
























Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Prepara tus exámenes con los documentos que comparten otros estudiantes como tú en Docsity
Los mejores documentos en venta realizados por estudiantes que han terminado sus estudios
Estudia con lecciones y exámenes resueltos basados en los programas académicos de las mejores universidades
Responde a preguntas de exámenes reales y pon a prueba tu preparación
Consigue puntos base para descargar
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Comunidad
Pide ayuda a la comunidad y resuelve tus dudas de estudio
Descubre las mejores universidades de tu país según los usuarios de Docsity
Ebooks gratuitos
Descarga nuestras guías gratuitas sobre técnicas de estudio, métodos para controlar la ansiedad y consejos para la tesis preparadas por los tutores de Docsity
se trata de la lectura completa de la mandrágora
Tipo: Apuntes
1 / 32
Esta página no es visible en la vista previa
¡No te pierdas las partes importantes!
[Nota: texto tomado de la traducción de Helena Puigdoménech: Nicolás Maquiavelo, El Príncipe. La Mandrágora , Cátedra, Madrid, 1999^6 , pp. 181-242. Indicamos entre corchetes la paginación de la edición impresa]
Para que la canten antes de la representación, Musas y Ninfas^1
Porque la vida es breve, y muchas son las penas que viviendo y luchando todos soportamos, tras nuestros anhelos vamos pasando y consumiendo los años; y aquel que al placer renuncia para vivir con angustias y afanes no conoce del mundo los engaños. O de qué males y de qué extraños casos son casi todos los mortales oprimidos. Para huir de este tedio hemos elegido apartada vida y siempre en fiesta y júbilo, donosos jóvenes y alegres Ninfas, estamos reunidos. Ahora, aquí hemos venido con nuestra armonía sólo para honrar esta tan alegre fiesta y dulce compañía. Además, aquí nos ha traído el nombre de aquél que os gobierna^2 , en quien se ven reunidos todos los dones de la imagen eterna^3. Por tal gracia suprema, por tal feliz esta- do, podéis estar alegres, gozar y dar las gracias a quien os lo ha concedido^4.
(^1) La canción, al igual que las cancioncillas que cierran todos los actos de la comedia, fue escrita para la
representación proyectada, por Guicciardini, Presidente de la Romaña, para Clemente VII, en Faenza, en el carnaval de 1526 y que luego no tuvo lugar. Maquiavelo las había mandado a su amigo para tal ocasión en carta fechada 3 enero 1526. (^2) Francesco Guicciardini. (^3) «En quien se ven todas las cualidades divinas», es un elogio muy exagerado. (^4) Se refiere a Clemente VII que nombró Gobernador a Guicciardini.
Dios os salve, benignos oyentes, si como parece tal benignidad depende del complaceros. Si continuáis permaneciendo silenciosos os haremos partícipes de un nuevo caso acaecido en esta ciudad. Ved la escena que os presentamos: ésta es vuestra Florencia; otra vez será Roma o Pisa; cosa de desternillarse de risa. Aquella puerta que está ahí, a mi derecha, la casa es de un doctor que aprendió en el Bueyecio^6 muchas leyes. Aquella calle, que está allí en el ángulo representada, la calle es del Amor en la que quien cae jamás se levanta. Podréis luego conocer, por el hábito del fraile, qué clase de prior o abate vive en el templo que al otro lado veis, si de ahí demasiado pronto no os movéis. Un joven, Callimaco Guadagni, recién llegado de París, vive en aquella puerta de la izquierda. De entre todos sus compañeros es el que, por lo que se ve, de valor y gentileza se lleva la palma. Una joven prudente fue por él muy amada y por eso engañada fue, como luego sabréis; y yo quisiera que a vosotras, como a ella, así alguien os perdiera. La fábula Mandrágora se llama. El porqué, al representarla comprenderéis, según preveo. No goza el autor de mu-[185]-cha fama; así que, si no logra haceros reír, gustoso os pagará el vino. Un amante desdichado, un doctor poco astuto, un fraile vividor, y un parásito malicioso y cuco, serán hoy vuestra diversión. Y si esta materia no es digna, por ser demasiado ligera, de un hombre que quiere parecer sabio y prudente, perdonadle por eso, que trata de hacer con esos vanos pensamientos más llevadera su triste existencia porque no tiene fuera de eso dónde volver los ojos; que le ha sido vedado mostrar su virtud en otro tipo de empresas^7 al no premiar sus fatigas. El premio que se espera es que cada uno se alegre y ría, diciendo mal de lo que vea u oiga. De ahí viene, sin duda alguna, que en el presente siglo la antigua virtud en todo degenere, ya que, la gente viendo que todos critican, no se desvele ni fatigue en hacer con mil trabajos una obra que el viento borre o la niebla cubra. Pero si alguien creyera, hablando mal del autor, tenerle cogido por los pelos o asustarle o hacerle retroceder, le aviso, y le digo a ese alguien, que también él sabe hablar mal de los demás; fue éste el arte que aprendió primero, y que en cualquier parte del mundo donde el sí suena, no estima a nadie aun cuando haya de servir a quien puede llevar mejor capa que él. Pero dejemos que hablen mal los que quieran. Volvamos a nuestro asunto, no vaya a hacerse demasiado tarde. No hay que tener en cuenta las palabras ni estimar prodigioso algo que quizás aún no existe. Sale Callimaco y con él Siro su sirviente; él nos lo explica todo. Prestad atención y no esperéis por ahora otra explicación.
