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Resumen descenso a los infiernos. Prólogo, introducción y capítulo 1, Resúmenes de Historia Europea

Años 1914 y 1949. La introducción, titulada «La era de autodestrucción de Europa», expone el marco de interpretación de este primer volumen, además de indicar el enfoque del segundo. La primera mitad del siglo XX, que es el tema del presente volumen, estuvo dominada por la guerra. En este volumen y en el siguiente se considera que Europa incluye también Rusia (entonces la Unión Soviética). Aunque una amplísima parte del Imperio Ruso (y luego Soviético) se encuentre geográficamente fuera de Europa. Análogamente, se incluye también a Turquía allí donde participó de modo significativo en los asuntos de Europa, aunque esa participación se vio notoriamente reducida a partir de 1923, una vez que se desintegró el Imperio Otomano y que se estableció el estado nación turco. El presente volumen comienza con un repaso general de Europa antes del estallido de la primera guerra mundial. Resulta muy tentador pensar que el siglo XX en Europa ha sido un siglo en dos mitades, quizá con una «prórroga»

Tipo: Resúmenes

2022/2023

Subido el 06/07/2023

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RESUMEN: Ian Kershaw – Descenso a los infiernos (1914 – 1949). Prólogo, Introduccion y Capitulo 1.
Éste es el primero de dos volúmenes sobre la historia de Europa desde 1914 hasta nuestros días. La
introducción, titulada «La era de autodestrucción de Europa», expone el marco de interpretación de este
primer volumen, además de indicar el enfoque del segundo. La primera mitad del siglo XX, que es el tema del
presente volumen, estuvo dominada por la guerra. En este volumen y en el siguiente se considera que Europa
incluye también Rusia (entonces la Unión Soviética). Aunque una amplísima parte del Imperio Ruso (y luego
Soviético) se encuentre geográficamente fuera de Europa. Análogamente, se incluye también a Turquía allí
donde participó de modo significativo en los asuntos de Europa, aunque esa participación se vio notoriamente
reducida a partir de 1923, una vez que se desintegró el Imperio Otomano y que se estableció el estado nación
turco. El presente volumen comienza con un repaso general de Europa antes del estallido de la primera
guerra mundial.
Resulta muy tentador pensar que el siglo XX en Europa ha sido un siglo en dos mitades, quizá con una
«prórroga» añadida a partir de 1990. El presente volumen trata sólo de la primera mitad de un siglo
extraordinariamente convulso; de la era en la que Europa se vio envuelta en dos guerras mundiales que
amenazaron los cimientos mismos de la civilización, como si tuviera una diabólica propensión a la
autodestrucción.
INTRODUCCION: LA ERA DE AUTODESTRUCCION EN EUROPA
Dos guerras mundiales, a las que les sucedieron más de cuarenta años de «guerra fría» —fruto directo
de la segunda guerra mundial —, definieron esta época. Entre 1914 y 1945 en la sima de la barbarie. Pero
tras una era calamitosa de autodestrucción vinieron una estabilidad y una prosperidad inimaginables hasta
entonces, aunque eso sí al elevado precio de una división política insalvable.
Los siguientes capítulos analizan los motivos de esta catástrofe inmensa. Localizan esos motivos en
cuatro grandes elementos de crisis generalizada relacionados entre sí: (1) la explosión del nacionalismo
étnico-racista; (2) las enconadas e irreconciliables exigencias de revisionismo territorial; (3) la agudización de
los conflictos de clase, a los que vino a dar un enfoque concreto la revolución bolchevique de Rusia; y (4) una
crisis prolongada del capitalismo.
Ninguno había sido una causa primaria de la primera guerra mundial. Pero la nueva virulencia de cada uno de
ellos por separado fue un resultado crucial de la contienda. Su interacción letal generó una época de violencia
extraordinaria que dio lugar a la segunda guerra mundial. Las que más sufrieron los peores efectos fueron las
regiones de Europa central, oriental y sudoriental, en su mayoría las más pobres del continente. La Europa
occidental salió mejor librada.
La desintegración del Imperio Austrohúngaro y del Impero Otomano al término de la primera guerra mundial, y
las inmensas y violentas convulsiones de la guerra civil rusa que sucedió inmediatamente a la revolución,
desencadenaron nuevas fuerzas de nacionalismo extremo.
