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La naturaleza del derecho: fabricación jurídica y evolución del ordenamiento jurídico, Apuntes de Derecho Común

Este texto analiza la naturaleza del derecho, comparando su papel con el de la medicina y destacando su función en la eliminación de la guerra. Se explica la diferencia entre derecho y moral, el desarrollo del derecho penal y civil, y la importancia del derecho de crédito. Además, se discute la crisis de la ley y la relación entre Estado y derecho.

Qué aprenderás

  • ¿Qué es la diferencia fundamental entre derecho y moral?
  • ¿Qué significa la crisis de la ley en el contexto actual?
  • ¿Cómo están relacionados el Estado y el derecho?
  • ¿Cómo se ha desarrollado el derecho penal a lo largo de la historia?
  • ¿Qué representa el derecho de crédito en el derecho moderno?

Tipo: Apuntes

2019/2020

Subido el 29/05/2020

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MONOGRAFÍAS JURÍDICAS
54
CÓMO NACE EL DERECHO
Tercera reimpresión
de la tercera edición
por
FRANCESCO CARNELUTTI
TRADUCCIÓN DE SANTIAGO SENTIS MELENDO y MARINO AYERRA REDÍN
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MONOGRAFÍAS JURÍDICAS

CÓMO NACE EL DERECHO

Tercera reimpresión de la tercera edición

por

FRANCESCO CARNELUTTI

TRADUCCIÓN DE SANTIAGO SENTIS MELENDO y MARINO AYERRA REDÍN

INTRODUCCIÓN.

DERECHO Y JURISTAS

Tratemos, ante todo, de definir estos dos términos. En forma aproximativa, se entiende, como conviene para tener un punto de partida.

Estoy seguro de que en la mente de mis oyentes la palabra derecho suscita la idea de ley; incluso, la de esos conjuntos de leyes que se llaman códigos. Es una definición empírica, pero provisionalmente podemos aceptarla: un conjunto de leyes que regulan la conducta de los hom- bres. Ya veremos cómo y por qué. Por lo demás, es la definición predominante, hasta ahora, tam- bién en el campo de la ciencia.

¿Y los juristas? Diríase que son obreros del derecho. También esto está bien. El parangón del derecho con una manufactura es cómodo y nada tiene de casual: los juristas son los que fabri- can el derecho. Obreros, bien está; pero obreros calificados, y tan es así, que antes de fabricarlo, lo estudian; lo estudian precisamente en la Universidad.

Basta, sin embargo, una mínima experiencia para demostrar que a fabricar el derecho con- curren también obreros no califícados; en efecto, las leyes se hacen en los parlamentos, y hoy los parlamentos, más todavía con el sufragio universal, no le componen únicamente de juristas. Ver- dad es que los proyectos sobre los cuales discute y delibera el parlamento, los preparan casi siempre juristas; pero a menudo esos proyectos se modifican; y de todos modos, los no juristas, aun cuando no forman por sí solos las leyes, ciertamente cooperan a su formación. Ocurre incluso en este procedimiento lo contrario de lo que vemos en las fábricas, en las cuales los peones eje- cutan las órdenes de los albañiles; en efecto, en el parlamento son los peones los que predominan o pueden predominar por lo menos. Las leyes, pues, están hechas, si no precisamente solo, por lo menos también por hombres que no han aprendido a hacerlas.

Ahora bien, hay que agregar que el derecho cuando sale de la oficina legislativa, no es sin más un producto acabado; por el contrario, para que sirva al consumo, debe ser sometido a una elaboración ulterior. A la verdad, ¿qué es lo que hacen los jueces, sino algo que puede ser efi- cazmente equiparado al tejido de la lana hilada o cardada? Si bastasen las leyes, no habría nece- sidad de los jueces, ¿no es verdad? También los jueces, pues, son obreros del derecho.

Entre el legislador y el Juez la diferencia, aproximadamente, la intuyen todos: el primero forma las leyes, el segundo las aplica. Pero no es verdad que esa aplicación sea obra exclusiva de los jueces. Aplicar una ley quiere decir confrontarla con una situación de hecho a fin de saber qué es lo que se puede y lo que no se puede hacer. Si al pasar ante una frutería me vienen ganas de comer una manzana con la tentación de alargar una mano y arrebatarla, pero, en cambio, pago el precio y la compro, hago, aun sin darme cuenta de ello, el mismo razonamiento que haría el juez, si, habiendo cedido a la tentación, me declarase culpable de hurto. ¡Ay si para aplicar las leyes hubiesen de intervenir en todos los casos los jueces! La verdad es que las aplican también los ciudadanos cuando según ellas regulan su conducta, lo cual quiere decir que también ellos, como el Burgués gentil hombre se expresaba en prosa hacen derecho sin saberlo. En otras pala- bras, el juez provee a terminar el producto semielaborado únicamente cuando los ciudadanos no consiguen hacerlo.

Si los juristas, pues, son los obreros calificados del derecho, no todo en derecho es obra de ellos. Ahora bien, se puede admitir que no haya necesidad de un adiestramiento específico para hacer las aplicaciones de las leyes necesarias a la vida cotidiana, así como para concurrir, en el parlamento, a la formación de ellas, en cuanto existen obreros calificados, que son los juristas, a los cuales se recurre en caso de necesidad. Pero esto supone que en la cultura general, que debe ser suministrada al ciudadano a fin de que pueda regularse en la vida cotidiana, se incluya un conocimiento genérico del derecho. Si no se suministrase ese conocimiento, no estaría el ciu- dadano en condiciones siquiera de saber cuándo debía dirigirse al jurista por la dificultad del caso. En efecto, muchos inconvenientes nacen, por ejemplo, en materia contractual, precisamente por- que quienes concluyen contratos, ignoran las consecuencias que de ellos pueden seguirse.

I

DERECHO Y ECONOMÍA

Al comenzar a hablaros el otro día, puse el ejemplo de quien, al pasar ante una frutería, roba o compra una manzana. Estos, del robo o de la compra, son actos jurídicos: pero antes que al campo del derecho, pertenecen al de la economía.