(^5) El Prólogo, así como las Canciones al término de cada acto, en verso en el original. (^6) Boecio sería lo justo, la deformación es irónica para acercar a Nicias a un buey. (^7) Por «empresas» ha de entenderse su obra de escritor político o su trabajo político en general.
ambas partes, dijo Camilo, casi airado, que aun cuando todas las italianas fuesen monstruos, una pariente suya podía, ella sola, asegurarles la palma del triunfo. SIRO.—Ya veo claro lo que queréis decir. CALLIMACO.—Y nombró entonces a mi señora doña Lucrecia, mujer de micer Nicias Calfucci, alabando tanto su belleza y su virtud que nos dejó a todos estupefactos; y en mí [189] despertó tal deseo de verla que, dejando de lado toda deliberación, no preocupándome de si en Italia había guerra o paz, me puse en camino hacia aquí, donde he podido constatar algo poco corriente: que la fama de mi señora Lucrecia está muy por debajo de la realidad, y me he encendido en tales deseos de estar con ella que no encuentro reposo. SIRO.—Si me hubieseis hablado de esto en París yo habría sabido qué aconsejaros; pero ahora no sé qué deciros. CALLIMACO.—No te he contado todo esto para que me aconsejes, sino en parte para desahogarme y para que te prepares a ayudarme cuando venga el momento. SIRO.—No tenéis más que mandarme; pero decidme, ¿tenéis esperanzas? CALLIMACO.—Ni una, ¡ay de mí!, o si acaso bien pocas. Fíjate: mi mayor enemigo lo tengo en su manera de ser, porque esta mujer es la honestidad personificada: lo ignora todo de las intrigas del amor. Tiene además un marido riquísimo, que se deja dominar en todo por ella y que, si bien no es joven, tampoco es tan viejo como podría parecer. Además no tiene ni pariente ni vecinos a casa de los cuales acuda a fiestas o veladas o a alguna otra distracción con la que suelen deleitarse las jóvenes. Ningún artesano pone el pie en su casa; y no hay en ella sirvienta o criado que no le tema, así que ya ves, no hay ocasión para soborno alguno. SIRO.—¿Y qué pensáis, pues, hacer? CALLIMACO.—Por muy mal que estén las cosas siempre hay algún resquicio de esperanza; y por muy débil y vana que ésta sea, el ansia misma que el hombre tiene por lograr su propósito, le hace ver las cosas de otro modo. SIRO.—En fin, ¿en qué se funda vuestra esperanza? CALLIMACO.—En dos cosas: una, la simplicidad de micer Nicias, que aunque sea doctor es el hombre más simple y tonto de Florencia; otra, el deseo que marido y mujer sienten de tener hijos; llevan ya más de seis años casados, y siendo riquísimos se mueren de ganas de tenerlos. Y hay todavía una tercera razón: la madre de Lucrecia fue mujer de fáciles costumbres^10 ; claro que, como ahora es rica, no sé cómo actuar. SIRO.—¿Habéis ya intentado algo? [190] CALLIMACO.—Sí, pero poca cosa. SIRO.—¿Como qué? CALLIMACO.—Tú conoces a Ligurio, que viene continuamente a comer conmigo. Fue antaño casamentero y ahora se ha puesto a mendigar comidas y cenas. Pero como es un hombre jovial, micer Nicias tiene con él mucho trato. Ligurio le toma un poco el pelo, y aun cuando no lo lleve nunca a comer a su casa, a veces le presta dinero. Yo me he hecho amigo suyo y le he hablado de mi amor y él me ha prometido ayudarme con todas sus fuerzas. SIRO.—Aseguraos de que no os engañe; esos gorrones no suelen ser gente de fiar. CALLIMACO.—Es verdad, pero cuando una cosa les conviene, si se comprometen, es de esperar que te sirvan con fe. Yo le he prometido, si tiene éxito, darle una buena suma de dinero; si fracasa, me sacará una cena y una comida que de todos modos no habría yo de comerme solo.
(^10) Su madre ha sido «buona compagna», es decir, de buena compañía, ligera.
SIRO.—¿Qué ha prometido hacer hasta ahora? CALLIMACO.—Ha prometido persuadir a micer Nicias a que vaya con su mujer a los baños, en mayo. SIRO.—¿Y qué os importa a vos eso? CALLIMACO.—¿Que qué me importa? Aquel lugar podría hacerla cambiar, porque en esos sitios no se hace otra cosa más que divertirse. Y yo iría allí y pondría todo cuanto estuviera de mi parte, ingenio y largueza, para hacerme amigo suyo y de su marido. Qué sé yo, unas cosas traen otras y el tiempo las gobierna. SIRO.—No me parece mal. CALLIMACO.—Ligurio me dejó esta mañana diciendo que hablaría con micer Nicias de todo eso y me daría cumplida respuesta. SIRO.—Pues mira, por ahí vienen los dos juntos. CALLIMACO.—Voy a apartarme un poco para poder hablar con Ligurio cuando se despida del doctor. Tú, entre tanto, vete a casa a tus quehaceres, y si te necesito ya te lo diré. SIRO.—Voy.
