Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

La transformación de Gregorio Samsa - Prof. Ramírez, Esquemas y mapas conceptuales de Origen del Lenguaje

Este documento narra la historia de gregorio samsa, un hombre que de repente se despierta transformado en un insecto. La narración describe cómo su familia reacciona ante este cambio y cómo gregorio intenta adaptarse a su nueva condición. El texto aborda temas como la alienación, la familia, la enfermedad y la transformación personal. La descripción detallada de las reacciones de los personajes y la evolución de la situación crean una atmósfera de tensión y melancolía. Una mirada profunda a las dinámicas familiares y a cómo un evento inesperado puede alterar por completo la vida de una persona y de quienes la rodean.

Tipo: Esquemas y mapas conceptuales

2023/2024

Subido el 07/03/2024

usuario desconocido
usuario desconocido 🇦🇷

1 documento

1 / 43

Toggle sidebar

Esta página no es visible en la vista previa

¡No te pierdas las partes importantes!

bg1
Más libros gratis en
h
ht
tt
tp
p:
:/
//
/l
li
ib
br
ri
ic
cu
ul
lt
tu
ur
ra
a.
.b
bl
lo
og
gs
sp
po
ot
t.
.c
co
om
m/
/
pf3
pf4
pf5
pf8
pf9
pfa
pfd
pfe
pff
pf12
pf13
pf14
pf15
pf16
pf17
pf18
pf19
pf1a
pf1b
pf1c
pf1d
pf1e
pf1f
pf20
pf21
pf22
pf23
pf24
pf25
pf26
pf27
pf28
pf29
pf2a
pf2b

Vista previa parcial del texto

¡Descarga La transformación de Gregorio Samsa - Prof. Ramírez y más Esquemas y mapas conceptuales en PDF de Origen del Lenguaje solo en Docsity!

Más libros gratis en

hh^ ttttpp::^ //^ //^ lliibbrr^ iiccuu^ llttuu^ rr^ aa..^ bbllooggssppoott..^ ccoomm//

LA METAMORFOSIS

FRANZ KAFKA

—Estoy atontado de tanto madrugar —se dijo—. No duermo lo suficiente. Hay viajantes que viven mucho mejor. Cuando a media mañana regreso a la fonda para anotar los pedidos, me los encuentro desayunando cómodamente sentados. Si yo, con el jefe que tengo, hiciese lo mismo, me despedirían en el acto. Lo cual, probablemente sería lo mejor que me podría pasar. Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese marchado. Hubiera ido a ver el director y le habría dicho todo lo que pienso. Se caería de la mesa, ésa sobre la que se sienta para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como es sordo, han de acercársele mucho. Pero todavía no he perdido la esperanza. En cuanto haya reunido la cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis padres —unos cinco o seis años todavía—, me va a oír. Bueno; pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco.

Volvió los ojos hacia el despertador, que tictaqueaba encima del baúl. —¡Dios mío! —exclamó para sí. Eran más de las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. En realidad, ya eran casi las siete menos cuarto. ¿Es que no había sonado el despertador? Desde la cama se veía que estaba puesto a las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Pero ¿era posible seguir durmiendo a pesar de aquel sonido que hacía estremecer hasta los muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por eso mismo, debía de haber dormido al final más profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren siguiente salía a las siete; para cogerlo tendría que darse muchísima prisa. El muestrario no estaba aún empaquetado, y él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque alcanzase el tren, no evitaría reprimenda del amo, pues el mozo del almacén, que había acudido al tren a las cinco, debía de haber dado ya cuenta de su falta. El mozo era un esbirro del dueño, sin dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto, además de ser muy penoso, despertaría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado, no había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el médico del Montepío. Se desharía en reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería de Gregorio, y refutaría cualquier objeción con el dictamen del doctor, para quien todos los hombres están siempre sanos y sólo padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su diagnóstico no habría sido del todo infundado. Salvo cierta somnolencia, fuera de lugar después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía francamente bien, además de muy hambriento.

Mientras pensaba atropelladamente, sin decidirse a levantarse, y justo en el momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama.

—Gregorio —dijo la voz de su madre—, son las siete menos cuarto. ¿No tenías que ir de viaje?