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RESUMEN: Ian Kershaw – Descenso a los infiernos (1914 – 1949). Prólogo, Introduccion y Capitulo 1. Éste es el primero de dos volúmenes sobre la historia de Europa desde 1914 hasta nuestros días. La introducción, titulada «La era de autodestrucción de Europa», expone el marco de interpretación de este primer volumen, además de indicar el enfoque del segundo. La primera mitad del siglo XX, que es el tema del presente volumen, estuvo dominada por la guerra. En este volumen y en el siguiente se considera que Europa incluye también Rusia (entonces la Unión Soviética). Aunque una amplísima parte del Imperio Ruso (y luego Soviético) se encuentre geográficamente fuera de Europa. Análogamente, se incluye también a Turquía allí donde participó de modo significativo en los asuntos de Europa, aunque esa participación se vio notoriamente reducida a partir de 1923, una vez que se desintegró el Imperio Otomano y que se estableció el estado nación turco. El presente volumen comienza con un repaso general de Europa antes del estallido de la primera guerra mundial. Resulta muy tentador pensar que el siglo XX en Europa ha sido un siglo en dos mitades, quizá con una «prórroga» añadida a partir de 1990. El presente volumen trata sólo de la primera mitad de un siglo extraordinariamente convulso; de la era en la que Europa se vio envuelta en dos guerras mundiales que amenazaron los cimientos mismos de la civilización, como si tuviera una diabólica propensión a la autodestrucción. INTRODUCCION: LA ERA DE AUTODESTRUCCION EN EUROPA Dos guerras mundiales, a las que les sucedieron más de cuarenta años de «guerra fría» —fruto directo de la segunda guerra mundial —, definieron esta época. Entre 1914 y 1945 en la sima de la barbarie. Pero tras una era calamitosa de autodestrucción vinieron una estabilidad y una prosperidad inimaginables hasta entonces, aunque eso sí al elevado precio de una división política insalvable. Los siguientes capítulos analizan los motivos de esta catástrofe inmensa. Localizan esos motivos en cuatro grandes elementos de crisis generalizada relacionados entre sí: (1) la explosión del nacionalismo étnico-racista; (2) las enconadas e irreconciliables exigencias de revisionismo territorial; (3) la agudización de los conflictos de clase, a los que vino a dar un enfoque concreto la revolución bolchevique de Rusia; y (4) una crisis prolongada del capitalismo. Ninguno había sido una causa primaria de la primera guerra mundial. Pero la nueva virulencia de cada uno de ellos por separado fue un resultado crucial de la contienda. Su interacción letal generó una época de violencia extraordinaria que dio lugar a la segunda guerra mundial. Las que más sufrieron los peores efectos fueron las regiones de Europa central, oriental y sudoriental, en su mayoría las más pobres del continente. La Europa occidental salió mejor librada. La desintegración del Imperio Austrohúngaro y del Impero Otomano al término de la primera guerra mundial, y las inmensas y violentas convulsiones de la guerra civil rusa que sucedió inmediatamente a la revolución, desencadenaron nuevas fuerzas de nacionalismo extremo.

En el centro del continente, Alemania, el país vencido más importante y llave de la futura paz de Europa, cuyas fronteras se extendían desde Francia y Suiza por el oeste hasta Polonia y Lituania por el este, abrigaba un resentimiento enorme por el trato que le habían dispensado los países aliados vencedores y sólo fue capaz de sofocar sus ambiciones revisionistas temporalmente. Más al sur y más al este, las ruinas de los imperios austrohúngaro, ruso y otomano dieron lugar a nuevos estados nación. Los conflictos nacionalistas y las tensiones étnicoraciales se vieron intensificados en gran medida por la organización territorial que se estableció en Europa después de la primera guerra mundial. Los arquitectos del Tratado de Versalles de 1919, por buenas que fueran sus intenciones, se enfrentaron a una serie de problemas insuperables al intentar satisfacer las exigencias territoriales de los nuevos países formados a partir de los restos de los viejos imperios. Casi en todas partes las fronteras fueron objeto de disputa y las exigencias de las minorías étnicas, que habitualmente tenían que hacer frente a la discriminación de la población mayoritaria, quedaron sin resolver. El estridente nacionalismo que surgió a raíz de la primera guerra mundial cobró impulso no sólo como consecuencia de las rivalidades étnicas, sino también de los conflictos