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texto de alexander jeffrey sobre la centralidad de los clasicos
Tipo: Apuntes
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Jeffrey C. Alexander
La relación entre la ciencia social y los clásicos es una cuestión que plantea los problemas más profundos, no solo en la teoría social, sino en los estudios culturales en general. En el ensayo que sigue sostengo que los clásicos ocupan un lugar central en la ciencia social contemporánea. Esta posición es discutida desde lo que, a primera vista, parecen dos campos enteramente diferentes. Entre los científicos sociales, por supuesto, siempre ha existido escepticismo hacia los clásicos. En efecto, para los partidarios del positivismo la cuestión misma de la relación entre la ciencia social y los clásicos lleva de inmediato a otra, a saber, la de si debe existir alguna relación en absoluto. ¿Por qué habrían de recurrir a textos de autores muertos hace tiempo disciplinas que afirman estar orientadas hacia el mundo empírico y hacia la acumulación de conocimiento objetivo acerca ese mundo empírico? Según los cánones del empirismo, cualquier aspecto científicamente relevante de dichos textos debería estar verificado e incorporado a la teoría contemporánea o falsado y arrojado al cubo de basura de la historia. Sin embargo, no son solo los positivistas duros quienes argumentan en contra de la interrelación entre la interpretación de los clásicos y la ciencia social contemporánea; también se oponen a ella los humanistas. Recientemente se ha planteado un poderoso argumento en contra de la introducción de problemas contemporáneos en la consideración de los textos clásicos. Los textos clásicos, se afirma (p. ej., Skinner: 1969), han de considerarse enteramente desde un punto de vista histórico. Esta posición historicista respecto a los clásicos converge con la empirista en la medida en que ambas se oponen a que los problemas de la ciencia social contemporánea se mezclen con la discusión de los textos históricos. Por tanto, para responder a las preguntas que conciernen a la relación entre la ciencia social y los clásicos debemos considerar cuál es exactamente la naturaleza de la ciencia social empírica y qué relación guarda con las ciencias naturales. Debemos considerar así mismo qué significa analizar los clásicos, y qué relación puede tener esta actividad, supuestamente histórica, con los intereses del conocimiento científico contemporáneo. Pero antes de continuar con estas cuestiones quiero proponer una definición clara de la que es un clásico. Los clásicos son productos de la investigación a los que se les concede un rango privilegiado frente a las investigaciones contemporáneas del mismo campo. El concepto de rango privilegiado significa que los científicos contemporáneos dedicados a esa disciplina creen que entendiendo dichas obras anteriores pueden aprender de su campo de investigación tanto como puedan aprender de la obra de sus propios contemporáneos. La atribución de semejante rango privilegiado implica, además, que en el trabajo cotidiano del científico medio esta distinción se concede sin demostración previa; se da por supuesto que, en calidad de clásica, tal obra establece criterios fundamentales en ese campo particular. Es por razón de esta posición privilegiada por lo que la exégesis y reinterpretación de los clásicos -dentro o fuera de un contexto histórico- llega a constituir corrientes destacadas en varias disciplinas, pues lo que se considera el «verdadero significado» de una obra clásica tiene una amplia influencia. Los teólogos occidentales han tomado la Biblia como texto clásico, como lo han hecho quienes ejercen las disciplinas religiosas judeo-cristianas. Para los estudiosos de la literatura inglesa, Shakespeare es indudablemente el autor cuya obra
encarna los cánones de su campo. Durante quinientos años, a Platón y Aristóteles se les otorgó el rango de clásicos de la teoría política.
La crítica empirista a la centralidad de los clásicos
Las razones por las que la ciencia social rechaza la centralidad de los clásicos son evidentes. Tal como he definido el término, en las ciencias naturales no existen en la actualidad «clásicos». Whitehead (1974, p. 115), sin duda uno de los más sutiles filósofos de la ciencia de este siglo, escribió que «una ciencia que vacila en olvidara sus fundadores está perdida». Esta afirmación parece innegablemente cierta, al menos en la medida en que ciencia se toma en su sentido anglo-americano, como equivalente de Naturwissenschaft. Un historiador de la ciencia observó que «cualquier estudiante universitario de primer año sabe más física que Galileo, a quien corresponde en mayor grado el honor de haber fundado la ciencia moderna, y más también de la que sabía Newton, la mente más poderosa de todas cuantas se han aplicado al estudio de la naturaleza» (Gillispie: 1960, p. 8). El hecho es innegable. El problema es: ¿qué significa este hecho? Para los partidarios de la tendencia positivista, significa que, a largo plazo, también la ciencia social deberá prescindir de los clásicos; a corto plazo, tendrá que limitar muy estrechamente la atención que se les preste. Solo habrá de recurrirse a ellos en busca de información empírica. La exégesis y el comentario -que son características distintivas de este status privilegiado- no tienen lugar en las ciencias sociales. Estas conclusiones se basan en dos supuestos. El primero es que la ausencia de textos clásicos en la ciencia natural indica el status puramente empírico de estas; el segundo es que la ciencia natural y la ciencia social son básicamente idénticas. Más adelante sostendré que ninguno de estos supuestos es cierto. Pero antes de hacerlo examinaré de forma más sistemática el argumento empirista inspirado en ellos. En un influyente ensayo que se publicó por vez primera hace cuarenta años, Merton (1947, reimpreso. en 1947 , pp. 1-38) criticaba lo que llamaba la mezcla de historia y sistemática de la teoría sociológica. Su modelo de teoría sistemática eran las ciencias naturales, y consistía, según parece, en codificar el conocimiento empírico y construir leyes de subsunción. La teoría científica es sistemática porque contrasta leyes de subsunción mediante procedimientos experimentales, acumulando continuamente de esta forma conocimiento verdadero. En la medida en que se dé esta acumulación no hay necesidad de