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Jhonson Teocracia Totalitaria, Guías, Proyectos, Investigaciones de Historia antigua

Habla de la teocracia totalitaria de egipto

Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones

2018/2019

Subido el 11/02/2019

ariadnamaradey
ariadnamaradey 🇻🇪

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JOHNSON, Paul. Antiguo Egipto. Javier Vergara Editor, 1999, p.p. 256
(El siguiente texto corresponde a las páginas 41 a 67 de la edición)
Paul Johnson periodista nacido en Gran Bretaña, ha publicado varios libros de contenido
histórico. Entre ellos tenemos: Tiempos Moderno, Historia de los Judíos e Historia del
Cristianismo.
Valoración general: Ofrece una visión rápida de los sucesos históricos estudiados aunque,
en algunas oportunidades, expone tesis personales que no coinciden con otras visiones
autorizadas de la historia. Tiene un lenguaje asequible y ameno y una excelente
combinación de las fuentes y la representación del marco lineal histórico.
Capítulo II
La Teocracia Totalitaria
El Imperio Antiguo, periodo que duró quinientos años a mediados del tercer milenio antes
de Cristo, no contempló la totalidad de los logros de la antigua civilización egipcia, pero
fundó los principales cimientos de su cultura. En política, religión y ciencia, en
arquitectura, escultura, bajorrelieve y pintura, y en escritura y filosofía, los innovadores del
Imperio Antiguo desarrollaron ideas y modelos característicos que se habrían de modificar
durante los dos mil años siguientes; no obstante, su esencia permaneció inalterable. Sería
exagerado afirmar que el Imperio Antiguo fue una época de creación y realizaciones, y
que posteriormente sólo hubo decadencia, pero cuanto más se analiza la idiosincrasia
egipcia, tanto más se entiende el motivo de tales aseveraciones.
La esencia de una cultura está dada por su estilo. Ninguna otra cultura de la historia
estuvo impregnada de uno tan intrínseco como la egipcia. Ese estilo se estableció para
siempre durante el Imperio Antiguo; en muchos aspectos desde su preciso comienzo.
Podría decirse que en la época de Imhotep el estilo ya estaba en plena adolescencia, y
que en la dinastía IV alcanzó su plena madurez. Su esencia puede definirse con dos
palabras: majestuosidad y convicción. Los egipcios fueron tal vez el pueblo con más
convicción que el mundo ha conocido: comparativamente, el egocentrismo cultural del
posterior “Imperio celestial” chino no fue tan exclusivo. Los egipcios no se consideraban
un pueblo elegido, sino simplemente personas, o gente; a los individuos de otros países
los clasificaban en otra categoría. El término egipcio equivalente a “hombre”, para
distinguirlo de dioses y animales (o, en otro sentido, de las mujeres), originariamente se
aplicaba solo a los egipcios. En un texto llamado las Admoniciones de Ipuwer, que data de
la escisión del Imperio Antiguo, se registra esta queja: “Han llegado foráneos a Egipto...
los extranjeros se han convertido en gente y están por todas partes”.
Ese sentido de exclusividad no fue principalmente racial sino geográfico; los egipcios eran
mestizos y parecían aceptar a todos los que adoptaran plenamente su cultura. Los
egipcios se consideraban personas porque vivían en Egipto. De hecho, después de la
unificación continuaron llamando a su país “las dos tierras” (el término “Egipto” proviene
de la palabra “Menfis” en griego). El concepto de la palabra “tierra” se asociaba con
Egipto. Por analogía con la crecida del Nilo, suponían que el origen del mundo había
tenido lugar en Egipto, surgido como monte primigenio al retirarse las aguas de las
inundación del caos. Creían que Hermópolis era ese “monte” originario, y en
consecuencia, el lugar más antiguo, aunque eventualmente otras ciudades egipcias
reclamaron para ese privilegio. En el Museo Metropolitano de Nueva York hay un
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JOHNSON, Paul. Antiguo Egipto. Javier Vergara Editor, 1999, p.p. 256 (El siguiente texto corresponde a las páginas 41 a 67 de la edición)

Paul Johnson periodista nacido en Gran Bretaña, ha publicado varios libros de contenido histórico. Entre ellos tenemos: Tiempos Moderno, Historia de los Judíos e Historia del Cristianismo.

Valoración general: Ofrece una visión rápida de los sucesos históricos estudiados aunque, en algunas oportunidades, expone tesis personales que no coinciden con otras visiones autorizadas de la historia. Tiene un lenguaje asequible y ameno y una excelente combinación de las fuentes y la representación del marco lineal histórico.

Capítulo II La Teocracia Totalitaria

El Imperio Antiguo, periodo que duró quinientos años a mediados del tercer milenio antes de Cristo, no contempló la totalidad de los logros de la antigua civilización egipcia, pero fundó los principales cimientos de su cultura. En política, religión y ciencia, en arquitectura, escultura, bajorrelieve y pintura, y en escritura y filosofía, los innovadores del Imperio Antiguo desarrollaron ideas y modelos característicos que se habrían de modificar durante los dos mil años siguientes; no obstante, su esencia permaneció inalterable. Sería exagerado afirmar que el Imperio Antiguo fue una época de creación y realizaciones, y que posteriormente sólo hubo decadencia, pero cuanto más se analiza la idiosincrasia egipcia, tanto más se entiende el motivo de tales aseveraciones.

La esencia de una cultura está dada por su estilo. Ninguna otra cultura de la historia estuvo impregnada de uno tan intrínseco como la egipcia. Ese estilo se estableció para siempre durante el Imperio Antiguo; en muchos aspectos desde su preciso comienzo. Podría decirse que en la época de Imhotep el estilo ya estaba en plena adolescencia, y que en la dinastía IV alcanzó su plena madurez. Su esencia puede definirse con dos palabras: majestuosidad y convicción. Los egipcios fueron tal vez el pueblo con más convicción que el mundo ha conocido: comparativamente, el egocentrismo cultural del posterior “Imperio celestial” chino no fue tan exclusivo. Los egipcios no se consideraban un pueblo elegido, sino simplemente personas, o gente; a los individuos de otros países los clasificaban en otra categoría. El término egipcio equivalente a “hombre”, para distinguirlo de dioses y animales (o, en otro sentido, de las mujeres), originariamente se aplicaba solo a los egipcios. En un texto llamado las Admoniciones de Ipuwer, que data de la escisión del Imperio Antiguo, se registra esta queja: “Han llegado foráneos a Egipto... los extranjeros se han convertido en gente y están por todas partes”.