de clase. La gigantesca convulsión económica que sucedió a la guerra y las funestas consecuencias de la gran depresión de los años treinta intensificaron enormemente los antagonismos de clase en toda Europa. Pero se agudizaron mucho más, comparados con la situación de los años previos a la guerra, debido a la revolución rusa y al establecimiento de la Unión Soviética. Ésta proporcionaba un modelo alternativo de sociedad, una sociedad que había derrocado el capitalismo y había creado una «dictadura del proletariado». La eliminación de la clase capitalista, la expropiación de los medios de producción por parte del estado, y la redistribución de la tierra a gran escala representaron a partir de 1917 propuestas muy atractivas para grandes sectores de las masas empobrecidas. Pero la presencia del comunismo soviético trajo consigo también la división de la izquierda política, debilitándola de manera fatal, al mismo tiempo que fortalecía enormemente las fuerzas de la extrema derecha nacionalista. Algunos elementos revitalizados de la derecha pudieron dirigir las energías violentas de todos los que se sentían amenazados por el bolchevismo —en general las elites adineradas tradicionales, la clase media y los campesinos que poseían tierras— hacia nuevos movimientos políticos sumamente agresivos. Los movimientos contrarrevolucionarios consiguieron un atractivo generalizado allí donde fueron capaces de combinar el nacionalismo extremo con un antibolchevismo virulento. Pero el mayor peligro internacional surgió allí donde la combinación de nacionalismo extremo y de odio casi paranoico al bolchevismo dio lugar a la creación de movimientos masivos de derechas, que en Italia y luego en Alemania lograron hacerse con el poder del estado. El cuarto componente, que sustentaba los otros elementos e interactuaba con ellos, fue la prolongada crisis del capitalismo entre una y otra guerra. Las turbulencias masivas causadas en la economía del mundo por la primera guerra mundial, la grave debilidad de las grandes economías europeas —Gran Bretaña, Francia y Alemania— y la reluctancia de la única potencia económica importante, Estados Unidos, a comprometerse de lleno con la reconstrucción europea, precipitaron el desastre.

horriblemente destructiva, el fantasma de la guerra nuclear empezó a amenazar con unos niveles de destrucción. Esta situación obligaría a todos a estar muy atentos y desempeñaría un importante papel en la creación de lo que, en 1945, parecía una era de paz en Europa era sumamente improbable. CAPITULO 1: AL BORDE DEL ABISMO. La guerra no condujo, como insinuó Bebel, al colapso del capitalismo y al triunfo del socialismo. Pero Bebel hizo gala de su clarividencia al pronosticar que la contienda daría paso 30 a una nueva era. E inauguró una nueva época —la «Guerra de los Treinta Años» del siglo XX—, en la que el continente europeo estuvo a punto de autodestruirse. ¿Una edad de oro? La imagen de una era deslumbrante de estabilidad, prosperidad y paz, trágicamente barrida por los peligros aún por venir, fue la que perduró en la memoria, especialmente en la de las gentes de la clase privilegiada, después de la primera guerra mundial. «La edad chapada en oro» es el calificativo que dieron los americanos a los años inmediatamente anteriores a la guerra. Pero esta expresión captaba también la forma en que los europeos empezaron a ver esta época. La burguesía parisina recordaba «la belle époque» como el momento en el que la cultura francesa era la envidia del mundo, cuando París parecía el centro de la civilización. Las clases adineradas de Berlín volvían sus ojos a la «época guillermina» Múnich, Praga, Budapest, San Petersburgo, Moscú y otras ciudades a lo largo y ancho del continente participaron de un mismo florecimiento de la cultura. Nuevas formas de expresión artística, desafiantes y provocativas, se adueñaron prácticamente de todas las formas del arte, la literatura, la música y el teatro en una explosión de audacia y creatividad. Pese a las divisiones internas y las rivalidades nacionalistas de Europa, todos los países participaban del movimiento sin trabas de mercancías y capitales que conformaba una economía capitalista internacional interrelacionada a escala global. La estabilidad que permitía el propio desarrollo económico se basaba en el reconocimiento del patrón oro como una especie de divisa mundial, enraizada en el predominio de la City de Londres. En ella el Banco de Inglaterra tenía la llave de la estabilidad de la economía del mundo. Las economías de