textos clásicos. «La prueba más convincente del conocimiento verdaderamente acumulativo», afirma Merton, «es que inteligencias del montón pueden resolver hoy problemas que, tiempo atrás, grandes inteligencias no podían siquiera comenzar a resolver». En una verdadera ciencia, por tanto, «la conmemoración de los que en el pasado hicieron grandes aportaciones está esencialmente reservada a la historia de la disciplina» (Merton: 1967a, pp. 27-8). La Investigación sobre figuras anteriores es una actividad que nada tiene que ver con el trabajo científico. Tal investigación es tarea de historiadores, no de científicos sociales. Merton contrasta vívidamente esta distinción radical entre ciencia e historia con la situación que reina en las humanidades, donde «en contraste manifiesto, toda obra clásica -todo poema, drama, novela, ensayo u obra histórica- suele seguir formando parte de la experiencia de generaciones subsiguientes» (p. 28). Aunque Merton reconoce que los sociólogos «están en una situación intermedia entre los físicos y biólogos y los humanistas», recomienda con toda claridad un mayor acercamiento a las ciencias naturales. Invoca la confiada afirmación de Weber de que «en
acumulación empírica que cabía esperar en la ciencia social. Sin embargo, en vez de estancarse en esta situación, lo que hay que hacer es convertir los nuevos textos clásicos en simples fuentes de datos y/o teorías no contrastadas, es decir, hacer de ellos vehículos de ulterior acumulación. Debemos tratarlos como fuentes de «información todavía no recuperada» que puede ser «provechosamente empleada como nuevo punto de partida». De este modo se puede lograr que los clásicos apunten hacia el futuro científico y no hacia el pasado humanístico; es así como puede convertirse en científico el estudio de los textos anteriores. «Siguiendo y desarrollando modelos teóricos», este estudio puede dedicarse a «recuperar conocimiento acumulativo relevante... ya incorporarlo a subsiguientes formulaciones» (1967a, pp. 30, 35). Desde el punto de vista de la historia, la alternativa a la mezcla no es, de hecho, muy diferente. En lugar de utilizar los textos anteriores como fuentes de información no recuperada, estos pueden ser estudiados como documentos históricos en sí mismos. Una vez más, la cuestión es evitar la exégesis textual. «Una genuina historia de la teoría sociológica», escribe Merton, «tiene que ocuparse de la interacción entre la teoría y cuestiones como los orígenes sociales y la posición social de sus partidarios, la cambiante organización social de la sociología, las transformaciones que sufren las ideas con su difusión, y sus relaciones con la estructura social y cultural del entorno» (p. 35). Es el entorno de las ideas y no las propias ideas lo que debe estudiar un buen historiador de la ciencia social. Se supone que los objetivos del historiador son tan plenamente empíricos como los del sociólogo, quien estudia los mismos textos con el fin de obtener conocimiento acumulativo. Por consiguiente, el hecho de que Merton rechace la fusión de ciencia e historia no se debe Únicamente a su exigencia de una sociología empírica, sino también a su exigencia de una historia científica. He mencionado antes dos supuestos de los que depende la crítica empirista a la centralidad de los clásicos. El primero es que la ausencia de clásicos en la ciencia natural se deriva de su naturaleza empírica y acumulativa; el segundo es que las ciencias naturales y las ciencias sociales son básicamente idénticas a estos efectos. En el ensayo en que Merton (1967a) se manifiesta en contra de la fusión de historia y sistemática, la concepción empirista de la ciencia natural es un supuesto innato que se acepta tácitamente. Su idea de la ciencia natural es puramente progresiva. En vez de aplicar un tratamiento relativista e histórico a los textos científicos anteriores (tratamiento que, de acuerdo con el espíritu de la sensibilidad post-kuhniana, subrayaría el poder formativo de los paradigmas supracientíficos culturales e intelectuales ), Merton considera esas obras como una serie de «anticipaciones», «prefiguraciones» y «predescubrimientos» de los conocimientos actuales (1967a, pp. 8-7). Sabemos además, gracias a sus protocolos sistemáticos para la sociología de la ciencia, que esta impresión no es errónea. Para Merton, los compromisos disciplinarios y metodológicos son los únicos factores no empíricos que afectan al trabajo científico, y no cree que ninguno de estos pueda influir de forma directa en el conocimiento científico del mundo objetivo. El otro supuesto fundamental sobre el que descansa el argumento de Merton es que la ciencia social se asemeja a la ciencia natural en su referente fundamentalmente empírico. Sin embargo, Merton tiene mayores dificultades para establecer este punto. Sabemos por su ensayo sobre la teoría de alcance medio (Merton: 1967b), inmediatamente posterior -y no por casualidad- a su artículo acerca de la fusión de la historia y la sistemática en su colección de ensayos
Social Theory and Social Structure , que Merton no considera que la ciencia social dependa de paradigmas tal como los entiende Kuhn. Debido a que se orienta en función de problemas y no en función de paradigmas, la ciencia social se organiza por especialidades empíricas más que por escuelas o tradiciones. Pero, ¿por qué si los sociólogos no son empiristas ocupan una posición intermedia, entre la ciencia y las humanidades? ¿Por qué, además, mezclan la historia, la sistemática si no pretenden formar y mantener escuelas? Como he sugerido anteriormente, aunque Merton admite estos hechos innegables, insiste en que son anomalías, no tendencias inherentes, subrayando que la «sociología adopta la orientación y la praxis –de las ciencias físicas», y afirma que la «investigación [de la ciencia social] avanza a partir de las fronteras alcanzadas por el trabajo acumulativo de generaciones anteriores» (Merton, 1967a, pp. 29-31). En efecto; a pesar de la tendencia degenerativa a incurrir en lo que he llamado sistemática histórica, ¡Merton cree que nuestro conocimiento acerca de cómo estudiar la historia del pensamiento científico es él mismo científico y acumulativo! Merton emplea la terminología de la ciencia progresiva -esbozo, predescubrimiento, anticipación- para defender el tipo adecuado de historia científica progresiva. Criticando las historias progresivas que se