Ese sentido de exclusividad no fue principalmente racial sino geográfico; los egipcios eran mestizos y parecían aceptar a todos los que adoptaran plenamente su cultura. Los egipcios se consideraban personas porque vivían en Egipto. De hecho, después de la unificación continuaron llamando a su país “las dos tierras” (el término “Egipto” proviene de la palabra “Menfis” en griego). El concepto de la palabra “tierra” se asociaba con Egipto. Por analogía con la crecida del Nilo, suponían que el origen del mundo había tenido lugar en Egipto, surgido como monte primigenio al retirarse las aguas de las inundación del caos. Creían que Hermópolis era ese “monte” originario, y en consecuencia, el lugar más antiguo, aunque eventualmente otras ciudades egipcias reclamaron para sí ese privilegio. En el Museo Metropolitano de Nueva York hay un

sarcófago con la figura del mundo en forma de circunferencia; en el centro, y formando un círculo interior, están representados los nomos. El sarcófago es de una época más reciente, pero el concepto era tan antiguo como la unificación egipcia. Durante la ceremonia de coronación real, cuya celebración se remontaba a la designación de Menfis como capital, el flamante soberano disparaba flechas hacia los cuatro puntos cardinales y soltaba aves para que viajaran anunciando su reinado. Egipto era el centro del mundo, y su pueblo los únicos habitantes legítimos. Por derecho divino, todas las tierras pertenecían a Egipto; cuando era necesario penetrar en un territorio que no gobernaban —en un sentido estricto— denominaban la acción como “castigar a los rebeldes”. Sólo a finales del segundo milenio antes de Cristo los egipcios comenzaron a poner los demás pueblos a su misma altura. El lenguaje contenía muchas expresiones que reflejaban la visión de mundo centrada en Egipto. Así, el Nilo era “el río”, y el hecho de que fluyera de sur a norte se consideraba característico de los ríos: el Eufrates era el agua invertida, que va corriente arriba yendo corriente abajo”. Asimismo, como los cultivos egipcios recibían más riego del río que de la lluvia, decían que los sirios contaban con “un Nilo en el cielo”, es decir, lluvias regulares.

El concepto de que todo lo que existía en Egipto era “normal” fue fomentado por su aislamiento; las culturas con las que tenían contacto, como Libia, Nubia y Palestina, eran comparativamente tan pobres que confirmaban la teoría de la superioridad egipcia, y por cierto de su singularidad. Los egipcios no tuvieron contacto directo con Súmer en la remota época en que éste había sido el precursor cultural, y los elementos culturales que introdujeron en el periodo inmediato predinástico no dejaron huellas en la historiografía egipcia. Cuando Egipto inició el comercio con otras regiones, ya era un país unificado y su preeminencia cultural estaba establecida. Estas primeras incursiones comerciales, que datan de las dos primeras dinastías, no eran tanto viajes individuales sino expediciones ordenadas por el rey. Durante la época de las primeras dinastías y del Imperio Antiguo, no existía un sector privado en la economía nacional; el comercio era un monopolio del rey. Este fue uno de los aspectos en los que Egipto se diferenció notoriamente de las ciudades estado mesopotámicas. Comerciar era un acto de Estado, y como parte de su teoría de superioridad cósmica, los egipcios no tenían una distinción clara entre comercio y tributo, e incluso colonización. Los extranjeros que comerciaban pacíficamente con Egipto eran en cierto sentido sus sirvientes; los que demostraban hostilidad eran invariablemente catalogados como “viles”. Esta clase de contactos se intensificaron durante el Imperio Antiguo. Elefantina, así llamada por su comercio de marfil proveniente de África central, en la época predinástica era el centro mercantil situado más al sur. Snefru, primer rey de la dinastía IV, mandó tropas para someter a los libios y extendió el límite del valle tomando territorio nubio. Junto con otros reyes de la dinastía IV, según indican las inscripciones, envió expediciones para obtener piedras duras, gemas y minerales de Sinaí, el desierto nubio y productos tropicales de una tierra conocida como “Punt”, presuntamente Somalia. La influencia egipcia durante el Imperio Antiguo llegó incluso hasta la Segunda catarata, pues allí se fundía el cobre.

El intercambio comercial más importante se realizaba con Biblos, actualmente el Líbano, donde Egipto no sólo adquiría la madera de la que tanto carecía (los bosques de pino y cedro de las montañas libanesas aún eran vastos) sino que se conectaba con la ruta comercial más importante de la región conocida como “medialuna de las tierras fértiles”. Los egipcios denominaban con el término “barco de Bibbos” a las grandes embarcaciones capaces de navegar en el mar, construidas con madera de pino y de propiedad del faraón; en 1953, cerca del lado sur de la Gran Pirámide de Keops, se halló una de más de 30 metros y que data aproximadamente del 2700 a.C., pero la mayoría de los “barcos de Bibios” enterrados con el monarca eran de piedra. Biblos no era una colonia egipcia. Los

hm era en cierto sentido todos los hombres, pues para los egipcios el rey era el único ser humano enteramente completo; no podían concebir una existencia independiente de él. Esta idea tuvo importantes implicaciones en la teoría de la eternidad.

El rey se convertía en un ser divino al adquirir nisut durante su coronación, ceremonia que inventaron los egipcios, igual que los jubileos y otras celebraciones de culto real (una doctrina posterior sostenía que el gobernante estaba predestinado a la realeza divina desde su nacimiento). En el Imperio Antiguo se creía que la coronación permitía que el rey-hombre entrara en el mundo de lo divino; después de morir, el rey era enteramente divino. El atuendo para la coronación era de una importancia enorme, tanto material como simbólica. Consideraban que el rey asimilaba o “tragaba” las coronas, especialmente la corona doble de “las dos tierras”. Los Textos de la pirámide incluyen un “Himno caníbal” arcaico que describe al faraón comiendo la corona del Bajo Egipto. Las coronas verdaderas eran veneradas, guardadas en santuarios especiales y “cultivadas”; también les cantaban himnos. Además de la doble corona, objeto supremo de la realeza egipcia, el faraón adquiría gradualmente otros tocados: un casco guerrero azul, con cintas de tela por detrás; una faja de lienzo blanco, o nems, generalmente con rayas rojas; un nems con dos plumas de avestruz; y otra con la corona del Alto Egipto, dos plumas sobre cuernos de carnero rodeando un disco solar, y dos ureus, o cobras. Era una pieza enorme. El faraón también llevaba adornos de origen primitivo, posiblemente libio: una barba postiza (los egipcios de la época dinástica por lo general se rasuraban), sujeta con una tira, y una cola de toro atada a su cinturón. Las reinas en ejercicio, como Hatshepsut, de la dinastía XVIII, portaban barba y cola como los hombres.

