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Revoluciónes 1830-1848, Monografías, Ensayos de Historia

Periodo de revoluciones europeas

Tipo: Monografías, Ensayos

2020/2021

Subido el 23/06/2021

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Restauración y revoluciones en la primera mitad del siglo XIX
Versión libre y sintética de Asa Briggs y Patricia Clavin, Orden y
Movimiento”, en Historia contemporánea de Europa. 1789-1989, Ed.
Crítica, Barcelona, 1997.
Introducción
Después de las grandes conmociones que experimentó Europa entre
1789 y 1815 nada podía volver a ser lo mismo. La experiencia de la
revolución y la guerra había calado tan hondo y la había compartido tanta
gente, aunque de forma desigual, que no era fácil que se olvidara. Pero
no todo el mundo quería olvidar. En realidad, antes incluso de morir,
Napoleón se convirtió en una leyenda que aún tenía la capacidad de
conmover a los hombres.
Había revolucionarios y liberales en la mayoría de países de la Europa
pos-napoleónica. Ambos grupos creían que la labor emprendida en 1789
debía continuar. Los primeros solían ser profesionales en sus opiniones
y desinhibidos en sus métodos, mientras que los segundos intentaban
conservar las conquistas positivas para la libertad humana resultantes
de 1789, evitando al mismo tiempo los "excesos revolucionarios". No
confiaban en las conspiraciones, sino en el "constitucionalismo".
Las revoluciones de 1830: el desafío al "statu quo"
Nadie pronunció aforismos tan memorables en 1830, cuando recorrió
Europa una oleada revolucionaria, como el poeta francés Víctor Hugo,
cuyas ideas políticas habían evolucionado a lo largo de la década anterior,
dio con las palabras justas e inusualmente concisas en él al describir la
revolución francesa de 1830 como "una revolución que se quedó a
medias". De todos modos, no hubiera habido revolución en Francia de no
haber sido por el deseo de Carlos X de hacer su régimen aún más
autoritario de lo que era. De un lado está la corte dijo un periódico
parisiense; del otro, la nación." Este periódico, el Globe, era nuevo. Había
sido propiedad de Thiers, un joven político liberal (y que más adelante
sería historiador y represor de revoluciones), que contaba con el apoyo
y la protección de Talleyrand.
Carlos X fue derrocado con muy escaso derramamiento de sangre en
el curso de la Revolución de Julio en París, impulsada sobre todo por la
burguesía insatisfecha, bajo la bandera tricolor, apoyada por multitudes
de obreros que estaban dispuestos a ir a las barricadas en caso de
necesidad; sin embargo, el resultado no fue la creación de una nueva
república revolucionaria, sino una monarquía constitucional, con la
investidura de Luis Felipe, el nuevo monarca, como "rey de los franceses"
en vez de "rey de Francia". Al mismo tiempo, se reformó la Carta Otorgada
de 1814 y se estipuló explícitamente que se trataba de un contrato "entre
el rey y el pueblo".
Las consecuencias inmediatas de la revolución fueron más notables
en el exterior que en Francia, y hubieran podido ser arrasadoras de haber
querido Luis Felipe ponerse a la cabeza de las fuerzas revolucionarias de
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¡Descarga Revoluciónes 1830-1848 y más Monografías, Ensayos en PDF de Historia solo en Docsity!

