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La Ciudad Como Utopía: Un Ensayo Sobre la Historia y la Imaginación Urbana, Monografías, Ensayos de Sociología

Este ensayo explora la ciudad como un concepto utópico a través de la historia, desde las ciudades ideales de platón hasta las megalópolis modernas. Analiza cómo la ciudad ha sido vista como un espacio de orden y progreso, pero también como un lugar de caos y desolación. El texto examina las diferentes visiones de la ciudad, desde las utopías religiosas hasta las utopías industriales, y cómo estas visiones han influido en la forma en que se han construido las ciudades.

Tipo: Monografías, Ensayos

2023/2024

Subido el 04/11/2024

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nerina-arroyo 🇦🇷

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LOS TIEMPOS UTÓPICOS
Nicolás Casullo
Viviríamos una etapa de desuso ideológico. Una edad donde los poderes ofertan la
resignación como modernidad de la política. Ya no haría falta el hecho social para inculcarle
sentido a los procesos, como tampoco la confrontación en el campo de las ideas y las
identidades: anacronismos todos estos caminos al cementerio frente al neutro maná de la
tecnotrónica, y "el posibilismo" de los proyectos sin sujetos que puedan alterarlos.
Surge entonces, en las medianoches de la política, el tema de la utopía. Ese recurrente
filosofar del hombre cuando los espejos no convencen. Para muchos, la puesta de sol del
marxismo simboliza el fin más preclaro de la utopía que enardeció a la sociedad industrial.
Según otros, la debacle del Estado social -hasta hace poco exorcista de la crisis- indica mejor
que nada el velatorio de la sociedad deseable. Están los que descubren el naufragio de la
esperanza en el mutismo de alternativas por parte del tercer mundo: la defección de los
pueblos prometeicos de la década de los '60. Entretanto los neoconservadores enjuician con
acidez los peligros de otro valuarte de Occidente: la democracia permisiva.
Sin embargo, por detrás de este horizonte de sombras se alzan hoy, no sin patetismo, los
dos mitos más recurrentes de nuestra civilización cuando trata de justificar o explicarse el
devenir. La utopía tecnológica, para suplir el silencio del espíritu. Y, como contracta de lo
mismo, la utopía en el epílogo del milenio: el desencanto frente a la historia.
La imaginación de la realidad
Simularían haber caducado los universos rebeldes, con sus cargas de verdades y desatinos
para horadar los cánones. A diferencia de la sociedad recreada del 45 argentino. O de la
sociedad liberada que se sintió probable en el 73. Tiempos de contundencias y telos heroicos.
Para algunos, estigmas nefastos que remitirían a las malsanas utopías. Según otros, claves
necesarias para conferirle significado a la historia.
Pero también mucho antes, consta en los legados, puede pensarse como utópica la
aventura de los Intelectuales de mayo de 1810 enviando batallones a galopar gigantescas
distancias de una patria todavía inexistente. Echeverría con su socialismo saintsimoniano en la
aldea de barro. Felipe Varela, quijote polvoriento entrando una y otra vez por el norte con un
regimiento imaginario para la unidad latinoamericana. Sarmiento, Alberdi, o la fe depositada
por los caudillos de la Confederación en ese gesto que Urquiza jamás llegaría a completar.
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LOS TIEMPOS UTÓPICOS

Nicolás Casullo

Viviríamos una etapa de desuso ideológico. Una edad donde los poderes ofertan la resignación como modernidad de la política. Ya no haría falta el hecho social para inculcarle sentido a los procesos, como tampoco la confrontación en el campo de las ideas y las identidades: anacronismos todos estos caminos al cementerio frente al neutro maná de la tecnotrónica, y "el posibilismo" de los proyectos sin sujetos que puedan alterarlos. Surge entonces, en las medianoches de la política, el tema de la utopía. Ese recurrente filosofar del hombre cuando los espejos no convencen. Para muchos, la puesta de sol del marxismo simboliza el fin más preclaro de la utopía que enardeció a la sociedad industrial. Según otros, la debacle del Estado social -hasta hace poco exorcista de la crisis- indica mejor que nada el velatorio de la sociedad deseable. Están los que descubren el naufragio de la esperanza en el mutismo de alternativas por parte del tercer mundo: la defección de los pueblos prometeicos de la década de los '60. Entretanto los neoconservadores enjuician con acidez los peligros de otro valuarte de Occidente: la democracia permisiva. Sin embargo, por detrás de este horizonte de sombras se alzan hoy, no sin patetismo, los dos mitos más recurrentes de nuestra civilización cuando trata de justificar o explicarse el devenir. La utopía tecnológica, para suplir el silencio del espíritu. Y, como contracta de lo mismo, la utopía en el epílogo del milenio: el desencanto frente a la historia.