basan únicamente en las descripciones del trabajo científico ya publicadas, Merton sugiere (pp. 4-6) que tales visiones se fundamentan en Una concepción le la historia que está «extraordinariamente retrasada con respecto a realidades admitidas hace tiempo», Bacon fue el primero en «observar» que el proceso del descubrimiento objetivo es más creativo e intuitivo de lo que sugiere la lógica formal de la contrastación científica, Según Merton, el que se haya llegado a este descubrimiento por caminos independientes tiene que confirmarlo: «mentes receptivas, han llegado repetidas veces y, al parecer, independientemente, al mismo tipo de observación». La teoría científica que subsume o explica estas observaciones empíricas se ha desarrollado a su debido tiempo: pensadores posteriores «han generalizado esta observación», Como esta lógica empírica ha mostrado su validez, Merton confía en que la historia de la ciencia ha de progresar de forma inevitable, pues «el fracaso de la sociología para distinguir entre la historia y la sistemática de la teoría será finalmente corregido» (Merton: 1967a, pp. 4-6). Estos son los supuestos básicos del argumento (¡ahora clásico!) de Merton en contra de la centralidad de los clásicos. No obstante, parece que existe, un tercer supuesto auxiliar, un supuesto que no tiene entidad propia pero que viene implicado por los dos supuestos centrales: la idea de que el significado de los textos anteriores relevantes es obvio. He mostrado cómo al condenar la «sistemática histórica» Merton afirmaba que sus únicos resultados eran la producción de sinopsis meramente recapitulativas, He demostrado también que la historia sociológica que Merton defiende se centraría en el entorno de las teorías científicas más que en la naturaleza de las propias ideas, Esta es también, dicho sea de paso, la tendencia de las críticas a la centralidad de los clásicos desde el punto de vista humanista, tendencia que examinaré más adelante. En la sección inmediata, sin embargo, discutiré las críticas empiristas del carácter central de los clásicos y los dos supuestos básicos sobre los que descansa.
La visión post-positivista de la ciencia
La tesis contraria a la centralidad de los clásicos da por supuesto que una ciencia es acumulativa en tanto que es empírica, y que en tanto que es acumulativa no creará clásicos. Sostendré, por el contrario, que el hecho de que una disciplina posea clásicos no depende
son tan visibles para quienes están inmersos en el trabajo científico. Esto explica por qué parece que los datos empíricos se obtienen por inducción, en vez de ser construidos analíticamente. Pero como observa Holton, el enfrentamiento entre compromisos teóricos generales «es uno de los más poderosos catalizadores de la investigación empírica», y debe considerarse que este es uno de los «componentes esenciales de las transformaciones fundamentales de las ciencias naturales» {1973, pp. 26, 190).
El primer supuesto de Merton (el relativo al carácter de la ciencia natural) es insostenible si las consideraciones no empíricas generales desempeñan un papel tan decisivo. Tampoco creo que se sostenga el segundo, pues en ciertos aspectos cruciales la praxis de la ciencia natural y la de la ciencia social no se parecen gran cosa. Esta conclusión puede sorprender. Una vez establecida la dimensión no empírica de la ciencia natural, podría parecer que el status de las obras clásicas quedaría a salvo. Hemos de admitir, sin embargo, que la ciencia natural no recurre a los clásicos. Se trata ahora de explicar este hecho desde una perspectiva no empirista.
Por qué no hay clásicos en la ciencia natural: una visión post-positivista
La epistemología de la ciencia no determina los temas particulares a los que se aplica la actividad científica de una disciplina científica dada^2. Sin embargo, es precisamente la aplicación de esta actividad lo que determina la relativa «sensibilidad» empírica de cualquier disciplina. Así, incluso antiempiristas declarados han reconocido que lo que distingue a las ciencias naturales de las ciencias humanas es que aquellas centran explícitamente su atención en problemas empíricos. Por ejemplo, a pesar de que Holton ha demostrado concienzudamente que la física moderna está constituida por «tesis» supraempíricas, arbitrarias, él mismo insiste en que nunca ha sido su intención defender la introducción de «discusiones temáticas... en la praxis misma de la ciencia». Manifiesta, en efecto, que «la ciencia comenzó a crecer con rapidez solo cuando se excluyeron de los laboratorios tales cuestiones» (Holton: 1973, pp. 330-1, el subrayado es nuestro ). Incluso un filósofo tan claramente idealista como Collingwood, quien destaca que la práctica científica descansa en supuestos metafísicos, admite que «el asunto del científico no es proponerlos, sino solo presuponerlos» (Collingwood: 1940, p. 33).
(^2) Mi distinción entre ciencia natural y ciencia social solo puede tener, obviamente un carácter típico-ideal. Mi
propósito es articular condiciones generales, no explicar situaciones disciplinarias particulares. En general, no cabe duda de que es acertado afirmar que las condiciones en pro y en contra de la existencia de los clásicos en una disciplina se corresponden en un sentido amplio con la división entre las ciencias dela naturaleza y las ciencias que se ocupan de las acciones de los seres humanos. El análisis específico de cualquier disciplina particular requeriría que se especificaran las condiciones generales de cada caso. Así, la ciencia natural se encuentra característicamente desdoblada en ciencias físicas y ciencias biológicas. Las últimas están menos sujetas a matematización, menos consensuadas, y es más frecuente que sean sometidas debate extraempírico explícito. En ciertos casos esto puede llegar al punto de que el debate sobre los clásicos desempeñe un papel permanente en la ciencia, como en el debate sobre Darwin de la biología evolutiva. Así mismo, en los estudios sobre el hombre las disciplinas no manifiestan en el mismo grado las condiciones que expondré en este artículo. En los Estados Unidos, por ejemplo, la economía se encuentra menos vinculada a los clásicos que la sociología y la antropología, y la relación de la historia con los clásicos parece fluctuar continuamente. La variación en estos casos empíricos puede explicarse en función de las condiciones teóricas que expongo más adelante.