No es fácil para nosotros imaginar la manera en la que los egipcios consideraban a su rey- dios. El rey solía aparecer en público con bastante frecuencia. Las gabarras reales le permitían viajar fácilmente por el Nilo y, como la gran mayoría de los egipcios vivía a pocos kilómetros del rió, veían al faraón con mucha más asiduidad que los súbditos de otros monarcas de la antigüedad; ésa fue una de las razones de la fuerza y popularidad de la figura real. Se esperaba que el rey se hiciera presente en los cultos de los dioses más importantes de los centros regionales. Un manuscrito que se encuentra en Berlín menciona las palabras del faraón Sesostris I, del Imperio Medio, en ocasión de fundar un templo: decía que su dios “lo había creado para que hiciera por él lo que debía hacerse”. Existen registros pictóricos que muestran a faraones poniendo las primeras piedras en la edificación de nuevos e importantes templos religiosos y dejando herramientas en los cimientos. El monarca también iniciaba la limpieza del terreno para la construcción de nuevos canales y obras fluviales. Los principales hechos del año litúrgico requerían su presencia, y en los palacios parecen haberse hecho ventanas especiales para que se mostrara ante el pueblo.

Aun así, hasta los hombres de más alto rango debían mantenerse a distancia del faraón. Rekhmira, un visir de la dinastía XVIII, lo llamaba “el dios por cuyas acciones vivimos, el padre y la madre de todos los hombres, único y sin igual”. Un poema del Imperio Antiguo, refiriéndose al rey, dice: “su duración es la eternidad, los límites de su poder son infinitos”. Se creía que el ureus, tocado que el rey llevaba en la frente sobre todas sus coronas, despedía fuego ponzoñoso a aquel que se aproximaba demasiado. De hecho, la propia divinidad del rey, personificando al dios sol Ra, era abrasadora, pues calcinaba a quienes osaran tocar al rey sin autorización. Tres incidentes ocurridos en el reinado de Neferirkara, de la dinastía V, sugieren una atmósfera tan majestuosa que resulta inconcebible. El primero tuvo lugar cuando un funcionario tocó o empujó accidentalmente el cetro del faraón durante una ceremonia. El hecho significaba la muerte. Pero esa consecuencia inexorable para el hombre fue evitada por el mismo rey, que incluso se disculpó; el

episodio fue considerado tan excepcional que se registró. En otras dos ocasiones, Neferirkara permitió, como favor especial, que dos oficiales de alto rango le besaran directamente los pies en vez del suelo que él pisaba. Estos actos de condescendencia también fueron registrados, al igual que el curioso título conferido a los dos oficiales: “Compañero del Pie”. Por lo general los sacerdotes se encargaban de que el rey evitara el contacto físico con personas u objetos. Debían realizar ceremonias de lustración (lavados) constantes, como todos quienes estuvieran cerca del rey; se acostumbraba mencionar a los sacerdotes y asistentes reales como los “puros de manos”.

Asimismo, el rey era poseedor de un misterio o secreto real. Ignoramos en qué consistía, pero su revelación podía precipitar la caída de la dinastía; el autor de las Admoniciones, escrito posterior a la caída del Imperio Antiguo, decía: “Mira, se ha divulgado el secreto de la tierra, cuyos límites son desconocidos; el Palacio caerá derruido dentro de una hora”. Durante la dinastía IV, el tema del secreto aparece en títulos de funcionarios de alto rango cercanos al rey: “Amo de los Secretos de las Cosas que solo un Hombre puede ver”. Además había muchas palabras tabúes relacionadas con la realeza, incluido el nombre del rey. Nadie hablaba “al” rey sino “en presencia de Su Majestad”. El rey misino no decía “yo” sino “Mi majestad”. También se usaba el pronombre indefinido en tercera persona: “Uno dio la orden” y no “el rey ordenó”. Otro circunloquio consistía en referirse al rey como “el Palacio”, al igual que “La Sublime Puerta” se usaba para representar al sultán turco, o “La Casa Blanca” al presidente de Estados Unidos: durante la dinastía XVIII se mencionaba al rey como “La Gran Casa”, peraa, de ahí “faraón”.

La influencia omnipresente de la institución faraónica contribuyó a consolidar la otra gran característica del estilo artístico egipcio: su suprema majestuosidad. O tal vez podríamos formularlo a la inversa: fueron las hábiles manos de los artesanos, especialmente los escultores, las que influyeron directamente en el tremendo efecto que la religión y el faraón tuvieron en la conciencia egipcia. Sin duda, ambos puntos de vista son válidos. El arte egipcio definió su característica sobresaliente al mismo tiempo que aumentaba el poder y la fuerza de la monarquía, etapa correspondiente a las tres primeras dinastías. En este sentido, la gran paleta de Narmer es preegipcia. No hace mucho, se creía que varias de las paletas más finas y otros objetos de finales del periodo predinástico o principios del dinástico eran originarias de Oriente Próximo; los egiptólogos los consideraban como importaciones. De hecho, son objetos genuinos de Egipto, pero carecen de su estilo característico, o es embrionario.

La clave radica en el tratamiento y la evolución de las formas. No contamos con registros suficientes de los periodos iniciales o de transición que nos permitan estudiar ese cambio en detalle, pero existen indicios. Durante el reinado de Djer, tercer monarca de la dinastía I, el dios halcón Horus, una de las figuras principales del arte egipcio, deja de aparecer inclinado hacia delante como un ave y es representado erecto cono un rey, con mirada autoritaria. Así se estableció lo que Heinnich Schafer, gran historiador de arte alemán, llama “La postura del gobernante”. El mismo cambio se aprecia en las esculturas de leones, otra imagen recurrente. El arte arcaico suele retratar el león con las fauces abiertas, como si estuviera rugiendo o a punto de dar una dentellada; este énfasis en el salvajismo del león esta presente en el arte egipcio predinástico. En las obras mesopotámicas y asirias el león siempre fue representado como una bestia en movimiento, inquieta y rugiente: la perfecta expresión de la fuerza bruta. Los artistas egipcios, en cambio, dejaron de reflejar los leones en estas posturas (excepto en algunas escenas de caza) en la época de las primeras dinastías. Posteriormente, los leones aparecen con las fauces cerradas; la cola ya no se agita, sino que esta plegada junto al cuerpo, curvada; las patas y el tronco se combinan para formar una base sólida horizontal;