Son actos económicos todos aquellos mediante los cuales tratan los hombres de satisfacer sus necesidades. La palabra economía, que viene del griego, expresa hasta literalmente esta idea, puesto que oikos quiere decir casa; y la casa es un interés fundamental del hombre, y hasta de la sociedad, ya que suministra el ambiente dentro del cual la familia, que es la célula de la so- ciedad, puede realizar el milagro, no tanto de la propagación de la especie, cuanto de la formación del individuo.

Las necesidades de los hombres son ilimitadas y los bienes son limitados. Desdichada- mente los bienes, mientras satisfacen ciertas necesidades, estimulan otras. Para distinguir al hombre de los demás animales, acaso la fórmula más satisfactoria fuera decir que el hombre no está nunca contento. Cuanto más tiene, más quisiera tener. Por eso es que los hombres, como las naciones, se hacen la guerra.

Ahora bien, hay que saber qué es la guerra. La idea que de ella tiene la gente, es por lo común burda y aproximativa. Tampoco la ciencia se cuida, por lo demás, de definirla exactamente. Quien habla de guerra, piensa en dos pueblos que se combaten con las armas.

Esa es, diríamos, la guerra vista con el telescopio. Para comprender qué es la guerra, hay que emplear, sin embargo, también el microscopio. Vista de cerca, se advierte que el concepto de la guerra depende del concepto de la propiedad.

También la propiedad es un fenómeno económico, antes que jurídico. Es singular que él también, como la economía, diga relación a la casa; en latín la voz correspondiente a propiedad es dominium, y dominium viene de domus , que quiere decir casa. El hecho económico es aquel en virtud del cual alguien, cuando ha tomado algo que le sirve para satisfacer una necesidad, quiere retenerlo para sí: el esfuerzo para tomarlo se prolonga en el esfuerzo para conservarlo. Se esta- blece una relación física entre el hombre y el bien, el cual queda retenido bajo su dominio, es de- cir, en la esfera sometida a su fuerza física. Se advierte, en ello una vinculación entre la casa y el cuerpo del hombre, que es lo que le pertenece antes que ninguna otra cosa. Y se forma en torno de él una especie de halo o de recinto, que es precisamente la domus , la casa, entendida no solo como cobijo, sino como conjunto de cosas que le sirven para la vida.

La divisa de la economía es, por desgracia, homo homini lupus [el hombre, para el hombre, un lobo]; el hombre, económicamente, se comporta frente a otro hombre como un animal de pre- sa. En vez de dejar a cada cual lo que haya logrado aprehender, el otro se ve tentado a arrebatár- selo. La guerra no es en su raíz más que este acto de arrebatar. Invasión del dominio, en otras palabras. Los confines entre el haber de un hombre y el haber de otro hombre, en vez de ser res- petados, se violan.

No hay que creer, pues, que la guerra se combate únicamente entre pueblos y solo con las armas. A la guerra macroscópica corresponde la guerra microscópica. También el hurto tiene la esencia de la guerra; y no solo la rapiña, que es el hurto con violencia, sino también el hurto con destreza. La guerra, antes de combatirse entre pueblos, se combate entre individuos. Si nos resul- ta extraña la vinculación y hasta la identidad entre el hurto y la guerra, ello es porque considera- mos ese hecho bajo el aspecto jurídico, y no bajo el económico. Pero si no se comienza por la economía, y por tanto no se desenvuelve el concepto de la guerra en toda su amplitud, no se comprende el derecho. Ahora bien, obsérvese que la guerra produce desorden, o mejor aún, es desorden. Del orden, idea fundamental para comprender el mundo y la vida, basta hablar aquí en forma sencilla: hay desorden cuando las cosas no están en su sitio. ¿Quién no sabe que la guerra se resuelve en el desorden? ¿Recordáis lo que era Italia hace poco menos de diez años? No se podía vivir en aquel caos.

El secreto del derecho está precisamente en esto, que los hombres no pueden vivir en el caos. El orden les es tan necesario como el aire que respiran. Como la guerra se resuelve en el desorden, así el orden se resuelve en la paz. Los hombres se hacen la guerra, pero necesitan vivir en paz. La guerra, pues, no tanto termina con la paz, cuanto que tiende a la paz. Lo que pone fin a la guerra es el pactum; y la raíz de pacto es pax. Otra palabra expresiva es la de contrato, que quiere decir en el fondo lo mismo: poniendo fin a la guerra, los hombres, en vez de estar el uno contra el otro, tratan de estar juntos.

También el contrato, como la propiedad, es un fenómeno económico antes de ser jurídico. Al combatirse los hombres, advierten que tienen necesidad los unos de los otros. El hombre es esencialmente sociable; en otras palabras, hombre y sociedad son las dos caras de una misma medalla. Robinson Crusoe es el fruto de la fantasía de un novelista; pero este, por lo demás, le ha puesto al lado a Viernes, pues de lo contrario no hubiera podido hacer siquiera la novela. Necesi- dad de la paz y necesidad de los demás hombres son la misma cosa. Como el dominio, como la guerra, así también el tratado de paz es, por tanto, un producto de la economía pura.

Pero mientras se mantiene en el terreno puramente económico, el contrato no ofrece a la paz ninguna garantía. Económicamente el contrato es la expresión de un equilibrio logrado por las fuerzas contrarias de los combatientes. En la lucha llega inevitablemente el punto muerto cuando alguno de los dos tiene la sensación de no poder obtener un resultado mejor del ya conseguido, de manera que seguir combatiendo redundaría en pura pérdida. Entonces los combatientes hacen la paz. Pero esta es una expresión eufórica, que no responde a la realidad. En la realidad, más que de la paz se trata de una tregua. En efecto, cuando después del necesario reposo uno de los adversarios se cree en posición de fuerzas que puedan permitirle mejorar la situación establecida por la tregua, vuelve a encenderse la lucha. En el campo de la economía, por tanto, no hay nunca verdadera paz; la historia de la economía es toda una sucesión de luchas y de treguas; no es ver- dadera paz la pausa entre dos guerras.