La imaginación de la realidad

Simularían haber caducado los universos rebeldes, con sus cargas de verdades y desatinos para horadar los cánones. A diferencia de la sociedad recreada del 45 argentino. O de la sociedad liberada que se sintió probable en el 73. Tiempos de contundencias y telos heroicos. Para algunos, estigmas nefastos que remitirían a las malsanas utopías. Según otros, claves necesarias para conferirle significado a la historia. Pero también mucho antes, consta en los legados, puede pensarse como utópica la aventura de los Intelectuales de mayo de 1810 enviando batallones a galopar gigantescas distancias de una patria todavía inexistente. Echeverría con su socialismo saintsimoniano en la aldea de barro. Felipe Varela, quijote polvoriento entrando una y otra vez por el norte con un regimiento imaginario para la unidad latinoamericana. Sarmiento, Alberdi, o la fe depositada por los caudillos de la Confederación en ese gesto que Urquiza jamás llegaría a completar.

Utopías que fenecieron o se metamorfosearon. Utopías derrotadas, y absueltas por lo tanto del examen de los historiadores. O triunfantes, para mostrar que dejaban de ser tales el día posterior a la victoria. Secuencias y visiones. Lo que debió suceder y lo que pasó. ¿Dónde reside la historia? De acuerdo a ciertos entendidos, en la evidencia de los datos "reales", en las ratones de las estructuras. Pare algunos otros, enamorados de la incertidumbre, la historia sería en cambio, y sobre todo, la imaginación de vivirla o interpretarla: una poética. Desde esta segunda perspectiva, más verídica, lo utópico es el sustrato pesadillesco de la política. Ese dato prepotente del hombre, tan inquietante por lo imprevisible, como petrificador del tiempo con su sueño de sociedad ideal. Dicho de otra forma: lo fabuloso de recrear la realidad en imágenes, y ese jadeo siniestro de concebir la perfección. Delirios y soberbias que pueden explicar desde las Cruzadas cristianas hasta el hombre nuevo de Guevara. Desde los tiempos de piratas y tesoros hasta las obsesiones de Lenin y Mussolini. Desde la Comuna hasta el hippismo huyendo de las capitales de la barbarie. Desde Tupac Amaru hasta el surrealismo de Breton.

El Lugar

Los dos Reinos, el cielo en la tierra, fue una de las iniciales figuras utópicas. La ciudad amurallada del rey dios. La ciudad metafísica de Platón, germen perverso de la utopía en Occidente, criatura bifronte y retardada: la perfección totalitaria para almacenar las cosechas y eternizar las diferencias sociales. Para Simón el Mago, hereje del primitivo cristianismo, la utopía en cambio no era una morada ni una cuestión geográfica como la tierra prometida de los hebreos, sino una región en la biografía del hombre: significaba el deseo inapagable por retornar al seno materno, la isla sin memoria. Para el resto, sin embargo, el Edén no representó un tiempo a reencontrar hacia atrás o hacia adelante, sino un sitio. Un paraje en las estribaciones del Santo Imperio. Algo más inverosímil, por lo tanto más apasionante y sólo conocido por los pájaros migradores. Un viaje, marítimo o terrestre, a emprender entre todos los viajes. La sociedad anterior al pecado, la abandonada. La sociedad del contrato natural, de la armonía y la justicia, de la igualdad y la transparencia en las relaciones humanas, que algunos ubicaban al sur de África y otros al oeste de España. La fiebre escatológica europea que después inventó a América. La Edad de Oro de Hesíodo resultó uno de los mitos fundadores de la comunidad perdida, que otro heleno, Luciano, dijo recordar con vasijas de vino, baños perfumados y relaciones amorosas en las plazas. La utopía de la fiesta y el placer, o de un dios menos sicópata: la

