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este es una carat que hace el papa frnacisco opinando del cambio climatico
Tipo: Resúmenes
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La gente se impuso la dificultad de crear colectivos nacionales porque se enfrentaba a retos que una sola tribu no podía resolver. Pensemos, por ejemplo, en las antiguas tribus que vivían a lo largo del Nilo hace miles de años. El río era su elemento vital: irrigaba sus campos y transportaba su comercio. Pero era un aliado impredecible. Demasiada poca lluvia, y la gente se moría de hambre; demasiada lluvia, y las aguas se desbordaban de sus orillas y destruían aldeas enteras. Ninguna tribu podía resolver este problema por sí sola, porque cada una de ellas controlaba una pequeña sección del río y tan solo podía movilizar a unos cuantos cientos de obreros. Únicamente con un esfuerzo común para construir presas enormes y excavar cientos de kilómetros de canales se podía esperar contener y domeñar el poderoso río. Esta fue una de las razones por las que las tribus se fusionaron poco a poco en una única nación que tenía el poder de construir presas y canales, regular el flujo del río, acumular reservas de grano para los años de vacas flacas y establecer un sistema de transporte y comunicación en todo el país. A pesar de tales ventajas, transformar tribus y clanes en una nación única nunca fue fácil, ni en épocas antiguas ni en la actualidad. Para darse cuenta de lo difícil que es identificarse con una nación de este tipo solo tenemos que preguntarnos: «¿Conozco a esta gente?». Puedo nombrar a mis dos hermanas y once primos y pasar todo un día hablando de sus personalidades, peculiaridades y relaciones. No puedo nombrar a los ocho millones de personas que comparten mi ciudadanía israelí, nunca he conocido a la mayoría de ellos y es muy improbable que llegue a conocerlos en el futuro. Mi capacidad, no obstante, para sentir lealtad hacia esa nebulosa masa no es una herencia de mis antepasados cazadores-recolectores, sino un milagro de la historia reciente. Un biólogo marciano que estuviera familiarizado únicamente con la anatomía y la evolución de Homo sapiens jamás podría adivinar que dichos simios fueran capaces de desarrollar vínculos comunitarios con millones de extraños. A fin de convencerme de ser leal a «Israel» y a sus ocho millones de habitantes, el movimiento sionista y el Estado israelí tuvieron que crear un gigantesco aparato
de educación, propaganda y ondeo de banderas, así como sistemas nacionales de seguridad, sanidad y bienestar. Eso no significa que haya algo malo en los vínculos nacionales. Los sistemas enormes no pueden funcionar sin lealtades en masa, y expandir el círculo de la empatía humana tiene sin duda sus méritos. Las formas más moderadas de patriotismo figuran entre las creaciones humanas más benignas. Creer que mi nación es única, que merece mi lealtad y que tengo obligaciones especiales para con sus miembros me impulsa a cuidar a otros y hacer sacrificios en su nombre. Es un error peligroso imaginar que sin nacionalismo todos viviríamos en un paraíso liberal. Es más probable que viviéramos en un caos tribal. Países pacíficos, prósperos y liberales como Suecia, Alemania y Suiza poseen un marcado sentido de nacionalismo. La lista de países que carecen de vínculos nacionales sólidos incluye Afganistán, Somalia, el Congo y la mayoría de los demás estados fracasados.[1] El problema empieza cuando el patriotismo benigno se metamorfosea en ultranacionalismo patriotero. En lugar de creer que mi nación es única (lo que es cierto para todas las naciones), puedo comenzar a sentir que mi nación es suprema, que le debo toda mi lealtad y que no tengo obligaciones importantes para con nadie más. Este es terreno fértil para los conflictos violentos. Durante generaciones, la crítica más básica del nacionalismo era que conducía a la guerra. Pero la conexión entre nacionalismo y violencia no refrenó los excesos nacionalistas, en particular porque cada nación justificaba su propia expansión militar por la necesidad de protegerse de las maquinaciones de sus vecinos. Mientras la nación proporcionara a la mayoría de sus ciudadanos niveles inauditos de seguridad y prosperidad, estos se hallaban dispuestos a pagar el precio en sangre. En el siglo XIX y principios del XX, el acuerdo nacionalista parecía todavía muy atractivo. Aunque el nacionalismo conducía a conflictos horrendos a una escala sin precedentes, los estados nación modernos también creaban enormes sistemas de asistencia sanitaria, educación y bienestar. Gracias
