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modernidad mundo identidad R Ortiz, Apuntes de Cultura y Sociedad

modernidad mundo identidad R Ortiz. Cap I

Tipo: Apuntes

2018/2019

Subido el 29/08/2019

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Por: Renato Ortiz
Profesor titular Universidad de Campinhas de Sao Paulo
El surgimiento de las sociedades modernas transfiere las relaciones sociales a un territorio más
amplio donde las fronteras desaparecen. La modernidad-mundo pone a disposición de las
colectividades un conjunto de referentes resultado de la mundialización de la cultura. Cada grupo
social, en la elaboración de sus identidades colectivas, irá apropiándose de ellos de manera
diferente (*).
Qué entendemos realmente por identidad cultural? En buena medida, la escuela culturalista
norteamericana intentó dar una respuesta a esta cuestión. Sus estudios buscaban enmarcar al
individuo en un horizonte más amplio. Desde esta perspectiva, la cultura sería responsable del
contenido de la personalidad, caracterizándose la identidad personal como derivación de una
"estructura", de un universo que abarcaría por igual a los miembros de una comunidad. Cada
cultura representaría, por tanto, un "patrón", un todo coherente cuyo resultado se realizaría en la
acción de los hombres. Una autora como Ruth Benedict puede entonces hablar del "carácter" de un
pueblo, por ejemplo, los zuni, indígenas del suroeste de América (1). Se definirían por su actitud
apolínea, prescrita por el todo social, cuya tendencia sería eliminar los excesos de la vida, personal,
política y religiosa, en favor de un comportamiento prudente y cauteloso. La moderación se vuelve
así sinónimo de la identidad zuni. Lo mismo dirá Margaret Mead al estudiar a los indígenas del
archipiélago de Samoa (2).
El concepto de carácter se aplica, por tanto, a distintos niveles. En primer lugar, se manifiesta en el
individuo; sin embargo, como este es un producto de las fuerzas socializadoras, es posible
extenderlo al conjunto de la propia organización social. De alguna manera, la escuela culturalista
acaba psicologizando el ámbito de lo social: lo que es individual se vuelve identidad colectiva. El
carácter étnico de un grupo pasa entonces a ser concebido como la cultura compartida por sus
miembros. Este razonamiento, a primera vista sencillo, presupone algunos pasos que merecen ser
explicitados. Entre ellos, me gustaría destacar tres aspectos: las nociones de integración,
territorialidad y centralidad.
La Identidad como carácter nacional
Para los antropólogos, la cultura es antes que nada un todo integrado, una totalidad en la que se
encuentran orgánicamente articuladas diferentes dimensiones de la vida social. La investigación
etnográfica –que se extiende del ámbito material al parentesco, de los trueques a los rituales–
suministra al observador los rasgos para la reconstitución de este conjunto más amplio. En el caso
de la escuela culturalista, hay que subrayar otro aspecto. La cultura está marcada también por su
función integradora, que somete a los individuos a las exigencias de la sociedad. Personalidad y
cultura pueden ser entonces aprehendidas en su articulación visceral. Sin embargo, esta capacidad
de inclusión se limita a un territorio físico, las sociedades primitivas poseen fronteras bien
delimitadas. Eso significa que, en el interior de su territorialidad, toda cultura es una, indivisa. Se
distingue de todas las demás y se define por una "centralidad" particular. Por eso, la literatura
antropológica se va a preocupar por su insularidad (3). Evidentemente, este centro está sujeto a
cambios, pero, como subrayan los antropólogos, son cambios graduales y lentos. Desde esta
perspectiva, el núcleo tiene el control sobre los cambios que le son impuestos, ya procedan del
interior o del exterior de su territorio. Se conserva así prácticamente inalterada su identidad.
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Por: Renato Ortiz

Profesor titular Universidad de Campinhas de Sao Paulo

El surgimiento de las sociedades modernas transfiere las relaciones sociales a un territorio más amplio donde las fronteras desaparecen. La modernidad-mundo pone a disposición de las colectividades un conjunto de referentes resultado de la mundialización de la cultura. Cada grupo social, en la elaboración de sus identidades colectivas, irá apropiándose de ellos de manera diferente (*).