delicadas, redondeadas y típicamente femeninas. Schafer las compara con “Los perfiles de bellos jarrones”. Los hombres también son jóvenes: altos, esbeltos y delgados, con músculos ejercitados, hombros anchos, cintura y caderas estrechas y piernas largas y atléticas. La potencia muscular se insinúa, no se muestra. Las poses estilizadas de ambos sexos irradian seguridad y vitalidad, marcas del espíritu triunfalista egipcio. Nuevamente, la postura característica es la de reposo activo o movimiento detenido: el noble egipcio nunca aparece desequilibrado o envuelto en una actividad violentamente descontrolada. Incluso cuando se muestra un grupo de hombres corriendo, el énfasis está puesto en el ritmo, la regularidad, la decisión y el control. Lo romántico o el exceso barroco se excluye decididamente; las emociones están severamente excluidas. El término del periodo dinástico puso fin al arte clásico egipcio; los hombres volvieron a ser representados otra vez como animales, y los animales, como bestias. En el arte egipcio clásico, el hombre es representado como una criatura noble, que generalmente irradia autoridad e incluso sugiere poder espiritual, un individuo con un destino inmortal, que se asemeja a los dioses en todo excepto en sus vestiduras simbólicas. Los egipcios fueron los primeros en percibir al hombre como creado a imagen de dios, por lo tanto era natural que lo retrataran como un ser majestuoso y seguro de sí mismo.

El hombre es considerado eterno también en el sentido artístico. Los arquetipos fijados por los egipcios para animales u hombres permanecieron sin modificación en sus aspectos esenciales durante los tres mil años que duró la creación de formas con estilo clásico. En ese extenso periodo hubo cambios importantes, claro está, pero sin embargo no transformaron su estilo en un arcaísmo afectado ni tampoco lo innovaron rotundamente. Los egipcios nunca se desviaron mucho de su principio fundamental, consistente en que había sólo un modo de hacer bien las cosas. El hombre tenía una forma visual, establecida para la eternidad; una vez lograda esa forma, se estandarizaba, como sucedió con los jeroglíficos, pero no era inmutable. Este aspecto dio al arte un sentido de vigencia, y a su vez incrementó su intensidad al permitir que la visión se concentrara en la variación significativa.

Así, todas las representaciones egipcias estaban comprendidas en un marco de formas establecidas. Pero además tenían un marco físico; el artista egipcio tenía una compulsión hacia el control lineal, incluso rectilíneo. Algunos sostienen que esto se debió a la observación de las formas del paisaje egipcio: las superficies planas del Nilo, el delta, la meseta desértica y el valle; y las rectilíneas de las laderas escarpadas. Siempre encontramos horizontes rectos y rígidos, líneas divisorias claras, contrastes absolutos de color, luz y sombra. Es posible que haya algo de verdad en esa teoría, sin embargo también existen muchas curvas y gamas en las escenas egipcias. Lo cierto es que los hombres, animales, árboles y edificios de Egipto suelen verse más frecuentemente en siluetas que en distintos planos entonces parecen seguir una línea de base. Cuando el arte egipcio dejó la fase arcaica para pasar a la clásica, los arquetipos adquirieron líneas de base. Esa es una de las razones por las que el león, por ejemplo, aparece echado, con las patas delanteras estiradas y las traseras recogidas, la cola curvada y en posición de descanso, para completar así el contacto lineal con la tierra. De ese modo, el león crea su propia línea de base natural, como lo hace el gato con sus patas delanteras fines y las traseras recogidas, o el halcón con sus garras. Los artistas egipcios representaban la figura humana con los pies de perfil, cual líneas de base, y en grupos que formaban según líneas regulares, o registros. Este recurso lo repetían cada vez que era necesario; así, las pinturas egipcias complejas adquieren una estructura rectilínea muy definida. La calidad de la estructura se ve mejorada por el hecho de que casi todo el arte egipcio contiene algún elemento jeroglífico combinado con lo puramente visual. Debían acomodar las palabras en líneas horizontales o verticales para que cupieran dentro de la composición.

Todo eso requería mucho orden, y el orden tenía una base lineal, donde predominaban los rectángulos; no desconocían las diagonales, pero también eran rectas, y no curvas. En cierto sentido, un cuadro egipcio, fuera un enorme mural como un fragmento de papiro, solía asemejarse a una obra de arquitectura.

Aquí encontramos otro factor unificador de la cultura egipcia. El arte expresaba una convicción majestuosa, la característica del estado faraónico y su institución central. Esa seguridad estaba dada por un sentido del orden, por la creencia de que había un lugar para cada cosa; en la vida y en el arte egipcio todo estaba en su lugar. El uso de marcadas líneas de base, registros y formas rectilíneas —un orden geométrico— daba a los egipcios la confianza necesaria, pues contemplaban el arte. La palabra para denominar el orden correcto era “maat”, que también se aplicaba a la justicia y la moralidad. El faraón personificaba el maat, y también lo confería. Su divinidad lo capacitaba para determinar qué era maat y qué no. Debido a eso, los egipcios —a diferencia de las ciudades estado mesopotámicas y de los israelitas— carecían, hasta donde se sabe, de un código escrito de leyes; aparentemente seguían una ley de costumbres no escrita derivada de los juicios faraónicos, y alterada por el faraón según lo considerara necesario. Maat también era la forma de justicia impartida cuando los difuntos comparecían en el Juicio Final: su alma era pesada en una balanza; en el otro platillo estaba el maat. Los egipcios asociaban muy estrechamente la bondad moral, la justicia terrenal y el orden artístico. Quebrantar una norma artística, infringir la ley del faraón o pecar contra dios tenían algo en común: estaban en contra del maat. Como el arte estaba ordenado según un sentido geométrico, no es sorprendente que para los egipcios la máxima expresión artística radicara en la más pura de las figuras geométricas sólidas: la pirámide, símbolo también del maat u orden, de jerarquía faraónica y de eternidad.