nunca había llegado. En definitiva, la realidad rota, que transportaba a la otra historia, a la ínsula remota, a la luna medioeval, al fin del inundo o a los siglos venideros. Por eso, tal vez, la utopía expresa la plenitud más cierta del hombre. Es decir, su ambigüedad, su ambivalencia. Racionalizar la vida proyectando una ciudad perfecta para evitar el azar, el caos de la historia. Y, al mismo tiempo y en tensión con esa Ciudad Detenida, el deseo de cambiarlo todo desde la alucinación extrema: u-tópicamente. Develar la felicidad en un no-lugar, en un no-tiempo, a ser realizado en la tierra. Tomás Moro, cristiano, moralista, forjó su legendaria Utopía para abolir las clases, la propiedad, y anunciar la absoluta tolerancia religiosa, mientras como canciller del rey laceraba su cuerpo con silicio y condenaba a la hoguera a muchos rebeldes de la iglesia. Francis Bacon, intrigante cortesano y homosexual reprimido, en La Nueva Atlántida imaginó a la ciencia como reina de una ciudad del reposo, la contemplación y la virilidad guerrera: la urbe carente de conflictos y presiones. Tomás Campanella, monje calabrés que padeció 27 años de cárcel por anunciar el fin del mundo, en su Cillá del Sole amasó desde las santas escrituras, la alquimia y la astrología, una metrópolis radial para el igualitarismo social con arados a velas y barcos con ruedas, y en sus muros las imágenes de todos los saberes. El cojo Joahm Andreae, practicante del esoterismo, la numerología cabalística y la Rosacruz, fine respetado pastor luterano y condenado judicialmente en Tubinge por frecuentar prostíbulos. Con todo eso pudo componer Cristianápolis para sellar el matrimonio escatológico entre ciencia y religión. Una ciudad cristiana ideal, inmutable, donde todos tendrían lo necesario y el trabajo dejaría de ser la vieja maldición bíblica. Estas fábulas cultas de la buenaventura perpetua, surgieron también contra la amenaza popular de las revueltas campesinas medioevales, que anunciaban la edad del Salvador después del holocausto. Tomás Mumtzer fue el arquetipo de líder utópico de la plebe. Dios hablaba por su persona contra las jerarquías eclesiásticas, lo que lo llevó a incendiar 40 monasterios, promulgar que todos los hombres eran iguales, predecir el cadalso para los dominadores, y escribir poco antes de ser ejecutado, "adelante, armemos el gran alboroto".

Un siglo más tarde, otro torrente utópico recorrió la revolución política inglesa. Más de 200 sectas milenaristas exigieron la libertad religiosa, el fin de los impuestos y el regreso a la felicidad del pasado. Desde la programática bíblica clamaron por la venida del mesías, y muchas de ellas legitimaron el robo, el adulterio y a las tabernas de cerveza como "nueva iglesia" porque la embriaguez ayudaba a recibir a Cristo y todo acto estaba predestinado por el Creador.