MICER NICIAS.—Creo que tus consejos son buenos y hablé de eso ayer con mi mujer. Dijo que hoy me contestaría pero, si he de decirte la verdad, a mí no me entusiasma la idea. LIGURIO—¿Por qué? MICER NICIAS.—Porque me cuesta salir de casa. Y tener que ir arrastrando de aquí para allá mujer, criados y demás bártulos no me va. Además, hablé ayer tarde con varios médicos. Uno me aconseja que vaya a San Felipe, otro a la Porretta, y otro a la Villa. Me parecen todos esos doctores en medicina unos solemnes majaderos y si he de decirte la verdad no saben lo que se pescan. LIGURIO.—Lo que más debe molestaros es lo que me habéis dicho primero, porque vos no estáis acostumbrado a perder la Cúpula^11 de vista. MICER NICIAS.—Te equivocas. Cuando era más joven me gustaba mucho ir por ahí: no había feria en Prato a la que yo no asistiera, ni castillo alguno en los alrededores donde yo no haya estado, y te voy a decir más: he estado en Pisa y en Livorno, ¡qué te parece! LIGURIO.—Debéis haber visto la carrucula^12 de Pisa. MICER NICIAS.—Querrás decir la Verrucula. LIGURIO.—Ah, sí, la Verrucula. Y en Livorno, ¿visteis el mar? MICER NICIAS.—¡Claro que lo vi! LIGURIO.—Y es mucho más ancho que el Arno, ¿verdad? MICER NICIAS.—¿Que el Arno? Es cuatro veces mayor, [192] o más de seis, qué digo, más de siete veces mayor; imagínate, no se ve más que agua y agua y agua. LIGURIO.—Lo que me extraña es que habiendo «meado en tantas nieves»^13 ahora os moleste tanto ir a los baños.
(^11) La Cupola o mejor el Cupolone es la magnífica cúpula de la catedral de Florencia, Santa Maria del
Fiore, obra de Brunelleschi, uno de los más representativos perfiles de Florencia. (^12) Juego de palabras entre: Carrucula, que significa polea, y Verrucula, grupo de montañas cercanas a
Pisa, que tienen ese nombre porque parecen verrugas.
de vengarme y perderías no sólo el acceso a mi casa sino la esperanza de todo cuanto te he prometido para el futuro. LIGURIO.—No dudes de mi lealtad, porque aun cuando no hubiera de sacar de este asunto todo cuanto tú prometes y espero, me he compenetrado tan bien contigo que siento casi tanto interés como tú por lograr nuestro empeño. Pero dejemos esto. El doctor me ha encargado que encuentre un médico y vea a qué baños hay que ir. Quiero [194] que hagas eso: dirás que has estudiado medicina y que has hecho en París algunas experiencias; él lo creerá fácilmente, porque es un simple y porque tú, que eres muy leído, le soltarás algo en latín. CALLIMACO.—¿Y de qué nos servirá todo eso? LIGURIO.—Nos servirá para mandarle a los baños que queramos, y para tomar otro camino que he pensado, que sería más corto, más seguro y más fácil que el de los baños. CALLIMACO.—¿Cómo dices? LIGURIO.—Digo que si tienes valor y confías en mí, te lo daré hecho antes de mañana a esta misma hora. Y aunque fuese hombre, que no lo es, de asegurarse de si tú eres o no médico, la brevedad del tiempo, la cosa en sí, harán que no pueda pensar, o que no tenga tiempo de estropearnos el pastel, por mucho que pensara. CALLIMACO.—Así lo haré, aunque me llenas de esperanzas que temo se disipen como el humo.
Amor, quien no ha conocido tu yugo, en vano espera conocer del cielo las más altas delicias, ni sabe cómo a la vez se vive y muere, cómo se huye el bien para seguir el mal; cómo se puede amar uno a sí mismo menos que al prójimo; cómo a menudo temor y esperanza hielan y abrasan los corazones, ni sabe cómo por igual hombres y dioses te- men las armas que te adornan.
ACTO SEGUNDO
LIGURIO.—Tal como os he dicho, creo que Dios nos ha mandado a este hombre para que vos podáis cumplir vuestro deseo. Ha adquirido en París gran experiencia y no os extrañéis de que en Florencia no haya practicado su arte, primero porque es rico, y segundo porque piensa regresar a París de un día para otro. MICER NICIAS.—Pues sí, hermano, sí, esto es importante; pues no quisiera que me metiera en algún enredo y luego me dejara empantanado. LIGURIO.—No dudéis de él; temed más bien que no quiera ocuparse del asunto, pero si acepta no os dejará antes de lograr su empeño. MICER NICIAS.—En cuanto a eso me fío de ti; pero de su ciencia ya sabré yo decirte, después de haberle hablado, si es o no hombre de doctrina; porque a mí no me dará gato por liebre.
