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Orientación Universidad
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Mil Soles Esoléndidos, Resúmenes de Formación y Orientación Laboral

Una conmovedora historia de amistad y supervivencia entre dos mujeres afganas de orígenes muy dispares.

Tipo: Resúmenes

2021/2022

Subido el 18/01/2023

Myriam_Salinas
Myriam_Salinas 🇲🇽

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MMMIILILL SSSOOLOLLEEESSS EEESSPSPPLLLÉÉÉNNNDDDIIIDDDOOOSSS

Khaled Hosseini

Este libro está dedicado a Haris y Farah,

ambos la nur de mis ojos, y a las mujeres afganas.

1 Mariam tenía cinco años la primera vez que oyó la palabra harami. Fue un jueves. Tenía que ser un jueves, porque Mariam recordaba que había estado nerviosa y preocupada ese día, como sólo le ocurría los jueves, cuando Yalil la visitaba en el kolba. Para pasar el rato hasta que por fin llegara el momento de verlo cruzando el claro de hierba que le llegaba hasta la rodilla y agitando la mano, Mariam se había encaramado a una silla y había bajado el juego de té chino de su madre. El juego de té era la única reliquia que la madre de Mariam, Nana, conservaba de su propia madre, muerta cuando Nana tenía dos años. Nana adoraba cada una de las piezas de porcelana azul y blanca, la grácil curva del pitorro de la tetera, los pinzones y los crisantemos pintados a mano, el dragón del azucarero, que protegía de todo mal. Fue esta última pieza la que le resbaló de los dedos a Mariam, cayó al suelo de madera del kolba y se hizo añicos. Cuando Nana vio el azucarero, enrojeció y el labio superior empezó a temblarle, y sus ojos, tanto el perezoso como el bueno, se clavaron en Mariam, fijos, sin pestañear. Parecía tan furiosa que Mariam temió que el yinn volviera a apoderarse del cuerpo de su madre. Pero el yinn no apareció esa vez. Nana agarró a Mariam por las muñecas, la atrajo hacia sí, y con los dientes apretados le dijo: —Eres una harami torpe. Ésta es mi recompensa por todo lo que he tenido que soportar. Una harami torpe que rompe reliquias. Mariam no lo entendió entonces. No sabía lo que significaba la palabra harami, «bastarda». Tampoco tenía edad suficiente para reconocer la injusticia, para pensar que los culpables son quienes engendran a la harami, no la harami, cuyo único pecado consiste en haber nacido. Pero, por el modo en que Nana pronunció la palabra, Mariam dedujo que ser una harami era algo malo, aborrecible, como un insecto, como las cucarachas que correteaban por el kolba y su madre andaba siempre maldiciendo y echando a escobazos. Mariam lo comprendió al crecer, cuando se hizo mayor. Fue la manera de