¡Qué voz tan dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio suya propia, que era la de siempre, pero mezclada con un penoso y estridente silbido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego y sonaban de forma tal que uno no estaba seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar una explicación detallada; pero, al oír su propia voz, se limitó a decir:

—Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto. A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Pero este breve diálogo reveló que Gregorio, contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en casa. Llegó el padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó:

—¡Gregorio! ¡Gregorio! ¿Qué pasa? Esperó un momento y volvió a insistir, alzando la voz: —¡Gregorio! Mientras tanto, detrás de la otra puerta, la hermana le preguntaba suavemente:

—Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo? —Ya estoy bien —respondió Gregorio a ambos a un tiempo, esforzándose por pronunciar con claridad, y hablando con gran lentitud, para disimular el insólito sonido de su voz. El padre reanudó su desayuno, pero la hermana siguió susurrando:

—Abre, Gregorio, por favor. Gregorio no tenía la menor intención de abrir, felicitándose, por el contrario, de la precaución —contraída en los viajes— de encerrarse en su cuarto por la noche, aun en su propia casa.

Lo primero que tenía que hacer era levantarse tranquilamente, arreglarse sin que le molestaran y, sobre todo, desayunar. Sólo después de hecho todo esto pensaría en lo demás, pues se daba cuenta de que en la cama no podía pensar con claridad. Recordaba haber sentido en más de una ocasión un vago malestar en la cama, producido, sin duda, por alguna postura incómoda, la cual, una vez levantado, se disipaba rápidamente; y tenía curiosidad por ver desvanecerse paulatinamente sus imaginaciones de hoy. En cuanto al cambio de su voz era simplemente el preludio de un resfriado, enfermedad profesional del viajante de comercio.

al dar con ella en la alfombra. Únicamente le hacía vacilar el temor al estrépito que esto habría de producir, y que sin duda asustaría a su familia. Pero no quedaba más remedio que correr el riesgo.

Ya estaba Gregorio con casi medio cuerpo fuera de la cama (el nuevo método era como un juego, pues consistía simplemente en balancearse hacia atrás), cuando cayó en cuenta de que todo sería muy sencillo si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba en su padre y en la criada) bastaría. Sólo tendrían que pasar los brazos por debajo de su abombada espalda, sacarle de la cama y, agachándose luego con la carga, dejar que se estirara en el suelo, en donde era de suponer que las patas se mostrarían útiles. Ahora bien, y prescindiendo del hecho de que las puertas estaban cerradas con llave, ¿convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado de su situación, no pudo por menos de sonreír.

Había adelantado ya tanto, que un solo balanceo, algo más enérgico que los anteriores, bastaría para hacerle bascular sobre el borde de la cama. Además pronto no le quedaría más remedio que decidirse, pues sólo faltaban cinco minutos para las siete y cuarto. En ese momento, llamaron a la puerta del piso.

«Debe ser alguien del almacén», pensó Gregorio, mientras sus patas se agitaban cada vez más rápidamente. Por un momento permaneció todo en silencio. «No abren», pensó entonces, aferrándose a tan descabellada esperanza. Pero, como no podía por menos de suceder, oyó aproximarse a la puerta las fuertes pisadas de la criada. Y la puerta se abrió. A Gregorio le bastó oír la primera palabra del visitante para percatarse de quién era. Era el gerente en persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en la cual la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más terribles sospechas? ¿Es que los empleados eran todos unos sinvergüenzas? ¿Es que no podía haber entre ellos algún hombre de bien que, después de perder un par de horas en la mañana, se volviese loco de remordimiento y no estuviera en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no bastaba con mandar a un chico a preguntar (suponiendo que tuviese fundamento esa manía de averiguar), sino que tenía que venir el mismísimo gerente a enterar a una inocente familia de que sólo él tenía autoridad para intervenir en la investigación de tan grave asunto? Y Gregorio, excitado por estos pensamientos más que decidido a ello, se tiró violentamente de la cama. Se oyó un golpe sordo, pero no demasiado. La alfombra amortiguó la caída; la espalda tenía mayor elasticidad de lo que Gregorio había supuesto, y esto evitó que el ruido fuese tan estrepitoso como había temido. Pero no tuvo cuidado de mantener la cabeza suficientemente erguida; se lastimó y el dolor le hizo frotarla furiosamente contra la alfombra.

