poder ser validados con argumentos éticos. También aquí Kant -a unque tal vez demasiado tímida y saltuaria- mente- había enunciado lo fundamental: «Pero no es éste el único caso en el que esa maravill osa religión (el cristianismo), en la gran sencillez de su pre- sentación, enriqueció la filosofía con conceptos de la moral más dete rmina- dos y puros en cuanto ella pudiera proporc ionar hasta entonces; los cuales, con todo, una vez que están ahí, son libremente aprobados por la razón y aco- gidos como tales, si bien habría podido y deb ido ella misma ll egar a ellos y haberlos introducidos (2). Así, en este prob lema específico debe aportarse con exquisito cuidado un argumento del que se usa y abusa indiscriminadamente: «no somos dueños de nuestra vida, pues ésta es un don de Dios, y sólo Él puede disponer de ell a». Hay algo ahí en lo que la conciencia religiosa se reconoce espontánea- mente: el hecho de vivir el propio ser y la propia vida como don, como rega- lo libre y amoroso de Dios. Pero ya no resulta tan clara la consecuencia. Porque , justamente , Dios me ha regalado la vida a mí, para que yo la admi- nistre. No soy Dios, pero tampoco esclavo: vivo en relación filial, pero bajo mi responsabilidad (cf. Gál 4, 7). Y la misma actitud bíblica, serena y sin

(2) Kritik der Urtei/Jkraft, B 462 nota; ed. W Weischedel X, 3 1978, p. 439; cf. todo el párrafo 91, 433-442. Cf. otras acla- raciones y referencias en mi libro La conJtitución moderna de la razón religioJa, cit., 241-251. Es importante insistir en este punto. Naturalmente, dado que nadie - filósofo o teólogo- empieza desde cero, hay que con- ta r con la tradición. La memoria religiosa fue acumulando «solu- ciones» que yo puedo considerar ya como adquiridas y aplicar- las, llegado el caso: si me preguntan si es bueno robar u odiar al prójimo, contesto inmediatamente que no, porque esa solución la tengo ya formulada en mi tradición. Pero proceder así impli- ca, como condición de legitimidad, dos cosas decisivas: 1) que esas «so lucion es» fueron propuestas en su tiempo porq11e, al parecer buenas para la persona, alguien supo reconocer en ellas la voluntad de D ios (a Moisés no le escribieron los mandamien- tos en las tablas de piedra, más que en el símbolo literario; en la realidad, fu eron descubiertos desde la reflexión sobre la expe- riencia); 2) tienen que poder ser validadas continuamente en la historia: no se aceptan «porque Moisés lo dijo», sino, en defini- tiva, porque cuando él lo dice y gracias a que él lo dice, noso- tros podemos comprobar que es verdad (la revelación como «mayéutica»). U na exposición clara de este proceso en la Biblia puede verse en L. Sicre, Introd11cció11 al Antiguo TeJtamento, Estella, 1992, 109-127.

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agonía irreversible; es el rechazo general del acertadamente llamado «e ncar - nizamiento terapéutico » («eutanasia pasiva»). 2) Positivamente: es lícito aplicar remedios que alivien el dolor, aun sabiendo que pueden acortar la vida del paciente; se trata de una cierta «eutanas ia activa», pero, en última instancia, dado su carácter «indirecto », moralmente cabe equipararla con la pasiva (así lo haré a lo largo de la reflexión). Un mínimo de realismo hace ver que con estos dos puntos, sobre todo con el segundo, cabe afrontar con aceptab le claridad ética la inmensa mayo- ría de los casos. Y tanto los médicos como los fami liares y la sociedad en general saben -sabemos- muy bien que los límites son fluidos y que muchas veces resulta incluso difícil distinguir entre eutanasia activa o pasiva. Se abre ahí un amplio campo, no siempre libre de dudas ciertamente, pero en el que de ordinario el cariño al enfermo, la responsabi li dad médica y la intimidad de la concienc ia lograr acertar con soluciones no traumáticas y verdadera- mente humanas.