Qué entendemos realmente por identidad cultural? En buena medida, la escuela culturalista norteamericana intentó dar una respuesta a esta cuestión. Sus estudios buscaban enmarcar al individuo en un horizonte más amplio. Desde esta perspectiva, la cultura sería responsable del contenido de la personalidad, caracterizándose la identidad personal como derivación de una "estructura", de un universo que abarcaría por igual a los miembros de una comunidad. Cada cultura representaría, por tanto, un "patrón", un todo coherente cuyo resultado se realizaría en la acción de los hombres. Una autora como Ruth Benedict puede entonces hablar del "carácter" de un pueblo, por ejemplo, los zuni, indígenas del suroeste de América (1). Se definirían por su actitud apolínea, prescrita por el todo social, cuya tendencia sería eliminar los excesos de la vida, personal, política y religiosa, en favor de un comportamiento prudente y cauteloso. La moderación se vuelve así sinónimo de la identidad zuni. Lo mismo dirá Margaret Mead al estudiar a los indígenas del archipiélago de Samoa (2).

El concepto de carácter se aplica, por tanto, a distintos niveles. En primer lugar, se manifiesta en el individuo; sin embargo, como este es un producto de las fuerzas socializadoras, es posible extenderlo al conjunto de la propia organización social. De alguna manera, la escuela culturalista acaba psicologizando el ámbito de lo social: lo que es individual se vuelve identidad colectiva. El carácter étnico de un grupo pasa entonces a ser concebido como la cultura compartida por sus miembros. Este razonamiento, a primera vista sencillo, presupone algunos pasos que merecen ser explicitados. Entre ellos, me gustaría destacar tres aspectos: las nociones de integración, territorialidad y centralidad.

La Identidad como carácter nacional

Para los antropólogos, la cultura es antes que nada un todo integrado, una totalidad en la que se encuentran orgánicamente articuladas diferentes dimensiones de la vida social. La investigación etnográfica –que se extiende del ámbito material al parentesco, de los trueques a los rituales– suministra al observador los rasgos para la reconstitución de este conjunto más amplio. En el caso de la escuela culturalista, hay que subrayar otro aspecto. La cultura está marcada también por su función integradora, que somete a los individuos a las exigencias de la sociedad. Personalidad y cultura pueden ser entonces aprehendidas en su articulación visceral. Sin embargo, esta capacidad de inclusión se limita a un territorio físico, las sociedades primitivas poseen fronteras bien delimitadas. Eso significa que, en el interior de su territorialidad, toda cultura es una, indivisa. Se distingue de todas las demás y se define por una "centralidad" particular. Por eso, la literatura antropológica se va a preocupar por su insularidad (3). Evidentemente, este centro está sujeto a cambios, pero, como subrayan los antropólogos, son cambios graduales y lentos. Desde esta perspectiva, el núcleo tiene el control sobre los cambios que le son impuestos, ya procedan del interior o del exterior de su territorio. Se conserva así prácticamente inalterada su identidad.

Cuando los antropólogos norteamericanos empiezan a interesarse por las naciones y los nacionalismos, lo que hacen es, sencillamente, trasladar un esquema teórico, previamente transmitido, para la comprensión de otro tipo de sociedad. La identidad cobra así una nueva dimensión, convirtiéndose en "carácter nacional" (4). El argumento se basa, por lo tanto, en una analogía entre las sociedades primitivas y las sociedades nacionales, lo que resulta cuando menos una imprudencia teórica. Se han realizado diversos estudios en esa dirección (5).