—Algo ha ocurrido ahí dentro —dijo el gerente en la habitación de la izquierda. Gregorio intentó imaginar que al gerente pudiera sucederle algún día lo mismo que hoy a él, cosa ciertamente posible. Pero el gerente, como replicando con energía a esta suposición, dio unos cuantos pasos por el cuarto vecino, haciendo crujir sus zapatos de charol. Desde la habitación contigua de la derecha, la hermana susurró:

—Gregorio, está aquí el gerente del almacén. —Ya lo sé —contestó Gregorio débilmente, sin atreverse a levantar la voz hasta el punto de hacerse oír por su hermana.

—Gregorio —dijo por fin el padre desde la habitación contigua de la izquierda—, ha venido el señor gerente y pregunta por qué no tomaste el primer tren. No sabemos que contestar. Además, desea hablar personalmente contigo. Con que haz el favor de abrir la puerta. El señor tendrá la bondad de disculpar el desorden del cuarto.

—¡Buenos días, señor Samsa! —terció entonces amablemente el gerente. —No se encuentra bien —dijo la madre a este último mientras el padre continuaba hablando junto a la puerta—. Está enfermo, créame. ¿Cómo si no, iba a perder el tren? Gregorio no piensa más que en el almacén. ¡Si casi me molesta que no salga ninguna noche! Ahora, por ejemplo, ha estado aquí ocho días; pues bien, ¡ni una sola noche ha salido de casa! Se sienta con nosotros alrededor de la mesa lee el periódico en silencio o estudia itinerarios. Su única distracción es la carpintería. En dos o tres tardes ha tallado un marquito. Cuando lo vea, se va a asombrar; es precioso. Está colocado en su cuarto; ahora lo verá en cuanto abra Gregorio. Por otra parte, me alegro de que haya venido usted, pues nosotros no hubiéramos podido convencer a Gregorio de que abra la puerta. ¡Es tan testarudo! Seguramente no se encuentra bien, aunque antes dijo lo contrario.

—Voy en seguida —dijo débilmente Gregorio, sin moverse para no perder palabra de la conversación.

—Seguro que es como dice usted señora —repuso el jefe—. Espero que no sea nada serio. Aunque, por otra parte, he de decir que nosotros, los comerciantes, tenemos que saber afrontar a menudo ligeras indisposiciones, anteponiendo a todo los negocios.

—Bueno —preguntó el padre, impacientándose y volviendo a llamar a la puerta—; ¿puede entrar ya el señor?

—No —respondió Gregorio. En la habitación de la izquierda se hizo un apenado silencio, y en la de la derecha comenzó a sollozar la hermana.

parecido. Sin duda, no ha visto usted los últimos pedidos que he transmitido. Además, saldré en el tren de las ocho. Con estas dos horas de descanso he recuperado las fuerzas. No se entretenga usted más. En seguida voy al almacén. Explique allí esto, se lo suplico, y presente mis respetos al director.

Mientras decía atropelladamente todo esto, Gregorio, gracias a la habilidad adquirida en la cama, se acercó sin dificultad al baúl e intentó enderezarse apoyándose en él. Quería abrir la puerta, presentarse ante el gerente, hablar con él. Sentía curiosidad por saber lo que dirían cuando le viesen los que tan insistentemente le llamaban. Si se asustaban, no era culpa de él y no tenía nada que temer. Si, por el contrario, se quedaban tranquilos, tampoco él tenía por que excitarse, y podía, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Varias veces resbaló contra las lisas paredes del baúl; pero, al fin logró incorporarse. El dolor en el abdomen, aunque muy intenso, no le preocupaba. Se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patas. Logró tranquilizarse, y calló para escuchar lo que decía el gerente.

—¿Han entendido una sola palabra? —preguntó éste a los padres—. ¿No será que se hace el loco?

—¡Por el amor de Dios! —exclamó la madre llorando—. Tal vez se encuentre muy mal y nosotros le estamos mortificando. —Y seguidamente llamó—: ¡Grete! ¡Grete!

—¿Qué quieres madre? —contestó la hermana desde el otro lado de la habitación de Gregorio, a través de la cual hablaban.