nacionalistas, como una reliquia de épocas más primitivas que a lo sumo quizá atrajeran a los habitantes mal informados de unos pocos países subdesarrollados. Sin embargo, los acontecimientos de años recientes han demostrado que el nacionalismo tiene todavía un arraigo profundo incluso en los ciudadanos de Europa y Estados Unidos, por no mencionar Rusia, la India y China. Alienada por las fuerzas impersonales del capitalismo global y temiendo por el futuro de los sistemas nacionales de salud, educación y bienestar, la gente de todo el mundo busca seguridad y sentido en el regazo de la nación. Pero la disyuntiva que planteó Johnson en el «anuncio de la margarita» es incluso más pertinente hoy de lo que era en 1964. ¿Crearemos un mundo donde todos los humanos puedan vivir juntos, o nos dirigiremos hacia la oscuridad? ¿Están salvando el mundo Donald Trump, Theresa May, Vladímir Putin, Narendra Modi y sus colegas al avivar nuestros sentimientos nacionales, o la actual avalancha nacionalista es una forma de escapismo ante los inextricables problemas globales a que nos enfrentamos?
Empecemos con la némesis común del género humano: la guerra nuclear. Cuando en 1964 se emitió el «anuncio de la margarita», dos años después de la crisis de los misiles cubanos, la aniquilación nuclear era una amenaza palpable. Expertos y profanos temían por igual que la humanidad no tuviera la sensatez de evitar la destrucción y creían que solo era cuestión de tiempo que la Guerra Fría se volviera caliente y abrasadora. En realidad, la humanidad se enfrentó con éxito al reto nuclear. Norteamericanos, soviéticos, europeos y chinos cambiaron la manera como se ha realizado la geopolítica durante milenios, de forma que la Guerra Fría llegó a su fin con poco derramamiento de sangre, y un nuevo mundo internacional promovió una era de paz sin precedentes. No solo se evitó la guerra
nuclear, sino que las contiendas de todo tipo se redujeron. Es sorprendente que desde 1945 muy pocas fronteras se hayan redibujado a raíz de una agresión brutal, y la mayoría de los países han dejado de utilizar la guerra como una herramienta política estándar. En 2016, a pesar de las guerras en Siria, Ucrania y varios otros puntos calientes, morían menos personas debido a la violencia humana que a la obesidad, los accidentes de tráfico o el suicidio.[3] Este podría muy bien haber sido el mayor logro político y moral de nuestra época. Por desgracia, estamos ya tan acostumbrados a este logro que lo damos por hecho. Esta es en parte la razón por la que la gente se permite jugar con fuego. Rusia y Estados Unidos se han embarcado recientemente en una nueva carrera de armas nucleares y han desarrollado nuevos artilugios del fin del mundo que amenazan con destruir los logros tan duramente ganados de las últimas décadas, y volvernos a llevar al borde de la aniquilación nuclear.[4] Mientras tanto, la opinión pública ha aprendido a dejar de preocuparse y a amar a la bomba (tal como sugería ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú ), o simplemente ha olvidado su existencia. Así, el debate sobre el Brexit en Gran Bretaña (una potencia nuclear importante) versó principalmente sobre cuestiones de economía e inmigración, mientras que la contribución vital de la Unión Europea a la paz europea y a la paz global se pasó en gran parte por alto. Después de siglos de matanzas terribles, franceses, alemanes, italianos y británicos han creado al final un mecanismo que asegura la armonía continental, solo para que el pueblo británico haya lanzado una llave inglesa dentro de la máquina milagrosa. Fue extremadamente difícil construir el régimen internacionalista que evitó la guerra nuclear y salvaguardó la paz en el planeta. Sin duda necesitamos adaptar este régimen a las condiciones cambiantes del mundo, por ejemplo, dependiendo menos de Estados Unidos y confiriendo un papel más decisivo a potencias no occidentales como China y la India.[5] Pero abandonar por completo este régimen y retornar a la política del poder nacionalista sería una apuesta