La actividad científica se aplica a la que quienes se dedican a la ciencia consideran científicamente problemático. Como en la modernidad suele existir un acuerdo entre los científicos naturales sobre los problemas generales propios de su gremio, su atención explícita se ha centrado normalmente en cuestiones de tipo empírico. Esto es, por supuesto, lo que le permite a la «ciencia normal", en palabras de Kuhn (1970), dedicarse a la resolución de rompecabezas ya solucionar problemas específicos. Utilizando la ciencia normal como referencia para caracterizar la ciencia natural como tal, también Habermas ha señalado que el consenso es aquello que diferencia la actividad «científica" de la «no científica». Denominamos científica a una información si y solo si puede obtenerse un consenso espontáneo y permanente respecto a su validez. El verdadero logro de la ciencia moderna no consiste, fundamentalmente, en la producción de verdad, es decir, de proposiciones correctas y convincentes acerca de lo que llamamos realidad. La ciencia moderna se distingue de las categorías tradicionales de conocimiento por un método para llegar a un consenso espontáneo y permanente acerca de nuestros puntos de vista. (Habermas: 1972, p. 91). Sólo si existe desacuerdo acerca de los supuestos de fondo de una ciencia se discutirán de forma explícita estas cuestiones no empíricas. Kuhn llama a esto crisis del paradigma, reafirma que es en tales crisis cuando se «recurre a la filosofía ya debate de fundamentos" (Kuhn: 1970). En la ciencia natural no hay clásicos porque la atención, normalmente, se centra en sus dimensiones empíricas. Las dimensiones no empíricas están enmascaradas, y parece que las hipótesis especulativas pueden decidirse por referencia a datos sensibles relativamente accesibles o por referencia a teorías cuya especificidad evidencia de modo inmediato su relevancia con respecto a tales datos. Pero la existencia de clásicos implica que teorías anteriores disfrutan de una posición privilegiada. En tal caso se considera que tienen rango explicativo teorías anteriores, no solo las contemporáneas; además, es frecuente creer que los textos clásicos también pueden ofrecer datos relevantes. Lo que yo sostengo es que la ciencia natural no es menos apriorística que la ciencia social. Una postura no apriorística, puramente empírica, no explica la «ausencia de clásicos" en la ciencia natural. La explicación hay que buscarla en la forma que adquiere la fusión de conocimiento apriorístico y contingente. Así, en vez de clásicos, la ciencia natural tiene lo que Jun llamaba modelos ejemplares. Con este término, Kuhn (1970, p. 182) se refiere a ejemplos concretos de trabajo empírico exitoso: ejemplos de la capacidad para resolver problemas que define los campos paradigmáticos. Si bien los modelos ejemplares incorporan compromisos metafísicos y no empíricos de varios tipos, son en sí mismos una pauta para la explicación específica del universo. Incluyen necesariamente definiciones y conceptos, pero orientan hacia cuestiones de operacionalización y técnica a quienes los estudian. Sin embargo, a pesar de su especificidad, los mismos modelos ejemplares funcionan apriorísticamente. Se aprenden en los libros de textos y en los laboratorios antes de que los neófitos sean capaces de examinar por sí mismos si son o no realmente verdaderos. En otras palabras, son interiorizados por razón de su posición de privilegio en el proceso de socialización más que en virtud de su validez científica. Los procesos de aprendizaje son idénticos en la ciencia social; la diferencia estriba en que los científicos sociales interiorizan clásicos además de modelos ejemplares.
estructuras sociales» (Hagstrom: 1965, p. 285). Las implicaciones ideológicas de la ciencia social redundan en las mismas descripciones de los propios objetos de investigación. La misma caracterización de estados mentales o instituciones -por ejemplo, el que la sociedad sea llamada «capitalista» o «industrial», el que haya habido «proletarización», «individualización» o «atomización»- refleja una estimación de las consecuencias que la explicación de un fenómeno que aún no ha ocurrido tiene para los valores políticos. Aunque Mannheim sobreestimara los supuestos valorativos frente a los supuestos cognoscitivos, no cabe duda de que planteó este punto con acierto. Toda definición, escribió, «depende necesariamente de la perspectiva de cada uno, es decir, contiene en sí misma todo el sistema de pensamiento que representa la posición del pensador en cuestión y, especialmente, las valoraciones políticas que subyacen a su sistema de pensamiento». Su conclusión a este respecto parece exacta: «La misma forma en que un concepto es definido y el matiz con que se emplea ya prejuzgan hasta cierto punto el resultado de la cadena de ideas construida sobre él» (Mannheim: 1936, pp. 1967).
Por todas estas razones, el discurso -y no la mera explicación/ se convierte en una característica esencial de la ciencia social. Por discurso entiendo formas de debate que son más especulativas y están más consistentemente generalizadas que las discusiones científicas ordinarias. Estas últimas se centran, más disciplinadamente, en evidencias empíricas específicas, en la lógica inductiva y deductiva, en la exp1lcaclón mediante leyes subsuntivas y en los métodos que permiten verificar o falsar estas leyes. El discurso, por el contrario, es argumentativo. Se centra en el proceso de razonamiento más que en los resultados de la experiencia inmediata, y se hace relevante cuando no existe una verdad manifiesta y evidente. El discurso trata de persuadir mediante argumentos y no mediante predicciones. La capacidad de persuasión del discurso se basa en cualidades tales como su coherencia lógica, amplitud de visión, perspicacia interpretativa, relevancia valorativa, fuerza retórica, belleza y consistencia argumentativa.