—Tienes que ir en seguida a buscar al médico Gregorio está enfermo. Ve corriendo. ¿Has oído cómo hablaba?

—Es una voz de animal —dijo el gerente, que hablaba en voz muy baja, en comparación con los gritos de la madre.

—¡Ana! ¡Ana! —llamó el padre, volviéndose hacia la cocina a través del recibidor y dando palmadas—. Vaya inmediatamente a buscar un cerrajero.

Se oyó por el recibidor el rumor de las faldas de dos jóvenes que salían corriendo (¿cómo se habría vestido la hermana?), y el ruido brusco de la puerta del piso abrirse. Pero no se escuchó ningún portazo. Debían de haber dejado la puerta abierta, como suele suceder en las casas en donde ha ocurrido una desgracia.

Gregorio, sin embargo, estaba mucho más tranquilo. Sus palabras resultaban ininteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin duda porque ya se le iba acostumbrando el oído; pero lo importante era que ya se habían percatado los demás de que algo anormal le

sucedía y se disponían a acudir en su ayuda. Se sintió aliviado por la prontitud y energía con que habían tomado las primeras medidas. Se sintió nuevamente incluido entre los seres humanos, y esperaba tanto del médico como del cerrajero acciones insólitas y maravillosas.

A fin de poder intervenir lo más claramente posible en las conversaciones decisivas que se avecinaban, carraspeó ligeramente; lo hizo muy levemente, por temor a que también este ruido sonase a algo que no fuese una tos humana, pues ya no tenía seguridad de poder apreciarlo. Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba un profundo silencio. Tal vez los padres, sentados a la mesa con el gerente, estuvieran hablando en voz baja. Tal vez permanecieran pegados a la puerta, escuchando.

Gregorio se deslizó lentamente con la silla hacia la puerta; al llegar allí, soltó la silla se dejó caer contra la puerta y se sostuvo en pie, pegado a ella por la viscosidad de sus patas. Descansó así un momento del esfuerzo realizado. Luego intentó hacer girar la llave con la boca. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos. ¿Con qué iba entonces a coger la llave? Pero, en cambio, sus mandíbulas eran muy fuertes y, gracias a ellas, pudo poner la llave en movimiento, sin reparar en el daño que seguramente se hacía, pues un líquido oscuro le salió por la boca, resbalando por la llave y goteando hasta el suelo.

—Escuchen —dijo el gerente—; está girando la llave. Estas palabras alentaron mucho a Gregorio. Pero todos, el padre, la madre, deberían haber gritado: «¡Adelante, Gregorio!» Sí, deberían haber gritado: «¡Adelante! ¡Duro con la cerradura!» Imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos, mordió con desesperación la llave, desfallecido. A medida que la llave giraba en la cerradura, Gregorio se bamboleaba en el aire, colgando por la boca, forcejeando, empujando la llave hacia abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura al abrirse le volvió completamente en sí.

«Bueno —se dijo con un suspiro de alivio—; no ha sido necesario que viniera el cerrajero», y dio con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir.

Este modo de abrir la puerta fue la causa de que no le viesen inmediatamente. Gregorio tuvo que girar lentamente contra una de las hojas de la puerta, con gran cuidado para no caer de espaldas. Y aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil operación, sin tiempo para pensar otra cosa, cuando oyó una exclamación del gerente que sonó como el aullido del viento, y le vio, junto a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder lentamente, como empujado por una fuerza invisible.

La madre —que, a pesar de la presencia del gerente, estaba allí sin arreglar, con el pelo revuelto— miró a Gregorio, juntando las manos, avanzó

las consecuencias negativas de una acusación desconocida. No se vaya sin decirme algo que me pruebe que me da usted la razón, por lo menos en parte.

Pero, desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente había dado media vuelta y le contemplaba por encima del hombro, con una mueca de repugnancia en el rostro. Mientras Gregorio hablaba, no permaneció un momento quieto. Se retiró hacia la puerta sin quitarle la vista de encima, muy lentamente, como si una fuerza misteriosa le retuviese allí. Llegó, por fin, al recibidor y dio los últimos pasos con tal rapidez que parecía que estuviera pisando brasas ardientes. Alargó el brazo derecho en dirección a la escalera, como si esperase encontrar allí milagrosamente la libertad.