La conclusión que hay que sacar de ello es que la economía no basta para poner orden entre los hombres y satisfacer así lo que constituye la necesidad suprema del individuo y de la sociedad.

res crescunt, discordia maximae dilabuntur [por la concordia las cosas mínimas crecen, por la dis- cordia hasta las mayores se desbaratan] , decía su sabiduría. Si no hubiesen estado concordes y compactos, no hubieran podido imponerse a los demás pueblos.

Pero a fin de que los romanos se impusiesen a los demás pueblos, era necesario que al- guien se impusiese a los romanos. Puesto que estos no tenían en sí una dosis de moralidad sufi- ciente para abstenerse espontáneamente de la guerra entre ellos, era necesaria una cabeza para que hiciesen por fuerza lo que no sabían hacer por amor. La imposición, naturalmente, no puede ser más que el efecto de un mandato. El jefe es uno que manda: iubet. Precisamente en su de- nominación ( ius ), el derecho se vincula al mandato. ¿Y el mandato qué es?

Ante todo, un precepto: indicación de una conducta que hay que seguir: haz esto, no hagas aquello. Indicación que, si quien la da es un verdadero jefe, y como tal está provisto de autoridad, puede ya por sí sola persuadir a quien la recibe. Pero cuando se trata de sus intereses, y sobre todo de los referentes al haber, no es fácil que un hombre se preste al sacrificio de abstenerse de procurar su satisfacción o por lo menos de limitarla.

Por eso, el precepto, sí puede bastar, no siempre basta; incluso las más de las veces no bastaría si no estuviese reforzado por una amenaza a la cual se da el nombre de sanción; enton- ces pasa a ser un mandato: si haces lo que yo te prohíbo que hagas, serás castigado; si no das lo que te he ordenado que des, te será quitado. La sanción introduce la fuerza en la noción del dere- cho, porque naturalmente, en cuanto no se obedezca al precepto, necesita de la fuerza para ser puesta en acto. Este elemento de la fuerza constituye la verdadera diferencia entre el derecho y la moral, y de ahí la naturalidad del derecho en comparación con la sobrenaturalidad de la moral. Por eso el derecho nace bajo el signo de la contradicción: se sirve de la guerra para combatir a la gue- rra; para que el bandido no ataque al caminante, el carabinero ataca al bandido.

Pero si el carabinero distingue el derecho de la moral, el uniforme distingue al carabinero del bandido. Precisamente porque el bandido hace simplemente economía y el carabinero hace en cambio derecho, enarbola este el signo de su dignidad. Esto quiere decir que si el medio del que tanto el uno como el otro se sirven es siempre la fuerza, el fin a que se dirigen es diverso: el bandido combate para sí y el carabinero para los demás. El derecho es, pues, una combinación de fuerza y de justicia; y de ahí que en su emblema se encuentre la espada al lado de la balanza.

III

EL DELITO

El fin del derecho, decíamos el otro día, es eliminar la guerra. En orden lógico, como en or- den histórico, el primer mandato del jefe es: no os hagáis la guerra, pues de lo contrario seréis castigados.

Así, donde impera el derecho, desaparece la guerra y en su lugar entra el delito. Esto no quiere decir que desaparezca de golpe el hecho al que se da el nombre de guerra, sino que cam- bia de nombre; bajo el cambio del nombre está, naturalmente, una mutación radical de su valor social. Antes, se permitía hacer la guerra, y después se la prohíbe; antes, quien la hacía era res- petado, y después se lo desprecia; antes, si había vencido, se le decretaba el triunfo, y después se lo pone en prisión; antes el botín era suyo, y después se le arrebata. Esta es la razón de que hoy se hable de guerra solo entre los pueblos y no ya entre los individuos: la guerra entre los indi- viduos ha pasado a ser un delito. El único residuo de la guerra admitido entre los individuos es el que toma el nombre de legítima defensa: aún hoy, el que es injustamente agredido, puede oponer la fuerza a la agresión.

La guerra, hemos dicho, es la invasión del dominio ajeno; por eso las formas primordiales del delito son el homicidio y el hurto: agresión al dominio en sus formas elementales: el cuerpo humano y las cosas. Bajo este aspecto los dos primeros preceptos jurídicos, son: no matar y no robar. A estos preceptos va unida la sanción: si matas o robas, te sucederá esto y aquello.

Pero ¿que le sucederá? Sucederán dos cosas. Primera: puesto que has robado, serás puesto en prisión. Segunda: la cosa robada te será arrebatada para restituirla a su dueño. A estas dos sanciones se les da el nombre de sanción penal y sanción civil, de pena y restitución. Así ha surgido el concepto rudimentario del delito: un acto, esto es, un hecho voluntario del hombre, da- ñoso al orden social y por eso reprimido con la pena y con la restitución.

El homicidio y el hurto, figuras originarias del delito, dejan traslucir en el delito el rostro de la guerra. Poco a poco, a medida que la sociedad se civiliza y, por tanto se organiza jurídicamen- te, van manifestándose otras formas de delito. Acrecentados en la sociedad el sentido y la necesi- dad del orden, se multiplican los preceptos penales y con ellos las figuras del delito; cuando una determinada conducta se conceptúa tal que determine un desorden nocivo a la vida en común, se lo castiga con la pena. Esto explica el hecho de que en los códigos penales modernos las figuras del delito hayan venido a ser tan numerosas, que no sea posible enumerarlas aquí ni siquiera en sus más altas manifestaciones: su estudio constituye objeto de una de las ramas principales de la ciencia del derecho, que se llama derecho penal.