vida marina. Un agricultor que cultive maíz en Iowa podría, sin saberlo, estar matando peces en el golfo de México. Debido a estas actividades, los hábitats se degradan, animales y plantas se extinguen y ecosistemas enteros, como la Gran Barrera de Coral australiana y la pluviselva amazónica, podrían acabar destruidos. Durante miles de años, Homo sapiens se ha comportado como un asesino ecológico en serie; ahora está transformándose en un asesino ecológico en masa. Si continuamos con esta trayectoria, no solo se llegará a aniquilar un gran porcentaje de todos los seres vivos, sino que también podrían debilitarse los cimientos de la civilización humana.[6] Lo más preocupante de todo es la perspectiva del cambio climático. Los humanos llevan aquí cientos de miles de años y han sobrevivido a numerosas edades de hielo y períodos cálidos. Sin embargo, la agricultura, las ciudades y las sociedades complejas existen desde hace no más de diez mil años. Durante este período, conocido como Holoceno, el clima del planeta ha sido relativamente estable. Cualquier desviación de los patrones del Holoceno planteará a las sociedades humanas actuales problemas enormes que nunca han conocido. Será como realizar un experimento con final abierto con miles de millones de cobayas. Y aunque la civilización humana acabara por adaptarse a las nuevas condiciones, ¡quién sabe cuántas víctimas podrían perecer en el proceso de adaptación! Este experimento terrorífico ya se ha puesto en marcha. A diferencia de la guerra nuclear, que es un futuro potencial, el cambio climático es una realidad actual. Los científicos están de acuerdo en que las actividades humanas, en particular la emisión de gases de efecto invernadero como el dióxido de carbono, hacen que el clima de la Tierra cambie a un ritmo alarmante.[7] Nadie sabe exactamente cuánto dióxido de carbono podemos continuar bombeando a la atmósfera sin desencadenar un cataclismo irreversible. Pero nuestras estimaciones científicas más optimistas indican que a menos que reduzcamos de forma drástica la emisión de gases de efecto invernadero en los próximos veinte
años, las temperaturas medias globales aumentarán más de 2 ºC,[8] lo que provocará la expansión de los desiertos, la desaparición de los casquetes polares, el aumento del nivel de los océanos y una mayor incidencia de acontecimientos meteorológicos extremos, como huracanes y tifones. Estos cambios alterarán a su vez la producción agrícola, inundarán ciudades, harán que gran parte del mundo se vuelva inhabitable y que cientos de millones de refugiados busquen nuevos hogares.[9] Además, estamos acercándonos rápidamente a varios puntos de inflexión, más allá de los cuales incluso una reducción espectacular de las emisiones de gases de efecto invernadero no bastará para invertir la tendencia y evitar una tragedia mundial. Por ejemplo, a medida que el calentamiento global funde las capas de hielo polares, se refleja menos luz solar desde nuestro planeta al espacio exterior. Ello significa que la Tierra absorbe más calor, que las temperaturas aumentan todavía más y que el hielo se funde con mayor rapidez. Una vez que este bucle retroactivo traspase un umbral crítico alcanzará un impulso irrefrenable, y todo el hielo de las regiones polares se derretirá aunque los humanos dejen de quemar carbón, petróleo y gas. De ahí que no sea suficiente que reconozcamos el peligro al que nos enfrentamos. Es fundamental que realmente hagamos algo al respecto ahora. Por desgracia, en 2018, en lugar de haberse reducido las emisiones de gases de efecto invernadero, la tasa de emisión global sigue aumentando. A la humanidad le queda muy poco tiempo para desengancharse de los combustibles fósiles. Es necesario que iniciemos la rehabilitación hoy mismo. No el año próximo o el mes próximo, sino hoy. «Hola, soy Homo sapiens y soy adicto a los combustibles fósiles.» ¿Dónde encaja el nacionalismo en este panorama alarmante? ¿Existe una respuesta nacionalista a la amenaza ecológica? ¿Puede una nación, por poderosa que sea, frenar el calentamiento global por sí sola? Sin duda, los países pueden adoptar a título individual toda una serie de políticas verdes, muchas de las cuales tienen gran sentido tanto ambiental como económico. Los gobiernos