Gregorio comprendió que no debía permitir que el gerente se marchara de aquel modo, pues si no su puesto en el almacén estaba seriamente amenazado. No lo veían los padres tan claro como él, porque, con el transcurso de los años, habían llegado a pensar que la posición de Gregorio en aquella empresa era inamovible; además, con la inquietud del momento se habían olvidado de toda prudencia. Pero no así Gregorio, que se daba cuenta de que era indispensable retener al gerente y tranquilizarle. De ello dependía el porvenir de Gregorio y de los suyos. ¡Si al menos estuviera allí su hermana! Era muy lista; había llorado cuando Gregorio yacía aún tranquilamente sobre su espalda. Seguro que el gerente, hombre galante, se hubiera dejado convencer por la joven. Ella habría cerrado la puerta del piso y le habría tranquilizado en el recibidor. Pero no estaba su hermana, y Gregorio tenía que arreglárselas solo. Sin reparar en que todavía no conocía sus nuevas facultades de movimiento, y que lo más probable era que no lograse entender, abandonó la hoja de la puerta en que se apoyaba y se deslizó por el hueco formado al abrirse la otra con intención de avanzar hacia el gerente, que seguía cómicamente agarrado a la barandilla del rellano. Pero inmediatamente cayó al suelo, intentando con grandes esfuerzos, sostenerse sobre sus innumerables y diminutas patas, profiriendo un leve quejido. Entonces se sintió, por primera vez en el día, invadido por un verdadero bienestar: las patitas, apoyadas en el suelo, le obedecían perfectamente. Con alegría, vio que empezaban a llevarle adonde deseaba ir, dándole la sensación de que sus sufrimientos habían concluido. Pero en el momento en que Gregorio empezaba a avanzar lentamente, balanceándose a ras de tierra, no lejos y enfrente de su madre, ésta, pese a su desvanecimiento previo, dio de pronto un brinco y se puso a gritar, extendiendo los brazos con las manos abiertas: «¡Socorro! ¡Por el amor de Dios! ¡Socorro!» Inclinaba la cabeza como para ver mejor a Gregorio, pero de pronto, como para desmentir esta impresión, se desplomó hacia atrás cayendo sobre la mesa, y, ajena al hecho de que estaba aún puesta, quedó sentado en ella, sin darse

cuenta de que a su lado el café salía de la cafetera volcada, derramándose sobre la alfombra.

—¡Madre! ¡Madre! —gimió Gregorio, mirándola desde abajo. Por un momento se olvidó del gerente; y no pudo evita, ante el café vertido, abrir y cerrar repetidas veces las mandíbulas en el vacío. Su madre, gritando de nuevo y huyendo de la mesa, se lanzó en brazos del padre, que corrió a su encuentro. Pero Gregorio no podía dedicar ya su atención a sus padres; el gerente estaba en la escalera y, con la barbilla apoyada sobre la baranda, dirigía una última mirada a aquella escena. Gregorio tomó impulso para darle alcance, pero él debió de comprender su intención, pues, de un salto, bajó varios escalones y desapareció, profiriendo unos alaridos que resonaron por toda la escalera. Para colmo de males, la huida del jefe pareció trastornar por completo al padre, que hasta entonces se había mantenido relativamente sereno; pues, en lugar de correr tras el fugitivo, o por lo menos permitir que así lo hiciese Gregorio, empuño con la diestra el bastón del gerente —que éste no había recogido, como tampoco su sombrero y su gabán, olvidados en una silla— y, armándose con la otra mano de un gran periódico que había sobre la mesa, se dispuso, dando fuertes patadas en el suelo, esgrimiendo papel y bastón, a hacer retroceder a Gregorio hasta el interior de su cuarto. De nada le sirvieron a éste sus súplicas, que no fueron entendidas; y aunque inclinó sumiso la cabeza, sólo consiguió excitar aún más a su padre. La madre, a pesar del mal tiempo, había abierto una ventana y, violentamente inclinada hacia fuera, se cubría el rostro con las manos. Entre el aire de la calle y el de la escalera se estableció una fuerte corriente; las cortinas de la ventana se ahuecaron; sobre la mesa se agitaron los periódicos, y algunas hojas sueltas se agitaron por el suelo. El padre, inflexible, resoplaba violentamente, intentando hacer retroceder a Gregorio. Pero éste carecía aún de práctica en la marcha hacia atrás, y la cosa iba muy despacio. ¡Si al menos hubiera podido moverse! En un santiamén se hubiese encontrado en su cuarto. Pero temía, con su lentitud en girar, impacientar a su padre, cuyo bastón podía deslomarle o abrirle la cabeza. Finalmente, sin embargo, no tuvo más remedio que volverse, pues advirtió contrariado que, caminado hacia atrás, no podía controlar la dirección. Así que, sin dejar de mirar angustiosamente a su padre, empezó a girar lo más rápidamente que pudo, es decir, con extraordinaria lentitud. El padre debió percatarse de su buena voluntad, pues dejó de hostigarle, dirigiendo incluso de lejos, con la punta del bastón, el movimiento giratorio. ¡Si al menos hubiese dejado de resopla! Esto era lo que más alteraba a Gregorio. Cuando ya iba a terminar el giro, aquel resoplido le hizo equivocarse, obligándole a retroceder poco a poco. Por fin logró quedarse frente a la puerta. Pero entonces recordó que su cuerpo era demasiado ancho para poder pasar sin más. Al padre, en medio