Restauración y revoluciones en la primera mitad del siglo XIX Versión libre y sintética de Asa Briggs y Patricia Clavin, Orden y Movimiento”, en Historia contemporánea de Europa. 1789 - 1989 , Ed. Crítica, Barcelona, 1997. Introducción Después de las grandes conmociones que experimentó Europa entre 1789 y 1815 nada podía volver a ser lo mismo. La experiencia de la revolución y la guerra había calado tan hondo y la había compartido tanta gente, aunque de forma desigual, que no era fácil que se olvidara. Pero no todo el mundo quería olvidar. En realidad, antes incluso de morir, Napoleón se convirtió en una leyenda que aún tenía la capacidad de conmover a los hombres. Había revolucionarios y liberales en la mayoría de países de la Europa pos-napoleónica. Ambos grupos creían que la labor emprendida en 1789 debía continuar. Los primeros solían ser profesionales en sus opiniones y desinhibidos en sus métodos, mientras que los segundos intentaban conservar las conquistas positivas para la libertad humana resultantes de 1789, evitando al mismo tiempo los "excesos revolucionarios". No confiaban en las conspiraciones, sino en el "constitucionalismo". Las revoluciones de 1830: el desafío al "statu quo" Nadie pronunció aforismos tan memorables en 1830, cuando recorrió Europa una oleada revolucionaria, como el poeta francés Víctor Hugo, cuyas ideas políticas habían evolucionado a lo largo de la década anterior, dio con las palabras justas e inusualmente concisas en él al describir la revolución francesa de 1830 como "una revolución que se quedó a medias". De todos modos, no hubiera habido revolución en Francia de no haber sido por el deseo de Carlos X de hacer su régimen aún más autoritario de lo que era. De un lado está la corte – dijo un periódico parisiense–; del otro, la nación." Este periódico, el Globe, era nuevo. Había sido propiedad de Thiers, un joven político liberal (y que más adelante sería historiador y represor de revoluciones), que contaba con el apoyo – y la protección– de Talleyrand. Carlos X fue derrocado con muy escaso derramamiento de sangre en el curso de la Revolución de Julio en París, impulsada sobre todo por la burguesía insatisfecha, bajo la bandera tricolor, apoyada por multitudes de obreros que estaban dispuestos a ir a las barricadas en caso de necesidad; sin embargo, el resultado no fue la creación de una nueva república revolucionaria, sino una monarquía constitucional, con la investidura de Luis Felipe, el nuevo monarca, como "rey de los franceses" en vez de "rey de Francia". Al mismo tiempo, se reformó la Carta Otorgada de 1814 y se estipuló explícitamente que se trataba de un contrato "entre el rey y el pueblo". Las consecuencias inmediatas de la revolución fueron más notables en el exterior que en Francia, y hubieran podido ser arrasadoras de haber querido Luis Felipe ponerse a la cabeza de las fuerzas revolucionarias de