La frontera del disenso

E1 problema aparece propiamente cuan-

do, en un paso más allá, la intención directa de la intervención no es ya el am in oramiento del dolor, sino la muerte del paciente. Desde luego, los lími - tes no son claros tampoco aquí. ¿cuándo cabe hablar de euta nasia activa res- pecto de una dosis de morfina: cuando trae la muerte en cinco minutos, en una hora, en un día, en una semana...? Por el mismo motivo tampoco resulta siempre clara la delimitación entre eutanasia y suicidio (y las correspondientes colaboraciones). Desde lu ego la inminencia de la muerte bio lógica suele marcar una diferencia clara: la eutanasia se caracteriza justamente por limitarse a acelerar una muerte ya inevitable a causa de la propia biología (aun así, como en el caso anterior, le! límite del adelanto está en media hora , en un día, en una semana, en un mes, en un año ... ?). Todavía resulta menos clara la diferencia marcada por el carácter insoportabl e o inhumano del sufrimiento, dada su enorme variedad: sufrimiento físico, pero también psíquico; dolor directo, pero también dis- minución de las capac idades vitales o empobrecimiento extremo de la vida ... Por esa razón resulta preferible plantear la cuestión hablando de muerte digna o de morir humanamente, en cuanto concepto genera l capaz de acoger bajo sí las diferentes variedades. Adem ás, esa expresión mues tra el carácter positivo de lo que se busca, situando el prob lema en el único lugar donde

result a humanamente posible preguntar por la legitimidad moral de una acción tan extrema, es decir, preguntar si esa muerte puede en algún caso representar un valor preferible a la vida concreta que está teniendo la perso- na. Resulta claro, en todo caso, que en este complejo y sutilísimo terreno las transiciones son por fuerza borrosas y que -aun teniendo en cuenta las pre- cisiones de Hegel a Kant- lo decisivo es la intención. En definitiva, só lo la intención puede determinar el carác ter específicamente h11mano 1 y por tanto moral, de las acciones: en el aspecto «fís ico» la acción de dispararse un tiro es la misma hecha por egoísmo o para salvar la vida de una población inocen- te; pero mora lmente la diferencia es radical. De hecho, el mismo cristianismo ha valorado siempre como prueba máxima de amor la de «dar la vida » por los demás (Jn 15, 13); y afirma expresamente que «el que quiera poner a sa lvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa y por la del Evangelio, ése la pondrá a sa lvo » (Me 8, 5). Tener esto en cuenta resulta indispen sab le para evitar, por un lado, la justificación de egoísmos encub iertos o de intereses bastardos y, por otro, co nclusiones aprióricas o legalismos que sólo ven la regla genera l y nunca el caso part icular de la persona sufriente. Envo lviendo estas dificultades concretas, está la dificultad general: justo porque estamos en las fronteras de lo humano, es decir, en las últimas estriba- ciones donde la vida persona l intent a explorar los modos correctos de su rea- lización, hay que conta r con que,por definición, no existen seguridades. Encima, la indefinición y la incerteza se acentúan, cuando los cambios culturales y técnicos introdu cen problemas inéditos sobre los que no existe experiencia pre- via, poniendo a la humanidad ante opciones de las que todavía nadie cono- ce bien las consecuencias. El tanteo de nuevas posibilidades, el anál isis de los resultados provisio- nales o el diá logo interdisciplinar aparecen entonces como comp lemento indispensable de las enseñanzas de la tradición. Y la auténtica rectitud moral debe tomar muchas veces la figura de la espera humilde y prudente -sea en la forma de aplazar las opciones, cuando es posible, sea en la de proponer soluciones provisionales y por tanto revisab les-; aceptándose además en una actitud pl11ralista 1 que respeta el derecho de las opciones diferentes. Tener ya siempre soluciones previas para todo no es precisamente la mejor muestra de salud moral. De hecho, estoy convenc ido de que nuestra Iglesia resu ltará mucho más creíble, y por lo mismo incluso de mayor influ- jo ético, el día en que ante un caso nuevo sea capaz de decir expresamente algo qu e en el fondo ya algunas veces hace en la práctica: «todavía no vemos

al enfermo, acoger su angustia, hacer que se sienta miembro vivo de la comun idad ... ¿cuándo se puede afirmar con verdad que ya se ha hecho todo en este sentido? Y la psicología profunda, igual que para el caso de ciertos intentos de suicidio, enseña algo de decisiva importancia: que muchas veces la petición de muerte por parte del enfermo no es más que una forma tími- da, inconfesada e indirecta de pedir atención y cariño. Darle la muerte puede muchas veces ser fi el a la letra de su demanda, pero profundamente infiel a la verdad entrañable de su petición de fondo. Puede incluso ser un recurso cómodo, aunque inconfesado, para librarse de la angustia y de la incomodi- dad que supone afrontar la situación (4). Y no sólo eso: cada vez más disponemos de medios técnicos que ofrecen posibilidades in sospechadas en situaciones que hasta hace muy poco tiempo resultaban de total indefensión y desamparo. Más de una vez lo he pensado, en concreto, para el caso de Ramón Sampedro: si en lugar de tanta discusión teórica -o, si queremos, a su lado, pues la discusión no sobra-, se concen- trasen los esfuerzos en ayudarle a acomodar la vivienda de modo que pudie- se entrar y sa lir con una silla adecuada, y se le procurasen medios informáti - cos algo mejores que un palito en la boca, ta l vez su vida resulta se mucho más rica, tolerable y vivible. Encaminar exigencias y protestas para un a mayor atención social -financ iación incluida- resulta sin duda más abierto y desde luego más fructífero que reducirse a proclamas, denunc ias, acusacio- nes o fáciles progresismos.