pronunciar la palabra, o más bien de escupirla, lo que más le dolió. Entendió entonces a qué se refería Nana, que una harami era algo no deseado, que Mariam era una persona ilegítima que jamás tendría derecho legítimo a las cosas que disfrutaban otros, cosas como el amor, la familia, el hogar, la aceptación. Yalil nunca llamaba a Mariam por este nombre. Para Yalil ella era su pequeña flor. Le gustaba sentarla sobre su regazo y relatarle historias, como el día que le contó que Herat, la ciudad donde Mariam había nacido en 1959, fue en otro tiempo la cuna de la cultura persa, hogar de escritores, pintores y sufíes. —No podías estirar una pierna sin darle a un poeta un puntapié en el trasero —dijo entre risas. Yalil le refirió la historia de la reina Gauhar Shad, que en el siglo XV había erigido los famosos minaretes como tierna oda a Herat. Le describió los verdes trigales de la ciudad, los huertos, las vides cargadas de uvas maduras, los atestados bazares amparados bajo los soportales. —Hay un pistachero —dijo un día Yalil—, y debajo está enterrado nada menos que el gran poeta Jami. —Se inclinó hacia ella y susurró—: Jami vivió hace más de quinientos años. Ya lo creo. Una vez te llevé a ver el árbol. Eras muy pequeña. No lo recordarás. En efecto: Mariam no lo recordaba. Y aunque viviría los primeros quince años de su vida tan cerca de Herat que podría haber ido andando hasta allí, Mariam jamás vería el árbol de la historia. Jamás vería los famosos minaretes de cerca y jamás recogería la fruta de los huertos de Herat, ni pasearía por sus trigales. No obstante, siempre que Yalil le hablaba así, Mariam lo escuchaba con deleite. Admiraba a Yalil por su vasto conocimiento del mundo. Se estremecía de orgullo por tener un padre que sabía tales cosas. —¡Menudas mentiras! —espetó Nana cuando Yalil se fue—. Un hombre rico contando grandes mentiras. Nunca te ha llevado a ver ningún árbol. Y no te dejes engatusar. Tu querido padre nos traicionó. Nos echó. Nos expulsó de su casa tan grande y elegante donde tú y yo no pintábamos nada. Y lo hizo sin pestañear. Mariam la escuchaba obedientemente. Jamás se atrevió a decirle a Nana cuánto le desagradaba esa forma de hablar acerca de Yalil. Lo cierto era que, junto a su padre, Mariam no se sentía en absoluto como una harami. Durante un par de horas cada jueves, cuando Yalil la visitaba, entre sonrisas y regalos y palabras cariñosas, Mariam se sentía merecedora de toda la belleza y los obsequios que podía ofrecer la vida. Y por eso Mariam lo quería. Aunque tuviera que compartirlo. Yalil tenía tres esposas y nueve hijos, nueve hijos legítimos, a los que Mariam no conocía. Él era uno de los hombres más ricos de Herat. Era dueño de un cine, que Mariam nunca había visto, pero, ante su insistencia, Yalil se lo

siempre a una mujer. Siempre. Recuérdalo, Mariam.

2 —Para Yalil y sus esposas, yo era un matojo de hierba carmín, de artemisa. Y tú también. Y eso que ni siquiera habías nacido aún. —¿Qué es la artemisa? —preguntó Mariam. —Un hierbajo —explicó Nana—. Algo que se arranca y se tira. Mariam se enfurruñó. Yalil no la trataba como a una mala hierba. Nunca lo había hecho. Pero le pareció más prudente acallar su protesta. —Pero, al contrario de lo que se hace con los hierbajos, a mí tenían que volver a plantarme, ¿entiendes? Tenían que darme agua y comida. Por ti. Éste fue el acuerdo al que llegó Yalil con su familia. Nana dijo que se había negado a vivir en Herat. —¿Para qué? ¿Para verlo todos los días paseando a sus esposas kinchini por la ciudad en el coche? Dijo que tampoco había querido vivir en la casa vacía de su padre, en Gul Daman, una aldea situada en una empinada colina dos kilómetros al norte de Herat. Y añadió que había decidido instalarse en algún lugar solitario, aislado, donde los vecinos no miraran su vientre, la señalaran, soltaran risitas burlonas, o peor aún, la atacaran con falsa amabilidad. —Y créeme —prosiguió Nana—, para tu padre fue un alivio no tenerme cerca. Le convenía. Fue Muhsin, el hijo mayor de Yalil con su primera esposa, Jadiya, quien sugirió que se instalaran en el claro. Se encontraba a las afueras de Gul Daman. Para llegar hasta allí había que ascender por un sendero de tierra con rodadas que surgía de la carretera principal entre Herat y Gul Daman. A ambos lados del sendero crecía la hierba hasta la rodilla, salpicada de flores blancas y amarillas. El camino subía por la colina serpenteante hasta un campo llano, donde había altos álamos y abundantes arbustos silvestres. Desde allí arriba se distinguían los extremos de las herrumbrosas palas del molino de viento de Gul Daman, a la izquierda, y a la derecha se desplegaba todo Herat. El camino conducía a un amplio arroyo bien poblado de truchas que bajaba de las