No hubo expresión más potente y profunda de la convicción majestuosa del arte egipcio que la pirámide. Además, expresa ese arte en su modo más esencial, destacando la divinidad faraónica. Las pirámides del Imperio Antiguo reflejan el ascenso y la caída de la monarquía con bastante precisión. Su tamaño aumentaba conforme se incrementaban el poder terrenal y los atributos divinos del faraón; cuando ambos se deterioraron, las pirámides se construyeron cada vez más pequeñas y finalmente se dejaron de edificar. La idea de la pirámide parece estar basada en el monte primigenio de la cosmogonía egipcia. Posiblemente su diseño se haya inspirado en la naturaleza, y la inclinación de sus lados corresponda a las laderas que veían en el valle del Nilo. La mayoría de las pirámides se emplazaban en la margen occidental del Nilo, según la teoría de que el oeste, donde se ponía el sol, era la tierra de los muertos. Todas las pirámides monumentales fueron construidas durante el Imperio Antiguo en una zona de unos 80 kilómetros de extensión al sur de El Cairo actual; allí se encuentran varias necrópolis reales, como las de Saqqarah, Gizeh, Dahshur, Abusir y otras.

La pirámide propiamente dicha era sólo una parte del complejo funerario. Además, había una capilla mortuoria frente al lado oriental de la pirámide; una capilla frente a la entrada principal de la pirámide, en el lado norte; una pequeña pirámide ritual fuera de la muralla sur de la pirámide principal; barcos de madera enterrados, o un bloque de piedra esculpido con forma de barco; y una larga calzada elevada que unía el complejo a un “Templo del valle” próximo al Nilo, que podían alcanzar las aguas de la inundación. El cadáver del faraón primero se llevaba al complejo; el proceso de purificación —y a partir de la dinastía III, de momificación— tenía lugar en el Templo del valle. Dicho proceso tomaba mucho tiempo —unos 272 días, en el caso de una reina de la dinastía IV enterrada en Gizeh— y se completaba con un ritual llamado “la apertura de la boca”

Aparentemente, el rey Huni murió sin hijos varones, y el trono pasó a Snefru su yerno y fundador de la dinastía IV. Era un hombre de grandes ambiciones y gran capacidad; los registros señalan que emprendió varias campañas y gozó de la fama popular. Snefru finalizó la pirámide de Huni en Meidum y luego, en Dahshur construyó dos inmensas pirámides para él: la Pirámide de piedra del sur, también llamada “torcida”, de 5. metros cuadrados de base, y la Pirámide de piedra del norte, de 6.700 metros cuadrados de base. La edificación de estas pirámides involucró avances en el diseño y en la habilidad de trabajo, así como la idea de rellenar los escalones para presentar, a distancia, un aspecto más liso. Snefru también dirigió todas las inscripciones del complejo, incluidas la capilla del valle y la calzada. Era una construcción colosal; se complementó con gran cantidad de enormes mastabas pertenecientes a nobles y cortesanos, agrupadas en torno de sus pirámides.

Keops, hijo de Snefru, llevó el proceso de este tipo de construcciones a su punto culminante, con la erección de la Gran Pirámide. Su base mide 7.000 metros cuadrados y es la edificación más voluminosa construida por el hombre; consta de unos 2.300. bloques de piedra con un peso de aproximadamente media tonelada cada uno. En una época, los bloques estuvieron cubiertos de un fino revoque de piedra caliza Tura pulida, que debe haber resplandecido con el sol. Ese detalle de la Gran Pirámide era tan imponente como su envergadura. El recubrimiento estaba inscrito con jeroglíficos; con los siglos fue saqueado, pero aún a finales del siglo XII de nuestra era, Abd el Latif, un escritor árabe, mencionó que las inscripciones del exterior de la gran pirámide podrían ocupar 10.000 páginas. Más asombrosa todavía es la precisión lograda en el corte de los bloques de piedra y el pulimento. Para asegurar la estabilidad, se cortaron las piedras con impresionante exactitud: en el lado norte, los resquicios no exceden los cuatro milímetros en cualquier punto de su superficie. Sir Flinders Petrie, el afamado arqueólogo que fue el primero en investigar y medir con exactitud esta pirámide, afirmó que los errores en las longitudes y ángulos de esta enorme mole pueden ser “cubiertos con el pulgar”, y que en las juntas no se puede introducir “ni un pelo ni una aguja”. Dicho de otro modo, en los lados sur y norte, el margen de error de la escuadra es de sólo 0,09 por ciento, y en los lados este y oeste, 0,03 por ciento; las esquinas opuestas del pavimento donde estaba toda la construcción tiene una desviación con respecto al plano original de apenas 0, por ciento.

La calidad del trabajo de los canteros que se aprecia en la Gran Pirámide de Keops nunca fue igualada en la historia de Egipto; de hecho, es difícil señalar otro edificio de civilizaciones posteriores, incluso la nuestra, que exhiba tal capacidad en la mano de obra de esta clase. Este hecho da un indicio del espíritu con que se construyó la pirámide, y el fervor religioso de la sociedad del Imperio Antiguo, especialmente durante la dinastía IV. Si bien el trabajo de los esclavos puede haber llevado a cabo el apilamiento de los bloques, no dio a las pirámides su arte superlativo. En realidad, comparativamente había pocos esclavos en el Imperio Antiguo; de hecho no alcanzaban para proporcionar toda la mano de obra de una construcción de esta envergadura. Herodoto menciona que trabajaron 100.000 hombres durante veinte años en la tarea, y esto es posible, asumiendo que se emplearon campesinos de la región durante el receso de los cuatro meses que los campos estaban inundados. No queda claro si esta labor fue obligatoria en la época del Imperio Antiguo, pero sí lo fue mucho más tarde: el trabajo comunitario (no remunerado) egipcio, que estuvo en vigencia hasta finales del siglo XIX, se originó en tiempos muy antiguos. Sin embargo, la idea de que las pirámides fueron construidas a fuerza de látigo con mano de obra reclutada posiblemente sea errónea. La Gran Pirámide fue un triunfo del arte de la cantería; también fue un portento del trabajo organizado; ese trabajo no se

hubiera podido organizar efectivamente durante tan largos periodos si hubiera existido maltrato.

En realidad, las evidencias indican que los trabajadores que no eran esclavos generalmente era bien tratados, y que si esto no ocurría, rehusaban trabajar. Sabemos que los grupos de trabajadores empleados para construir las pirámides en el Imperio Antiguo consistían principalmente de canteros capacitados; estaban organizados en líneas militares, divididos en tropas y comandados por “generales”. Estos hombres trabajaban en forma permanente; tanto ellos como sus familias recibían del Estado una gran provisión de alimentos, vestimenta y otras necesidades, incluyendo la vivienda. A la mano de obra no especializada que los complementaba durante la estación de crecida también les daban alimentos y vestimenta; posiblemente hayan estado satisfechos con ese trabajo. Se ha sugerido que la construcción de las pirámides fue en rigor un programa de obras públicas deliberado que se llevó a cabo para combatir el desempleo durante un periodo en el cual la población había sobrepasado la capacidad del territorio ganado al pantano y al desierto mediante la irrigación. Tal vez sean demasiadas conjeturas, pero probablemente sea cierto que estas obras fueron posibles por la existencia de mano de obra sobrante.