Estados Unidos y de Alemania eran más dinámicas y crecían más deprisa que la de Gran Bretaña. El dominio de la economía mundial por los americanos en un determinado momento del futuro parecía probable, pero Gran Bretaña seguía acaparando la porción más grande del comercio global (aunque fuera disminuyendo) y era con mucho el mayor exportador de capitales de inversión. Hasta 1914 el sistema seguía intacto. Comparado con lo que había habido antes, por no hablar de lo que estaba por venir, el siglo XIX había sido pacífico. Costaba trabajo imaginar que la prosperidad, la paz y la estabilidad no continuaran en un futuro indefinido, o que pudieran ser borradas del mapa tan pronto y con tanta rapidez. Había, sin embargo, otra cara menos agradable de Europa. El tejido social del continente estaba cambiando muy deprisa, aunque de forma

muy desigual. Regiones que habían experimentado una industrialización intensa y rápida coexistían con grandes extensiones que seguían teniendo un carácter eminentemente agrícola, a menudo casi primitivo. En 1913 alrededor de cuatro quintas partes de la población trabajadora de Serbia, Bulgaria y Rumanía todavía se ganaban la vida en el campo. La pobreza y la falta de oportunidades obligaban a gran número de gente a abandonar su tierra natal. Lejos de ver los beneficios de la prosperidad y la civilización, millones de europeos sencillamente no podían seguir esperando y escapaban. La emigración a los Estados Unidos de América llegó a su punto culminante en 1907, cuando más de un millón de europeos cruzó el Atlántico. Se debió al elevado número de personas que intentaban escapar de la miseria del Imperio Austrohúngaro, de Rusia, y, sobre todo, de las regiones 35 empobrecidas del sur de Italia. La rapidez de cambio social dio lugar a nuevas presiones políticas, que habían empezado ya a amenazar el orden político establecido. En Europa el poder político continuó en manos de la minoría durante los años inmediatamente anteriores al estallido de la primera guerra mundial. Las elites terratenientes y las viejas familias aristocráticas, a veces emparentadas con las nuevas dinastías cuyas inmensas fortunas procedían de la industria y del capital financiero, seguían formando la clase dirigente y los mandos militares en la mayor parte de los países. Además, Europa era todavía un continente de monarquías hereditarias. Sólo Suiza (cuya vieja confederación había adoptado una constitución republicana federal moderna en 1848), Francia (desde 1870) y Portugal (desde 1910) eran repúblicas. No obstante, prácticamente en todas partes había un marco de gobierno constitucional, pluralidad de partidos políticos (aunque el derecho de sufragio estaba enormemente restringido), y un sistema legal. Pero grandes sectores de la población, incluso en Gran Bretaña (considerada la cuna de la democracia parlamentaria), seguían sin tener representación política. Pero al comenzar el siglo XX las mujeres no estaban autorizadas a votar en las elecciones parlamentarias en ningún país de Europa. Las campañas feministas desafiaron esta discriminación en numerosos países, aunque antes de la primera guerra mundial tuvieron muy poco éxito fuera de Finlandia y Noruega. El cambio fundamental, que las elites de todos los países vieron como una amenaza para su poder, había venido de la mano de la aparición de los partidos políticos y los sindicatos de la clase obrera. La «Segunda Internacional» de los partidos socialistas europeos había sido instituida en 1889 como organización-paraguas con el fin de coordinar las exigencias programáticas de los partidos nacionales. Su ataque al carácter intrínsecamente explotador del capitalismo y su propaganda de una nueva sociedad basada en la igualdad y la distribución justa de la riqueza, tenían un atractivo evidente y cada vez mayor para muchos integrantes de la clase trabajadora, pobre. Los trabajadores habían empezado a organizar la defensa de sus intereses mejor que nunca. Así lo reflejaba la rápida expansión de los sindicatos. En 1914 las organizaciones sindicales tenían en Gran Bretaña más de cuatro millones de afiliados, en Alemania más de dos millones y medio, y en Francia cerca de un millón. En la mayoría de los países europeos, a comienzos de siglo los partidos socialistas y otros movimientos de diverso tipo habían conseguido hacerse oír y habían ido ganando cada vez más apoyo. Desde 1890, con un programa marxista, el Partido Socialdemócrata de Alemania (el SPD) se había convertido en el movimiento socialista más numeroso de Europa.