La consagración

Frente a una realidad que perpetuó indefinidamente servidumbres, guerras y poderes despóticos, la utopía más reconocida -aunque no la única- fue la terca creencia en el progreso material como medicina para los desencantos sociales. La utopía fue la ciudad. Y la ciudad fue el Orden Sabio, impuesto por los portadores de las ideas. La dicha de la sociedad disciplinada, que con la productividad del trabajo colectivizado lograría la abundancia para tácitas. La igualdad debía ser vigilada por un listado educativo y homogeneizador desde la infancia. El primado pertenecía a la ciencia, como paulatina religión centralizada en una elite. En comparación con este racionalismo, fueron perdiendo pie las utopías herméticas, agrarias y bucólicas que hablaban de una relación más armónica -menos depredadora- entre el hombre y la naturaleza. También aquella literatura quiliásica que criticaba el curso de las revoluciones innovadoras como descuartizantes de la existencia, lo mismo que muchos sueños comunitarios de liberación síquica, que ambicionaron desde un nuevo cros cultural alterar los valores de la civilización tecnoproductiva. Con Condorcet, la Encyclopédie y el asalto a la Bastilla, la utopía pareció escapar de los libros de ensueños y transitar las formas fantasmales de la historia. La ciencia y la razón ilustrada quedaron como único parnaso en la montaña, acompañadas no tan casualmente por la fanática justicia revolucionaria de Babeuf, y el terror de Estado como único camino de virtud, del bello y casi femenino Saint Just. Muchos años más tarde, el binomio Marx Engels sería un poco duro contra los utópicos del XIX, hasta herir de muerte y quizás como ni ellos mismos quisieron, esa palabra-utopía-que desde entonces empezó a significar un torpe encantamiento frente al nuevo salmo del socialismo científico. Curiosamente, hoy podría decirse que Marx fue el creador de la Ciencia de la Utopía. El que como nadie la reinscribió en la piedra. El que, con otro lenguaje, volvió a convocar a los frailes milenaristas de las viejas abadías, pero ahora con la solemnidad de las leyes objetivas de la historia. Algo que los desvelos utópicos —disciplina más bien de derrotados y solitarios— no habían tenido antes. El mesianismo proletario, la sinfonía consagratoria a las chimeneas humeantes, la sociedad sin Estado represor ni alienación ni injusticias sociales, tuvo los resplandores del antiguo Edén, pero además el éxito "científico" que no lograron Saint Simon con su papado de tecnócratas y empresarios, la Icaria de los "ejércitos fabriles" de Cabet, y el bestsellerismo de Edward Bellamy vaticinando la edad de oro.

proponer como "solución global" a la vieja usanza, no parten del autoritarismo de la verdad revelada, no buscan universalizaciones que maten identidades y memorias sociales y nacionales. Así entonces, en medio de tecnocracias, economías injustas y realismos anestesiantes, por las canteras sociales vuelven a instalarse las utopías en uno de sus sentidos originales. Ser latidos que buscan descentrar el Orden —viejo o revolucionario— para perturbar no sólo a los poderes, sino a la misma noción de poder. Posiblemente porque la utopía nunca tomó muy en cuenta este problema, como mejor recurso para cuestionado: "un día Utopos creó Utopía".

Planteos democratizadores de la vida y de la política, defensas culturales, autogestión trabajadora, revalorización de los derechos humanos, crítica a una sojuzgante modernidad económica, renacimiento de los regionalismos, movimientos sociales de mujeres y jóvenes, planteos ecologistas, pacifistas, nuevo ensayismo crítico, revitalización de la novelística, serían algunas renovadas apuestas para desordenar los escenarios establecidos que hoy portan la muerte en el alma: para volver a sentir los apasionamientos, como argumentaba Giordano Bruno. Serían resquicios. Apenas hilos de luz en los archivos de las teorías sociológicas normalizadoras, en los museos de la política. Una respiración que busca marginarse de los mercados del sistema, para dedicarse a otra fragua: el cuestionamiento de los valores que deshumanizan lo social y veden identidades de silicio. La historia no hubiese tenido sentido sin las utopías que se lo inventaron. Sin las utopías que interpretan a la historia. Es dable pensar que regresarán, igual que las marcas cálidas, tan bienhechoras y perniciosas como siempre lo fueron. Retornarán sin duda, como dice un poema sumerio escrito 1500 años antes de Cristo, "a buscar el país de Dilmun/donde el enfermo de los ojos no dice estoy enfermo de los ojos/ donde el enfermo de la cabeza no dice estoy enfermo de la cabeza".

¿Qué fue de aquellas 5040 almas?