La evolución del ordenamiento jurídico es, precisamente, en el sentido del empleo de la pena a los fines de reprimir una variedad cada vez mayor de las llamadas conductas antisociales. Hasta cierto punto, este enriquecimiento de la flora penal corresponde a la línea de desarrollo del derecho. Es cierto que según esta línea se castigan penalmente ciertos actos dañosos a la socie- dad aunque se los haya cometido sin voluntad dirigida a hacer el mal, por imprudencia o negligen- cia (de aquí la distinción entre delitos dolosos y delitos culposos); y también ciertos otros, que pro- ducen un daño social, no ya por haberse hecho algo que no se debía hacer, sino porque no se ha hecho algo que debía ser hecho (por ejemplo, no se ha socorrido a un hombre en peligro de muer- te; de donde la otra distinción entre delitos comisivos y delitos omisivos); y, finalmente, en el senti- do de que se castigan actos que no tienen una sustancia de verdadera inmoralidad, pero que, sin embargo, son, o pueden ser, nocivos a la convivencia social, los cuales toman el nombre de con- travenciones. Es lícito, en cambio, dudar de que responda al desarrollo fisiológico del derecho la tendencia a reprimir penalmente ciertos actos solo por su oposición, no ya al orden social, sino a ciertas formas de ordenamiento político: este aspecto de la evolución del derecho penal, por la cual se presenta el mencionado delito político al lado del delito común, aunque sugiera al estudio muchas reservas, va tomando hoy cada vez mayor consistencia, y representa acaso un síntoma alarmante de la degeneración del ordenamiento jurídico.

IV

LA PROPIEDAD

El castigo del hurto implica el reconocimiento de la propiedad. En esta simple proposición se expresa el nexo y hasta la correlación entre el derecho penal y el derecho civil, los cuales son anverso y reverso de una misma medalla.

Hemos dicho, en la lección segunda, que la propiedad nace, en el terreno de la economía, antes que el derecho. Pero en este terreno, su tutela se encomienda exclusivamente a las fuerzas del propietario; si él no llega a defenderla, se le escapa la propiedad. Pero cuando quien se apo- dera de las cosas de otro es castigado, es decir, cuando se prohíbe el hurto, no es ya solo el pro- pietario quien defiende su dominio, esto es, en primer lugar su casa; a la puerta de ella están los carabineros. Entonces la propiedad, de instituto puramente económico, pasa a ser un instituto jurídico, y hasta se convierte en un derecho.

Aquí se presenta una especie de juego de palabras, acerca del cual es necesario que trate yo de ser claro. Hasta ahora, hemos llamado derecho al ordenamiento jurídico, es decir, al conjun- to de mandatos que lo forman; o para hacerme comprender mejor, al conjunto de los códigos y de las leyes. Pero ¿cómo se puede llamar derecho, también a la propiedad? Esta especie de embro- llo se explica tomando en cuenta las expresiones utilizadas por los romanos, que tuvieron un ad- mirable sentido del derecho, y de los cuales, de todos modos, proviene nuestro pensamiento jurí- dico.

Hemos visto que los romanos, para significar el derecho, decían ius ; lo hacían así porque el derecho se resuelve en un sistema de mandatos ( iussum, iubere). Ahora bien, ¿en qué forma se ha hecho, en el derecho romano, el reconocimiento de la propiedad? El hurto no ha consistido en llevarse la cosa de otro sic et simpliciter , sino en llevársela contra la voluntad del propietario. Ello quiere decir que se atribuyó al propietario el poder de permitir o de prohibir que otro se apode- rara de sus cosas; y por tanto un poder de mandato; el cual poder, precisamente porque se re- suelve en un iubere (mandar), se llamó ius. Si al pasar junto a una frutería tomo una manzana sin pagarla, soy culpable de hurto solo a condición de que el frutero no me haya permitido que la to- mara; quiere ello decir que la tutela de su propiedad depende de él, de su mandato, de su volun- tad. Ahora bien, la entraña del derecho es siempre esa, ya que el mandato provenga del jefe, ya que el jefe reconozca en el súbdito el poder de mandar en orden a ciertos intereses suyos. La ver- dad es que, cuando el dominus prohibe o permite a alguien entrar en su casa, hace derecho del mismo modo que lo hace el jefe cuando prohibe el hurto o el homicidio. Hoy, a fin de evitar confu- siones, se llama derecho objetivo al conjunto de los mandatos jurídicos, y en particular al conjunto de las leyes; y derecho subjetivo al poder de mandar en tutela de los propios, intereses, recono- ciendo al individuo, y en particular al propietario.

Espero haber llegado así a hacer comprender cómo la propiedad, de instituto puramente económico, ha pasado a ser instituto jurídico, y más en concreto aún, un derecho. En otros tiem- pos, si alguien quería entrar en la casa de otro, el dueño de la casa no podía contar más que con sus propias fuerzas; hoy, cuando niega él el permiso y el otro insiste, puede llamar a los carabine- ros. La propiedad, por tanto, garantiza al individuo el goce exclusivo de las cosas que son objeto de ella, y por tanto se llaman cosas propias o suyas: cosas inmuebles o cosas muebles, cosas inanimadas o animadas: en otros tiempos, objeto de propiedad podía ser también el hombre, es- pecialmente otro hombre, el cual, precisamente porque servía de instrumento, como una bestia de tiro o de carga, se llamaba servus: la abolición de la esclavitud, debida al Cristianismo, ha excluido del ámbito de la propiedad al otro hombre pero no al propio hombre, o sea, al cuerpo mismo del propietario, que es el primer objeto de su propiedad, si bien se trate, de una propiedad regulada en forma diversa que la de las cosas, precisamente en el sentido de que a la voluntad privada se le reconocen, en orden al goce de su cuerpo, poderes menos amplios que en orden de las cosas. Y o puedo, por ejemplo, dejar que alguien mate a mi perro; por eso, si lo mata con mi consenti- miento, no será castigado; pero, aunque yo haya prestado el consentimiento para que me maten a mí, ello no excluirá que, quien lo haga sea culpable de homicidio.

Que el dominio pase a ser jurídico, es, como he tratado de hacer comprender, el término correlativo de la prohibición jurídica del hurto. Propiedad y hurto son dos contrarios, y como tales lógicamente vinculados. No se puede prohibir el hurto sin reconocer la propiedad; y no se puede reconocer la propiedad sin prohibir el hurto. De ahí proviene la correlatividad del derecho penal y del derecho civil, los cuales representan los dos lados de una misma medalla. En otras palabras, no podría existir el derecho civil sin el derecho penal, ni este sin aquel. La distinción entre derecho penal y derecho civil es, por tanto, lógica, no histórica. No se puede decir que uno hayan nacido antes que el otro; han nacido a la vez.