Europa. Pero no quiso y, por lo tanto, los acontecimientos siguieron su curso. El primer trono que tembló fue el de Holanda. En agosto de 1830, se vio coronada por el éxito una revuelta en Bruselas, que estalló, como no podía ser de otro modo, después de una ópera de argumento antiautoritario. (La ópera solía tener finalidades políticas en el siglo XIX.) El gobierno provisional de Bélgica exigió la independencia, y el rey de Holanda, Guillermo I, que había insistido en hacer del holandés el idioma oficial de todo el país, no pudo restablecer su autoridad. Varios Estados alemanes, entre ellos Sajonia, Hannover y Hesse- Cassel, adoptaron constituciones liberales, y en mayo de 1832 más de 20.000 personas de toda Alemania celebraron una fiesta en Hambach, en el Palatinado, donde hicieron ondear la bandera tricolor, y se brindó por la soberanía del pueblo y la fraternidad de las naciones. El año anterior, la bandera tricolor había ondeado en Birmingham, mientras Gran Bretaña se encontraba inmersa en una prolongada crisis política y constitucional en torno a la aprobación de una ley de reforma del Parlamento, que extendía el derecho a voto a gran parte de la clase media. El primer ministro whig, el conde Grey, que sucedió a Wellington en 1830, estaba convencido, con toda la razón, de que la legitimidad política de los de arriba era necesaria para canalizar la presión popular de los de abajo. Al aumentar casi un 50 por 100 el electorado, la ley vincularía a las "clases medias" con la constitución. Se produjeron combates encarnizados, aunque con menos éxito, a favor de la introducción de cambios políticos y constitucionales en otros lugares, aunque provocaron más represión que cambios. Antes de aplastar las siguientes manifestaciones que tuvieron lugar en Alemania en 1831 y 1832, Metternich consiguió que la Dieta alemana aprobase Seis Artículos prohibiendo las asociaciones políticas y las asambleas populares también se produjo una catastrófica debacle revolucionaria en Polonia. Los polacos se habían alzado contra los rusos en noviembre de 1830, pero la nobleza polaca no había hecho ningún esfuerzo por conseguir el apoyo de los campesinos, y además estaba profundamente dividida entre "rojos" y "blancos". Cuando en septiembre de 1831 los rusos lograron volver a entrar en Varsovia, su venganza fue inmediata. Un decreto de 1833 declaró a Polonia en "estado de guerra", autorizando la muerte o el encarcelamiento de miles de patriotas polacos, la confiscación de tierras, el cierre de las universidades y la vigilancia de las calles de Varsovia por el ejército. Casi 10.000 polacos se exiliaron, la mayoría en Francia, mientras que otros llegaron hasta Norteamérica, una ruta que seguirían miles de sus compatriotas durante el siglo XIX. El hecho de que Bélgica pudiese obtener la independencia, mientras que Polonia fue aplastada, y que los británicos pudiesen aprobar en el Parlamento una ley de reforma ( Reform Act ) mientras que a los Estados alemanes se les advertía que debían aceptar sin rechistar las decisiones de la Dieta, son indicios de las divisiones cada vez más agudas y evidentes entre la Europa del este y la del oeste. No obstante, en las discusiones posteriores – sobre quién debía ser el rey y cuáles debían ser los límites territoriales–, Gran Bretaña y Francia acercaron sus posiciones y se

La gente se dio cuenta de que tal vez los jóvenes viviesen lo bastante como para ver a Alemania convertida, de una simple expresión geográfica (como la veía Metternich) o una suma de asociaciones y lealtades históricas (como la entendía Federico Guillermo III), en un Estado nacional con un lugar en el mapa de Europa. El nacionalismo fue un movimiento que apareció en los años de la inmediata posguerra cuando las distinciones entre los varios "movimientos" no eran muy estrictas; sin embargo, más adelante esas distinciones lo fueron, sobre todo después de que el uso de la palabra "clase" empezara a generalizarse, sustituyendo, aunque no de inmediato ni de forma general, al antiguo lenguaje de estados, órdenes y grados. En Prusia, de hecho, y antes incluso en algunos de los Estados alemanes más pequeños, la representación mediante los Estados fue restaurada después del 1815, y en la mayor parte de Alemania la nobleza, atrincherada en el Estado superior, conservó el poder, como lo había ejercido en Francia antes de 1789. Mediaba un abismo entre ellos y las clases medias mercantiles, fuertes en Renania. Tanto en Alemania como en Italia, así como en Francia, las palabras burgués y burguesía tenían una larga historia, que se remontaba a las ciudades medievales; sin embargo, resultó confuso que en alemán bürgerlich significara al mismo tiempo "burgués" y "civil", de tal modo que no existía la distinción entre sociedad burguesa y sociedad civil, algo que generaba confusiones tanto entonces como a finales del siglo XX, con la resurrección de la fórmula "sociedad civil" en el debate político. Estas palabras se empleaban mucho menos en Gran Bretaña, donde dominaba el pragmatismo en la práctica de la política nacional e internacional, pero fue en Gran Bretaña donde apareció una nueva clase patronal, orgullosa de su energía y de sus ansias de innovación, y a la que interesaban los beneficios, en vez de los honorarios y las rentas. Era en esta clase en la que Marx y Engels, hijos de familias opulentas de judíos renanos conversos, pensaban sobre todo cuando durante su exilio en Gran Bretaña analizaban el futuro de la revolución. Marx y Engels expusieron sus predicciones en un lenguaje inolvidable en el Manifiesto comunista , escrito en seis semanas y publicado en 1848, y más adelante sostendrían (de forma mucho más sistemática) que el pasado, el presente y el futuro podían analizarse de forma "científica", igual que la revolución. A partir de datos e ideas derivados del filósofo dialéctico alemán Hegel, de las historias francesas de la "lucha de clases" y de la economía política británica, sobre todo la teoría de la plusvalía del especialista inglés en política económica David Ricardo, Marx y Engels crearon una nueva síntesis. Las clases se desarrollaban a través de movimientos, de cambios económicos más que de cambios políticos, y sus identidades, de contornos a menudo difusos, no las definían ni las leyes ni las costumbres. Se articulaban a través de experiencias compartidas, entre ellas la "combinación", y mediante conflictos. No obstante, es más peligroso generalizar al hablar de "clases" como solían hacer Marx y Engels, incluso de la "clase gobernante", algunos de cuyos miembros desconfiaban mucho de todas las formas de movimiento, que generalizar al hablar de burocracia, quienquiera que fuese el soberano. Un examen