330.000 dólares. Cuatro años de investigación y desarrollo hicieron bajar el precio a 11 dólares la unidad, y se espera que al cabo de otra década la carne limpia sea más barata que la procedente de animales sacrificados. Este desarrollo tecnológico podría ahorrarles a miles de millones de animales una vida de dolor abyecto, podría alimentar a miles de millones de humanos desnutridos y, a la vez, ayudar a evitar el colapso ecológico.[12] Así que hay muchas cosas que los gobiernos, empresas e individuos pueden hacer para evitar el cambio climático. Pero para ser efectivas, tienen que emprenderse a un nivel global. Cuando se trata del clima, los países ya no son soberanos. Se encuentran a merced de acciones que otras personas efectúan en la otra punta del planeta. La república de Kiribati (una nación insular en el océano Pacífico) podría reducir sus emisiones de gases a cero y no obstante verse sumergida bajo el oleaje creciente si otros países no hacen lo mismo. El Chad podría instalar un panel solar en cada tejado del país y sin embargo convertirse en un desierto yermo debido a las políticas ambientales irresponsables de extranjeros lejanos. Ni siquiera países poderosos como China y Japón son soberanos desde el punto de vista ecológico. Para proteger Shangai, Hong Kong y Tokio de inundaciones y tifones destructivos, los chinos y los japoneses tendrán que convencer a los gobiernos estadounidense y ruso de que abandonen su estrategia de «hacer lo de siempre». El aislacionismo nacionalista probablemente sea incluso más peligroso en el contexto del cambio climático que en el de la guerra nuclear. Una guerra nuclear total amenaza con destruir a todas las naciones, de modo que todas las naciones tienen el mismo interés en evitarla. En cambio, el calentamiento global tendrá probablemente un impacto diferente en función de cada nación. Algunos países, y de manera notable Rusia, podrían en verdad beneficiarse de ello. Rusia tiene relativamente pocos recursos costeros, de manera que está mucho menos preocupada que China o Kiribati por el aumento del nivel del mar. Y mientras que las temperaturas más altas es probable que transformen El Chad en un desierto, al mismo tiempo podrían transformar Siberia en el granero del mundo.
Además, a medida que el hielo se funda en el lejano norte, las vías marítimas árticas, dominadas por Rusia, podrían convertirse en la arteria del comercio global, y Kamchatka tal vez sustituyera a Singapur como encrucijada del mundo. [13] De manera similar, es probable que la idea de sustituir los combustibles fósiles por fuentes de energía renovable resulte más interesante a algunos países que a otros. China, Japón y Corea del Sur dependen de la importación de enormes cantidades de petróleo y gas; estarían encantadas de librarse de esta carga. Rusia, Irán y Arabia Saudí dependen de la exportación de petróleo y gas; sus economías se desplomarían si el petróleo y el gas dejan paso de repente a la energía solar y la eólica. En consecuencia, mientras que quizá algunas naciones como China, Japón y Kiribati se impliquen mucho en la reducción de las emisiones globales de carbono tan pronto como sea posible, otras naciones como Rusia e Irán podrían mostrarse mucho menos entusiastas. Incluso en países en que es evidente que perderán mucho debido al calentamiento global, como Estados Unidos, los nacionalistas podrían ser tan miopes y estar tan satisfechos de sí mismos para no apreciar el peligro. Un prueba de ello, nimia pero reveladora, se dio en enero de 2018, cuando Estados Unidos impuso un arancel del 30 por ciento a los paneles solares y a los equipos solares fabricados en el extranjero, pues preferían respaldar a los productores solares norteamericanos incluso al precio de ralentizar el paso a las energías renovables.[14] Una bomba atómica es una amenaza tan evidente e inmediata que nadie puede pasarla por alto. En cambio, el calentamiento global es una amenaza más vaga y demorada en el tiempo. De ahí que siempre que las consideraciones ambientales a largo plazo exijan algún sacrificio doloroso a corto plazo, los nacionalistas podrían verse tentados a anteponer los intereses nacionales inmediatos y a tranquilizarse diciendo que ya se preocuparán más adelante del medioambiente, o bien dejar que lo haga la gente de otros sitios. O podrían sencillamente negar el problema. No es casual que el escepticismo respecto al cambio climático tienda