De todos modos, debe recordarse que estas construcciones eran de inspiración e intención religiosa; aparentemente tratar bien a los trabajadores era un deber religioso. En las inscripciones de las necrópolis del Imperio Antiguo se advierte la preocupación por demostrar que no se robó material de construcción de tumbas anteriores y que la mano de obra empleada había sido bien remunerada. Una de ellas dice, haciendo alardes: “Construí esta tumba a cambio del pan y la cerveza que di a los trabajadores que la edificaron. Les pagué bien con todas las prendas de lino que me pidieron y por las cuales agradecieron a dios”. Otra: “Hicieron esto por pan, cerveza, telas, ungüentos y grandes cantidades de cebada y trigo”. En el Imperio Antiguo, numerosos faraones se ocuparon de que sus estelas conmemorativas expresaran el cuidado que habían tenido con los trabajadores de las canteras en sus proyectos edilicios y expediciones en busca de piedras y minerales. Después de visitar las minas de oro del desierto, Seti I expresó:

¡Que cansador es el camino sin agua! ¿Cómo puede caminar un hombre cuando tiene la garganta seca? ¿Quién calma la sed del viajero? Las tierras bajas están lejos, el alto desierto es vasto. El hombre que está sediento en las colinas se lamenta. ¿Cómo puedo gobernar correctamente? Descubriré la forma de hacer que sobrevivan, y agradecerán a Dios en mi nombre en todos los años por venir las generaciones futuras glorificarán mis esfuerzos porque mi previsión me hace considerar las necesidades de los viajantes.

Convenientemente, Seti I decidió cavar un pozo: “En mi reino, los caminos que desde siempre han sido peligrosos ahora son más seguros”. Su hijo, Ramsés II, cavó pozos de más de 60 metros en el desierto de Nubia. En la gran cantera de Gebel el-Ahmar, hizo inscribir una estela en la cual describía lo bien que había cuidado a los trabajadores, diciéndoles: “Cada uno de ustedes será pagado mensualmente. He llenado el almacén para que tengan todo: pan, carne y pasteles para sus comidas, sandalias y telas, y bastante aceite para que se unten cada diez días”. Según las evidencias, los trabajadores del servicio real generalmente estaban satisfechos. Los cortesanos y nobles importantes también contrataban numerosos hombres, y si bien nunca hubo un mercado de trabajo completamente libre, las compensaciones en especies y en condiciones de trabajo eran competitivas, al menos para los artesanos especializados.

Los programas intensivos de construcción llevados a cabo durante la dinastía IV continuaron después de la muerte de Keops. Su hijo e inmediato sucesor, Razedef, reinó

Debemos examinar la posibilidad, por difícil que nos resulte, de que el colosal tamaño de las pirámides fuera producto del fervor religioso y no tanto de una egolatría real manipuladora de una multitud servil. La nación egipcia no consideraba las obras funerarias de su rey Horus como expresiones de un capricho individual sino como obras públicas de suma importancia, con consecuencias directas en el bienestar futuro de todo el país. En este sentido, Egipto era una sociedad rigurosamente colectivista. El rey personificaba lo colectivo. Si se ganaba la eternidad como todo un dios, la inmortalidad de su pueblo —que lo servirían en el más allá como lo habían hecho en este mundo— estaba en cierta forma garantizada. Por lo tanto, era vital para todos que los planes funerarios de su rey constituyeran la empresa más ambiciosa y satisficieran todos los requerimientos celestiales posibles. Debemos asumir, entonces, que los artesanos y obreros de Egipto trabajaron en las pirámides como si sus vidas eternas dependieran de ello. Podían ser tumbas de reyes, pero también debemos verlas como cenotafios colectivos del pueblo.

Las prodigiosas construcciones de la dinastía IV coincidieron plenamente con la etapa en la cual existía una total convicción de la monarquía divina, en la teoría y en la práctica. Esto se reflejaba en la selección de los dignatarios reales de alta jerarquía. Mientras que en las dos primeras dinastías, y en muchos casos en la tercera, hasta los funcionarios más altos como Imhotep habían tenido un origen plebeyo; bajo la dinastía IV, la teoría político-religiosa parece haber dictado que dichos funcionarios debían ser elegidos casi exclusivamente en la familia real. Así Kanufer, el hijo de Snefru, fue Ministro de Obras y Arquitecto en jefe, Jefe de las expediciones para extraer materiales de construcción y Visir. Rahotep, también hijo de Snefru, tenia el título de Jefe de embarcaciones. Otro príncipe, Meryib, fue Arquitecto general en jefe de los obreros. Estos personajes, junto con otros de linaje real o casados con miembros de la dinastía, dominaban a los sacerdotes, especialmente los de Ptah, en Menfis, y los de Ra, en Heliópolis. Para nuestra forma de ver las cosas, había total confusión entre lo religioso y lo secular: el templo de Ptah controlaba la “Casa del oro”, donde se fabricaban todos los tesoros y las esculturas, sobre la base de que todo trabajo con materiales “eternos” como el oro y la piedra pertenecían exclusivamente a los dioses y al rey-dios. En la dinastía IV sólo los hijos del rey podían sen sumos sacerdotes; por lo tanto era inevitable que emprendieran programas de obras públicas y expediciones reales. A su vez, los hijos del monarca se convertían en sumos sacerdotes de Ra, y Heliópolis era el punto de partida de muchas expediciones reales importantes, especialmente a Sinaí.