No me interesa criticar pormenorizadamente los resultados de esos análisis sobre el carácter nacional. A la postre, no difieren substancialmente de otros enfoques predominantes en diversos países (6). Me parece más productivo enfocar el razonamiento contenido en este tipo de postura. Evidentemente, los antropólogos saben que existen tipos diferenciados de formaciones sociales, sociedades tribales, ciudades-Estado, imperios. Sin embargo, al trasladar los métodos utilizados para estudiar las sociedades primitivas, acaban postulando que el grado de cohesión de las sociedades nacionales es, por lo menos, semejante a la coherencia de las culturas anteriores. Integración que se extiende ahora por un territorio más abarcador, marcado por los límites de la nacionalidad. Resulta entonces posible hablar de un núcleo de las culturas nacionales que expresaría su identidad (7). Como cada cultura es una y singular, se entiende, por extensión, que cada sociedad nacional es un todo integrado, irreductible a las otras culturas, cuya base material sería el Estado-nación. El mundo se constituiría así en una pléyade de culturas nacionales, cada una con su idiosincrasia, con su carácter. Por otro lado, es necesario añadir que esta identidad, aunque susceptible a los cambios, se caracteriza sobre todo por la permanencia.

Integración, territorialidad, centralidad. En rigor, el pensamiento antropológico retoma puntos hace mucho desarrollados por la filosofía de Herder. Contrario a la idea de progreso, crítico del iluminismo, rechaza la noción de evolución histórica (8). Herder valora así lo específico en contraposición a lo universal. Para él, sería imposible ordenar las civilizaciones en una secuencia histórica cualquiera. Cada pueblo sería una totalidad sui generis, una modalidad con esencia propia. La visión herderiana se basa, por tanto, en una perspectiva relativista, cultivada también por los antropólogos culturalistas. En este sentido, la cultura, y particularmente la nación, sería una civilización centrada sobre sí misma. De ahí el interés de Herder y de los románticos por la cultura popular. Esta expresaría el verdadero carácter nacional.

La discusión sobre la identidad está, por tanto, marcada por una cierta obsesión ontológica. Ya sea en su versión antropológica o filosófica, es concebida como un "ser", algo que verdaderamente "es", que tiene un contorno preciso, pudiendo ser observada, delineada, determinada en uno u otro sentido. Por eso la identidad necesita de un centro a partir del cual se irradie su territorio, esto es, su legitimidad. No es casual, por tanto, que buena parte de este debate, sobre todo en lo que respecta a América Latina, participe de los mismos presupuestos anteriores. Los filósofos, artistas y políticos, cuando se enfrentan con el dilema de la identidad, buscan apasionadamente su "autenticidad" (9). Se puede entonces hablar en "esencia" del pensamiento latinoamericano como algo específico, peculiar del Yo de una América tan latina que contrasta con la parte anglosajona. El mismo razonamiento se desdobla en el plano nacional (10).

¿Cómo considerar la problemática que estamos tratando sin resbalar hacia una visión esencialista de lo social? Retomo aquí una sugerencia de Lévi Strauss, que dice: "la identidad es una especie de lugar virtual que nos es indispensable para referirnos y explicarnos un cierto número de cosas,

sociedad.

Pero la nación es algo más que una novedad histórica. Corresponde a un tipo enteramente nuevo de organización social. Ernest Gellner tiene el mérito de comprenderlo en toda su radicalidad (18). Se trata de un tipo de sociedad en la que la movilidad es un factor determinante. Por eso la cultura no puede seguir reproduciendo los patrones hasta entonces conocidos. Debe, obligatoriamente, poseer un grado mayor de integración, teniendo la capacidad de englobar al conjunto de los miembros de esta sociedad. La nación cumple este papel, representa esta totalidad que trasciende a los individuos, los grupos y las clases sociales. Nación e industrialización son, por tanto, fenómenos convergentes. Esto es algo que, a los efectos de nuestra discusión, yo formularía de la siguiente manera: la nación se realiza históricamente a través de la modernidad. Puedo entonces vincular la problemática nacional a una cuestión más universal: la disolución de las fronteras. Un tema intrínseco a la modernidad. Para entenderlo, creo que la noción de "desencaje", propuesta por Giddens, es interesante (19). En realidad, el surgimiento de las sociedades modernas requiere que las relaciones sociales ya no se sometan al contexto local de la interacción. Todo pasa, como si en las sociedades anteriores espacio y tiempo estuviesen contenidos en el entorno físico. La modernidad rompe esta continuidad, transfiriendo las relaciones sociales a un territorio más amplio. El espacio, debido al movimiento de circulación de personas, mercancías, referentes simbólicos, ideas, se dilata. El proceso de construcción nacional ilustra bien esta dinámica.

