Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

"Lugares buenos" de Alejandra Kamiya, Monografías, Ensayos de Literatura Árabe

Cuento "lugares buenos" de Alejandra Kamiya

Tipo: Monografías, Ensayos

2022/2023

Subido el 31/07/2023

carolina-alcaraz-7
carolina-alcaraz-7 🇦🇷

2 documentos

1 / 9

Toggle sidebar

Esta página no es visible en la vista previa

¡No te pierdas las partes importantes!

bg1
pf3
pf4
pf5
pf8
pf9

Vista previa parcial del texto

¡Descarga "Lugares buenos" de Alejandra Kamiya y más Monografías, Ensayos en PDF de Literatura Árabe solo en Docsity!

LUGARES BUENOS

“Soy vieja”, dije y di un paso hacia atrás, tal vez para que el chico me viera mejor, “no puedo”.

El chico levantó el cachorro con las dos manos y extendió los brazos hacia mí. “Dele, señora, es el último”.

“No podría cuidarlo”, dije y me di vuelta.

“Es el último”, seguía diciendo el chico a mi espalda.

Es el último.

Sí, si yo hubiera agarrado el perro habría sido el último, pensé. ¿Cuánto vive un perro, diez, doce, quince años? Me alejé pensando que yo no iba a vivir tanto.

Mis padres habían comprado una casa de fin de semana. O debería decir que mi padre había comprado para mi madre esa casa. Él la había traído del campo a vivir en Buenos Aires y ella le había pedido “Verde”. Así lo dijo y mi padre, que había aprendido a hablar español en Japón y para quien “verde” no era más que un color, entendió.

Íbamos los fines de semana. Durante la semana cuidaban la casa y el parque una pareja de caseros. Ellos me regalaron mi primer perro: Capitán.

Yo tenía seis años y revolcarme en el pasto con Capitán era la mejor sensación que había conocido hasta entonces o de la que tengo memoria.

El diccionario dice de perro: “mamífero carnívoro doméstico”, y también dice “persona despreciable”. Nada de eso se parece a Capitán. Él era una especie de lugar. Busco en el diccionario y de lugar dice: “espacio ocupado

también se sentó. Recuerdo que estuve hablándole un rato largo. Mis padres cuentan que pasé horas ahí. A mí lo que me sorprende es que la perra también.

Fue la primera vez que sentí algo enteramente mío. Ella no se acercaba a nadie más, ni a mis padres, ni a mis hermanos, tampoco entraba a la casa ni al quincho. Tuve la sensación de que algo le había pasado antes. Yo hacía que oliera mi mano antes de tocarla y luego la acariciaba muy despacio, para que no se asustara. Era una perra triste y para estar con ella yo debía aceptar su tristeza aunque no supiera de dónde venía, y sin querer transformarla en otra cosa. A veces íbamos al campo de enfrente, ahí donde la había encontrado, y escondidas en el pasto alto, agachadas asomando apenas, mirábamos a mis padres y mis hermanos, mi casa, mis hamacas. Desde ese lugar todo se veía diferente. Era el lugar del que no pertenece. Un lugar enorme.

Un día Ceniza dejó de venir y no volví a verla. Yo tenía once años y creo que fue la primera vez que entró en mi cabeza la idea de la muerte como algo posible.

Después vino Polo. Guardo una foto de él, grande, enmarcada. Está tomada desde abajo y él mira lejos, parece el héroe de una película. Me la regaló su paseador. Porque era la época que en mi cabeza llamo fácil: teníamos una casa enorme, con anchas escaleras de mármol, y gente que se ocupaba de hacer cosas como cocinar, pasear al perro, arreglar las plantas, darnos clases, planchar, coser.

En ese entonces ser japonesa había pasado de ser una especie de deshonra a ser una ventaja. Me había vuelto “exótica”, y lo que antes me había valido castigos ahora parecía ser bueno. No entendí nunca el mecanismo ni pude escapar de él.

Me vestía siempre de negro y llevaba a Polo conmigo a donde fuera.

Dormía conmigo cuando era cachorro y siguió haciéndolo hasta que yo me caí de la cama. Era enorme, parecía un oso. Negro, de pelo largo y muy celoso. Mordió a varios de mis novios. A veces iba conmigo a la facultad y

me esperaba atado afuera. Cuando íbamos a pasar el fin de semana a la casa de campo yo no lo ataba y él andaba suelto.

Una noche habíamos ido al pueblo y cuando regresábamos por una calle oscura de tierra, vi a tres hombres que caminaban hacia mí. Tenían aspecto de haber tomado. Agarré a Polo del collar y caminé llevándolo muy cerca de mí, con fuerza. Fingí seguridad y casi no ver a los hombres. Cuando nos cruzamos, uno de ellos dijo “Negro” y Polo se soltó de mi mano y saltó hacia él, moviendo la cola. El hombre lo acarició. “¿Se conocen?”, dije. “¿Con el Negro?”, dijo, “¡Claro, le hizo negritos a mi perra!”. Tenía cachorros negros por todo el barrio.