Europa, el nacionalismo en cuanto movimiento político se hallaba desgarrado por las divisiones internas y era incapaz de hacerse con el poder del estado. El antisemitismo era un término nuevo para designar un fenómeno ya viejo, extendido por todo el continente: el odio a los judíos. El tradicional antagonismo cristiano hacia «los asesinos de Cristo», que llevaba existiendo desde hacía muchos siglos, seguía vigente y fue fomentado por el clero cristiano tanto protestante, como católico y ortodoxo. Otro elemento profundamente arraigado de ese odio provenía de los viejos resentimientos económicos y sociales, que se habían visto reforzados cuando los judíos se aprovecharon de la libertad que se les había concedido recientemente de extender su participación en los negocios y en la vida cultural. Durante las últimas décadas del siglo XIX, a las viejas modalidades de odio a los judíos, a menudo violentas, se había sumado algo mucho peor. Vinieron a sumárseles nuevas doctrinas raciales, potencialmente mortíferas, que ofrecían una justificación pseudocientífica y biológica del odio y la persecución. El antisemitismo biológico excluía semejante cosa. Los judíos, según esta ideología, eran científicamente distintos 45 desde el punto de vista racial, «por su sangre». Un judío no podía ser ya francés o alemán, del mismo modo, por ejemplo, que un gato no podía convertirse en perro. Era una doctrina que hablaba no sólo de discriminación, sino de exclusión total. Además, potencialmente abría el camino a la destrucción física. Independientemente de la retórica, parece que el antisemitismo como política había entrado en decadencia, al menos en la Europa occidental, durante la «edad de oro» que precedió a la primera guerra mundial. Esta percepción era en parte engañosa, pues el antisemitismo se integró a menudo en la corriente general del conservadurismo. A pesar del antisemitismo relegado a los márgenes de la política, los judíos pudieron sentirse en su mayoría tranquilos en la Alemania Guillermina. La cara oscura de la «edad de oro» de la civilización y el progreso de Europa se puso de manifiesto en forma embrionaria en otra corriente de pensamiento: la «eugenesia», y su pariente cercano el «darwinismo social».utilizó las teorías evolucionistas de su tío Charles Darwin para sostener que el talento era hereditario y que la raza humana podía ser mejorada por medio de la ingeniería genética. La eugenesia parecía ofrecer el potencial necesario para «erradicar» de la sociedad los rasgos que producían la criminalidad, el alcoholismo, la prostitución y otras formas de «conductas» desviadas. La eliminación de los «enfermizos» se suponía que con el tiempo produciría una sociedad más capacitada, más sana y «mejor». Europa antes de la primera guerra mundial, pese a su apacibilidad aparente, llevaba en su seno la semilla de la explosión de violencia posterior. Las enemistades y los odios —nacionalistas, religiosos, étnicos, de clase— desfiguraban prácticamente a todas sus sociedades. Los Balcanes y el Imperio Ruso eran dos regiones especialmente violentas del continente. Buena parte de la violencia de Europa, sin embargo, fue exportada. Las potencias imperialistas hicieron un uso considerable de la violencia para imponer la continuación de su dominación de los territorios extranjeros y de los pueblos sojuzgados de sus colonias. Cuatro quintas partes del globo eran controladas directa o indirectamente por Gran Bretaña, Francia y Rusia.

La necesidad de preservar la paz de Europa y de asegurar la continuidad del crecimiento y de la prosperidad económica se propagó con nueva fuerza. Pero los líderes europeos, aunque no dejaran de abrigar esperanzas de paz, siguieron preparándose para la eventualidad de una guerra; y, si en efecto había guerra, para una victoria rápida. ¿Resbalón hacia la guerra? 1914 Tampoco habría que dar por supuesto que la guerra, cuando se desencadenó, fue un accidente, un cúmulo de errores trágicos, un resultado que no deseaba nadie, un suceso imprevisto e impredecible. Y por supuesto que todas las grandes potencias tuvieron alguna responsabilidad de lo que sucedió. Cuando la crisis se acercaba a su punto de efervescencia, Francia fomentó la postura cada vez más belicosa de Rusia. Gran Bretaña lanzó una serie de mensajes ambiguos, y no supo actuar para apaciguar la situación. Pero una vez dicho esto, la responsabilidad de los fatídicos pasos dados hacia el estallido de una conflagración europea generalizada no fue compartida por todos en igual medida. Cuando se llegó al punto de máxima tensión en julio de 1914, Alemania, el