La idea de nación implica que los individuos dejen de considerar a sus regiones como base territorial de sus acciones. Presupone el desdoblamiento del horizonte geográfico, apartando a las personas de sus localidades para recuperarlas como ciudadanos. La nación las "desencaja" de sus particularidades, de sus provincianismos, para integrarlas como parte de una misma sociedad. Los hombres, que vivían la experiencia de sus "lugares", sumergidos en la dimensión del tiempo y del espacio regionales, son así referidos a otra totalidad. Un ejemplo sugerente de esta transformación es el surgimiento de un sistema moderno de comunicación. Antes de su formación, los países estaban compuestos por elementos desconectados entre sí; una región no hablaba con otra y difícilmente lo hacía con su propia capital. La red comunicativa (vías ferrroviarias, carreteras, transporte urbano, telégrafo, periódicos), que en algunos países europeos –Francia, Alemania e Inglaterra– es fruto del siglo XIX, va por primera vez a articular esa maraña de puntos ligándolos entre sí. La parte se encuentra así integrada en el todo. El espacio local se desterritorializa, adquiriendo otro significado.

Este no es, sin embargo, un movimiento que se realice sin tensiones. Por el contrario. No debemos olvidar que la modernidad se basa en el principio de la individualidad –este es su rasgo distintivo en relación con las otras culturas (20). Sociológicamente, eso significa la ruptura de los lazos estamentales, dejando al individuo "libre", "suelto", para circular según su voluntad, según su conciencia (o mejor, de acuerdo con las oportunidades inscritas en su posición y condición de clase). Idealmente, escogería su propio destino. Sucede que una instancia que le es superior busca atribuirle una voluntad colectiva. En este sentido, el individuo debe explicarse como ciudadano de una nación. Su voluntad es contrarrestada por algo que lo transciende. Esta contradicción está en la raíz del debate entre holismo e individualismo, tan caro a las sociedades modernas. La modernidad, al mismo tiempo que se encarna en la nación, trae consigo los gérmenes de su propia negación. La identidad nacional se encuentra de esta forma desacompasada con el propio movimiento que la engendra. Es el resultado de un doble movimiento, la desterritorialización de los hombres y su reterritorialización en otra dimensión. Su existencia es, por tanto, precaria, tiene que ser reelaborada constantemente por las fuerzas sociales. Lejos de ser algo acabado, definitivo, requiere un esfuerzo permanente de reconstrucción.

El destino de las naciones es diverso. Complementario o antagónico, dominante o dominado. Pero cada una de ellas se configura en un núcleo de irradiación. La nación define un espacio geográfico en el interior del cual se realizan las aspiraciones políticas y los proyectos personales. En este sentido, el Estado-nación no es solamente una entidad político-administrativa, es una instancia de producción de sentido. La identidad galvaniza las inquietudes que se expresan en su territorialidad. Ciertamente, su afirmación no está exenta de problemas. Mientras tanto, durante un periodo relativamente largo, el Estado-nación consigue resolver el conjunto de esas dificultades. Ante otras orientaciones alternativas, la identidad nacional se afirma como hegemónica. Utilizando una expresión de Weber, yo diría que el referente nación detenta el monopolio de la definición de sentido. Es el principio dominante de orientación de las prácticas sociales. Las otras identidades posibles, o mejor, los referentes utilizados en su construcción, están contenidos en ese referente.