más detallado de la clase obrera naciente y de la burguesía durante estos años centra su atención tanto en las variaciones ocupacionales y regionales de grupo dentro de cada clase, como en la incipiente o inminente solidaridad de clase. En el continente europeo, la burguesía de provincias, inmovilista y a menudo tradicionalista, muchas veces se mostraba contenta y respetuosa con la comunidad local, muy diferente de las nuevas ciudades industriales, y sus miembros no participaban de forma visible en causas o movimientos políticos. En un nivel parecido se situaban los tenderos (algunos de los cuales eran proveedores de la aristocracia), los comerciantes (algunos muy ricos), los industriales (que seguían siendo poco numerosos, pero algunos de ellos eran ricos) y los banqueros, los más notables de los cuales constituían una ambiciosa alta burguesía que a veces, como en el caso de los Rothschild, actuaba por medio de una red de contactos internacionales. Como muy bien sabía Metternich, eran menos propensos a defender causas generales que los abogados o los "intelectuales", otro vocablo poco utilizado en Gran Bretaña. Los estudiantes británicos, a diferencia de los europeos, se mantenían en su mayoría al margen de los movimientos políticos. En la Europa continental eran los representantes más conspicuos de una nueva generación, igual que los poetas, que en Francia y Alemania a veces defendían su "movimiento" con mayor firmeza que los promotores del ferrocarril. Alphonse Marie Louis de Lamartine, que desempeñaría un papel clave en la revolución francesa de 1848, le escribía a un amigo 11 años antes diciéndole que "la única vía hacia el poder" consiste en "identificarte con el espíritu mismo del movimiento victorioso en un momento en que nadie pueda contradecirte". Decidir cuál era el momento adecuado era, en opinión del joven Marx, posiblemente la más importante de las decisiones que debían tomar los revolucionarios. Sólo en Gran Bretaña, Bélgica y partes de Alemania y Austria había bastantes obreros industriales empleados en minas, talleres y fábricas como para que contasen políticamente, e incluso en estos países la "mano de obra" se encontraba localizada en las regiones industriales. La producción manual en lugar de mecánica continuó siendo la forma dominante de trabajo en la industria de la mayoría de países, y durante la década de 1840 hubo trabajadores manuales en Francia, Alemania y Austria que actuaban como los luditas británicos de la generación anterior, destruyendo las máquinas que creían que les estaban dejando sin empleo. En toda Europa eran más quienes trabajaban la tierra que los trabajadores urbanos, e incluso en Gran Bretaña no fue hasta el año 1851 cuando la población urbana superó a la rural. De todos modos, no fue necesaria la industrialización – que casi en todas partes, Gran Bretaña incluida, aún era a pequeña escala– para que la burguesía planteara sus reivindicaciones en contra de la aristocracia o para que apareciese el socialismo en pueblos y ciudades. Fue debido a la creencia que la revolución aún no había terminado, pese a que buena parte de la burguesía estuviese radicalmente en contra, por lo que se escribieron manifiestos socialistas. "La mano de obra había llegado antes de que el capital estuviese preparado." En la misma Francia, donde el