Así, a la sanción penal, de que hemos hablado en las lecciones precedentes, se agrega la sanción civil; y son estos también los dos aspectos de la sanción. Para hacerse cargo de ello, piénsese que si el ladrón fuese castigado pero pudiera retener la cosa robada, no quedaría resta- blecido el orden; a fin de que este se restablezca, es necesario que tenga que restituirla. La se- gunda forma de sanción, es decir, la sanción civil al lado de la pena consiste pues, en la restitu- ción. Los juristas dicen que mientras la pena tiene carácter aflictivo, el carácter de la restitución es satisfactivo, en cuanto ella satisface el interés que la transgresión del mandato había lesionado: por ella recupera el propietario la cosa de la cual había sido privado. Si bien se mira, sin embargo, también la restitución tiene su lado aflictivo: en efecto, el ladrón a quien se le quita lo que había robado, sufre al menos por haber trabajado inútilmente; por otra parte, también la pena tiene su lado satisfactivo, sobre todo si llega a redimir al condenado.

La propiedad es, históricamente, el primero de los derechos subjetivos; el derecho subjeti- vo nace como propiedad. Pero a medida que progresa el ordenamiento jurídico, surgen otros de- rechos subjetivos, tanto en el ámbito de la propiedad misma como fuera de ella. El más importante de tales progresos atañe a la constitución del derecho de crédito, al lado del derecho de propie- dad.

El derecho de propiedad es, para explicarme de algún modo, el derecho sobre la cosa pro- pia, mientras que el derecho de crédito tiene por objeto la cosa ajena. El nacimiento de un dere- cho sobre la cosa ajena, que a primera vista parece absurdo, se vincula con el problema de la sanción civil, a que recientemente nos hemos referido. Supongamos que el ladrón, habiendo con- sumido la cosa robada, no esté en condiciones de restituirla; ¿será esta una buena razón para que no tenga él que dar al propietario alguna otra cosa, en compensación de lo que le quitó? He aquí cómo, al lado de la restitución, se constituye otra forma de sanción civil, que es el resarci- miento del daño.

Al robado debe restituirle el ladrón la cosa robada y si la restitución no vale para reconsti- tuir la situación tal como era con anterioridad, tiene que darle además de las cosas suyas, hasta el límite del daño sufrido por aquel. De ahí surge un derecho, no ya solo sobre las cosas propias, sino también sobre las cosas ajenas, al cual se da el nombre de derecho de crédito. Aquí está en germen un instituto jurídico que, con el progreso de la sociedad y la complejidad cada vez mayor de las relaciones económicas, ha asumido en el derecho moderno un prodigioso desarrollo, al punto de que la importancia del derecho de crédito ha terminado por sobrepasar hoy la del dere- cho de propiedad.

crece, y se agiganta el derecho. Y no hay en el complejo ordenamiento jurídico una vegetación más lozana que la del contrato. Sin él, la economía sería un páramo desolado.

En efecto, el contrato es el instrumento jurídico sin el cual no podrían actuarse las dos for- mas fundamentales de la colaboración económica que son el intercambio y la asociación. Los dos contratos típicos, bajo este aspecto, son la venta y la sociedad; pero en torno a ellos ha venido floreciendo y constantemente germina de nuevo una flora contractual maravillosamente rica. Basta que cada uno de los que me escuchan observe un poco a la luz de estas nociones elementales su vida de cada día, para convencerse por un lado de que sin el intercambio o la asociación no po- dría él satisfacer más que en una medida totalmente inadecuada sus necesidades; y que, por el otro, del contrato se sirve continuamente, de la mañana a la noche, para nutrirse, para tener una casa, para cultivar su espíritu, para curarse, para divertirse y, en general, en todas las circunstan- cias de la vida.

El contrato, a su vez, es la forma históricamente primigenia de un fenómeno jurídico más vasto, al cual se da el nombre de negocio jurídico. Solo desde hace aproximadamente un siglo ha logrado la ciencia enuclear esta figura, de la cual el contrato es el ejemplar más antiguo y por tan- to más conocido, pero no el único. El carácter elemental de estas lecciones no me permite profun- dizar en el tema, que, sin embargo, no podía dejar de mencionarse; pero acaso un ejemplo pueda ser suficiente para estimular y orientar a este propósito la intuición de mis discípulos. Observad, pues, que el propietario, no solo puede donar o vender la cosa suya mientras vive, sino que puede también disponer de ella para el tiempo posterior a su muerte: este poder, que en otros tiempos era limitado, ha venido restringiéndose poco a poco, por motivos que no podemos exponer aquí, pero existe todavía y es de esperar que se conserve. El acto que ejerce esa eficacia ultra vitam, más allá de la vida, es el testamento. Tratad, pues, de distinguir el contrato (supongamos: una venta) del testamento. La diferencia está en que el contrato, aun cuando solo sea unilateral o gra- tuito, supone siempre el consentimiento de las dos partes; la misma donación no produce vínculo alguno si el donatario, es decir, el que recibe, no dice sí; el testamento, en cambio, consigue su efecto aunque se calle el beneficiado por él; es necesario, dicho con sencillez, no tanto que este diga sí, cuanto que no diga no. Pero, precisamente por ello, el testamento (y otros negocios aná- logos, que no puedo mencionar aquí) manifiesta con más claridad su naturaleza de mandato, es decir, de ejercicio del derecho: no hay un acto que exprese la propiedad mejor que aquel con el cual el propietario puede disponer, respecto de sus bienes, para más allá de los límites de su vida.

VI

LA LEY

Hemos visto que la transformación de la guerra en delito y la conversión de la propiedad y el contrato en institutos de derecho, depende, lógicamente, de un mandato, y el mandato supone un jefe que lo pronuncia. Pero este es un esquema demasiado vago para quien quiera compren- der, así sea en forma rudimentaria y sumaria, cómo nace el derecho. Hemos visto también que el mandato se forma con el precepto y con la sanción; pero queda por saber cuándo y cómo se for- ma.