tandur, un horno cilíndrico de arcilla para hacer pan sobre carbón, y un gallinero con una cerca alrededor. Junto con Farhad y Muhsin cavó un profundo hoyo a un centenar de metros del círculo de sauces y levantó una caseta que haría de excusado. Yalil podría haber contratado trabajadores para que construyeran el kolba, decía Nana, pero no lo hizo. —Su idea de la penitencia. Según el relato de Nana sobre el día en que dio a luz a Mariam, nadie acudió a ayudarla. Ocurrió un día húmedo y nublado de la primavera de 1959, dijo, el vigésimo sexto año del reinado del sha Zahir, que duró cuarenta años y en general no conoció acontecimientos de interés. Nana dijo que Yalil no se había molestado en llamar a un médico, ni a una partera, aunque sabía que el yinn podía entrar en su cuerpo y provocar uno de sus ataques durante el parto. Nana yació sola en el suelo del kolba, con un cuchillo al lado, empapada en sudor. —Cuando el dolor se hizo insoportable, mordí una almohada y grité hasta quedarme ronca. Pero nadie acudió a secarme la cara ni darme un trago de agua. Y tú, Mariam yo, no tenías prisa. Casi dos días me tuviste tumbada en el frío y duro suelo. No comí ni dormí, sólo empujaba y rezaba para que salieras. —Lo siento, Nana. —Corté el cordón que nos unía con mis propias manos. Para eso tenía el cuchillo. —Lo siento. En este punto Nana siempre esbozaba una lenta y significativa sonrisa, en la que se intuía la recriminación o un perdón reticente, Mariam no acertaba a determinarlo. A la joven Mariam no se le ocurría que pudiera haber injusticia alguna en tener que pedir perdón por la manera de llegar al mundo. Cuando finalmente se le ocurrió, más o menos al cumplir los diez años, Mariam dejó de creer en aquella historia sobre su nacimiento. Creía la versión de Yalil, que afirmaba que estaba fuera, pero había dispuesto que llevaran a Nana a un hospital de Herat, donde la había atendido un médico y había estado en una cama limpia en una habitación bien iluminada. Yalil meneó la cabeza con pesar cuando Mariam le habló del cuchillo. Mariam también acabó dudando que hubiera hecho sufrir a su madre durante dos días enteros. —Me dijeron que todo terminó en menos de una hora —aseguró Yalil—. Fuiste una buena hija, Mariam yo. Incluso al nacer fuiste una buena hija. —¡Él ni siquiera estaba allí! —espetó Nana—. Estaba en Tajt-e-Safar, montando a caballo con sus queridos amigos. Cuando le informaron que le había nacido una hija, dijo Nana, Yalil se había encogido de hombros, había seguido cepillando las crines de su caballo, y se había quedado dos semanas más en Tajt-e-Safar.

—La verdad es que ni siquiera te cogió en brazos hasta que tuviste un mes. Y sólo te miró una vez, comentó que tenías la cara alargada y te puso de nuevo en mis brazos. Mariam también acabó dudando de esta parte de la historia. Sí, admitió Yalil, estaba montando a caballo en Tajt-e-Safar, pero al recibir la noticia no se había encogido de hombros. Había saltado sobre su caballo y regresado a Herat. La había acunado en sus brazos, le había pasado el pulgar por las cejas casi sin pelo, y le había tarareado una nana. Mariam no se imaginaba a Yalil diciendo que tenía la cara alargada, pero era cierto que la tenía así. Nana afirmaba que ella había elegido el nombre de Mariam porque era el de su madre. Yalil aseguraba que el nombre lo había elegido él, porque Mariam, el nardo, era una flor preciosa. —¿Tu favorita? —preguntó Mariam. —Bueno, una de mis favoritas —respondió él, y sonrió.