estructurales de gran alcance: el desarrollo urbano, la industrialización, y, sobre todo, los nuevos sistemas de comunicación. La "era del ferrocarril" empezó con la inauguración de una línea entre Manchester y Liverpool en 1830 (a la que asistió Wellington), y en 1838, año en que Rusia tendió su primera línea férrea, en Gran Bretaña ya había 750 kilómetros de vía en funcionamiento. Los ferrocarriles fueron desde el principio símbolos de movimiento (y velocidad), estimulando la imaginación aún más que el vapor que impulsaba a las locomotoras. Pero eran mucho más que símbolos: redujeron los costes de transporte, abrieron mercados y generaron una demanda de carbón y acero sin precedentes. El tren transportaba al mismo tiempo mercancías e ideas, y poco después de su introducción apareció el telégrafo, un invento que pronto se asoció con el tren. Los países pequeños podían beneficiarse del ferrocarril tanto como los grandes. A mediados de la década de 1830, Bélgica le llevaba la delantera a Gran Bretaña en el desarrollo de una "política ferroviaria", y la línea de Bruselas a Malinas transportó a más pasajeros en su primer año que todos los ferrocarriles de Gran Bretaña juntos. Para facilitar y aumentar el volumen del transporte de mercancías, Prusia, en vez de Austria, tomó la iniciativa con la creación de un Zollverein ("unión aduanera") que pronto se convertiría en motivo de preocupación para Metternich, que veía en ella "un Estado dentro del Estado", pero que sabía que las industrias austríacas no estaban lo bastante desarrolladas como para participar en él. El Zollverein fue aumentando de tamaño, y envergadura, hasta que en 1834 abarcaba 18 estados del centro y el sur de Alemania con 23 millones de habitantes y una superficie total de 275.000 kilómetros cuadrados. Para Prusia, las ventajas políticas eran mínimas, pero las económicas para los prusianos fueron sustanciales. Al eliminar las barreras aduaneras internas, el Zollverein amplió el mercado alemán, y al amparar a sus miembros con las tarifas prusianas de 1818 limitó la importación de productos elaborados del resto de Europa, con un arancel del 10 por 100 ad valorem. Del temor a la competencia económica alemana a través del Zollverein se hizo eco el Parlamento británico a finales de la década de 1830, y mientras que el primer administrador del Zollverein fue un admirador prusiano de Adam Smith, las acusadas tendencias proteccionistas dominantes en Prusia aparecen reflejadas en El sistema nacional de economía política de Friedrich List (1844). List había estado exiliado en Norteamérica, donde las ideas librecambistas británicas nunca gozaron de la aprobación general. Norteamérica incidió de distintos modos en la historia europea entre 1815 y 1848, pero sobre todo porque era también un símbolo de libertad de movimientos, un lugar de verdad adonde iban personas de verdad; sin embargo, eran las personas, y no los gobiernos, quienes determinaban los flujos migratorios intercontinentales, a veces motivadas por el miedo a sus gobiernos. Y todos los años, para encontrar una nueva esperanza en una tierra nueva, un sinnúmero de gentes cruzaba los océanos, cada vez con mayor frecuencia en barcos de vapor, y a menudo pasando grandes penalidades. El número de emigrantes sólo británicos subió de