siempre le hablaba la hermana en sus cartas, hubiese desaparecido. Todo estaba silencioso, pese a que, con toda seguridad, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan tranquila lleva mi familia!», pensó Gregorio. Mientras su mirada se perdía en las sombras, se sintió orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana tan sosegada existencia, en un hogar tan acogedor. De pronto pensó con terror que aquella tranquilidad, aquel bienestar y aquella alegría iban a terminar... Para no abandonarse en estos pensamientos, prefirió ponerse en movimiento y comenzó a arrastrarse por la habitación.

Durante la noche se entreabrió una vez una de las hojas de la puerta, y otra vez la otra: alguien quería entrar. Gregorio, en vista de ello, se colocó contra la puerta que daba al comedor, dispuesto a atraer hacia el interior al indeciso visitante, o por lo menos a averiguar quién era. Pero la puerta no volvió a abrirse, y esperó en vano. Esa mañana, cuando la puerta estaba cerrada, todos habían intentado entrar, y ahora que él había abierto una puerta y que la otra había sido también abierta, sin duda, durante el día, ya no venía nadie, y las llaves habían sido puestas en la parte exterior de las cerraduras.

Estaba muy avanzada la noche cuando se apagó la luz del comedor. Gregorio comprendió que sus padres habían permanecido en vela hasta entonces. Oyó como se alejaban de puntillas. Hasta la mañana no entraría seguramente nadie a ver a Gregorio: tenía tiempo de sobra para pensar, sin temor a ser importunado, en su futuro. Pero aquella habitación fría y de techo alto, en donde había de permanecer echado de bruces. Le dio miedo; no entendía por qué, pues era la suya, la habitación en que vivía desde hacía cinco años... Bruscamente, y no sin algo de vergüenza, se metió debajo del sofá, en donde, a pesar de sentirse algo estrujado, por no poder levantar la cabeza, se encontró en seguida muy bien, lamentando únicamente no poder introducirse allí por completo a causa de su excesiva corpulencia.

Así permaneció toda la noche, sumido en un duermevela del que le despertaba con sobresalto el hambre, y sacudido por preocupaciones y esperanzas no muy concretas, pero cuya conclusión era siempre la necesidad de tener calma y paciencia y de hacer lo posible para que su familia se hiciese cargo de la situación y no sufriera más de lo necesario.