Los casos extremos

AuN así, por desgracia, queda siempre ese duro y doloroso margen de los casos extremos, donde lo intolerable de la situación puede susc itar la pregunta seria y responsable acerca de si el valor de morir de una manera humana no resulta preferib le a esa vida concreta.

(4) J. Gafo cuenta el hecho extraordinariamente significa- tivo de la an tigua Presidenta de la E11ta11,11ia Society británica, quien, ante la observación de una atención verdaderamente humana afirmó: «Si todos los pacientes mueren como el que acabo de ver, yo podría deshacer la Eutanasia Sociecy» («Eutanasia », en Jd., 10 Palabrm claves en Bioética, Estella, 19 93, 1 34; este are., en el que el autor sintetiza sus trabaj os aJ respec- to, ofrece una excelente síntesis del problema).

Supuestas las condiciones fundamentales de cuidado por parte de los otros y de libre voluntad por parte del pac iente, la unan imidad de los pareceres se rompe y, desde luego, no parecen razonables dogmatismos aprióricos por nin- guno de los extremos. Aquí las razones militan a favor de uno y otro bando, y las decisiones en conciencia, sin seguridad total, parecen muchas veces la salida más viable. A favor de una eutanasia activa en casos extremos estaría en un primer plano el derecho a una muerte digna como ún ica alternativa a una larga ago- nía con sufrimientos insoportables, o, al revés, con un cuerpo convertido en «vegetal humano», acaso como objeto de experimentación entre los aparatos de una medicina tecnificada. En un plano más hondo se habla también del derec ho a la «muerte propia», en el sentido de configurar el «propio morir», ejerciendo libremente esa última posibilidad de la existencia: «El hombre, a diferencia de los animales, no soporta su vida como una carga que no puede abandonar. Es libre para aceptar su vida o para destruirla», escribió Bo nhoffer en el apartado de su Ética dedicado al suicidio. Ya he dicho que contra este argumento no me parece correcto oponer sin más la razón de que Dios es el «dueño » de la vida, puesto que Él nos la regala de verdad: acompañándola con todo su amor, pero entregándo la -c on exquisito respeto- a nuestra responsabilidad. Por eso no me convence la argumentación del propio Bon hoffer, cuando, subrayando -acaso demasia- do- los valores posit ivos del suicid io, acaba por afirmar: «No existe otra razón convincente para la maldad del suicidio, que el hecho de que sobre el hombre está Dios »; y más adelante: «resulta completamente claro que un juicio moral sobre el suicid io es imposible, y que ciertamente el suicidio no tiene nada que temer de una ética atea. El derecho al suicidio es anu lado úni- camente por el Dios vivo». Repito: si hubiese razones éticas verdaderamente válidas, es decir, que mostrasen que en un determinado caso el suicidio «sería bueno para la per- sona», yo no dudo de que entonces eso sería también lo que Dios querría (pues Él no quiere más que nuestro bien). Las razones del posible rechazo o aceptación tienen que venir del plano ético. Acertaremos o no, pero lo que sea bueno para el ateo lo será también para el creyente, pues, en última y defin itiva instancia, se trata de que sea bueno para la persona. Sé que con estas afirmaciones estoy tocando un punto muy delicado. Pero creo que va siendo hora de tomar en toda su consecuencia la creciente conciencia de la autonomía de la ética y la moral. Esto obligará, ciertamente, a las igles ias a revisiones que pueden parecer arriesgadas y aun resu ltar do lo- rosas. Sin embargo, abrigo la esperanza de que será bueno para todos.