las piernas, pensaba, de tanto empujar aquella pesada carga. Le habría gustado ofrecerles agua. Pero no decía nada, y si ellos la saludaban con la mano, ella no les devolvía el saludo. En una ocasión, para complacer a Nana, Mariam incluso gritó a Muhsin y le dijo que su boca parecía el culo de un lagarto, aunque luego se moría de culpabilidad, vergüenza y miedo de que se lo contaran a Yalil. Pero Nana se rió tanto, mostrando los picados dientes, que Mariam temió que le diera uno de sus ataques. Nana miró a Mariam cuando terminó y dijo: —Eres una buena hija. Cuando la carretilla quedaba vacía, los muchachos volvían corriendo y se alejaban empujándola. Mariam esperaba a verlos desaparecer entre la alta hierba y los matojos floridos. —¿Vienes? —Sí, Nana. —Se ríen de ti. En serio. Los oigo. —Ya voy. —¿No me crees? —Aquí estoy. —Ya sabes que te quiero, Mariam yo. Por la mañana, despertaban con lejanos balidos de ovejas y el agudo sonido de una flauta, cuando los pastores llevaban sus rebaños a pastar en la ladera de la colina. Mariam y Nana ordeñaban las cabras, daban de comer a las gallinas y recogían los huevos. Hacían el pan juntas. Nana le enseñaba a amasar, a encender el tandur y aplastar la masa de las tortas de pan contra las paredes interiores. También a coser y a guisar el arroz y todos los demás ingredientes: estofado de shalqam con nabos, sabzi de espinacas, coliflor con jengibre. Nana no ocultaba el desagrado que le producían las visitas —y, de hecho, la gente en general—, pero hacía excepciones con unos pocos escogidos. Y así, el arbab de la aldea de Gul Daman, Habib Jan, un hombre barbudo de cabeza pequeña y enorme vientre, se presentaba una vez al mes, más o menos, con un criado que portaba un pollo, o a veces una cazuela de arroz kirichi, o un cesto de huevos pintados, para Mariam. También las visitaba una anciana rechoncha a la que Nana llamaba Bibi yo, cuyo difunto marido había sido cantero y amigo del padre de Nana. A Bibi yo la acompañaban siempre una de sus seis nueras y un par de nietos. Atravesaba el claro cojeando y resoplando, y se frotaba la cadera con grandes aspavientos antes de sentarse, con un suspiro de dolor, en la silla que le ofrecía Nana. Bibi yo siempre llevaba algo para Mariam: una caja de dulces dishlemé, una cesta de membrillos. A Nana, primero le soltaba las quejas sobre sus achaques, y luego los chismorreos de Herat y Gul Daman, en los que se explayaba a gusto, mientras su nuera permanecía sentada detrás de ella, callada y sumisa.

Pero el visitante favorito de Mariam, aparte de Yalil, por supuesto, era el ulema Faizulá, el anciano profesor del Corán en la aldea, el ajund. Éste subía una o dos veces por semana desde Gul Daman para enseñar a Mariam las cinco oraciones namaz diarias. También le enseñaba a recitar el Corán, tal como había hecho con su madre cuando ésta era una niña. El ulema Faizulá había enseñado a Mariam a leer, mirando pacientemente por encima de su hombro mientras los labios de su alumna formaban las palabras en silencio y su dedo índice se detenía en cada palabra, apretando hasta que la uña blanqueaba, como si de esta manera pudiera exprimir el significado de los símbolos. El ulema Faizulá le había sostenido la mano, guiando el lápiz en la elevación de cada alif, en la curva de cada bá, y los tres puntos de cada zá. Era un anciano delgado, adusto y encorvado con una sonrisa desdentada y una barba blanca que le llegaba hasta el ombligo. Por lo general iba solo al kolba, aunque a veces lo acompañaba su hijo de cabello rojizo, Hamza, unos años mayor que Mariam. Cuando el ulema Faizulá se presentaba en el kolba, Mariam le besaba la mano —y parecía que besaba un grupo de ramitas secas cubiertas por una fina capa de piel—, y él le daba un beso en la frente, antes de sentarse para empezar la clase. Después, los dos salían a sentarse a la puerta del kolba para comer piñones y beber té verde, mientras observaban los bulbul, los ruiseñores que volaban velozmente de un árbol a otro. Algunas veces paseaban entre los alisos y la hojarasca color bronce, siguiendo el arroyo en dirección a las montañas. El ulema Faizulá pasaba las cuentas de su rosario tasbé mientras caminaban y con su voz temblorosa contaba a Mariam historias de todas las cosas que había visto en su juventud, como la serpiente de dos cabezas que había encontrado en Irán, en el Puente de los Treinta y Tres Arcos de Isfahán, o la sandía que había partido a las puertas de la mezquita Azul de Mazar, para descubrir que las pepitas formaban la palabra «Alá» en una mitad y «Akbar» en la otra. El ulema Faizulá confesó a Mariam que en algunas ocasiones no comprendía el significado de las palabras del Corán, pero que le gustaban los sonidos cautivadores que surgían de su lengua al pronunciar las palabras en árabe. Dijo que lo consolaban, que sosegaban su corazón. —También a ti te consolarán, Mariam yo —aseguró—. Puedes solicitar su ayuda en momentos de necesidad, y no te fallarán. Las palabras de Dios jamás te traicionarán, hija mía. El ulema Faizulá sabía escuchar tan bien como se expresaba. Cuando Mariam hablaba, la atención del maestro jamás vacilaba. Asentía lentamente y sonreía con expresión de gratitud, como si se le otorgara un codiciado privilegio. A Mariam le resultaba fácil contar al ulema Faizulá cosas que no se atrevía a confiarle a Nana. Un día, mientras paseaban, Mariam le dijo que deseaba ir a la escuela. —Me refiero a una escuela de verdad, ajund sahib. A un aula. Como los demás hijos de mi padre.