Imperio Austrohúngaro y Rusia habían sido las fuerzas decisivas en la crisis. Y el papel de Alemania fue el más trascendental de todos. Alemania combinaba su ambición de convertirse en la potencia dominante de la Europa continental con un creciente temor casi paranoico de la ascendencia y hegemonía final de Rusia. Para establecer la primera y evitar la segunda, Alemania estaba dispuesta a arriesgarse a una conflagración general en Europa. El 6 de julio de 1914 Alemania dio una garantía incondicional de apoyo al Imperio Austrohúngaro (el «cheque en blanco», como generalmente se la llama). Se basaba en la suposición de que rápidamente se produciría una acción limitada contra Serbia como castigo por el asesinato del heredero al trono austríaco, el archiduque Francisco Fernando, y su esposa Sofía, perpetrado por los nacionalistas serbios el 28 de junio de 1914 durante una visita de estado a Sarajevo. Pero eso era sólo una suposición. La garantía en cuestión no impuso veto alguno a las medidas de represalia que pudiera llevar a cabo Austria. Austria-Hungría, cuyo control de los Balcanes ponía en peligro la ascendencia serbia en la región y cuyo imperio multinacional se veía cada vez más amenazado por la desintegración, estaba dispuesta a enzarzar a Europa en una guerra con tal de satisfacer sus propios intereses, pero sólo mientras pudiera contar con el respaldo de Alemania. Los términos deliberadamente inaceptables del ultimátum de Austria a Serbia (desde cuyo territorio la organización terrorista llamada la «Mano Negra» había suministrado las armas para los asesinos de Sarajevo) fueron presentados con plena conciencia de que era muy probable que Rusia respaldara a los serbios, lo que de nuevo incrementaba muchísimo las probabilidades de una guerra europea generalizada. Y Rusia, ansiosa por impedir la dominación de los Balcanes por parte del Imperio Austrohúngaro (circunstancia que habría supuesto el bloqueo de las ambiciones rusas) respondió precisamente de ese modo, es decir ofreciendo su pleno apoyo a los serbios a sabiendas de que ello hacía más probable la guerra no sólo contra el Imperio Austrohúngaro, sino también contra Alemania; y esa guerra contra Alemania habría atraído irremediablemente a los franceses (pues era bien sabido que los planes de

fue nombrado jefe de los servicios de inteligencia militar de Serbia en 1913. La conspiración para matar al archiduque se formó en las tenebrosas redes controladas por Apis. El objetivo del atentado, Francisco Fernando, heredero al trono imperial, lejos de oponerse a las minorías eslavas, deseaba conceder mayores poderes a los «eslavos del sur» con el fin de estabilizar el imperio. Pero precisamente semejante perspectiva era considerada por los radicales serbios una amenaza a las ambiciones nacionalistas de Serbia. Aun así, no había ningún motivo evidente para que el asesinato de Francisco Fernando (y de su mujer) provocara la chispa que encendiera una guerra europea generalizada. Mientras el belicoso jefe del Estado Mayor General, el conde Franz Conrad von Hötzendorf, con el apoyo del ministro de Asuntos Exteriores austríaco, el conde Leopold Berchtold, presionaba para que se lanzara una guerra inmediata contra Serbia, el presidente del gobierno de la mitad húngara del imperio, el conde István 63 Tisza, exhortaba a actuar con cautela, temiendo «la espantosa calamidad de una guerra europea». Esta falta de unidad entre los dirigentes del Imperio Austrohúngaro fue el verdadero motivo de que se buscara una garantía del respaldo de Alemania. Los austríacos pensaban que el ejército alemán era invencible; el respaldo de Alemania era una garantía sólida, aunque su acción contra Serbia desencadenara una guerra europea. Cuando la crisis se agudizó, las acciones se vieron influenciadas por las mentalidades, los objetivos, las ambiciones y los temores que durante mucho tiempo habían estado gestándose. Alemania, país unificado sólo desde 1871, pero poseedor de la economía industrial más fuerte del continente, era ambiciosa y deseaba conseguir su propio «sitio al sol», esto es convertirse en una potencia mundial capaz de rivalizar con el Imperio Británico en estatus e influencia. Como Rusia estaba aliada con Francia, la gran enemiga de Alemania por el oeste, el temor a quedar rodeados se había generalizado para entonces entre los alemanes. Las autoridades civiles de Alemania, no las militares, siguieron manteniendo el control de las decisiones políticas hasta que se produjo la movilización de Rusia el 30 de julio, momento en el que la guerra se había hecho inevitable. Las órdenes