El debate de la Modernidad-mundo

Esta situación prevalece mientras las contradicciones existentes se mantienen dentro de las fronteras del Estado-nación. En este punto es preciso retomar el tema de la modernidad. Vimos cómo históricamente se realiza a través de la nación. Pero cabe subrayar que su dinámica es distinta. La desterritorialización proporcionada por la nación es parcial, favorece la movilidad de las cosas solamente en el horizonte de su geografía. La modernidad requiere un desenraizamiento más profundo. En el momento en que se radicaliza, acelerando las fuerzas de descentramiento e individualización, los límites anteriores se vuelven exiguos. La "unidad moral, mental y cultural" estalla. Si entendemos la globalización no como un proceso exterior, ajeno a la vida nacional, sino como expansión de la modernidad-mundo, tenemos elementos nuevos para reflexionar. Las contradicciones inauguradas por la sociedad industrial y que afectan a los espacios nacionales cobran ahora otra dimensión. Se trasladan a un plano mundial. En este contexto, la identidad nacional pierde su posición privilegiada de fuente productora de sentido. Emergen otros referentes que cuestionan su legitimidad.

Pensar la globalización en términos de modernidad-mundo nos permite además evitar algunos tropiezos. De la misma forma que no tiene sentido hablar de "cultura global", sería insensato buscar una "identidad global". Debemos entender que la modernidad-mundo, al impulsar el movimiento de desterritorialización hacia fuera de las fronteras nacionales, acelera las condiciones de movilidad y desencaje. El proceso de mundialización de la cultura engendra, por tanto, nuevos referentes de identificación. Un ejemplo: la juventud. En las sociedades contemporáneas, la conducta de un determinado sector de jóvenes sólo puede entenderse si la situamos en el horizonte de la mundialización. Camisetas, zapatillas deportivas, pantalones vaqueros, ídolos de rock, surf, son referencias desterritorializadas que forman parte de un léxico y de una memoria popular ju-venil de carácter internacional. Objeto de culto ritual en los grandes conciertos de música pop (efervescencia del potlach juvenil), en los programas de la MTV, en los cómics, conforma un segmento de edad (y de clases), agrupando personas a despecho de sus nacionalidades y etnias. La complicidad, la "unidad moral" de esos jóvenes, se teje en el círculo de las estructuras mundiales. Para construir sus identidades, eligen símbolos y signos decantados por el proceso de globalización. De esta forma se identifican entre sí, diferenciándose del universo adulto. Lo mismo sucede con el consumo. Grupos de clases medias mundializadas participan de los mismos gustos, las mismas inclinaciones, circulando en un espacio de expectativas comunes. En este sentido, el mercado, las multinacionales, los medios de comunicación, son instancias de legitimación cultural (21). Su autoridad modela las tendencias estéticas y las maneras de ser. De la misma forma que la escuela y el Estado se habían constituido en actores privilegiados en la construcción de la identidad

sus "oponentes". Se trata, por tanto, de un juego desigual.

La modernidad-mundo pone a disposición de las colectividades un conjunto de referentes –algunos antiguos, la etnicidad, lo local, lo regional; otros recientes– resultado de la mundialización de la cultura. Cada grupo social, en la elaboración de sus identidades colectivas, irá apropiándose de ellos de manera diferente. Eso no significa, sin embargo, que estemos viviendo un estado democrático, en el cual la elección sería un derecho de todos. Traducir el panorama sociológico en términos políticos es engañoso. La sociedad global, lejos de incentivar la igualdad de las identidades, está surcada por una jerarquía clara e injusta. Las identidades son diferentes y desiguales porque sus artífices, las instancias que las construyen, disfrutan de distintas posiciones de poder y de legitimidad. Concretamente, se manifiestan en un terreno de luchas y de conflictos donde prevalecen las líneas de fuerza diseñadas por la lógica de la máquina de la sociedad.