Muy temprano, cuando apenas empezaba a clarear, Gregorio tuvo ocasión de poner en práctica sus resoluciones. Su hermana, ya casi arreglada, abrió la puerta que daba al recibidor y le buscó ansiosamente con la mirada. Al principio no le vio; pero al descubrirle debajo del sofá —¡en algún sitio había de estar! ¡No iba a haber volado!— se asustó tanto que, compulsivamente, volvió a cerrar la puerta. Pero inmediatamente se

arrepintió de su reacción, pues volvió abrir y entró de puntillas, como si fuese la habitación de un enfermo grave o un extraño. Gregorio, asomando apenas la cabeza fuera del sofá, la observaba. ¿Se daría cuenta de que no había probado la leche y, comprendiendo que no había sido por falta de hambre, le traería alimentos más adecuados? Pero si no lo hacía, él preferiría morirse de hambre antes que pedírselo, pese a que sentía enormes deseos de salir de debajo del sofá y suplicarle que le trajese algo bueno de comer. Pero su hermana, asombrada, advirtió inmediatamente que la cazoleta estaba intacta; únicamente se había vertido un poco de leche. La recogió, y se la llevó. Gregorio sentía una gran curiosidad por ver lo que la bondad de su hermana le reservaba. A fin de ver cuál era su gusto, le trajo un surtido completo de alimentos y los extendió sobre un periódico viejo: legumbres de días atrás, medio podridas ya; huesos de la cena de la víspera, rodeados de blanca salsa cuajada; pasas y almendras; un trozo de queso que dos días antes Gregorio había descartado como incomible; un mendrugo de pan duro; otro untado con mantequilla, y otro con mantequilla y sal. Volvió a traer la cazoleta, que por lo visto quedaba destinada a Gregorio, pero ahora llena de agua. Y por delicadeza (pues sabía que Gregorio no comería estando ella presente) se retiró cuanto antes y echó la llave, sin duda para que Gregorio comprendiese que nadie le iba a importunar. Al ir Gregorio a comer, sus antenas fueron sacudidas por una especie de vibración. Pero por otra parte, sus heridas debían de haberse curado ya, pues no sintió ninguna molestia, cosa que le sorprendió bastante, pues recordó que hacia más de un mes se había cortado un dedo con un cuchillo y que el día anterior todavía le dolía. «¿Tendré menos sensibilidad que antes?», pensó, mientras probaba golosamente el queso, que fue lo que más le atrajo. Con gran avidez y llorando de alegría, devoró sucesivamente el queso, las legumbres y la salsa. En cambio, los alimentos frescos le disgustaron: su olor mismo le resultaba desagradable, hasta el punto de que apartó de ellos las cosas que quería comer.

Hacía un buen rato que había terminado y permanecido estirado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, sin duda para darle tiempo a retirarse, empezó a girar lentamente la llave. A pesar de estar medio dormido, Gregorio se sobresaltó y corrió a ocultarse de nuevo debajo del sofá. Para permanecer allí, aunque sólo fue el breve tiempo que su hermana estuvo en el cuarto, tuvo que hacer esta vez gran esfuerzo de voluntad, pues, a consecuencia de la abundante comida, su cuerpo se había abultado lo suficiente como para que apenas pudiera respirar en aquel reducido espacio. Un tanto sofocado, contempló con los ojos desorbitados cómo su hermana, ajena a lo que le sucedía barría no sólo los restos de la comida, sino también los alimentos que Gregorio no había tocado, como si ya no pudiesen

padre, y entonces ella añadía que también podían mandar a la portera. Pero el padre respondía finalmente con una negativa tajante, y no se hablaba más del asunto.

Ya el primer día el padre planteó a la madre y a la hermana la situación económica de la familia y sus perspectivas futuras. De vez en cuando se levantaba de la mesa para buscar en su pequeña caja de caudales —salvada de la quiebra cinco años antes— algún documento o libro de notas. Se oía el chasquido de la complicada cerradura al abrirse o volverse a cerrar, después de que el padre hubiese sacado lo que buscaba. Estas explicaciones constituyeron la primera noticia agradable que escuchó Gregorio desde su encierro. Siempre había creído que a su padre no le quedaba absolutamente nada del antiguo negocio. El padre nunca le había dado a entender que fuera de otro modo, aunque lo cierto era que Gregorio tampoco le había preguntado nada al respecto. Por aquel entonces, Gregorio sólo se había preocupado de hacer lo posible para que su familia olvidara cuanto antes el revés financiero que los había hundido en la más completa desesperación. Por eso había comenzado a trabajar con tal ahínco, convirtiéndose en poco tiempo, de simple dependiente, en todo un viajante de comercio, con grandes posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales se concretaban en sustanciosas comisiones entregadas a la familia ante el asombro y alegría de todos. Habían sido días felices. Pero no se habían repetido, al menos con igual esplendor, pese a que Gregorio había llegado a ganar lo suficiente como para llevar por sí solo el peso de toda la casa. La costumbre, tanto en la familia, que recibía agradecida el dinero de Gregorio, como en éste, que lo entregaba con gusto, hizo que la sorpresa y alegría iniciales no volvieran a producirse con la misma intensidad. Sólo la hermana permaneció siempre estrechamente unida a Gregorio, y como, contrariamente a éste, era muy aficionada a la música y tocaba el violín con gran entusiasmo, Gregorio confiaba en poder mandarla al año siguiente al conservatorio, pese a los gastos que ello conllevaría, y a los que ya encontraría modo de hacer frente. Durante las breves estancias de Gregorio junto a los suyos, la palabra «conservatorio» se repetía con frecuencia en las charlas con la hermana, pero siempre como un hermoso sueño, en cuya realización no se podía ni soñar. Los padres no veían con agrado estos ingenuos proyectos; pero para Gregorio era un asunto muy serio, y tenía decidido anunciarlo solemnemente la noche de Navidad.