Foucault (1973) define las praxis intelectuales, científicas y políticas como «discursos» a fin de negar su status meramente empírico, inductivo. De este modo, insiste en que las actividades prácticas se han constituido históricamente y están configuradas por ideas metafísicas que pueden definir una época entera. La sociología también es un ámbito discursivo. Sin embargo, no se encuentra en ella la homogeneidad que Foucault atribuye a tales ámbitos; en la ciencia social hay discursos, no un único discurso. Estos discursos tampoco están estrechamente ligados a la legitimación del poder, como Foucault defendía cada vez más claramente en sus últimas obras. Los discursos de la ciencia social tienen como objetivo la verdad, y siempre están sujetos a estipulaciones racionales acerca de cómo debe llegarse a la verdad y en qué debe consistir esta. Aquí recurro a Habermas (p. ej. 1984), que entiende el discurso como parte del esfuerzo que hacen los interlocutores para lograr una comunicación no distorsionada. Aunque Habermas subestima las cualidades irracionales de la comunicación, y no digamos de la acción, no cabe duda de que ofrece una forma de conceptualizar sus aspiraciones racionales. Sus intentos sistemáticos por identificar tipos de argumentos y criterios para alcanzar una justificación mediante la persuasión muestran cómo pueden combinarse los compromisos racionales y el reconocimiento de argumentos supraempíricos. El ámbito discursivo de la ciencia social actual se encuentra en una difícil posición: entre el discurso racionalizante de Habermas y el discurso arbitrario de Foucault. Este carácter central del discurso es la causa de que la teoría de las ciencias sociales sea tan polivalente, y tan desacertados los esfuerzos compulsivos (por ejemplo, Wallace
(^4) .Esta caracterización peyorativa de la metateoría como culto a las grandes figuras recuerda a la
acusación de «reverencia acrítica» de Merton (1967a, p. 30) discutida en la nota 1. El servilismo es, por supuesto, el reverso del escepticismo científico, y el fin último de estas acusaciones es negar el papel científico de las investigaciones sobre los clásicos. Por el contrario, parece obvio que lo que antes denominé «sistemática histórica» consiste en la reconstrucción crítica de las teorías clásicas. Irónicamente, los empiristas como Turner y Merton pueden legitimar en cierto modo sus acusaciones porque, de hecho, tales reconstrucciones muchas veces se hacen dentro de un marco que niega explícitamente cualquier pretensión crítica. En la sección siguiente trataré de examinar esta «actitud ingenua» de algunos de quienes toman parte en el debate sobre los clásicos.
amplio de corte teórico la selección de datos empíricos está sujeta a discusión. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo la identificación del espíritu del capitalismo con los empresarios ingleses de los siglos XVII y XVIII ha sido muy discutida (Weber: 1958). Si se considera que los capitalistas italianos de las primitivas ciudades estado modernas manifestaban el espíritu del capitalismo (p. ej. Trevor-Roper: 1965), la correlación entre capitalistas y puritanos de Weber está basada en una muestra restringida y no puede justificar su teoría. Si esto es cieno, los datos empíricos de Weber fueron sobre- seleccionados por su referencia teórica a la ética protestante. En Social Change in the Industrial Revolution (1959), el célebre estudio de Smelser, puede encontrarse una distancia semejante entre la teoría general y el indicador empírico. La teoría de Smelser sostiene que los cambios en la división de papeles en la familia, y no los transtornos industriales per se , fueron la causa de las actividades de protesta radical que los trabajadores ingleses desarrollaron durante la segunda década del siglo XIX. En su exposición histórico-cronológica Smelser describe los cambios fundamentales de la estructurafamiliar como si hubieran ocurrido en la secuencia que sugiere. Su presentación de los datos de archivo propiamente dicha (Smelser: 1959, pp. 188-89) parece indicar, sin embargo, que estas perturbaciones de la familia no se desarrollaron hasta una o dos décadas después. La atención teórica que Smelser presta a la familia sobre determina la presentación de su historia cronológica (y los datos de archivo, a su vez, subdeterminan su teoría)^5. En el reciente intento de Skocpol (1979) por documentar su teoría histórica y comparativa, una teoría muy distinta produce el mismo tipo de sobredeterminación. Skocpol (p. 18) propone adoptar un «punto de vista impersonal y no subjetivo» para el estudio de las revoluciones, según el cual solo serían causalmente relevantes «las situaciones y relaciones entre grupos determinadas por las instituciones». Skocpol indaga los datos empíricos de la revolución, y el único elemento apriorístico que admite es su adhesión al método comparativo (pp. 33-40). Sin embargo, cuando Skocpol reconoce que las tradiciones y derechos locales sí desempeñan un papel (por ejemplo, pp. 62, 138), y que deben explicarse (aunque brevemente) el liderazgo e ideología políticos (pp. 161-63), la sobredeterminación teórica de sus datos se hace evidente. Sus preocupaciones estructurales la han llevado a ignorar todo el contexto intelectual y cultural de la revolución 6 La subdeterminación empírica y la sobredeterminación teórica van unidas. Desde las proposiciones más específicamente fácticas hasta las generalizaciones más abstractas la ciencia social es esencialmente discutible. Toda conclusión está abierta al debate por referencia aconsideraciones supraempíricas. Esta es la versión de la tematización específica de la ciencia social, tematización que, como Habermas ( 1984) ha mostrado, subyace a todo intento de discusión racional. Toda proposición de la ciencia social está sujeta a la exigencia de justificación por referencia a principios generales. En otras palabras, no es necesario -y la comunidad de científicos sociales se niega a hacerlo- que al formular una tesis opuesta a la de Blau me limite a demostrar empíricamente que los aspectos estructurales son solo unos pocos de los numerosos factores que determinan la exogamia;
(^5) La escrupulosidad de Smelser como investigador histórico queda demostrada por el hecho de que él mismo
aportó datos que, por así decirlo, desbordaban su propia teoría (a este respecto, vid. Wallby: 1986). Esto no es lo que sucede normalmente, pues la sobredeterminación de los datos por la teoría suele tener como consecuencia que los científicos sociales, y muchas veces también sus críticos, sean incapaces de percibir los datos adversos. (^6) Sewell (1985) ha demostrado convincentemente esta laguna en los datos de SkocpoI en lo que se refiere al
caso de Francia.