El mandato debe obrar en el momento en que dos hombres, en vez de ir de acuerdo, de respetar el dominio ajeno, de observar el contrato, están a punto de hacerse la guerra: entonces es necesario que sientan que se les prescribe una conducta y les amenaza la sanción. Pero es claro que si debe obrar en ese momento, el mandato debe estar formado antes de ese momento; de lo contrario, llegaría demasiado tarde. Teóricamente es posible, pero prácticamente es muy raro, que quienes se ven inducidos a hacerse la guerra, se dirijan al jefe para hacer que él les prescriba la conducta idónea para evitarla.

Por otra parte, si el mandato debe estar formado antes que surja el peligro de la guerra, no puede ser un mandato especifico y concreto, es decir dirigido a aquellas determinadas personas respecto de las cuales se manifiesta el peligro; no puede estar formulado, en cambio, sino en for- ma hipotética o general: general, porque se dirige a todos los ciudadanos, no a este o a aquel; hipotética, porque les prescribe una conducta y les amenaza con una sanción para el caso de que se manifieste entre ellos el peligro de una guerra. En una palabra, el jefe no dice a Ticio: tú no debes matar o robar, y si matas o robas las consecuencias serán que se te infligirá una cierta pe- na, tendrás que restituir la cosa robada y resarcir el daño; sino que dice: si un ciudadano cualquie- ra mata a un hombre o roba una cosa, se le aplicarán tales y tales sanciones, o más brevemente, quien mate a un hombre o robe una cosa, sufrirá estas o aquellas consecuencias. A estos manda- tos hipotéticos y generales se les da el nombre de leyes.

Pasemos de largo por qué se les da este nombre y cuál sea la relación entre estas, que son las leyes jurídicas, y aquellas otras que se llaman leyes físicas o naturales; pues aunque este sea un problema de sumo interés, el carácter elemental de la lección que estoy dando, no me permite exponerlo; me basta con indicar que el nombre de la ley ha sido adoptado antes en el campo del derecho que en el de la naturaleza, y por tanto los juristas han forjado intuitivamente uno de los conceptos más importantes de la ciencia lógica.

La primera impresión es que la ley debe ser expresa o explícita, en el sentido de que debe ser formulada por el jefe con oportunas proposiciones verbales. Incluso los italianos estamos habi- tuados, no solo a las leyes expresas sino a las leyes escritas, de las cuales tenemos abundantes ejemplos en los distintos códigos. Es cierto que la ley es una declaración de voluntad del jefe, y como tal debe consistir en un comportamiento exterior apto para hacer entender su voluntad; pero no decimos con ello que la única actitud útil para este fin sea la de hablar o de escribir. Por ejem- plo, si, aun no diciendo que el homicida y el ladrón serán castigados, castiga el jefe, una, dos, diez, veinte, cien veces el hurto o el homicidio, esa serie de castigos da a entender su voluntad exactamente lo mismo que la darían a comprender las palabras. Las leyes pueden, pues, ser tam- bién no expresas, o como se suele decir, tácitas; a la ley tácita se le da el nombre de costumbre. Con el progreso del ordenamiento jurídico las leyes habladas y hasta escritas prevalecen cada vez más exactamente sobre las costumbres; pero esta regla tiene sus excepciones; la más ostensible de esas excepciones se refiere al ordenamiento inglés, o más bien al ordenamiento de los países anglosajones; pero tampoco esta alusión, aunque de sumo interés, puede ser explayada por el indicado carácter elemental de mi curso.

Se comprende que cuanto más progrese una sociedad, y con ella el derecho, tanto más se multiplica el número de las leyes. La comparación entre un código antiguo y un código moderno, o aun con un sistema de códigos modernos, pone en evidencia esta multiplicación. La legislación arcaica romana estaba contenida en las famosas Doce Tablas: un monumento legislativo bastante anterior en un código babilónico que toma el nombre del rey Hammurabi, que vivió más de dos mil

VIl EL JUICIO

El problema del derecho, sin embargo, no se agota con la formación de los mandatos, y en particular de las leyes.

En efecto, un mandato puede no ser obedecido. No es de creer, entre otras cosas, que cuando la guerra ha venido a ser un delito, quede eliminada sin más de la sociedad. La más ele- mental experiencia desmiente ese optimismo: desde hace siglos y siglos la ley prohíbe el homici- dio; sin embargo, aun en un país civilizado como el nuestro, ¿cuántos homicidios se cometen to- davía? Es claro, pues, que a la formación de las leyes debe seguir alguna otra cosa más. Por eso dijimos en la lección introductoria que las leyes son un producto jurídico semielaborado.

Esa otra cosa no puede ser más que la puesta en acto de las sanciones: si alguien mata o roba, debe ser encerrado en prisión; si no restituye la cosa ajena, debe serle quitada; si no paga su deuda, preciso es quitarle lo que sirva para satisfacer al acreedor. Se trata, en una palabra, de hacer que se ejecuten las leyes, después de haberlas formado.

El concepto de la ejecución sugiere la imagen del carcelero, ya que no también la del ver- dugo o del oficial judicial, que desaloja de una casa a quien la ocupa sin tener derecho, o embarga y vende los bienes del deudor incumpliente. Pero un poco de reflexión advierte que la cosa no es tan simple, y que la ejecución no exige solo la obra de ellos. A alguien se le acusa de haber mata- do un hombre; pero ¿será verdad? El dueño de una cosa sostiene que otro la ocupa sin título; pero ese tal, las más de las veces, sostiene en cambio que lo tiene. El acreedor afirma que no ha sido pagado; pero ¿y si mintiera? Cualquiera ve que, antes que el carcelero o el oficial judicial, entra en juego otra figura: el juez; este es verdaderamente una figura de primer plano. Así, al lado de la ley, se pone el juicio como uno de los institutos fundamentales del derecho. En vez de juicio, la ciencia moderna gusta hablar de proceso; sin detenernos acerca de la comparación entre estas dos palabras y de sus respectivos conceptos, para la exposición elemental que estoy haciendo se puede atribuir a una y otra el mismo significado.

El proceso, pues, se divide en dos fases, que se llaman de cognición y de ejecución. Por otra parte, según la distinción entre derecho penal y civil también el proceso se bifurca en proceso penal y proceso civil. Tenemos que detenernos un momento sobre la diferencia entre estas cate- gorías.