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Para no hablar del peligro de equivocación en el diagnóstico, o de deci- sión precipitada en un momento de depresión o especialmente difícil. Existe incluso el riesgo de una decisión induc ida por la presión social: me impre- sionaron las declaraciones de un tetrapléjico que, a raíz de la muerte de Sampedro, se quejaba de que se estaba creando un clima donde aquel que no quiera morir en esas circunstancias va a acabar pareciendo un cobarde, un egoísta o un parásito ... (7). Y sobre todo está lo que alguien ha llamado «efecto ruptura de dique»: abierta la puerta, la riada de consecuencias puede resu ltar imparab le. Lo diré con las pa labras, ciertamente duras, de un period ista a raíz del mismo caso: «Una despenalización, mucho más una legalización, de la eutanas ia activa conduciría, pri_mero, a su habitualidad en altos porcentajes entre enfermos de males estadísticamente irreversib les; después, a la impunidad de un número indeterminado de fam il iars que alegaría el deseo de evitar sufrim ientos a uno de los suyos; en el mejor -fo en el peor? - de los supuestos, a una institucio- nalización del tránsito, en cuyo proceso intervendrían jueces y médicos, con- virtiendo los sanatorios en tanator ios o, lo que es lo mismo, los sanadores en verdugos misericordiosos. El paso fina l e inevitable, ya iniciado subrepticia- mente, sería eliminar a los ancianos - perdón, a la tercera edad- , por lo menos a los solitarios. Puestos a hacer memoria, las alternativas - según el humani- tarismo o la inhumanidad de los sistemas- osc ilarían entre la euta nas ia hitle- riana, los plácidos ocasos programados de la ciencia hasta hace poco fictic ia o la compasión de los dueños de los animales domésticos muy queridos » (8). Los acentos están cargados , sin duda. Pero una auténtica preocupación por lo humano no puede ignorar estos peligros, que el mismo arte -Un mttndo feliz, 1984 ...- viene intuyendo y denunciando desde hace tiempo. Por eso han de cuidarse las argumentaciones que atiende n únicamente a la libertad individual. El enfermo no es un ser meramente individual, sino personal, y por tanto social. Su caso no representa nunca un dato aislado. Y eso significa, cierta e irrenunciablemente, que no puede someterse sin más al contexto en el que está ínt imamente impli cado; pero indica al mismo tiem- po que tampoco puede prescindir, pues, como bien muestra la cita, correría

(7) Y respecto del mismo Sampedro siempre tuve cierto miedo de que pudiese acabar siendo víctima del propio «guión» (por otra parte, si no inducido, pues era un hombre de gran per- sonalidad, sí parece que fomentado, como algún familiar no dejó de insinuar). (8) A. Lez cano, «No suicidarás », La VÍJ z de Galicia, 19- 1- 1998, p. l l.

el peligro de aca bar devorado por él (9). Siempre nos enco ntraremos aboca- dos al problema de conseguir un equilibrio difícil y casi imposib le. Por eso se impone buscarlo juntos, con la única intención de acertar con aquell o que se muestre mejor y más digno para la vida human a.

Las posibilidades abiertas

ALERTADA así la responsabilidad y vis- tos los pros y los contras, lo me nos seguro resulta ser la seguridad, el dog- matismo. Conviene además tener en cuenta que existe una historia de la libertad. Lo que en siglos pasados nec es itaba estar regulado por la ley, al abrigo del arbitrio individual , a fin de evitar consecuencias desastrosas para la concien- cia y la sociedad, con el tiempo acaba muchas veces por ser asimilab le. La historia de la tolerancia ofrece en este sentido un auténtico muestrario de «libertades » que en un momento fueron rad icalmente excluidas como pre- suntamente ruinosas para la sociedad y que hoy nos parecen elementales, empezando por la misma lib ertad religiosa. Y, para permanecer más cerca- nos a nuestro tema, la legitimidad de la guerra «justa» o la de la pena de muerte son vistas hoy con ojos morales muy dist in tos a los del siglo XIX , no digamos del Medioevo. Esta historia no es, desde luego, lineal. Y no cabe ignorar que prec isa- mente los períodos de «final de cu ltura» -permitidm e que no diga «final de milenio »- son propicios a un excesivo relativismo mora l: no por casua lidad se hablaba , precisamente ayer, de «pensamiento débil». Los brotes de racis- mo y xenofobia, por un lado; el ocultamiento de la muerte y una especie de pena lización social de la falta de sa lud o juventud, por otro , son fantasmas siempre latentes, pero que hoy asoman con demasiada facilidad sus peligro- sas fa uces.