puedo, en lugar de esto, demostrar que al manejar este tipo de causación estructural Blau se basa en supuestos acerca de la acción que tienen un carácter excesivamente racionalista. De modo similar, al considerar la obra de Lieberson puedo dejar a un lado la cuestión empírica de la relación entre la educación y las oportunidades objetivas, y utilizar un argumento discursivo para indicar que, al centrarse de modo exclusivo en la influencia de la esclavitud, Lieberson refleja consideraciones ideológicas y un compromiso previo con modelos generados por la teoría del conflicto. De la misma manera, la obra de Smelser puede criticarse desde el punto de vista de su adecuación lógica, pero también demostrando que su modelo funcionalista primitivo adolece de un énfasis excesivo en la socialización. Y podemos valorar negativamente el argumento de Skocpol sin ninguna referencia al material empírico por considerar muy poco plausible la limitación de las «teorías intencionales» que él defiende a modelo instrumental de racionalidad intencional que implica su teoría. Elaborar tales argumentos -y el hecho mismo de iniciar el tipo de discusión que acabo de comenzar- es entrar en el ámbito del discurso, no en el de la explicación. Como Seidman (1986) ha subrayado, el discurso no implica el abandono de las pretensiones de verdad. Después de todo, las pretensiones de verdad no tienen por qué limitarse al criterio de validez empírica contrastable (Habermas: 1984 ). Todo plano del discurso supraempírico incorpora criterios distintivos de verdad. Estos criterios van más allá de la adecuación empírica, y se refieren también a pretensiones relativas a la naturaleza y consecuencias de las presuposiciones, a la estipulación y adecuación de los modelos, a las consecuencias de las ideologías, las metaimplicaciones de los modelos y las connotaciones de las definiciones. En una palabra, en la medida en que se hagan explícitos son esfuerzos por racionalizar y sistematizar las complejidades del análisis social y de la vida social captadas intuitivamente. Los debates actuales entre las metodologías interpretativas y causales, las concepciones de la acción utilitaristas y normativas, los modelos de sociedad basados en el equilibrio y los basados en el conflicto de las sociedades, las teorías radicales y conservadoras del cambio... representan más que debates empíricos. Reflejan los esfuerzos de los sociólogos por articular criterios para evaluar la «verdad» de diferentes dominios no empíricos. No es sorprendente que la respuesta de la disciplina a obras importantes guarde tan poca semejanza con las respuestas definidas y delimitadas que proponen los partidarios de la «lógica de la ciencia». La obra States and Social Revolutions de Skocpol, por ejemplo, ha sido evaluada en todos y cada uno de los niveles del continuum sociológico. Los supuestos del libro, su ideología, modelo, método, definiciones, conceptos, e incluso sus hechos han sido sucesivamente clarificados, debatidos y elogiados. Se discuten los criterios de verdad que Skocpol ha empleado para justificar sus oposiciones en cada uno de estos niveles. Muy pocas de las respuestas de la disciplina a su obra han conllevado la contrastación controlada de sus hipótesis o un nuevo análisis de sus datos. Las decisiones acerca de la validez del método estructural empleado por Scokpol para abordar el estudio de la revolución no se tomarán, ciertamente, en virtud de estas razones.^7
(^7) En esta sección he ilustrado la sobredeterminación de la ciencia social por la teoría y su subdeterminación
por los hechos discutiendo algunas obras importantes. También podrían ilustrarse examinando sub campos «empíricos- específicos. En la ciencia social, incluso los subcampos empíricos más estrictamente definidos están sujetos a un tremendo debate discursivo. La reciente discusión en un simposio nacional sobre el estado de la investigación de catástrofes (Simposium on Social Structure and Disaster: Conception and Measurement, College of William and Mary, Williamsburg, Virginia, mayo de 1986), por ejemplo, revela
formulaciones matizadas que se producen en el curso de la vida intelectual contingente. Cuando discutimos por referencia a los clásicos las cuestiones centrales que afectan a la ciencia social estamos sacrificando la capacidad de abarcar esta especificidad matizada. A cambio conseguimos algo muy importante. Al hablar en los términos de los clásicos podemos albergar una relativa confianza en que nuestros interlocutores sabrán al menos de qué estamos hablando, incluso aunque no reconozcan en nuestra discusión su propia posición particular y única. A esto se debe el hecho de que si pretendemos hacer un análisis crítico del capitalismo es más que probable que recurramos a la obra de Marx. De forma parecida, si deseamos valorar los diversos análisis críticos del capitalismo existentes en la actualidad probablemente los tipificaremos comparándolos con la obra de Marx. Solo así estaremos más o menos seguros de que otros pueden seguir nuestros juicios ideológicos y cognoscitivos, y quizá consigamos persuadirles. La segunda ventaja funcional consiste en que los clásicos hacen posible sostener compromisos generales sin que sea necesario explicitar los criterios de adhesión a esos compromisos. Puesto que es muy difícil formular tales criterios, y virtualmente imposible obtener un acuerdo sobre ellos, es muy importante esta función de concretización. Es esto lo que nos permite discutir sobre Parsons, sobre la «funcionalidad» relativa de sus primeras y últimas obras, y sobre si su teoría (sea lo que sea en concreto) puede explicar de verdad el conflicto en el mundo real, sin que sea preciso definir el equilibrio y la naturaleza de los sistemas. O, en lugar de examinar explícitamente las ventajas de una concepción afectiva o normativa de la acción humana, se puede sostener que, de hecho, esta fue la perspectiva que Durkheim adoptó en sus obras más importantes. La