Pero la política de designar miembros de la realeza para el templo de Ra era peligrosa, pues su jerarquía reforzaba los reclamos de este antiguo y poderoso centro de culto y de sus sacerdotes. Como siempre sucedía en la antigüedad, los cargos solían convertirse en hereditarios, por lo tanto era probable que el clero resultara una figura desafiante para la línea real en sí. La monarquía sacrosanta siempre enfrenta este problema, dado que los sacerdotes que administran el culto de la monarquía divina confieren la naturaleza divina en la ceremonia de coronación, y en cierto sentido los benefactores del rey; ésa fue la causa, por ejemplo, del conflicto entre el Papa y el Sacro emperador romano a principios de la Edad Media, y en particular del problema de las “Investiduras eclesiásticas” del siglo XII de nuestra era. Los reyes Horus de la dinastía IV enfrentaron el desafío al insistir en que tenían derecho a la divinidad desde el nacimiento y a la personificación de todo el panteón. En la última etapa de esa dinastía, la doctrina de la “encarnación” real entró sigilosamente, y también el uso del titulo “Hijo de Ra”, en parte como resultado de que la familia real acaparara el sacerdocio de Ra. El hecho de que pasaran de la divinidad completa a la mera encarnación y luego a la filiación divina indica un deterioro definitivo.

La identificación del faraón con el “Hijo de Ra” fue importante políticamente cuando la dinastía IV no tuvo herederos varones en la rama principal. Razedef, un rey de la dinastía IV, tuvo una hija llamada Neferhetepes, y fue a través de ella, ya sea como esposa o madre, que Userkaf, el primer rey de la dinastía V, llegó al trono. Sin embargo, un documento conocido como Papiro de Westcar afirma que la madre de Userkaf y sus dos sucesores fue la esposa de un sacerdote de Ra. Si Userkaf hubiera estado relacionado con el sacerdocio de Ra, posiblemente a través de una rama secundaria de la dinastía IV, se vería más claro el papel dominante ejercido por el culto de Ra en la dinastía V. Por primera vez, desde la creación del reino unificado, hay indicios de que el monarca es de alguna manera inferior o está subordinado a los dioses. Los reyes de la dinastía V no construyeron más pirámides en Gizeh, que ya por su sola presencia daban testimonio de su importancia en el cosmos; en cambio, construyeron templos solares a Ra, principalmente en Abusir; dichos templos formaban parte de los complejos de las pirámides. Las pirámides reales eran mucho mas pequeñas que las de la dinastía IV, y los templos, más grandes. La altura del obelisco solar de Niuserra, sexto rey de la dinastía, superaba en un metro y medio a su templo, de 50 metros de alto. Estos obeliscos, que aparecían por primera vez, estaban basados en la piedra sagrada de Ra, ubicada en el patio delantero del templo principal en Heliópolis. Al amanecer, cuando los rayos del dios sol tocaban el extremo dorado de la piedra, Ra se sentaba en su trono. Al pie de la piedra había un altar, donde se llevaban a cabo numerosísimos sacrificios de ovejas, cabras y reses al dios sol. Gran parte de esta carne de sacrificio y ofrendas de pan, cerveza y pasteles se distribuía al pueblo en las festividades: en la dinastía V se repartieron 100.600 raciones el día de año nuevo. Las ceremonias a Ra eran celebradas al aire libre, como era natural; por lo tanto, cuando las oficiaba el rey no había posibilidades de que se encerrara en el recinto del santuario y se comunicara con el dios secretamente y en términos de igualdad. Grandes muchedumbres podían ver al monarca postrándose ante el dios; en esa ceremonia, su jerarquía subordinada como hijo y sacerdote de Ra se hacia manifiesta. La prodigalidad del templo parecía provenir mas de Ra que de él.

Herodoto cuenta que hubo una pelea entre Keops y Kefrén, por un lado, los dos monarcas del Imperio Antiguo que más privilegios se atribuían en nombre de su divinidad, y los sacerdotes de los templos, por otro. Esto parece indicar que solía crearse un conflicto entre el poder secular y el clerical, conflicto que habría de surgir nuevamente en la dinastía XVIII con Akenatón (Amenofis IV) y que condujo a una monarquía dual en la dinastía XXI. Como el clero controlaba los registros históricos, al igual que en la Edad Antigua y Media de nuestra era, probablemente los monarcas considerados anticlericales eran presentados ante las futuras generaciones como “impopulares”. El gobierno de Egipto podía ser una teocracia, pero siempre existieron los elementos para un conflicto entre la Iglesia y el Estado. La Iglesia tendía a debilitar el poder monárquico de una manera bien distinta: erosionando su base económica. La construcción de las pirámides no sólo fue un gasto enorme, al menos las de Gizeh, sino que, al constituir la esencia de la religión egipcia, tenían que ser “atendidas” durante toda la eternidad. Los reyes como Keops, que llevaron a cabo construcciones prodigiosas, también asignaban cuantiosas sumas al culto de sus tumbas. Esto equivalía a destinar las propiedades reales a la perpetuidad: sabemos, por ejemplo, que en Gizeh, los cultos a los monarcas de la dinastía IV aún se seguían realizando durante la dinastía XVIII, mucho más de mil años después. Algunas de estas propiedades religiosas se autoabastecían en parte. Cuando se finalizaba la construcción de una pirámide con su ciudad, seguía allí una pequeña comunidad de sacerdotes, obreros y artesanos a fin de cuidarla para siempre.

de Ti, Ptahhotep y Akhtihotep, de la dinastía V y las de los visires Kagemni y Mereruka, de la dinastía VI. Muchos nobles volvían a ser sepultados en sus lugares de origen. La tumba de Djau reza: “Hice mi obra en Abydos, Tinis... por amor al distrito donde nací”. Durante la monarquía totalitaria de la dinastía IV, el derecho a realizar inscripciones personales —ciertamente un mensaje privado a los dioses—, era un raro privilegio; lo mismo ocurría con las esculturas personales y su transporte e instalación en las tumbas. Con la dinastía VI, la situación cambió: las tumbas privadas de los ricos estaban provistas con objetos religiosos hasta entonces monopolio del gobernante. Esto reflejaba un debilitamiento de la jerarquía divina y el desarrollo de una doctrina de salvación personal: era una forma de democracia espiritual —en esa etapa, una oligarquía— nunca antes vista en Egipto. Durante la dinastía VI también se produjo un cambio manifiesto de recursos: el dinero ya no iba a las construcciones reales sino a las tumbas y templos privados, que obviamente sirvieron para asegurar el bienestar de los miembros más jóvenes de las familias fundadoras de dichos templos; además, estaban exentos del pago de impuestos y servicios, como los monárquicos. Las evidencias sugieren que la riqueza real comenzaba a decaer y las fortunas privadas a incrementarse.