El proceso penal, como todos saben, sirve para comprobar y castigar el delito; incluso, ha- bida cuenta de las contravenciones, está mejor decir en general el reato. ¿Y el proceso civil? En el proceso civil vemos en discusión al propietario y a quien ha ocupado su fundo, o al deudor y al acreedor, o al esposo, que quiere separarse de su esposa, y a esta que quiere permanecer como tal; y otros casos análogos. Según el modo de pensar común, el proceso civil sirve, entre dos liti- gantes, para dar la razón a quien la tenga. Esto quiere decir, en lenguaje técnico, para decidir una lite, es decir, un conflicto de intereses, en el cual uno de los dos interesados plantea una preten- sión y el otro la resiste.

El proceso de cognición, a su vez, según el significado mismo de la palabra, sirve para co- nocer: en materia penal, si uno ha cometido o no ha cometido un delito y, por tanto, debe o no debe ser castigado; en materia civil, quién de los dos litigantes tiene razón y quién no la tiene.

Finalmente, con el proceso de ejecución se tiende a poner en práctica la ley, esto es, a modificar las cosas de la manera que quiere la ley; pero eso a diferencia del proceso de cognición, que se resuelve en un decir ( ius dicere) , según la fórmula romana, de donde el nombre de juris- dicción), el proceso ejecutivo culmina en un hacer ( ius facere). Podríamos decir: el proceso de cognición se cierra con la sentencia, la cual no es más que un conjunto de palabras; el proceso de ejecución, en cambio, retiene encerrado en la cárcel al condenado, arroja del fundo al ocupante abusivo, toma los bienes del deudor y los convierte en dinero para entregarlo al acreedor.

El juicio sugiere naturalmente la figura del juez, en quien la ciencia del derecho reconoce cada vez más el órgano elemental del derecho. Antiguamente no se pensaba así: durante mucho

tiempo el juicio fue desvalorizado en comparación con la ley; y el juez aparecía como una figura de segundo plano en comparación con el legislador. Pero la verdad es que sin el juicio, la ley ni podría surgir ni podría servir a los fines del derecho. Históricamente el juicio es anterior a la ley: el jefe se afirma como juez antes que como creador de leyes; la formación primigenia de las leyes es la costumbre y esta supone una secuela de juicios. Por otra parte, sin el juicio la ley sería un man- dato incumplido y a menudo inactivo; cuando la ley dice, por ejemplo: quien ha contraído una deu- da debe pagarla, cualquiera de nosotros, para saber si tiene o no la obligación de pagar, tiene que verificar sí ha sido contraída por él o no una deuda. Y esta verificación se hace a veces pronto; pero no pocas veces presenta, en cambio, notables dificultades, ya que no siempre las leyes son fáciles de interpretar ni los hechos fáciles de comprobar. Una ley, pues, no funciona nunca sin ser integrada con un juicio de las partes; frecuentemente ese juicio no basta tampoco, porque las par- tes a impulsos de sus respectivos intereses, no tienen la serenidad necesaria para juzgar. Enton- ces, en lugar de la parte, actúa el juez, cuya sentencia integra la ley en el sentido de que trasfor- ma el mandato abstracto y general de la ley en un mandato concreto y particular. La ley dice: quien mata a un hombre debe ser castigado; o bien: quien ha contraído una deuda, debe pagarla; y el juez, habiendo verificado que Ticio ha matado a un hombre o ha contraído una deuda, dice: tú Ticio, debes ser castigado o tienes que pagar tu deuda.

Por lo demás, no solo de la ley, sino también de la sentencia, se puede decir que no es un producto jurídico acabado, esto es, sin metáforas, que no basta para conseguir los fines del dere- cho. A este fin, no es menos necesario el proceso ejecutivo que el proceso de cognición. Si el de- recho se limitase a decir: tú no debes matar, o no debes robar, o tienes que pagar tu deuda, y no hubiese un juez para condenar al hombre que ha matado, o ha robado o no ha pagado su deuda, la gente de mala voluntad podría reírse tranquilamente de él: el derecho sería inútil. Pero esto ocurriría también si después de que el juez ha condenado al homicida o al ladrón o al deudor in- cumpliente, no hubiese alguien que ejecutara físicamente la condena y detuviera al ladrón o al homicida y los retuviera en prisión; o quitara la cosa debida de las manos del deudor.

Por tanto, no solo es necesario el proceso, en general, a fin de que se forme el ordena- miento jurídico, sino que esta necesidad se refiere, no exclusivamente a la llamada cognición, sino también a la ejecución forzada. Tan solo de este modo la realidad del derecho responde a su con- cepto, en el cual, como dijimos, se contiene, desde luego la balanza, pero también la espada.

del cual la ciencia del derecho reconoce la existencia y hasta la necesidad, pero no siempre llega a aclarar la posición y la relación con el pueblo.

Ahora bien, la historia del derecho enseña que la familia ha sido, en su origen, un minúscu- lo Estado. Un Estado monárquico por excelencia, dominado por un rey o por una reina, según las dos directivas del patriarcado o del matriarcado. Los historiadores del derecho, especialmente del derecho romano, han comprobado este carácter político de la familia, después el Estado ha ido creciendo poco a poco: la familia, lagens , la ciudad (polis) son las primeras fases del desarrollo; después el Estado se agranda todavía; no es necesario remontar mucho hacia atrás en la historia para tener la prueba de esta evolución que se encuentra al alcance de la mano en los últimos si- glos de desarrollo de la historia italiana.

Pero lo que se debe tener bien en la mente es que si la evolución agrega progresivamente algo a lo que antes existía, lo que antes existía no deja por eso de existir. Quiero decir que las unidades menores no desaparecen porque se formen unidades mayores. La familia está com- prendida, pero no absorbida, en lagens o gente; y lo mismo la gente en la tribu o en la ciudad; e igualmente, la ciudad en la provincia, en la región, en el Estado. Estado se llama, necesariamente, la unidad superior; pero las unidades inferiores, si cambian de nombre, no pierden ni la estructura ni la función. Hay que hacerse cargo de esta verdad para comprender la estructura, o más bien la naturaleza, del Estado. La pretensión, entre otras cosas, de negar la familia para afirmar el Esta- do, es una de las más insanas aberraciones que puedan adoptarse en la historia del pensamiento humano. Sin la familia, el Estado no puede vivir, como no se podría construir un edificio si se dis- gregasen los ladrillos con que se lo construye. Un Estado sin familia es absurdo, como un cuerpo humano sin células. Así corno la salud del cuerpo humano depende de la permeabilidad de las células al misterioso flujo vital, así también la salud del Estado depende de la cohesión de la fami- lia, es decir, de la circulación del amor entre sus miembros.