Con todo, parece difícil negar la existencia de casos que obligan a tomar moralmente en serio la posib ilidad de la eutanasia. Los peligros están ahí y son graves; pero, como dice el viejo adagio jurídico, ab11s11s non tollit 11s11m: «el

(9) El Dr. F. Jiménez Herrero, presidente de la Soc iedad Española de Geriatría, llega a afirmar: «Degraciadamente, as distanasias por abandono, omisiós, negacións ou dilacións son frecuent ísimas na nasa sociedade, nos hospitais, nas residencias e nas familias» («O mundo dos maiores na nosa Galicia», E11cmcillada 19 [1995) 56).

todo, no tengo por qué agarrarme con fuerza y a coda cosca a unos días más en la cierra ... ». De codos modos, distinción no equiva le a separación; menos aún en escas zonas que, alcanzando el núcleo de lo humano, convergen todas en su uni- dad fundamental. Si el discernimiento objetivo es comú n, la vivencia se encuadra, como he dicho, en la diferencia de las propias convicciones. Una misma opción puede viv irse de manera muy diversa. Quien piense que las «fauces de la muerte» (Bloch) son el fina l de coda utopía y la ruina de toda esperanza, no vive igual su opción que aquel para quien la muerte, siendo terrible, representa en definitiva el tránsito a un nuevo nacimiento. Una visión del mundo que, como la de Monod, ve a los hombres y mujeres como zíngaros sol itarios al borde de un universo que los ignora, sordo a sus músi- cas y ciego para sus sufrimientos, induce por fuerza una vivencia muy dis- tinta a la de los que se ven creados por un Amor que los sustenta y acom- paña, que, más fuerce que la misma muerte , los aguarda incluso más allá del sepulc ro. No es lo mismo morir creyendo «caer en la nada » que morir «hac ia el interior de Dios», en la esperanza de encontra rse en los brazos de una comun ión infi nit a. Fe, ciertamente; no evidencia pa lp able. Pero opción vivida por muchos y «verifi cada» en historias concretas que permitieron afrontar la muerte con una confianza radica l, incluso allí donde codo parecía negar su posibilid ad. El caso paradigmático y fun dante de J esús de Nazarec, justo por el horror ex tr emo de su injusticia y po r la ang ustia de su absurdo, le permite al cre- yente afrontar la suya, sea cual sea la que le coque, confiando en que está acogido por Dios: podrá equivocarse moralmente, podrá ser roto psíquica- Ulente, pero ningún género de muerte y ningún tipo de opción en conc ien- cia le pueden robar esa esperanza. Sa n Pablo expresó con energía y real ismo: «nada», ni lo más al eo ni lo más profundo, ni la muerte ni la vida: nada, por terrible que sea, nos puede apartar de esa segurid ad, porque ella no se apoya en nuestra frag lidad, sino en el «amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús, nu estro Seño r» (cf Rm 8, 35-38). Ésta es la gran aportación de la fe cristia na: no una diferencia ética , sino una vivencia religiosa, que permite vivir de manera distinta la muerte com ún. El equívoco pavoroso, la perversion irreparable surge cuando lo que es gracia se presenta como carga, cuando la suerte de sentirse amparados por un amor infinitamente gratuito, más fuerte que la misma muerte, se conv ierte en ob ligac ión servil, regida por la ley miserable del premio y del castigo. La pa labra creado ra de Dios, como bien traduce Karl Barth, es única y excl usi-

vamente liberadora: «No es que tú debas, sino que tú p11edes vivir» (D11 must ja gar nicht, d11 darfst ja leben). El ideal sería incrustar en la conciencia de todos la posibilidad gloriosa de acoger la propia muerte hasta poder, como el Poverello de Asís, llamarla «hermana»; o, incluso en medio de sufrimientos insoportables , seguir afirmando, como Teresa de Lisieux, que «todo es gra- cia». Lo ideal, ya se sabe, no siempre es posible. Pero al menos cabe esforzar- se por asegurar lo fundamenta l: testimoniar ese misterio, oscuro y magnífi- co, fomentando el amor a la vida frente a tanta fuerza de muerte como tra- baja nuestro mundo. Ése, y no una moralización estrecha, es el verdadero rol de la religión. Rol que ha de manifestarse ante todo en el cultivo positivo, en el cuidado abnegado, en el acompañamiento fraternal, que envuelvan al enfermo hasta el último momento, colaborando con el amor creador y sal- vador de Dios. Así se reducirá al mínimo la aparición de los casos extremos en los que la vida biológica se haga insoportable, obligando a confrontarse con el dilema terrible entre su continuación o su interrupción activa. Y si, a pesar de todo, el dilema se presenta, acompañar al enfermo o a sus familia- res, con respeto delicado y profundo ante la decisión de una conciencia que tiene su dignidad suprema no tanto en el acierto objetivo como en la hones- tidad de la intención subjetiva. Leídas en esta perspectiva, las palabras de San Pablo, a propósito de una cuestión distinta, resultan extrañamente luminosas: «Que cada uno obre por plena convicción(. .. ). Ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno de noso- tros muere para sí. Si vivimos, para el Señor vivimos; y, si morimos, para el Señor morim os; así que, vivamos o muramos, somos del Señor (Rm 14, 5-8).