tercera ventaja funcional tiene un carácter irónico. Como se da por supuesta la existencia de un instrumento de comunicación «clásico», es posible no reconocer en absoluto la existencia de un discurso general. Así, como se reconoce sin discusión la importancia de los clásicos, al científico social le resulta posible comenzar un estudio empírico -en sociología industrial, por ejemplo- discutiendo el tratamiento del trabajo en los primeros escritos de Marx. Si bien sería ilegítimo que dicho científico sugiriera que consideraciones no empíricas sobre la naturaleza humana, y no digamos especulaciones utópicas sobre las posibilidades humanas, constituyen el punto de referencia de la sociología industrial, es precisamente eso lo que reconoce de forma implícita al referirse a la obra de Marx. Finalmente, la concretización que proporcionan los clásicos les otorga potencialidades tan privilegiadas que el tomarles como punto de referencia adquiere importancia por razones puramente estratégicas e instrumentales. Cualquier científico social ambicioso y cualquier escuela en ascenso tiene un interés inmediato en legitimarse vis-à-vis de los fundadores clásicos. y aun en el caso de que no exista un interés genuino por los clásicos, estos tienen que ser criticados, releídos o redescubiertos si se vuelven a poner en cuestión los criterios normativos de valoración de la disciplina. Estas son las razones funcionales o extrínsecas del status privilegiado que la ciencia social otorga a un grupo reducido y selecto de obras anteriores. Pero en mi opinión existen también razones intrínsecas, genuinamente intelectuales. Por razones intelectuales entiendo que a ciertas obras se les concede el rango de clásicas porque hacen una contribución singular y permanente a la ciencia de la sociedad. Parto de la tesis de que cuanto más general es una discusión científica menos acumulativa puede ser. ¿Por qué? Porque si bien los compromisos generales están sujetos a criterios de verdad, es imposible establecer estos criterios de forma inequívoca. Las valoraciones generales no se basan tanto en cualidades del mundo objetivo -sobre el que con frecuencia es posible alcanzar un acuerdo mínimo-
como en gustos y preferencias relativos de una comunidad cultural concreta. El discurso general, por tanto, descansa en cualidades propias de la sensibilidad personal que no son progresivas: cualidades estéticas, interpretativas, filosóficas. En este sentido las variaciones de la ciencia social no reflejan una acumulación lineal-una cuestión susceptible de ser calculada temporalmente--, sino la distribución de la capacidad humana, esencialmente aleatoria. La producción de «gran» ciencia social es un don que, como la capacidad de crear «gran» arte (cfr. Nisbet: 1976), varía transhistóricamente entre sociedades diferentes y seres humanos diferentes.^8
Dilthey escribió que la «vida humana como punto de partida y contexto duradero proporciona el primer rasgo estructural básico de los estudios humanísticos; pues estos se basan en la experiencia, comprensión y conocimiento de la vida» (1976, p.186). En otras palabras, la ciencia social no puede aprenderse mediante la mera imitación de una forma de resolver problemas empíricos. Dado que tiene por objeto la vida, la ciencia social depende de la capacidad del propio científico para entender la vida; depende de las capacidades idiosincrásicas para experimentar, comprender y conocer. En mi opinión, este conocimiento individual tiene al menos tres características distintivas:
Toda generalización sobre la estructura o causas de un fenómeno social -una institución, un movimiento religioso o un suceso político- depende de alguna concepción de los motivos implicados. Pero la exacta comprensión de los motivos requiere, sin embargo, unas capacidades de empatía, perspicacia e interpretación muy desarrolladas. A igualdad de los demás factores, las obras de científicos sociales que manifiestan tales capacidades en grado sumo se convierten en clásicos a los que tienen que referirse quienes disponen de capacidades más mediocres para comprender las inclinaciones subjetivas de la humanidad. El vigor de la «sociología de la religión» de las últimas obras de Durkheim se debe en gran medida a su notable capacidad para intuir el significado cultural y la importancia
(^8) La razón que suele aducirse para explicar la centralidad de los clásicos en las artes es, como es bien sabido,
la idiosincrasia de la capacidad creativa. Sin embargo, en su escrito sobre la formación de obras literarias canónicas, Kermode (1985) ha mostrado que esta concepción atribuye demasiada importancia a la información exacta sobre una obra y demasiado poca a la opinión no informada de un grupo ya los criterios valorativos «irracionales». Por ejemplo, la eminencia artística de Botticelli se restableció en círculos de finales del siglo XIX por motivos que posteriormente se han mostrado sumamente espúreos. Sus defensores empleaban argumentos cuya vaguedad y confusión no podían haber justificado estéticamente su arte. En este sentido, Kermode sostiene que las obras «canónicas» lo son por razones funcionales. Según este autor, «es difícil que las instituciones culturales... puedan funcionar normalmente sin ellas» (1985: p. 78). Al mismo tiempo, Kermode insiste en que sí hay alguna dimensión intrínseca que justifique esa canonización. Así, aunque admite que «todas las interpretaciones son erróneas», sostiene que «no obstante, algunas de ellas son buenas en relación con su fin último» (1985: p.91). ¿Por qué? «Una interpretación suficientemente buena es la que estimula o posibilita determinadas formas necesarias de atención. Lo que importa... es que esas maneras de inducir dichas formas de atención deben seguir existiendo, incluso si en último término todas ellas dependen de la opinión».La noción de «suficientemente buena» será historiografiada en mi posterior discusión de los debates sociológicos sobre los clásicos.