militares sustituyeron a la iniciativa política Hasta que por fin fue aceptada la postura de Moltke, cuando los acontecimientos llegaron a su punto culminante a finales del mes de julio, las acciones del gobierno alemán habían venido determinadas por su gravísimo error político anterior —dejar las manos libres a Austria para que tratara como quisiera la crisis serbia—, que a su vez había dejado la puerta abierta al peligro real de una conflagración europea. Ese error colosal supuso que Alemania pasara el mes de julio principalmente respondiendo a unos acontecimientos que venían determinados por otros. A largo plazo los intereses de Rusia iban dirigidos hacia el control de los Balcanes y de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, vitales para su comercio y, como además controlaban el acceso al mar Negro, también para su seguridad por el sur. Rusia no podía permitir que ninguna otra potencia dominara la región. Cuando la debilidad del Imperio Otomano fue haciéndose cada vez más patente, la 67 principal amenaza para los intereses rusos en los Balcanes era a todas luces la procedente de Austria-Hungría

El Imperio Austrohúngaro, la más débil de la tríada de grandes potencias cuyas actuaciones allanaron el camino hacia la guerra en julio de 1914, actuó en gran medida movido por el miedo a su propio futuro. La inestabilidad de los Balcanes (intensificada por la erosión de la influencia otomana), las preocupaciones por la pérdida del dominio de la región en beneficio de los rusos (que se sabía que guardaban un profundo resentimiento por la anexión de Bosnia-Herzegovina por los austríacos en 1908), y la firmeza cada vez mayor de Serbia, con la sombra del apoyo ruso a sus espaldas, causaban un gran nerviosismo en las camarillas del poder en Viena. Aplastar a Serbia, pues, constituía una propuesta muy tentadora en julio de 1914, siempre y cuando quedara garantizado el apoyo alemán. Ya el 6 de julio Alemania había manifestado a bombo y platillo su apoyo a la acción de Austria contra Serbia, considerada enteramente justificada. Serbia debía dar marcha atrás o sería castigada militarmente. En consecuencia la posición del principal aliado de Alemania en los Balcanes se vio reforzada. Nadie pensó que Rusia fuera a intervenir. Las autoridades rusas habían sido incitadas a adoptar una línea dura con Austria y a ponerse del lado de Serbia, fueran cuales fueran las consecuencias, a raíz de las firmes garantías de apoyo que les habían dado sus aliados los franceses durante la visita de estado a San Petersburgo. El presidente francés, que de niño había conocido la invasión de su Lorena natal por los prusianos, tenía sus propios intereses personales contra Alemania. Entonces, como ahora, debilitar la posición de Alemania en Europa a través de un choque militar con Rusia había ido siempre en interés de Francia. El apoyo a Serbia facilitaría los objetivos estratégicos de Rusia. Si luego eso suponía entrar en guerra con Alemania, obligada a luchar en dos frentes, los elementos más belicosos del gobierno ruso pensaron que sería una guerra que ganaría Rusia. Pero no existiría la voluntad de impedirla. Hasta el 28 de julio. Ésa fue la fecha en la que Austria finalmente declaró la guerra a Serbia. El impulso hacia una guerra generalizada había sido imparable. Se hicieron frenéticas e inútiles maniobras diplomáticas de última hora, unas más sinceras que otras, con el fin de atajar el estallido de una guerra europea a gran escala. Pero ya era demasiado tarde. El 29 de julio seguía habiendo vacilaciones en Berlín sobre si debía proclamarse o no el «estado de peligro inminente de guerra» (el último estadio antes de la movilización a gran escala). Pero aquella noche, las autoridades rusas decidieron la movilización general. Al día siguiente, 30 de julio, tras cierta demora a raíz de que el zar, en un ataque de nerviosismo, confirmara primero la orden y luego la cancelara, se proclamó por fin la movilización total. En Berlín las órdenes militares pasaron finalmente por encima de las consideraciones políticas. El 31 de julio se declaró el «estado de peligro inminente de guerra». El 31 de julio, a media noche, Alemania hizo público un ultimátum de doce horas a Rusia anunciando la movilización general del Reich si los rusos se negaban a derogar su propia orden de movilización. Cuando el ultimátum expiró el 1 de agosto, sin que San Petersburgo hubiera adoptado acción alguna, Alemania declaró la guerra a Rusia. Francia se movilizó en apoyo de Rusia ese mismo 72 día. Y dos días después, el 3 de agosto, Alemania declaraba la guerra a Francia.