LIGURIO.—Precisamente porque os conozco os llevo a su casa para que le habléis; y si cuando le hayáis hablado no os parece por su aspecto, por su doctrina, o por su modo de hablar, hombre digno de confianza, podréis decir que me he vuelto loco. MICER NICIAS.—Está bien, que el Santo Ángel de la Guarda nos proteja. Vamos, pero, ¿dónde vive? LIGURIO.—Ahí en esta plaza, en la casa que está justo frente a vos. MICER NICIAS.—Sea en buena hora. [198] LIGURIO.—Ya está hecho. SIRO.—¿Quién es? LIGURIO.—¿Está Callimaco? SIRO.—Sí. MICER NICIAS.—¡Cómo! ¿No le llamas Maestro Callimaco? LIGURIO.—No le importan estas nimiedades. MICER NICIAS.—No digas eso, tú dale el título debido y si no le gusta, ¡que se aguante!
CALLIMACO.—¿Quién pregunta por mí? MICER NICIAS.—Bona dies, domine magister. CALLIMACO.—Et vobis bona, domine doctor. LIGURIO.—¿Qué os parece? MICER NICIAS.—Bien, ¡por los Santos Evangelios! LIGURIO.—Si queréis que me quede aquí con vos hablad de manera que os entienda, de lo contrario no nos pondremos de acuerdo. CALLIMACO.—¿Y qué buen viento os trae por aquí? MICER NICIAS.—¡Qué sé yo! Voy buscando dos cosas que quizás otros evitarían: esto es, dolores de cabeza para mí y para los demás. No tengo hijos y quisiera tenerlos, y para tener esta preocupación vengo a importunaros. CALLIMACO.—No ha de ser nunca para mí enojoso complaceros, a vos y a todo hombre de bien y virtuoso como vos; y si me he sacrificado todos estos años estudiando en París no ha sido sino para servir a los hombres de vuestra condición. MICER NICIAS.—Agradezco vuestra cortesía y siempre que tengáis necesidad de mis conocimientos os serviré gustoso. Pero volvamos ad rem nostram. ¿Habéis pensado ya qué baños serían buenos para facilitar la preñez de mi mujer? Que ya sé que Ligurio os ha dicho lo que os ha dicho. CALLIMACO.—Así es. Pero para poder satisfacer vuestros [199] deseos es necesario saber cuáles son las causas de la esterilidad de vuestra esposa, porque pueden ser varias. Nam causae sterilitatis sunt: aut in semine, aut in matrice, aut in strumentis seminariis, aut in virga, aut in causa extrinseca^15. MICER NICIAS.—¡Este hombre es sin duda el mejor que podíamos haber encontrado! CALLIMACO.—Podría además esta esterilidad proceder de vos, por impotencia; y si así fuese no habría ningún remedio.
(^15) Porque las causas de esterilidad están: o en el semen o en la matriz, o en los instrumentos seminales, o
en la verga, o en causa extrínseca.
SIRO.—Id con Dios.
SIRO.—Si los demás doctores fueran como éste podríamos hacer verdaderos milagros. Este embaucador de Ligurio y el enloquecido de mi amo le están preparando una buena trampa. Y, la verdad, no me molesta, siempre, claro, que no venga a saberse, porque sabiéndose peligra mi vida. Ya se ha convertido en médico; no sé yo cuáles sean sus planes ni a donde vaya a parar con todo ese enredo. Pero, ahí viene el doctor con un orinal en la mano, y ¿quién no se reiría viendo a ese pajarraco?
MICER NICIAS.—Siempre he hecho las cosas a tu modo, ahora quiero que esto lo hagas al mío. Si hubiera sabido que no iba a tener hijos, me hubiera casado con una aldeana^18. Qué, ¿estás ahí, Siro? ¡Sígueme! ¡Lo que he sudado para que esa tonta de mi mujer me diera esta muestra! Y no se puede decir que no quiera tener hijos, que tiene aún más ganas que yo; pero basta que yo quiera que haga algo, que todo son historias. SIRO.—Tened paciencia: a las mujeres se las lleva a donde uno quiere sólo con buenas palabras. MICER NICIAS.—¡Buenas palabras! Me tiene frito. Ve rápido; di al maestro y a Ligurio que estoy aquí. SIRO.—Ahí vienen.
LIGURIO.—El doctor es fácil de persuadir, la dificultad está en la mujer; pero ya encontraremos algo. CALLIMACO.—¿Tenéis la muestra? MICER NICIAS.—La lleva Siro bajo la capa. CALLIMACO.—Trae aquí. ¡Oh! Esta orina muestra una gran flojedad de riñones. MICER NICIAS.—Un poco turbia me parece, y eso que acaba de hacerla ahora mismo. CALLIMACO.—No os sorprenda. Nam mulieris urinae sunt semper maioreis grossitiei et minoris pulchritudinis, quam virorum. Huius autem, in caetera causa est amplitudo canalium, mixtio eorum quae ex matrice exeunt cum urina^19.
(^18) Dirigido mentalmente a su mujer Lucrecia. (^19) La orina de la mujer es siempre más pesada y blanquecina y menos límpida que la del hombre. Esto es
debido a la mayor amplitud de los canales y a la presencia en el líquido de materiales que fluyen de la matriz junto a la orina.
