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Ya en su primera obra importante se advierte una ruptura violenta entre lo que es en ella la reproducción feliz de la realidad campesina y el desdichado uso de formas intelectualizadas de lenguaje.
Tipo: Apuntes
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Ya en su primera obra importante se advierte una ruptura violenta entre lo que es en ella la reproducción feliz de la realidad campesina y el desdichado uso de formas intelectualizadas de lenguaje.
Hacia 1900 la Argentina necesita un arte nacional: lo reclaman sus grupos tradicionales, lo apoya Roca, lo teorizan los escritores conectados con el grupo gobernante y a cada rato apelan a él las estructuras periodísticas. Se trata de una vieja carencia que en los últimos años del siglo XIX y a lo largo de la década que concluye en el Centenario, se actualiza como un concomitante rezagado del apogeo de la oligarquía liberal. El regreso de Roca en 1898 parecía ratificar esa sensación de estabilidad instaurada sobre la repetición de ciclos prefijados. La historia giraba con la uniformidad de una rueda. El período de 1880 a 1898 no solo es unitario y ascendente, sino que además resulta cada vez más homogéneo. El régimen podía considerarse definitivo, era algo natural, se cerraba el siglo y se aproximaba el Centenario, un solo partido controlaba el país y aunque hubiera enfrentamientos todos eran amigos. El liberalismo había triunfado. Hasta las contradicciones fundamentales parecían superadas, se las atenuaba de alguna manera, se intentaba anularlas cuando prevalecían las tendencias o canalizarlas cuando los sectores conciliadores imponían su criterio. Todo parecía en su sitio, cada cosa estaba en su lugar y las pautas permanentes de la nacionalidad resultaban verificables. Solo faltaba cultura, una cultura nacional. Las actitudes de los intelectuales se iban nucleando hasta establecer una polarización: a un sector de marcada tendencia estetizante no le preocupaba tanto que los resultados culturales significantes de una cultura nacional se distinguieran por sus peculiaridades, como que exhibiese una calidad análoga a la de los europeos. Eso fue el modernismo, la poesía y la prosa modernista y, en el teatro, la piéce bien faite. La acentuación de lo peculiar como logro de un arte nacional fue la otra vertiente: la novela realista, el criollismo, el nativismo y el populismo. A partir del teatro y de uno de sus representantes claves podrán verificarse en detalle las intercorrelaciones conocidas entre el apogeo de una clase directora tradicional y la llamada “época de oro” del teatro nacional, la aparición de un nuevo público y el pasaje al escritor profesional. Roca será reemplazado por Quintana y Sáenz Peña; y a medida que Yrigoyen y el radicalismo reaparezcan, dejen de ser perseguidos pasando al reconocimiento, el equilibrio entre los grupos tradicionales y las clases medias en ascenso se irá desplazando hasta romperse a favor de las últimas. El fin del apogeo de la oligarquía coincide y se amasa con el prerradicalismo y con la “época de oro” del teatro nacional. Y en la intersección de esas nuevas coordenadas se sitúa Sánchez.
Antes del estreno de M’hijo el dotor en 1903 se le venía haciendo buena prensa. Dar como categórico lo que no pasaba de probable, interesando al público y comprometiéndolo en una ratificación que implicaba gusto, contemporaneidad y una serie de connotaciones que por vigentes y acatadas debían configurar una “conciencia nacional”. El teatro nacional era posible. De ahí que El Diario se atrevía a pronosticar un éxito. Después del estreno de M’hijo el dotor, los intelectuales sintieron que empezaba un nuevo período en el teatro nacional. Por mediación del teatro y de la cultura habían trascendido el universo de las cosas para instalarse en la historia. De ahí en adelante
realmente existían. La Argentina era grande, tenía un gobierno fuete, su literatura había alcanzado estatura mundial. Sin embargo, había algo que no funcionaba en la totalidad de la obra; a pesar de la consagración, un detalle provocaba incomodidad: era Julio, el protagonista, el joven doctor. Ingenieros atribuye la responsabilidad de ese desajuste a Arturo Podestá, que había interpretado a su personaje “completamente a la inversa de cómo lo concibió el autor”. Pero quien mejor apunta el origen de las vacilaciones del actor es Emilio Fugoni: la raíz de todo debe buscarse en el resultado de las fisuras ideológicas de Sánchez: “Yo entiendo que el autor no ha estado feliz en su exposición del criterio revolucionario. Se me antoja que sin advertirlo ha traicionado en parte sus propósitos”.