podría librarse de sus efectos. Una ideología eficaz, además (Geertz: 1964), no depende sólo de una sutil sensibilidad social, sino también de una capacidad estética para condensar y articular la «realidad ideológica» mediante figuras retóricas apropiadas. Las proposiciones ideológicas, en otras palabras, también pueden alcanzar el rango «clásico». Las páginas finales de La ética protestante no reflejan el carácter de la modernidad racionalizada y carente de alma: lo crean. Para entender la modernidad racionalizada no podemos limitarnos a observarla: tenemos que releer esta obra temprana de Weber para volver a apreciarla y experimentarla. De modo similar, puede que nunca se capte con mayor fuerza que en El hombre unidimensional de Marcuse el carácter opresivo y sofocante de la modernidad. Estas consideraciones funcionales e intelectuales otorgan a los clásicos -no solo al discurso general per se - una importancia central para la praxis de la ciencia social. Estas consideraciones determinan que a estas obras antiguas se les otorgue un status privilegiado y se las venere de tal modo que el significado que se les atribuye a menudo se considera equivalente al propio conocimiento científico contemporáneo. El discurso sobre una de estas obras privilegiadas se convierte en una forma legítima de debate científico racional; la investigación del «nuevo significado» de tales textos se convierte en una forma legítima de reorientar el trabajo científico. Lo que es tanto como decir que una vez que determinada obra adquiere el rango de clásica su interpretación se convierte en una clave del debate científico. y como los clásicos son esenciales para la ciencia social, la interpretación ha de considerarse una de las formas de debate teórico más importantes. Merton tenía razón al afirmar que los científicos sociales tienden a mezclar la historia y la sistemática en la teoría social. También estaba enteramente justificado al atribuir esta mezcla a los «esfuerzos por armonizar orientaciones científicas y humanistas» (Merton:1967a, p. 29). Sin embargo, estaba equivocado al afirmar que es patológica esa mezcla o el solapamiento causante de dicha mezcla. El propio Merton no fue lo suficientemente empírico en este aspecto. Desde el origen del estudio sistemático de la sociedad en la antigua Grecia, la mezcla y el solapamiento han sido endémicas en la praxis de la ciencia social. El interpretar esta situación como anormal refleja prejuicios especulativos injustificados, no hechos empíricos. El primero de estos prejuicios injustificados es que la ciencia social constituye una empresa joven e inmadura en comparación con la ciencia natural; al madurar, se irá asimilando progresivamente a las ciencias naturales. Yo sostengo, por el contrario, que hay razones endémicas insoslayables para que exista una divergencia entre la ciencia natural y la ciencia social; además, la «madurez» de esta última, según creo, se ha alcanzado hace ya bastante tiempo. Un segundo prejuicio es que la ciencia social -una vez más, supuestamente idéntica a la ciencia natural- es una disciplina puramente empírica que puede desprenderse de su forma discursiva y general. Mantengo, por el contrario, que nada indica que se vaya a alcanzar jamás esta condición prístina. Sostengo que la propia ciencia natural que se utiliza como paradigma de tales esperanzas está inevitablemente ligada a compromisos tan generales como los de la ciencia social, aunque tales compromisos queden disimulados en su caso. Merton lamenta que «casi todos los sociólogos se consideran cualificados para enseñar y para escribir la 'historia' de la teoría sociológica, pues al fin y al cabo están familiarizados con los escritos clásicos de épocas anteriores» (1967, p. 2). En mi opinión, este hecho es enteramente positivo. Si los sociólogos no se consideran cualificados en ese
aspecto, no solo daría fin un tipo de historia de la sociología «vulgarizada», sino la misma práctica de la sociología.^9
Ingenuidad fenomenológica: por qué deben deconstruirse los debates clásicos
En las secciones precedentes he argumentado teóricamente que no puede existir escisión entre historia y sistemática. En la sección que sigue pretendo mostrar empíricamente que no existe. Antes de hacerlo, sin embargo, tengo que reconocer que, después de todo, hay un lugar en el que esa escisión es muy real. Dicho lugar es la mente de los propios científicos sociales. Dedicaré la presente sección a esta paradoja. Aunque continuamente hacen de la obra de los clásicos el tema de su discurso, los científicos sociales -en conjunto- no reconocen que proceden así para elaborar argumentos científicos, ni tampoco que efectúen actos de interpretación como parte de ese discurso. Rara vez se aborda la cuestión de por qué están discutiendo los clásicos. En lugar de esto se da por supuesto que la discusión es el tipo más normal de actividad profesionalmente sancionada. Es infrecuente que se piense en la posibilidad de que esta actividad tenga carácter teórico o interpretativo. Por lo que concierne a los participantes en el debate, simplemente intentan ver a los clásicos como son «en realidad». Esta falta de conciencia de la propia actividad no es el reflejo de un ingenuidad teórica. Al contrario, caracteriza alguna de las discusiones interpretativas más elaboradas que ha producido la ciencia social. El ejemplo más célebre es la presentación que hace Parsons de su tesis de la convergencia en The Structure of Social Action (1937). Esta obra, un tour de force interpretativo, sostiene que todas las principales teorías científicas del período finisecular subrayaban el papel de los valores sociales en la integración de la sociedad. Parsons defiende esta lectura mediante una conceptualización creativa y numerosas citas, pero es sorprendente que no reconozca en absoluto que se trata de una interpretación. Insiste en que ha llevado a cabo una investigación empírica que es «una cuestión de hecho como otra cualquiera» (Parsons: 1937, p. 697). En efecto, el nuevo análisis parsoniano de las obras de los clásicos es el resultado de cambios en el mundo objetivo más que la consecuencia de nuevas cuestiones planteadas por el propio Parsons. Los clásicos descubrieron valores, y este descubrimiento es el nuevo dato empírico para la obra científica de Parsons. Su análisis, por consiguiente, «se ha seguido [en gran parte] de sus nuevos descubrimientos
(^9) Debo admitir también que existen importantes ambigüedades en el ensayo de Merton, ambigüedades que
hacen posible interpretar su tesis de maneras significativamente distintas. (Lo que, según creo, podría decirse también de su trabajo sobre la teoría de rango medio: vid. Alexander: 1982a, pp. 11-14). Por ejemplo, en la penúltima página de su ensayo (1967a, p. 37) indica que los clásicos pueden tener la siguiente «función» sistemática: «los cambios en el conocimiento sociológico actual y en los problemas y los centros de interés de la sociología nos permiten encontrar nuevas ideas en una obra que ya habíamos leído». Reconoce, además, que estos cambios pueden originarse en «desarrollos recientes de nuestra propia vida intelectual». Esto puede interpretarse como reconocimiento de la necesidad sistemática de que la sociología actual haga referencia a los clásicos, es decir, como reconocimiento de ese tipo de «sistemática histórica» en contra del cual Merton escribió la parte principal de su ensayo. Quizá por tal razón Merton matiza inmediatamente esta afirmación con una nueva versión de su tesis empirista y acumulacionista. La causa de que «en muchas obras anteriores se manifiesten cosas 'nuevas'» es que «cada nueva generación acumula su propio repertorio de conocimientos».