Sí. Te llamarían harami. Dirían cosas horribles sobre ti. No lo permitiré. Mariam asintió. —Y no quiero oírte volver a hablar de escuelas. Eres todo lo que tengo. No voy a perderte. Mírame. No vuelvas a hablar de escuelas. —Sé razonable, mujer. Si la niña quiere... —empezó el ulema Faizulá. —Y tú, ajund sahib, con el debido respeto, no deberías alentar esas ideas insensatas de la niña. Si realmente te importa, hazle comprender que su sitio está aquí, en casa con su madre. No hay nada para ella ahí fuera. Nada más que rechazo y tristeza. Yo lo sé, ajund sahib. Lo sé de sobra.

4 A Mariam le encantaba recibir visitas en el kolba. El arbab de la aldea y sus regalos, Bibi yo con su cadera achacosa y sus interminables chismorreos, y por supuesto el ulema Faizulá. Pero a nadie, a nadie esperaba con tanta impaciencia como a Yalil. La inquietud se adueñaba de ella los martes por la noche. Mariam dormía mal, temiendo que alguna complicación en los negocios impidiera a Yalil visitarla el jueves y eso la obligara a aguardar otra semana para verlo. Los miércoles se paseaba alrededor del kolba y se dedicaba a arrojar comida a las gallinas distraídamente. Deambulaba por los alrededores, arrancando pétalos de las flores y espantando los mosquitos que le picaban en los brazos. Por fin, los jueves sólo era capaz de sentarse apoyada contra una pared, con los ojos fijos en el arroyo, y esperar. Si Yalil llegaba tarde, el pánico se adueñaba de ella poco a poco. Las rodillas no le respondían y tenía que ir a tumbarse. Hasta que Nana la llamaba. —Ahí está tu padre, en toda su gloria. Mariam se levantaba de un brinco al verlo saltando de piedra en piedra para cruzar el arroyo, agitando las manos alegremente, todo sonrisas. Mariam sabía que Nana la observaba, midiendo su reacción, así que siempre debía esforzarse por quedarse en la puerta esperando mientras su padre avanzaba lentamente hacia ella, y no salir corriendo a su encuentro. Se contenía y se limitaba a mirar pacientemente cómo caminaba por la alta hierba, con la chaqueta del traje colgada del hombro y la corbata roja levantada por la brisa. Cuando Yalil entraba en el claro, arrojaba su chaqueta sobre el tandur y abría los brazos. Mariam echaba a andar hacia él y finalmente empezaba a correr, luego él la tomaba por las axilas y la lanzaba en alto. Mariam gritaba. Suspendida en el aire, veía el rostro de su padre vuelto hacia ella con su amplia sonrisa torcida, sus entradas en el pelo, su hoyuelo en la barbilla —el apoyo perfecto para la punta del meñique de Mariam—, sus dientes, los más blancos en una ciudad de muelas cariadas. A Mariam le gustaba su bigote