Estos pensamientos, ahora tan superfluos, se agitaban en su mente mientras, pegado a la puerta, escuchaba lo que hablaban en la habitación contigua. De cuando en cuando, la fatiga le impedía seguir escuchando, y dejaba caer cansado la cabeza sobre la puerta. Pero en seguida volvía a

levantarla, pues incluso el levísimo ruido debido a este movimiento suyo, era oído por su familia, que enmudecía en el acto.

—¿Qué estará haciendo ahora? —decía al poco el padre, si duda mirando hacia la puerta.

Y, pasados unos momentos, se reanudaba la conversación interrumpida.

Así pudo enterarse Gregorio, con gran satisfacción —el padre se extendía en sus explicaciones, pues hacia tiempo que no se había ocupado de aquellos asuntos, y además la madre tardaba en entenderlos— que, a pesar de la desgracia les había quedado algún dinero; no mucho, desde luego pero poco a poco había ido aumentando desde entonces, gracias a los intereses intactos. Además, el dinero que entregaba Gregorio todos los meses, quedándose para él únicamente una ínfima cantidad, no se gastaba por completo, y había ido formando un pequeño capital. Tras la puerta, Gregorio aprobaba con la cabeza, satisfecho de que existieran estas inesperadas reservas. Cierto que con ese dinero sobrante podía haber pagado poco a poco la deuda que su padre tenía con el dueño, y haberse visto libre de ella mucho antes; pero tal como estaban las cosas, era mejor así.

Ahora bien, ese dinero era del todo insuficiente para permitir a la familia vivir de él; todo lo más bastaría para uno o dos años, pero no para más tiempo. Por tanto, era un capital que no se debía tocar, pues convenía conservarlo para caso de necesidad. El dinero para ir viviendo había que ganarlo. Pero el padre, aunque estaba bien de salud, era ya viejo y llevaba cinco años sin trabajar; por tanto no se podía contar con él: en los últimos cinco años, los primeros de descanso en su vida laboriosa, aunque fracasada, había engordado mucho y se había vuelto lento y pesado. ¿Y cómo podría trabajar la madre, que padecía de asma, que se fatigaba con sólo andar un poco por casa y continuamente tenía que tumbarse en el sofá, con la ventana abierta de par en par, porque le daban ahogos? ¿Tendría, entonces, que trabajar la hermana, una niña de diecisiete años, y cuya envidiable existencia había consistido, hasta el momento, en ocuparse de sí misma, dormir cuanto quería, ayudar en las tareas de la casa, participar en alguna sencilla diversión y, sobre todo, tocar el violín?

Cada vez que la conversación derivaba hacia la necesidad de ganar dinero, Gregorio se apartaba de la puerta y, trastornado por la pena y la vergüenza, se metía bajo el fresco sofá de cuero. A menudo pasaba allí toda la noche en vela, arañando el cuero hora tras hora. A veces llevaba a cabo el extraordinario esfuerzo de empujar el sillón hasta la ventana y, agarrándose al alféizar, permanecía de pie en el asiento y apoyado en la ventana, sumido en sus recuerdos, pues antes solía asomarse a menudo a aquella ventana.