MICER NICIAS.—¡Oh, oh, por el coño de San Puccio!^20 Cuanto mejor le conozco más inteligente me parece, ¡y qué bien habla! CALLIMACO.—Temo que vuestra esposa, de noche, no esté bien cubierta^21 y por eso tiene la orina turbia. MICER NICIAS.—Pues tiene una buena manta para taparse, pero como se está cuatro horas de rodillas enfilando padrenuestros, antes de meterse en la cama, ¡y es un animal aguantando el frío! CALLIMACO.—En fin, doctor, ¿tenéis o no fe en mí? ¿Creéis o no que voy a daros un buen remedio? Yo os ase-[203]-guro que os lo daré. Y si confiáis en mí lo tomaréis y si de hoy en un año vuestra mujer no tiene un hijo en brazos me comprometo a daros dos mil ducados. MICER NICIAS.—Hablad, por favor, que estoy dispuesto a hacer todo cuanto digáis y a dar más fe a vuestras palabras que a las de mi confesor. CALLIMACO.—Tenéis que saber que no hay nada mejor para dejar preñada a una mujer que hacerle beber una poción de mandrágora. Es una cura experimentada por mí varias veces y siempre ha dado buen resultado. De no ser por eso, la reina de Francia sería estéril y como ella una infinidad de princesas de aquel estado. MICER NICIAS.—¿Será posible? CALLIMACO.—Tal como os lo digo. Y la fortuna os favorece tanto que he traído conmigo todos los ingredientes de la poción y puedo hacérosla cuando gustéis. MICER NICIAS.—¿Cuándo tendría que tomarla? CALLIMACO.—Esta noche después de cenar, que la luna nos es favorable y el tiempo no puede ser más apropiado. MICER NICIAS.—No hay problemas. Preparadla, que yo haré que la tome. CALLIMACO.—Pero tenemos que pensar ahora en otra cosa: Que el primer hombre que yazga con ella, luego que ha bebido esa poción, morirá dentro de los ocho días si- guientes, sin que exista en este mundo remedio alguno contra eso. MICER NICIAS.—¡Mierda y remierda^22! No quiero esa porquería. ¡A mí no me la pegas! ¡Pues sí que me has ciscado bien! CALLIMACO.—Estad tranquilo, que hay remedio. MICER NICIAS.—¿Cuál? CALLIMACO.—Poner en su cama a otro que hacia sí atraiga, pasando con ella una noche, toda la infección de la mandrágora, con lo que luego vos podréis yacer con ella sin peligro. MICER NICIAS.—No haré tal cosa. [204] CALLIMACO.—¿Por qué? MICER NICIAS.—Porque no quiero hacer de mi mujer una puta y de mí un cabrón. CALLIMACO.—Pero, ¿qué decís, doctor? ¡Oh! Ya veo que no sois tan listo como creía; ¿así que dudáis en hacer lo que ha hecho el rey de Francia y tantos otros señores de su corte? MICER NICIAS.—Pero, ¿quién queréis que encuentre dispuesto a hacer tal locura? Si le cuento el riesgo que corre no querrá, si no se lo digo le traiciono; y además eso cae bajo la jurisdicción de los Ocho^23 , y no quiero caer en tales manos.
(^20) En el original: Pota di San Puccio! (Pota=vulva). Imprecación popular, grosera, que une una parte del
sexo femenino con un nombre de santo en masculino. Esto, o sexo masculino con nombre de Virgen, es imprecación o exclamación corriente en Italia. (^21) Usando la palabra cubierta, introduce un motivo más de burla hacia Nicias. (^22) En el original: cacasangre=disentería, imprecación que obviamente desea al interlocutor un mal
parecido al de esta enfermedad.
Cuán feliz es, según se ve, el que nace bobo y todo lo cree. La ambición no le acosa ni le mueve el temor, que suele ser semilla de enojo y dolor. Éste vuestro doctor, deseando tener hijos, creería que los asnos vuelan y deja todo lo demás en olvido y sólo en esto ha puesto su deseo.
ACTO TERCERO
SOSTRATA.—Siempre he oído decir que es propio del prudente escoger, de entre dos males, el menor. Si para tener hijos no tenéis otro remedio, pues habrá que aceptar éste; siempre, claro, que no grave vuestra conciencia. MICER NICIAS.—Claro. LIGURIO.—Vos id a ver a vuestra hija y micer Nicias y yo iremos a ver a fray Timoteo, su confesor, y le contaremos el caso, para que no tengáis vos que decírselo. Veréis lo que os dirá. SOSTRATA.—Así lo haré. Vuestro camino es ése, y yo voy a buscar a Lucrecia y la llevaré a hablar con el fraile cueste lo que cueste.