El Estado es verdaderamente una universitas, lo cual quiere decir la versio in ununi, la re- ducción a unidad de los hombres que lo integran: ahora bien, esa reducción se opera a través de una serie de estructuras progresivas, cuyo estudio es, o debería ser, el cometido principal de la sociología. El Estado no se comprende si no se hace uno cargo de su complejidad, y hasta de su complicación. Hasta ahora no se ha conseguido un pleno conocimiento de esto, no ya solo por el pensamiento empírico, ni siquiera por el científico. Por lo común, tenemos del Estado un concepto más bien parcial que inexacto, en el sentido de que comprendemos en él solo algunas de las es- tructuras que realmente lo componen. Así pensamos, cuando se habla de él, en el presidente de la república, en el gobierno, en el parlamento, en los tribunales, en los municipios; pero no por ejemplo, en la familia y tampoco en las asociaciones, sociedades, consorcios, sindicatos, en su variedad siempre creciente. EI hecho es, sin embargo, que aunque esas estructuras no estuviesen comprendidas en el Estado, no formarían parte de él tampoco los ciudadanos. Los cuales ciuda- danos, sí se deben comprender en él, no pueden estar comprendidos en una singularidad abstrac- ta de ellos, sino en la variedad y complejidad real de los grupos de que forman parte.

IX

LA COMUNIDAD INTERNACIONAL

En la última de nuestras conversaciones, tratando de delinear el concepto de Estado, vi- mos que este va desarrollándose en el tiempo, al punto de poder asimilarse a una planta cuyo minúsculo germen fuera la familia, pero que creció después hasta llegar a obtener hoy las dimen- siones de un árbol secular. Sería cosa de estudiar ahora ese desarrollo, sobre todo con el fin de saber si su dimensión actual corresponde a la madurez, o si por el contrario, se puede prever, y hasta qué límite, un ulterior futuro de él.

La fase actual del Estado se define con la fórmula del Estado nacional. El de la nación, a diferencia del Estado, es un concepto que pertenece, no al derecho, sino a la sociología, o mejor a la etnología; la nación es un derivado de la gente ( gens, de gignere ), y expresa, por tanto, un gru- po proveniente de un tronco común; el índice más manifiesto de esta comunidad es la lengua. Poco a poco, a través de los movimientos y agitaciones de la historia, ha venido el Estado asen- tándose sobre la nación, en el sentido de una coincidencia de los límites del uno y de la otra. Una de las fuerzas ideales que han operado en el pasado siglo y continúan operando hoy también, ha sido el principio de nacionalidad, entendido precisamente como aspiración a que cada nación tu- viera su propio Estado.

La del Estado nacional no es, sin embargo, una fórmula absoluta del Estado moderno, en el sentido de que ya hoy existen Estados ultranacionales o supranacionales: el ejemplo más inte- resante de ellos es la Confederación suiza; la palabra confederación no debe inducir a engaño, haciendo creer que no se trate de un Estado unitario; indica, en cambio, solo un carácter de su organización jurídica, que es la descentralización; Suiza es un Estado unitario, pero descentraliza- do, como, para poner otro ejemplo, los Estados Unidos de América, que no son en modo alguno un conglomerado de Estados, sino un solo Estado, aunque descentralizado también. La presencia de Estados plurinacionales estimula, pues, por lo menos, la duda sobre si la fase nacional del Es- tado puede considerarse como la última del desarrollo del Estado; en otros términos, si la progre- siva expansión de los ordenamientos jurídicos debe detenerse en los confines de la nación.

La solución negativa de esta duda parece implícita en la existencia del llamado derecho in- ternacional; una existencia hoy en día conocida aun de quienes solo están provistos de una cultu- ra elemental: hoy todos saben, si bien sea grosso modo , que han existido y existen tratados de paz, tratados de alianza, convenciones internacionales, sociedades y organizaciones de naciones, y oyen calificar esos fenómenos con la fórmula de derecho internacional. Pues bien, si, según he- mos visto en las lecciones pasadas, Estado y derecho están íntimamente relacionados, al punto de que no puede haber Estado sin derecho, ni derecho sin Estado, al derecho internacional debe- ría corresponder el Estado internacional.

Pero la fórmula misma de Estado internacional agrava en vez de resolver la duda: si el Es- tado existe, está sobre sus súbditos, y no entre ellos: en efecto, el derecho postula el mandato, y el mandato supone un mandante y un mandado. En cambio, esta fórmula es adoptada precisa- mente para significar que el derecho internacional no prejuzga en modo alguno la soberanía de los Estados nacionales singulares; pero, ¿cómo es posible mandar a un Estado soberano, puesto que la soberanía se entiende como la posición no tanto de quien está sobre, cuanto de quien no tiene a nadie sobre sí.

Una nueva razón de duda proviene del hecho de que el derecho excluye la guerra; un Es- tado dentro del cual no esté prohibida la guerra, no es un Estado. Ahora bien, el llamado derecho internacional, si trata de moderar la guerra, no la prohibe, sin embargo; no existe una norma de este derecho según la cual el hacer guerra esté calificado de delito.

La conclusión que hay que sacar, en términos simples es que hasta ahora el Estado su- pernacional está en vías de construcción. Hay algunos ejemplos parciales de superación del límite nacional, pero son todavía demasiado pocos para poder sacar de ellos la seguridad de que esa superación esté en vía de extenderse, y menos aún de que se pueda llegar a aquel tipo supremo de Estado supernacional que sería el Estado mundial. Por tanto, el llamado derecho internacional