Pepi II fue el último rey auténtico del Antiguo Imperio. Era un niño cuando subió al trono; tanto Manetón corno el Canon de Turín afirman que su reinado duró más de 90 años, el mas largo registrado en la historia. En Saqqarah hizo erigir una pirámide que está muy bien construida; si bien el reino unificado aún existía al tiempo de su muerte, los muchos años en los que reinó siendo menor de edad y una senectud aún mayor debilitaron mucho el poder monárquico. La tradición egipcia dice que su dinastía, como la IV y la V, tuvo como último soberano a una reina, que en los registros de Manetón figura como Nitocris, “la más noble y mas adorable de todas las mujeres de su época”. Pero cuando Pepi II aún vivía, el Imperio Antiguo ya comenzaba a desmoronarse. Un rey que carece de la riqueza necesaria para recompensar a sus seguidores no puede gobernar eficazmente; sólo puede ofrecer retribuciones en papeles, inmunidades y privilegios de valor reducido. Una serie de decretos reales de Coptos, ocho en un día, despachados a un poderoso visir y su familla sugiere un desesperado intento del monarca pon ganar el apoyo de un importante magnate del Alto Egipto. No sabemos si fueron efectivos, y en cierto sentido no nos hace falta, pues traicionarían su propia historia. Un texto algo posterior, del distrito de Luxor, es igualmente significativo: describe cómo un nomarca llamado Ankhtify puso fin a una hambruna y restauró la ley y el orden en su región; al rey apenas se menciona.

Pepi II murió aproximadamente en 2181. A partir de entonces comienza la etapa que los egiptólogos llaman Primer periodo intermedio, una época confusa de la cual casi no existen documentos, que duró tal vez unos 100 años, hasta la emergencia del Imperio Medio, inaugurado pon la dinastía XI de Tebas. Esta etapa fue una especie de “oscurantismo”, pero de ningún modo confinado a Egipto, en la que colapsó la precaria civilización de la época debido a la combinación de la debilidad interna y una invasión externa. En la antigüedad, estas convulsiones solían ocurrir cuando la tecnología bélica de algunas civilizaciones —en este caso armas de cobre, y tal vez algunas de bronce— llegaba al poder de pueblos bárbaros. En Egipto, el monopolio de cobre que detentaban las tropas y guardias reales también finalizó: un factor del surgimiento del feudalismo fue la capacidad que tenían los nobles provinciales para equipar ejércitos privados con espadas, lanzas y flechas de metal. Pero también hubo una invasión extranjera en el delta. Un siglo antes, el general Ueni, según su propio relato, fue obligado a llevar a cabo una expedición de castigo a Palestina; evidentemente desde allí llegó la invasión, o al menos, una inmigración masiva. Manetón señala que a la muerte de Nitocris asumió el trono la dinastía VII, compuesta por “setenta reyes que reinaron setenta días”, un recurso literario para indicar la anarquía. No contamos con registros de lo sucedido. Las

construcciones de todo tipo cesaron; el arte de la época es muy escaso y por lo general de baja calidad. El colapso de un reino sumamente centralizado y bien administrado dio paso a una rápida caída en la producción agrícola y en los ingresos, y a una virtual interrupción del comercio con el exterior.

El principal documento del periodo, a pesar de que sólo queda una copia muy arruinada (actualmente en Leyden) escrita en la dinastía XIX, se conoce como Admoniciones de Ipuwer. Consiste en los comentarios de un sabio, claramente tradicionalista y conservador, que critica a un débil faraón de la dinastía VI —tal vez el decrépito Pepi II— o a uno de los gobernantes efímeros de las dinastías VII u VIII. Narra la decadencia total de la sociedad civilizada y la alteración del orden social, que era un aspecto del maat. El documento carece de comienzo y final, tiene partes inconexas y está escrito en forma incoherente. Pero su historia es bastante simple, y parece estár basada en hechos históricos; al menos confirma otras evidencias del periodo. Ipuwer se lamenta: “Los extranjeros se han convertido en gente y están por todas partes... No hay gente por ningún lado”. No existe el comercio, “Hoy nadie navega hacia el norte, a Biblos. ¿Cómo tendremos el cedro para nuestras momias?. No se extrae oro de las minas del desierto, y hasta la llegada de una caravana de los pobres habitantes del oasis se considera un suceso. Los caminos no están vigilados y “los hombres se sientan entre los juncos esperando que pase algún viajero desafortunado para quitarle lo que tiene y vaciarle los bolsillos. En el Alto Egipto el sistema impositivo ya no funciona y hay guerra civil: “¿Para qué sirve un tesoro vacío?”. En el otro extremo de Egipto, gran parte del delta ha sido ocupada por extranjeros, que tomaron el control de los trabajos especializados. “Nadie ara porque todos dicen: «No sabemos qué pasara con la tierra»”. Las mujeres son estériles, los muertos simplemente se echan al río, los cocodrilos están tan henchidos de cadáveres que se dan vuelta por su propio peso, el desierto avanza lentamente, las casas bellas y los edificios públicos están incendiados, nadie tiene ropa limpia, porque el “lavadero se rehúsa a llevar su carga...”. Ipuwer atribuye esta miseria, en la cual “La risa ha desaparecido y el lamento invade la tierra”, en parte debido al colapso de un estado faraónico centralizado y a la consecuente revolución social:

“Mira, están pasando cosas que no habían sucedido durante mucho tiempo: unos pobres se han llevado al rey (es decir, han robado su tumba)... un puñado de irresponsables saquean la tierra del reino... los hombres se rebelan contra el ureus... que trae paz a las Dos Tierras. Mira, se ha divulgado el secreto de la tierra, cuyos límites ahora son desconocidos. El lugar puede quedar destruido en una hora... las damas nobles ahora trabajan la tierra, y sus maridos en los talleres. El que nunca durmió en un tablón ahora tiene una cama... Los que llevaban finas prendas de lino visten harapos... la que antes ni siquiera tenia una caja ahora es dueña de un baúl, y la que miraba su rostro en el agua ahora tiene un espejo... los niños de los nobles son arrojados contra las paredes... las criadas sueltan la lengua...”

Hay mucho más del mismo tenor. La respuesta del faraón a estas quejas es tan confusa y fragmentaria que no se puede interpretar. No queda claro cuál es el propósito del documento; no sabemos si Ipuwer tenía una solución para los problemas que describe tan gráficamente. Sin embargo, para el historiador esos lamentos reflejan lo principal de la sociedad egipcia de esa época: la riqueza del trono faraónico era el parámetro para la prosperidad y la única garantía de civilización. El trono, de hecho, era maat, y sin maat no podía haber vida próspera ni creadora en el Nilo. PÁGINA 17