Los desajustes en la actuación de Arturo Podestá no hacían sino encarnar las incoherencias y convencionalismos del personaje creado por Sánchez. Pese a la consagración que le habían otorgado, el malestar de los intelectuales se justificaba. Porque aunque el personaje de Sánchez proclame que su “moral es distinta de la moral que anda por ahí” resulta tan equivocada, incomprensible o simplemente negativa, que se ve en la necesidad de explicarla en dirección al público. Ni Jesusa ni el público pueden advertir todo lo que pasa adentro de Julio; se limitan a juzgarlo por su afuera, por sus actos y sus palabras. Y como sus actos y sus palabras deben configurar una unidad con su adentro, con las intenciones, los proyectos y la ideología que ha querido ponerle Sánchez, si manifiesta incoherencias es porque la incoherencia reside en Sánchez.
De acuerdo con la minuciosa descripción de Joaquín de Vedia en el proceso de creación de Florencio Sánchez se podrían separar cinco movimientos: Primer movimiento: Sánchez no hablaba de sí mismo, fundamentalmente paseaba por los barrios populares y miraba. Su mirada siempre era hacia afuera. Mira como si no mirara sin detenerse; ni consigna ni alora nada en especial en una especie de larga panorámica que no desecha los primeros planos. Mira abstraídamente hacia afuera pero como si no reflexionara en lo que mira porque eso significaría confrontar lo que está viendo con lo que piensa, y para confrontar hay que tener algo adentro y él está vacío. Se mantiene en el equilibrio que le ofrecen las orbitas: ni apasionados por lo de afuera ni vueltos hacia el interior. Pero esos ojos naturales en un segundo movimiento, realmente manifiesta su acumulación de datos: no se le ha escapado ni un solo detalle insignificante. Sáchez se va llenando y su vacío va haciendo lugar a toda una materia. De pronto, en un tercer movimiento, Sánchez sale de esa bruma que parece flotarle alrededor de la cabeza y se le acerca a de Vedia. Sánchez no aguanta más; ya está lleno, los datos de afuera lo colman, su vacío inicial se ha atiborrado y va a estallar. Hay una fuerza, algo más fuerte que él que lo pone tenso y él se entrega. Ya no es más apático e indiferente. Entonces, en un cuarto movimiento, empieza a escribir. Es el rapto, la inspiración, la diferencia del resto, la irracionalidad en movimiento. En un quinto movimiento, para desenvolver ese frenesí incontenible, el vértigo de la salida de su contenido, de su insoportable vaciedad totalmente llena, requiere testigos: en un cuarto de hotel, lleno de humo, en medio del “rumor, la agitación, la fiebre”, pide que no hablen bajo y todo encorvado, todo encogido, en un verdadero orgasmo de creación, da término a sus obras en pocas horas, de golpe, de un envión, sin comer ni dormir.
¿Hasta dónde es espontáneo ese estilo? Como escribir no participa de la misma simplicidad del segregar saliva o jugos gástricos, su mecanismo presupone una mayor
instintos regresivos adormecidos en el alma popular”. Porque con esa temática quedaba erigido el teatro de la fechoría y del crimen. Sánchez prefiere continuar su exposición de acuerdo con lo que cree una línea racionalista en el orden teatral y cultural. Por contraposición al moreirismo pretende colocarse en la mejor situación convirtiéndose en el arquetipo del nuevo teatro culto, realista, verídico, sincero, que no necesita echar mano de gauchos “retobaos” para plantear problemas auténticos. Para Sánchez, su propio teatro cierra un período negativo del teatro argentino, lo trasciende e inaugura, triunfal y verídicamente, otro mucho más válido. Su misma situación histórica adquiere a sus propios ojos esa nacionalización a través de la cultura y de lo culto. Es decir, de lo no gaucho, lo antigaucho.