La ciudad fue siempre la utopía inalcanzable, y, el mismo tiempo, la utopía vivida por el hombre. Un territorio ambiguo, que se futuriza en su probable perfección y se añora como perdido. Una experiencia, la de habitar la ciudad, que provocó la más dura crítica a la civilización, y a la vez, la imposibilidad de escapar su figura fascinante. Tomás Moro, en su Utopía, imaginó la otra ciudad, aquella situada en ningún lugar, pero que finalmente, como en

Platón, no dejaba de ser la ciudad absoluta. Ciudad y utopía, las dos nociones se superpusieron de manera peligrosa en las tablas astrológicas, en los sueños de los profetas del desierto, en las mesas de trabajo de los arquitectos medioevales, y también en el ensimismamiento de los revolucionarios modernos. La ciudad cristiana proyectada en los monasterios, la ciudad barroca concebida para los ejércitos de la guerra, la ciudad igualitaria de las fábricas pensada por Owens o Fourier, fue siempre un orden escondiendo un desorden, una plenitud preñada de desolación. Para Borges, mucho después, amor y espanto sedan las claves de su propia silueta caminando Buenos Aires, casi las mismas palabras del novelista Mussil cuando describe su Viena imperial de principios de siglo. La ciudad como disolución de todos los hogares del hombre, pero su único hogar, melancolizado como la infancia. Hoy hablaríamos desde los síntomas de la ciudad consumada, quebrada: desde este metrópolis que no pudo retener la morada de dios entre sus avenidas y autopistas. Los comics, literatura descarada que necesita dibujar imágenes de la ciudad más allá de las palabras, nos hablan de las urbes de los ganadores y de los perdedores, de las criaturas de la luz y las cavernas, de los sincronizados y aquellos que persisten en la memoria de lo humano. Cadavérico paisaje donde lo único controlado eficazmente, lo que no aconteció, fue el estallido nuclear. No hizo falta.

Los héroes solitarios

No se podría entender la edad moderna sin esa figura de la ciudad donde se tenía que realizar la historia: la del progreso indefinido liberal, la de la lucha de clases comunista. Precisamente, desde el siglo XIX, la ciudad congregó y consagró a la historia: desde el museo y los Monumentos que normalizaban al pasado —lo transformaban en una fría estética del placer— mientras el paisajismo fabril de chimeneas humeantes, en el otro extremo del espíritu, mostraba algo que jamás sería museo sino infinito reinado del hombre productor capitalista. Walter Benjamín, que proclama a París como la capital del siglo XIX, desentrañaría en la figura de Baudelaire (el poeta de las barricadas, de las prostitutas y el amor por ciertos vates que le cantaban al proletariado) una extraña y nueva figura: la del testigo solitario en la multitud, el flaneur en las calles, frente a los escaparates. Un nuevo héroe de los tiempos modernos, que habita la ciudad para descubrir la vida en la nostalgia y el hastío de la urbe, y también la muerte en ese anhelo de transitarla todos los días. Delicia y desencanto de la metrópolis, que aquí, en la Buenos Aires del treinta, reaparece en

De Abrahán a Bergman

La ciudad fue, desde el judeocristianismo milenarista hasta Le Corbusier, la probabilidad de reencontrar el cosmos frente al caos. En los inicios, la tierra de Onaan recuperada y devuelta a Dios: convertida en altar-templo-ciudad, para exterminar la pesadilla de la noche y el pecado de los orígenes. Fue, por lo tanto, la necesidad del orden y las jerarquías celestes restablecidas en la tierra. Pero también, al poco tiempo, la ciudad fue lo babélico, la defección del hombre bíblico, la reiteración del mito Caín-Abel, las miles de lenguas irreconciliables y el castigo de dios condenando a su criatura a una continua erranza de significados. En el siglo XIX, esta brutal disparidad del orden y el desorden de lo urbano, se teorizó, se sistematizó, se transformó en política, ciencia y manipulación de lo social. El ideal urbanístico del arquitecto Haussmann pretendió redibujar a París para impedir las barricadas de las revueltas populares de 1830 y 1848, mientras otros miles, entre ellos Bakunin y Engels, descubrían definitivamente que sólo en la ciudad se podía concebir el desquicio del asalto al Poder. Ese dato de alarma a partir del cual Augusto Comte, en esa misma época, fundó la sociología como estudio "calmante" frente a las nuevas dimensiones de lo social. La historia ratificó esa figura bifronte de la urbe, a partir de la cual el hombre concibió la ciudad de dios establecida desde el principio para siempre, y al mismo tiempo la ciudad del Reino Venidero, que debía quedar exterminada y renacer en los días del apocalipsis. Imágenes utópicas que pensaron lo inmutable, o el infierno como escena imprescindible de transitar. Imágenes que de pronto se volvieron fílmicas, cultura de masas, cuando el austríaco Fritz Lang en 1926 hizo Metrópolis con 25.000 extras, para mostrar la ciudad edénica del poder, aplastando a la ciudad de las cavernas de los obreros en un anticipado siglo XXI. Cuando el sueco Ingmar Bergman reconstruyó calles de Berlín de los '30 en El huevo y la serpiente porque sólo la ciudad podía mostrar la idea de la catástrofe. Iconografías del final de las metrópolis con que también en Blade Runner y Fuga en Nueva York expone, con aires de terror, cómo será el "orden" último de las ciudades del capitalismo.