Algunos fines de semana íbamos a la casa de la playa. Polo corría a las gaviotas y cuando los pescadores dejaban restos de pescado, él se revolcaba encima y después venía a mí, hediondo y orgulloso. Si yo buscaba almejas, él cavaba a mi lado.

Después me mudé y no pude llevarlo conmigo. Iba a estar todo el día solo mientras yo trabajaba. No estaba acostumbrado a eso.

Lo dejé en casa de mis padres y los fines de semana iba a verlo.

Vivió diecisiete años. Los últimos, cuando me veía, trataba de saltar, de hacer eso que hacíamos cuando era joven: parado sobre dos patas ponía una de las delanteras sobre el hueso de mi cadera y así nos quedábamos, en una especie de abrazo casi humano. Al final él casi no podía saltar. Lo intentaba con fuerza, pero su cuerpo enorme apenas se despegaba del piso unos centímetros, entonces yo bajaba y me quedaba echada con él en el pasto o en el piso, como dos perros.

El pelo se le había puesto blanco en el hocico.

Cuando murió lo llevé en el baúl del auto a la casa de campo. Necesité ayuda de tres vecinos para subirlo, envuelto en una manta de cuadros azules.

Quería enterrarlo en aquella casa, pero mis hermanos me pidieron que no lo hiciera en ese momento. Habían venido de visita con sus hijos.

los momentos con mi hijo y Ran. Íbamos los tres a la casa de campo o a la de la playa. En verano nadábamos, en invierno hacíamos fuego. Había un nogal y mi hijo juntaba nueces con mi madre, plantaba árboles con mi padre, y Ran acompañaba cada paso con una gentileza, con un modo tan suave y paciente, que los demás parecíamos bruscos o torpes. Tenía la cola enroscada hacia arriba, las patas largas, el pelo blanco con el lomo atigrado, pero nada de eso sirve tampoco para explicar algo muy dulce que había en cada uno de sus gestos.

Mi hijo ha olvidado esos días. No puede recordarlos como quien no alcanza un estante en el que ha guardado algo, algo que sigue estando. Los días perfectos que mi hijo no recuerda le dan la calma solidez que tiene él para hacer todas las cosas, aunque no lo sepa.

Cuando Ran envejeció se enfermaba cada vez que mi hijo y yo nos íbamos de vacaciones.

El último año pospusimos un pequeño viaje y solo nos fuimos un par de días antes de que comenzaran las clases. Al regresar, Ran había empeorado y no podía tenerse en pie. Para salir yo le sostenía la cadera con un arnés. Me lastimé la espalda y como si se tratara de un traspaso esperé que eso lo aliviara, pero la magia no ocurrió.

Yo le pedía que se mejorara, para poder jugar con mi hijo, para poder pasear juntos y él me escuchaba, como me había escuchado siempre, y obedecía.

Una noche en que se sentía muy mal le dije al oído, “Ya está, Ran, podés ir”. Dio un suspiro y dejó de ser. Yo nunca había visto morir nada, nada que amara.

Está en mi jardín y a veces me siento ahí, con él.

Después vino Reina. Con mi madre, que estaba enferma. Me tocó a mí cuidarla. Yo vestía y desvestía cada día a mi madre, le preparaba la comida, le daba de comer, la bañaba, le leía, y todo ese tiempo Reina me mordía. Me mordía los tobillos, las pantorrillas y si estaba descalza, los pies. Ponía la cabeza de costado para poder morder mis pies flacos.

Una noche mi madre lloraba y decía cosas inentendibles, yo intentaba buscar la medicación, darle un vaso de agua, no llorar, consolarla, y Reina no dejaba de morderme los tobillos. Se aferraba a ese espacio angosto debajo de los huesos que sobresalen.

Aún tengo las marcas. No se me van a ir nunca, porque llegaba hasta mis huesos con sus pequeños dientes furiosos. Creo que hubiera seguido escarbando en mi carne hasta lo blanco de mis huesos si hubiera podido. Solo eso la detuvo: no poder llegar más lejos.

Era tal la incomprensión que sentía frente a ella que no podía sentir otra cosa, aun con los tobillos sangrando. No podía entender cómo mi madre, que era dulce y amable, podía tener una perra así. Se parecía a un castigo, pero era mi madre quien la había elegido, criado y conservado.

Por las noches a veces yo no dormía e intentaba comprenderla: ¿por qué me atacaba así si yo estaba haciendo algo bueno, cuidando a quien ella quería? No había una cuestión territorial en disputa: estaban en mi casa. Yo ensayaba respuestas que se iban volviendo cada vez más disparatadas, como si Reina y sus agresiones hubieran logrado correr el eje de mis ideas.

Nunca le grité, no la llevé al jardín, no la maltraté.

Una vez vino mi amigo Jaime (que es alto y corpulento y le quita el peso dramático a todas las cosas) y cuando vio lo que hacía la tomó rápidamente con una mano y la puso sobre la heladera. Por ser alto y fuerte, o decidido, pudo hacerlo.

Reina, muda, miraba hacia abajo desde el borde. Yo sentí alivio.

Después se fueron, las dos.

No tuve más perros. No quise. No pude.

Hoy a la mañana cuando iba al vivero, en la esquina estaba el chico con una caja de cartón.