MICER NICIAS.—Te extrañas quizás, Ligurio, que haya que hacer tantas historias para persuadir a mi mujer, pero si lo supieras todo, no te extrañarías. LIGURIO.—Imagino que será porque todas las mujeres son desconfiadas. MICER NICIAS.—No es eso. Ella era la más dulce y tratable de todas las criaturas de este mundo, pero habiéndole dicho una vecina que si hacía voto de oír cuarenta maña- [208]-nas la misa de los Siervos quedaría encinta, lo hizo y fue allí unas veinte mañanas. Pero uno de aquellos frailucos empezó a acosarla, de tal manera que ya no quiso volver. Es lamentable, creo, que aquellos que deberían darnos buen ejemplo se comporten así, ¿no os parece? LIGURIO.—Diablos, y tanto que es lamentable. MICER NICIAS.—Desde entonces aguza las orejas como una liebre, no se fía de nadie, y a la menor insinuación pone mil dificultades. LIGURIO.—No me extraña, pero, ¿y el voto? ¿Cómo lo cumplió? MICER NICIAS.—Se hizo dispensar. LIGURIO.—Está bien. Pero dadme, si los tenéis, veinticinco ducados que en esos casos conviene gastar, para hacerse amigo del fraile y darle esperanzas de mayor re- compensa.
MICER NICIAS.—Ahí los tienes, que eso sí que no me importa; ya ahorraré por otro lado. LIGURIO.—Esos frailes son astutos y marrulleros, y es natural, porque saben nuestros pecados y los suyos; y el que no está acostumbrado a tratos con ellos podría equivocarse y no saber cómo sacarles lo que quiere. Por lo tanto, para no estropearlo todo, os ruego que no habléis; porque las gentes como vos, que pasan días enteros en su estudio, saben mucho de libros pero a menudo no saben nada de las cosas de este mundo. (Es tan imbécil que sería capaz de estropearlo todo.) MICER NICIAS.—Dime qué es lo que quieres que haga. LIGURIO.—Que me dejéis hablar a mí, y que no abráis la boca a menos que yo os lo indique. MICER NICIAS.—Conforme. ¿Cómo me lo indicarás? LIGURIO.—Guiñaré un ojo y me morderé los labios. Espera, no; hagamos otra cosa. ¿Cuánto tiempo hace que no habláis con este fraile? MICER NICIAS.—Más de diez años. LIGURIO.—Está bien, le diré que os habéis vuelto sordo y vos no responderéis ni diréis nada a menos que nos dirijamos a vos a gritos. MICER NICIAS.—Así lo haré. [209] LIGURIO.—No os inquietéis si digo algo que os parezca contrario a lo que deseamos; porque todo cuadrará a nuestro propósito. MICER NICIAS.—Sea en buena hora.
FRAY TIMOTEO.—Si queréis confesaros estoy a vuestra disposición. MUJER.—Por hoy no, me esperan y me basta haberme desahogado un poco así, hablando sin ceremonias. ¿Habéis dicho las misas de Nuestra Señora? FRAY TIMOTEO.—Sí, señora. MUJER.—Tomad ahora este florín, y durante dos meses, cada lunes, diréis la misa de réquiem por el alma de mi difunto marido que aunque era un bruto, la carne tira, y cada vez que pienso en él siento una cosa... ¿Creéis que estará en el Purgatorio? FRAY TIMOTEO.—¡Sin duda! MUJER.—No estoy tan segura. Vos sabéis bien lo que a veces me hacía. Oh, ¡cuántas veces me quejé de ello con vos! Yo me apartaba cuanto podía, pero ¡era tan insistente! ¡Oh, Dios Santo! FRAY TIMOTEO.—No dudéis, la clemencia de Dios es grande; si hay voluntad no ha de faltarle nunca al hombre tiempo para arrepentirse. MUJER.—¿Creéis que el Turco invadirá Italia este año?^27 FRAY TIMOTEO.—Si no rezáis, sí. MUJER.—A fe que lo haré. Dios nos ayude con esos diablos. ¡Me da un miedo eso del empalamiento^28! Pero estoy viendo aquí en la iglesia a una mujer que tiene unos copos [210] de lino míos para hilar. Voy a su encuentro. A los buenos días. FRAY TIMOTEO.—Dios os guarde.
(^27) Esta alusión ha sido utilizada como dato importante para la datación de la obra, pues aquel año de 1518,
después de un largo periodo de tranquilidad, se temía un nuevo ataque. (^28) Alusión al suplicio turco, aquí con picante doble sentido.
FRAY TIMOTEO.—¿Cómo? LIGURIO.—Persuadiendo a la abadesa para que dé a la muchacha una pócima que la haga abortar. FRAY TIMOTEO.—Esto habría que pensarlo muy bien. LIGURIO.—Ved, haciendo eso, cuántos bienes resultarán de ello: preserváis incólume el honor del monasterio, de la joven y de sus parientes; devolvéis una hija al padre, satisfacéis a ese señor y a sus parientes, hacéis tantas limosnas cuantas se puedan hacer con estos 300 ducados; y por otra parte, total sólo ofendéis a un pedazo de carne no nata, sin sentido, expuesta a perderse antes de llegar a término de mil maneras distintas; y yo creo que es bueno lo que favorece a la mayoría^30. [212] FRAY TIMOTEO.—¡Sea en nombre de Dios! Hágase vuestra voluntad y que todo sea por Dios y por caridad. Decidme el convento, dadme la poción y si os parece, esos dine- ros, para poder empezar a hacer algún bien. LIGURIO.—Sois la clase de religioso que esperaba que fueseis. Sois como imaginaba. Tomad esos ducados. El monasterio es... Pero aguardad, que en la iglesia una mujer me hace señas; vuelvo enseguida, no os separéis de micer Nicias, son tan sólo dos palabras.