Las almas ordenadas

La conquista española en América buscó con obsesión la ciudad utópica del Oro para saquearla y desquiciarla, mientras en cada fundación de ciudades fundaba, sobre todo, un Orden: un recinto imaginario de seguridad y eternidad con su plaza, su iglesia, su cabildo y las residencias repartidas para los notables de la aventura. Idea platónica de fortaleza, autoridad y Ley para reproducir las virtudes y alcanzar la belleza del alma. (Según Platón, en su ciudad,

5040 almas era el número ideal de ciudadanos repartidos en 12 barrios cada uno con su Dios). Muchos años después de aquellas fundaciones donde lo hispánico fundió la gesta Cid con la alucinación ilustrada de Tomás Moro, la ciudad latinoamericana parecía dar razón en ese sueño de orden indestructible con que los Almagro, Cabeza de Vaca y Garay escrituraron los nacimientos con la espada y cruz, sin embargo, no hace mucho, para Fidel Castro, desde Sierra Maestra, "había que abandonar las ciudades, porque se convirtieron en el cementerio de la revolución". La ciudad se transformado en una cárcel para la propia quimera que ambicionaba conquistarla. Huir de ella ya no significaba el viaje estético de una subjetividad desgarrada, sino más bien una estrategia, una técnica de abandonarla bajo dispositivos de manuales guerrilleros, para regresar el día de la Revolución. La selva, la montaña, el llano, consistía en un duro peregrinaje consagratorio de la ciudad, a la cual entrarían los campesinos en armas para mutar en obreros, en memoria asfáltica, desde el día después de la victoria. Baudelaire, Arlt, Marechal, consumían y agonizaban la ciudad desde la poética: la modernidad era la pérdida, la melancolía y el sinsentido, pero también el tiempo de la hazaña solitaria. Lenin la imaginaba intacta, sobreviviente a la lucha de clases, maniatada por la conspiración silenciosa y clandestina del partido, que un día se apoderaría de su historia y los poderes. El Black Power anheló presenciar las llamaradas de esas fortalezas de los blancos, donde la historia negra no tenía registro y por lo tanto tampoco amor a sus pasados. La década latinoamericana del castrismo llamaba a abandonarla de noche y en sigilo, pero no como el hippismo jurándose no volver jamás a ella, sino para regresar y redimir en un rito, todas las miserias de todos pasados. Los Khemmers Rojos en Camboya, en cambio, decidieron escenificar el rostro pesadillesco de las revoluciones extremas. Para ellos la ciudad representaba el Mal: milenario y también capitalista colonial. La urbe terminó siendo el arsenal de enemigos, y solo su rutina repararía lo acontecido.

Cosmogonías y muchedumbres

Decir que la ciudad fue la utopía del hombre, equivale a entender una de esas pocas categorías primigenias e insustituibles de lo humano. Significa poder fantasear ese pasaje del mundo de los dioses al mundo de los hombres, esa recámara nupcial de la Atlántida platónica donde Neptuno posee carnalmente a la hembra terrenal y funda, en ese acto, la ciudad utópica de los hombres: legitima los lenguajes, las leyes, la comunión, la defensa y la política, elementos sin los cuales no podría pensarse la cultura.

muchedumbres de parias que tenían prohibido en Europa el acceso a las ciudades, pero igual entraban, hasta las catedrales, para notificar el fin del milenio. La ciudad moderna, europea, latinoamericana, también arranca de ese clima, de esa atmósfera lejana. La ciudad como sueño del Orden del Poder, pero también templo de Dios político donde las turbas van a reclamar otra historia.