Moltke adaptó una variante del plan trazado por su antecesor en el cargo de jefe del estado mayor general, el conde Alfred von Schlieffen, en 1905, que partía de la premisa de una guerra en dos frentes, pero que proponía avanzar primero hacia el oeste a toda velocidad con el fin de dejar fuera de combate a los franceses con una ofensiva rápida de una fuerza enorme, y lanzarse a la derrota del enemigo por el este antes de que los rusos pudieran emprender el ataque. Pero los franceses no ignoraban, ni mucho menos, el peligro y con un ejército de campaña de unas dimensiones comparables, estaban preparándose para responder al ataque con unas ofensivas igualmente enormes. También los rusos pensaban en una ofensiva rápida y decisiva contra la Galicia austríaca (una ofensiva contra los alemanes en Prusia Oriental se hallaba subordinada, para disgusto de los franceses, a este objetivo principal) con el fin de llegar a los Cárpatos. También los austríacos imaginaban que la mejor forma de defensa era el ataque. Pero reconocían que, aunque estaban en condiciones de cargar contra los serbios, sólo podían emprender una acción contra los rusos conjuntamente con un ataque demoledor de los alemanes contra su enemigo del este. La convicción de que la guerra era necesaria y estaba justificada, y la idea de por sí consoladora de que fuera breve —una aventura corta, apasionante y heroica—, con una victoria rápida y pocas bajas, trascendieron a las clases dirigentes de Europa y penetraron en amplios sectores de la población. Todo ello nos permite explicar por qué tantas personas en cada uno de los países beligerantes se mostraron tan entusiasmadas, casi eufóricas, cuando aumentó la tensión. En la raíz de unas emociones tan extraordinarias, años y años de adoctrinamiento nacionalista en las escuelas y universidades, durante el servicio militar, en las organizaciones patrióticas y en los grupos de presión, así como en la prensa popular, habían hecho su función. Especialmente en las clases alta y media, y también entre los intelectuales y los estudiantes, predominaba el fervor nacionalista. Para muchos la guerra era bienvenida también como expresión de regeneración nacional. Algunos indicadores de la época, sin embargo, señalan que el ambiente predominante en Londres y en otros lugares de Inglaterra era de angustia e inquietud. En los pueblos de Francia predominaban la alarma, el pesimismo y la aceptación fatalista de las exigencias del deber, pero no se vio el menor signo de júbilo desmedido. También dentro de la clase trabajadora industrial, y en particular entre los obreros vinculados a los partidos y los sindicatos socialistas —fuertemente internacionalistas y con tendencia al pacifismo—, se dejaron ver relativamente poco el ultranacionalismo chovinista y el entusiasmo espontáneo por la guerra. Pero incluso en esos ambientes la oposición al conflicto fue prácticamente nula. Los socialistas de los parlamentos alemán, francés y británico votaron a favor de respaldar la financiación de la guerra propuesta por el gobierno. En Rusia los socialistas se abstuvieron. Lo que indujo a los partidarios del socialismo internacional a respaldar la guerra nacionalista fue la creencia de que se trataba de una guerra defensiva e inevitable. Fue vista como un conflicto en el que había que combatir aunque fuera a regañadientes, y en el que se luchaba por la libertad, no por la dominación imperialista. Los trabajadores estaban dispuestos a combatir —y a morir— por su país junto con sus compatriotas y sus

aliados en la que veían como una guerra justa de autodefensa contra la agresión de un enemigo extranjero. Como soldados reclutados forzosamente para el ejército, habían sido adoctrinados en el patriotismo y la disciplina. De modo que tendrían que ser primero patriotas y después socialistas. Y también el partido laborista británico aceptó que había que combatir en la guerra hasta que Alemania fuera derrotada. Los periódicos de todos los países avivaron la histeria en contra de los extranjeros Pero la vívida imaginación de las gentes, inspirada por los medios de comunicación, hacía que surgieran espías y quintacolumnistas por doquier. La presión social en pro del alistamiento fue muy intensa. En todos y cada uno de los países beligerantes, los soldados que marchaban al frente eran despedidos en las estaciones de ferrocarril por multitudes que los vitoreaban. Las lacrimosas despedidas de las madres, esposas e hijos iban acompañadas de cantos patrióticos y arrebatadas expresiones de deseos de victoria rápida y reencuentro inmediato Mientras tanto los uniformes habían adoptado en su mayoría unos monótonos colores caqui o gris. Pero los franceses fueron a la guerra llevando todavía las espléndidas guerreras azules, los pantalones rojos y los gorros rojos y azules pertenecientes a otra época. Por otra parte, en agosto de 1914 los macutos de los soldados no incluían casco de acero que los protegiera —a los soldados franceses e ingleses se les proporcionó sólo en 1915, y las tropas alemanas tendrían que esperar al año siguiente— ni máscara antigás Los ejércitos que fueron a la guerra en 1914 eran ejércitos decimonónicos. Pero iban a combatir y participar en una guerra del siglo XX.