FRAY TIMOTEO.—Esa jovencita, ¿qué edad tiene? MICER NICIAS.—¡Yo me pongo malo! FRAY TIMOTEO.—Digo que ¿cuántos años tiene la muchacha? MICER NICIAS.—¡Mal año le dé Dios! FRAY TIMOTEO.—¿Por qué? MICER NICIAS.—¡Para que lo tenga! FRAY TIMOTEO.—Me parece que me he metido en un buen lío. Me las tengo que haber con un loco y con un sordo. Uno me rehúye y el otro no oye. ¡Pero si esos^31 no son falsos ya los usaré yo mejor que ellos! Ahí vuelve Ligurio.
LIGURIO.—Estaos quieto, micer. Oh, traigo la gran noticia, padre. FRAY TIMOTEO.—¿Cuál? LIGURIO.—Aquella mujer con la que he hablado, me ha dicho que la muchacha ha abortado por sí misma. [213] FRAY TIMOTEO.—Bien, entonces la limosna irá a parar a la Grascia^32. LIGURIO.—¿Qué decís?
(^30) El bien de la mayoría es aquí invocado, tan sólo para satisfacer un bien particular, ¿se ríe incluso de sí
mismo? (^31) Se refiere, naturalmente, a los ducados. (^32) La Grascia era la magistratura que se ocupaba de administrar los impuestos. Manera de decir «esa
limosna me la quedo yo».
FRAY TIMOTEO.—Digo que con mayor motivo tendréis que hacer ahora esa limosna. LIGURIO.—La limosna se hará cuando queráis, pero es menester que hagáis otra cosa en beneficio de ese doctor. FRAY TIMOTEO.—¿De qué se trata? LIGURIO.—Es algo de menor calibre, de menos escándalo, mejor visto por todos y más útil para vos. FRAY TIMOTEO.—¿Qué es? Ahora que ya me he comprometido y que os he cogido tanta confianza no hay nada que yo no hiciera por vos. LIGURIO.—Os lo diré en la iglesia, mi casa y la vuestra, y que el doctor nos espere ahí. Volvemos al momento. MICER NICIAS.—¡Dijo el sapo al rastrillo!^33 FRAY TIMOTEO.—Vamos.
MICER NICIAS.—¿Es de día o de noche? ¿Estoy despierto o soñando? ¿Estoy borracho, sin haber bebido una gota en todo el día, con todo este jaleo? Quedamos en decir al fraile una cosa y ése le dice otra; quiso que me hiciera el sordo, y ojalá me hubiera embreado los oídos como el Danés^34 para no oír las locuras que ha dicho, y ¡Dios sabe con qué propósito! Me encuentro con 25 ducados menos, sin que se haya hablado de lo mío y ahora me dejan ahí plantado como un imbécil. Pero ya regresan... ¡en mala hora para ellos si no han discutido de lo que me interesa!
FRAY TIMOTEO.—Haced que vengan las mujeres. Yo sé lo que tengo que hacer y si de algo vale mi autoridad, todo se arreglará esta misma noche. LIGURIO.—Micer Nicias, Fray Timoteo está dispuesto a hacer lo que sea. Hay que procurar que vengan las mujeres. MICER NICIAS.—¡Me devuelve la vida! ¿Será varón? LIGURIO.—Varón. MICER NICIAS.—Lloro de ternura. FRAY TIMOTEO.—Id a la iglesia, yo esperaré aquí a las mujeres. Poneos donde no os vean y tan pronto se vayan os comunicaré cuanto han dicho.
(^33) El mismo Maquiavelo en una carta explica que este proverbio se dice cuando alguien desea que otro no
vuelva. (^34) Ogier, el Danés, personaje de los poemas caballerescos, embrea sus orejas y las de su caballo para no
oír los gritos de Brevieri y los demonios que le ayudan.