Esa rígida polarización moreirismo-cultura es el eje del artículo donde expone su visión del mundo: El caudillaje criminal en Sudamérica. El núcleo decisivo del trabajo se centra en la oposición entre el caudillo encarnado en Joao Francisco frente al mundo urbano; el pasado gaucho que sobrevive en tajante polémica con las pautas progresistas. La oposición se complementa con la asimilación caudillo-barbarie-América frente a hombres culto-civiliación- Europa.
Civilización y barbarie, esquema clave en la teoría y en la práctica del país desde 1852 en adelante y que seguía teniendo vigencia fundamental en la teoría política de los grupos gobernantes cuando Sánchez estrena M’hijo el dotor. Si por un lado se negó el espontaneísmo de Sánchez, por otro se lo ha visto desarrollar una tesis en forma dramática. Esa tesis se inscribe en una teoría sobre el teatro, la cual, a su vez, se inserta en una opinión general que viene a configurar una visión del mundo. Esa visión del mundo se corresponde con la propuesta por los grandes teóricos del liberalismo argentino (Sarmiento en especial) y con la que sustentaba oficial y equívocamente la oligarquía gobernante en el momento en que Sánchez desarrolló su labor de dramaturgo.
Acontece que Sánchez proviene de una familia antiliberal y sus primeras actuaciones en el plano político-militar se alinearon junto a Aparicio Saravia y al blanquismo uruguayo. Aunque Sánchez escribe Cartas de un flojo, ¿qué significado profundo tiene “flojo” para su propia perspectiva? Muy simple: el flojo es el que se opone, denuncia o se burla de todos los adscriptos al criollismo, a la guapeza, a la lanza, al americanismo primario, al caudillismo, a su blanquismo familiar y tradicional a Saravia y la montonera, al pasado, al jinetismo, a la sabiduría intuitiva y campera. Es decir, la “barbarie”. Sánchez hacia el 1900 asume ser “flojo” y reniega de todos los valores que presupone el no serlo, el ser guapo. ¿Qué ha pasado entre su decisión de sumarse a la montonera del caudillo Saravia y su impugnación de todo lo que implique montonerismo, caudillismo, guapeza y gauchismo? Se plantean dos posibilidades: la primera, inverificable. Que realmente se haya mostrado como un flojo en la campaña con Aparicio Saravia, que haya sido señalado, acusado y burlado por sus camaradas blancos y gauchos y que Sánchez haya quedado afectado racionalizando su humillación a través de una aparente asunción o interiorización, que en última instancia se convertía en cómoda y liberadora denuncia. Sin embargo, queda otra. A partir de la época de su conversión ideológica al liberalismo Sánchez se inscribe en la situación real de la mayoría de los intelectuales argentinos de ese momento: la dependencia económica a través de las estructuras culturales controladas por el grupo gobernante. El pasaje de Sánchez de la política sustentada por Saravia en el Uruguay a
convertirse en un comentador dramático de las pautas ideológicas declamadas por el liberalismo se conjuga concretamente con su relación de dependencia de la oligarquía liberal.
La estructura cultural de la oligarquía a la que se adscribe Sánchez es el periodismo. Sánchez aparece por El País, lo incorporan como cronista de teatro. Cuando Sánchez se convierte en corresponsal en Europa lo hace para La Nación. Las referencias a la relación de dependencia, más o menos atenuado por el paternalismo de los hombres de la oligarquía, abundan en la vida de Sánchez. También está condicionado a esa dependencia por su necesidad de “buena prensa” para su teatro y de un público, sobre todo el de las noches de estreno, que “hacía la opinión”. El pensamiento de los intelectuales argentinos entre 1900 y 1910 difícilmente podía completarse en una praxis auténtica; su revolución, la que declaraban algunos y a la que aspiraban no trascendía el plano de lo imaginario.