Además, mientras que la guerra nuclear y el cambio climático amenazan solo la supervivencia física de la humanidad, las tecnologías disruptivas podrían cambiar la naturaleza misma del género humano y, por tanto, están mezcladas con las creencias éticas y religiosas más profundas de las personas. Aunque esté de acuerdo con que se debería evitar la guerra nuclear y el desastre ecológico, la gente tiene opiniones muy diferentes acerca del uso de la bioingeniería y la IA para mejorar a los humanos y crear nuevas formas de vida. Si la humanidad no consigue concebir e impartir globalmente reglas éticas generales y aceptadas, se abrirá la veda del doctor Frankenstein. Cuando se trata de formular estas reglas éticas generales, el nacionalismo adolece por encima de todo de falta de imaginación. Los nacionalistas piensan en términos de conflictos territoriales que duran siglos, mientras que las revoluciones tecnológicas del siglo XXI deberían entenderse en realidad en términos cósmicos. Después de 4.000 millones de años de vida orgánica que ha evolucionado mediante la selección natural, la ciencia da lugar a la era de la vida inorgánica modelada por el diseño inteligente. En el proceso, es probable que el propio Homo sapiens desaparezca. En la actualidad somos todavía simios de la familia de los homínidos. Aún compartimos con neandertales y chimpancés la mayoría de nuestras estructuras corporales, capacidades físicas y facultades mentales. No solo nuestras manos, ojos y cerebro son claramente homínidos, sino también nuestro deseo sexual, nuestro amor, nuestra ira y nuestros vínculos sociales. Dentro de un siglo o dos, la combinación de la biotecnología y la IA podría resultar en características corporales, físicas y mentales que se liberen por completo del molde homínido. Hay quien cree incluso que la conciencia podría separarse de cualquier estructura orgánica y surfear por el ciberespacio, libre de toda limitación biológica y física. Por otra parte, podríamos asistir a la desvinculación completa de la inteligencia y la conciencia, y el desarrollo de la IA quizá diera como resultado un mundo dominado por entidades superinteligentes pero
absolutamente no conscientes. ¿Qué opinan de ello el nacionalismo israelí, ruso o francés? Con el fin de tomar decisiones sensatas sobre el futuro de la vida necesitamos ir mucho más allá del punto de vista nacionalista y considerar las cosas desde una perspectiva global o incluso cósmica.
Cada uno de estos problemas (la guerra nuclear, el colapso ecológico y la disrupción tecnológica) basta para amenazar el futuro de la civilización humana. Pero en su conjunto constituyen una crisis existencial sin precedentes, en especial porque es probable que se refuercen y se agraven mutuamente. Por ejemplo, aunque la crisis ecológica amenaza la supervivencia de la civilización humana como la hemos conocido, es improbable que frene el desarrollo de la IA y de la bioingeniería. Si el lector cuenta con que el aumento del nivel de los océanos, la reducción de los recursos alimenticios y las migraciones en masa distraerán nuestra atención de algoritmos y genes, piénselo de nuevo. A medida que la crisis ecológica se intensifique, probablemente el desarrollo de tecnologías de elevado riesgo y de elevados beneficios no hará más que acelerarse. En realidad, podría muy bien ocurrir que el cambio climático llegue a cumplir la misma función que las dos contiendas mundiales. Entre 1914 y 1918, y de nuevo entre 1939 y 1945, el ritmo del desarrollo tecnológico se disparó, porque las naciones enzarzadas en la guerra total abandonaran la prudencia y el ahorro, e invirtieron enormes recursos en todo tipo de proyectos audaces y fantásticos. Muchos de tales proyectos fracasaron, pero algunos acabaron en tanques, el radar, gases venenosos, aviones supersónicos, misiles intercontinentales y bombas nucleares. De forma parecida, las naciones que se enfrentan a un