FRAY TIMOTEO.—Señora, os comprendo, pero no quiero que continuéis diciendo tal cosa. Hay un sinfín de cosas que de lejos parecen terribles, insoportables, extrañas, pero cuando te acercas a ellas, resultan humanas, soportables, familiares, por eso se dice que es mayor el ruido que las nueces; y ésa es una de ellas. LUCRECIA.—¡Dios lo quiera! FRAY TIMOTEO.—Volvamos a lo que decía antes. Vos debéis, en lo que concierne a la conciencia, considerar este principio general; que cuando hay un bien seguro y un mal incierto, no se debe nunca renunciar al bien por miedo a aquel mal. Aquí hay un bien seguro, quedaréis encinta, ganaréis un alma para Nuestro Señor: el mal incierto es que aquel que yazga con vos, después que hayáis tomado la poción, muera; pero los hay que no mueren. Precisamente por lo dudoso del caso, es prudente que micer Nicias no corra tal peligro. En cuanto al acto, que sea pecado, es una patraña, porque es la voluntad la que peca, no el cuerpo; pecado es disgustar al marido y vos le complacéis; y obtener placer, a vos os disgusta. Además de esto, hay que tener en cuenta, en todo, el fin: vuestro fin es llenar una silla más en el paraíso, complacer a vuestro marido. Dice la Biblia que las hijas de Lot, creyendo ser las únicas mujeres supervivientes en el mundo, tuvieron uso carnal con el padre; y puesto que su intención fue buena, no pecaron^36. LUCRECIA.—¿De qué queréis convencerme? SOSTRATA.—Déjate convencer. ¿No ves que una mujer que no tiene hijos no tiene nada? Muere el marido y queda como una bestia abandonada por todos. [217] FRAY TIMOTEO.—Os juro, mi señora, por este pecho consagrado, que tanto cargo de conciencia hay en plegaros al deseo de vuestro marido como en comer carne los miér- coles, que es un pecado que se lava con agua bendita. LUCRECIA.—¿A dónde queréis llevarme, padre? FRAY TIMOTEO.—Os llevo a hacer cosas por las que siempre tendréis motivos de rogar a Dios por mí, y que más os satisfarán dentro de un año que ahora. SOSTRATA.—Hará lo que digáis. Yo misma quiero meterla en la cama esta noche. ¿De qué tienes tú miedo, mocosa? Hay por lo menos en esta tierra cincuenta mujeres que darían gracias a Dios si se les propusiera eso. LUCRECIA.—Obedeceré, pero no creo que llegue viva a mañana. FRAY TIMOTEO.—No dudes, hija mía: rogaré a Dios por ti; rezaré la oración del ángel Rafael^37 para que te acompañe. Id en buena hora, y preparaos para ese misterio, que anochece. SOSTRATA.—Quedad con Dios, padre. LUCRECIA.—¡Que Dios y nuestra Señora me ayuden y hagan que no acabe mal!
FRAY TIMOTEO.—¡Eh, Ligurio, acercaos! LIGURIO.—¿Cómo va? FRAY TIMOTEO.—Bien. Fueron a casa dispuestas a hacer lo necesario; no habrá dificultades porque su madre irá con ella y la meterá en la cama. MICER NICIAS.—¿De veras? FRAY TIMOTEO.—Vaya, ¡estáis curado de la sordera!
(^36) Génesis XIX, 30-38. En el parlamento de Timoteo, se encierra toda una filosofía. (^37) Irónica referencia al libro de Tobías, a quien el ángel Rafael acompañó a un casto matrimonio.
LIGURIO.—Por la gracia de San Clemente^38. [218] FRAY TIMOTEO.—Pues habrá que ponerle un exvoto, para que la cosa se sepa y no seáis vos el único que saque provecho del milagro. MICER NICIAS.—Dejémonos de historias que ahora no cuentan. ¿Pondrá mi mujer dificultades en hacer lo que yo quiero? FRAY TIMOTEO.—No, os lo aseguro. MICER NICIAS.—Soy el hombre más feliz del mundo. FRAY TIMOTEO.—Lo creo. ¡Pescáis un hijo varón y los demás que se arreglen! LIGURIO.—Id, hermano, a vuestras oraciones, y si necesitamos algo más iremos a buscaros. Vos, señor, id junto a ella para mantenerla firme en lo acordado y yo iré a decir al maestro Callimaco que os mande la poción. Procurad verme dentro de una hora, que organizaremos lo que hay que hacer a las cuatro^39. MICER NICIAS.—Bien dice, ¡adiós! FRAY TIMOTEO.—¡Id en paz!
Tan suave es el engaño cuando conduce al deseado objeto que aquieta todo afán y hace dulce todo lo amargo. Oh sublime y raro remedio, tú a las almas errantes muestras el buen camino, tú con tu gran potencia al hacer felices a los demás enriqueces al Amor; tú vences, sólo con tus santos consejos, piedras, venenos y encantos.
ACTO CUARTO
CALLIMACO.—Quisiera saber lo que ésos han hecho. ¿Será posible que no vuelva a ver a Ligurio? Que no han pasado dos horas, ¡sino veinticuatro! ¡En qué angustia de ánimo he estado y estoy! Verdad es que fortuna y naturaleza se equilibran: no hay nunca beneficio sin perjuicio. Al ir creciendo mi esperanza, creció también mi temor. ¡Mísero de mí! ¿Será posible que viva con tantos afanes, perturbado por estos temores y esperanzas? Soy como nave sacudida por vientos contrarios, cuyo temor acrecienta la proximidad del puerto. La simpleza de micer Nicias me da esperanzas; la discreción y dureza de Lucrecia me dan miedo. ¡Ay de mí, que no encuentro paz en ningún sitio! A veces intento vencerme a mí mismo, me reprocho ese furor y me digo: ¡Qué haces!, ¿te has vuelto loco? Cuando lo hayas conseguido, ¿qué? ¿Comprenderás tu error, te arrepentirás de las fatigas y preocupaciones habidas? ¿Ignoras acaso la gran diferencia que hay entre lo que se desea y lo que se obtiene? Por otra parte, lo peor que puede sucederte es morir e ir al infierno. ¡Tantos otros han muerto! Y ¡hay en el infierno tantos hombres de bien! ¿Vas a avergonzarte de ir tú también? Encárate con la suerte; huye el
(^38) San Clemente fue acusado por el patricio Sisinnio de haber usado artes mágicas contra él, dejándole
momentáneamente ciego y sordo, para poder abusar así de Teodora, su mujer, convertida al cristianismo. (^39) Ver nota 24 para cómputo horario.