será muy difícil superar a la vez los tres retos, y el fracaso incluso en un único frente podría resultar catastrófico. Para concluir, la oleada nacionalista que recorre el mundo no puede hacer retroceder el reloj a 1939 o 1914. La tecnología lo ha cambiado todo al crear un conjunto de amenazas existenciales globales que ninguna nación puede resolver por sí sola. Un enemigo común es el mejor catalizador para forjar una identidad común, y ahora la humanidad tiene al menos tres de esos enemigos: la guerra nuclear, el cambio climático y la disrupción tecnológica. Si a pesar de estas amenazas comunes los humanos deciden anteponer sus lealtades nacionales particulares a lo demás, las consecuencias pueden ser mucho peores que en 1914 y 1939. Un camino mucho mejor es el que se esboza en la Constitución de la Unión Europea, que afirma que «los pueblos de Europa, sin dejar de sentirse orgullosos de su identidad y su historia nacional, están decididos a superar sus antiguas divisiones y, cada vez más estrechamente unidos, a forjar un destino común». [16] Esto no significa abolir todas las identidades nacionales, abandonar cada una de las tradiciones locales y transformar a la humanidad en un menjunje gris homogéneo. Como tampoco denigrar toda expresión de patriotismo. De hecho, al proporcionar una cubierta protectora continental, militar y económica, puede decirse que la Unión Europea ha promovido el patriotismo local en Flandes, Lombardía, Cataluña y Escocia. La idea de establecer una Escocia independiente o una Cataluña independiente parece más interesante cuando no se teme una invasión alemana y cuando puede contarse con un frente común europeo contra el calentamiento global y las empresas globales. Por tanto, los nacionalistas europeos se toman las cosas con calma. A pesar de toda la cháchara de retorno de la nación, pocos europeos están en verdad dispuestos a matar o morir por ello. Cuando los escoceses quisieron separarse del control de Londres, tuvieron que organizar un ejército para hacerlo. En cambio, ni una sola persona murió durante el referéndum escocés de 2014, y si en la próxima ocasión los escoceses votan por la independencia, es muy
improbable que deban volver a librar la batalla de Bannockburn. El intento catalán de separarse de España ha generado más violencia, pero mucha menos que la carnicería que Barcelona vivió en 1939 o en 1714. Cabe esperar, pues, que el resto del mundo aprenda del ejemplo europeo. Incluso en un planeta unido habrá mucho espacio para ese patriotismo que celebra la singularidad de mi nación y destaca mis obligaciones especiales hacia ella. Pero si queremos sobrevivir y prosperar, la humanidad no tiene otra elección que completar estas lealtades locales con obligaciones sustanciales hacia una comunidad global. Una persona puede y debe ser leal simultáneamente a su familia, sus vecinos, su profesión y su nación, ¿por qué no añadir a la humanidad y el planeta Tierra a dicha lista? Es cierto que cuando se tienen lealtades múltiples, a veces los conflictos son inevitables. Pero ¿quién dijo que la vida es sencilla? Lidiemos con ella. En siglos anteriores las identidades nacionales se forjaron porque los humanos se enfrentaban a problemas y posibilidades que se hallaban mucho más allá del ámbito de las tribus locales, y que solo la cooperación a la escala de todo el país podía esperar gestionar. En el siglo XXI, las naciones se encuentran en la misma situación que las antiguas tribus: ya no son el marco adecuado para afrontar los retos más importantes de la época. Necesitamos una nueva identidad global porque las instituciones nacionales son incapaces de gestionar un conjunto de dilemas globales sin precedentes. Ahora tenemos una ecología global, una economía global y una ciencia global, pero todavía estamos empantanados en políticas solo nacionales. Esta falta de encaje impide que el sistema político se enfrente de manera efectiva a nuestros principales problemas. Para que la política sea efectiva hemos de hacer una de dos cosas: desglobalizar la ecología, la economía y la ciencia, o globalizar nuestra política. Ya que es imposible desglobalizar la ecología y el progreso de la ciencia, y ya que el coste de desglobalizar la economía seguramente sería prohibitivo, la única solución real es globalizar la política. Esto no significa establecer un «gobierno global», una