57.000 en 1830 a 90.000 en 1840 y 280.000 en 1850. A los emigrantes les atraía algo más que los sueños: la dura realidad de la vida cotidiana en Europa en las décadas de 1830 y 1840 hizo que muchos de sus habitantes más emprendedores intentasen mejorar su situación, una mejora que, desde luego, era más que un sueño. "Ahora, padre – escribía un emigrante inglés a su familia después de haber llegado a Australia–, me parece que esta es la Tierra Prometida." Puede que la realidad más dura de Europa fuese la de la gran hambruna que afectó a Irlanda y gran parte de Europa del Este a mediados de la década de 1840. La pérdida de la cosecha de papas en 1845 y en los años siguientes provocó la generalización del hambre, y sólo en Irlanda murieron más de 20.000 personas, aunque muchos más emigraron a los Estados Unidos. Cerca de 1,5 millones ya habían abandonado la isla antes del principio de la Gran Hambruna, un siniestro fenómeno de resonancias malthusianas que el gobierno de Londres no supo cómo resolver, y a cuyo término Irlanda había perdido un tercio de sus habitantes. Pronto hubo más irlandeses en las ciudades de Norteamérica que en cualquier ciudad de la propia Irlanda, una circunstancia que tendría consecuencias a largo plazo, tanto en el ámbito de la realidad como en el de la leyenda. No todas las realidades eran tan impactantes como las del desarrollo urbano, la migración y el hambre; sin embargo, los años que van de 1830 a 1848 fueron años en los que se habló tanto de la realidad – la dura realidad– como de los sueños. La necesidad de recopilar estadísticas, un término que la Enciclopedia Británica de 1797 había descrito como "de introducción reciente" y originario de Alemania, se hizo evidente en todas partes, sobre todo, tal vez, en Gran Bretaña y Francia, tanto estadísticas oficiales como los voluminosos blue books británicos ("libros azules", informes de comisiones de investigación) como estadísticas extraoficiales recogidas por investigadores sociales o asociaciones de voluntarios. No sólo eran estadísticas de población – que siguió aumentando en Europa a pesar de la emigración, y llegó a superar los 260 millones en 1848, 75 millones más que en 1800–, sino también de producción industrial, importaciones y exportaciones, salud pública y alfabetización, sin olvidar la delincuencia. La palabra "clase" solía utilizarse también en un contexto no económico, sino de moral. La idea de la existencia de unas "clases peligrosas", sobre todo en las grandes ciudades, estaba extendida por toda Europa, al igual que la de la existencia de una "clase criminal" con características propias, un concepto que más adelante sería matizado. Las estadísticas sobre salud fueron de especial importancia, porque mediante el análisis comparativo de los índices de mortalidad (las diferencias en los índices entre distintas regiones de un país o incluso entre las distintas partes de la misma ciudad) los analistas motivados por finalidades de tipo social llegaron a la conclusión fundamental de que sería posible eliminar algunas diferencias locales y regionales con el seguimiento de la política social adecuada. En el caso no sólo de las enfermedades endémicas, como el tifus, relacionadas con la pobreza, sino también de las enfermedades epidémicas, sobre todo el cólera, que afectaban a gente de todas clases (incluido uno de los primeros ministros

sin nada de simple. Los cartistas británicos, que redactaron su documento fundamental, la Carta, en 1838, empezaron con la realidad – la realidad de un derecho de voto restringido y de la terrible "situación de Inglaterra"–, pero también tenían sus sueños: el sueño de convertir el Parlamento británico en un parlamento del pueblo basado en un sistema electoral de sufragio universal masculino, elecciones anuales y sin que se exigiese a los parlamentarios tener un mínimo de propiedades. Cuando se cumplieran sus Seis Puntos, todo el mundo tendría un bife de carne sobre la mesa. Cuando los cartistas empezaron su agitación durante una grave depresión económica, la más grave desde el comienzo de la revolución industrial, la primera reforma parlamentaria importante ya se había llevado a cabo en Gran Bretaña. Esta circunstancia proporcionó a los cartistas uno de sus argumentos principales: que se limitaban a pedirle al Parlamento que concediese a la clase obrera lo que ya habían concedido los whigs a la clase media gracias a la ley de reforma de 1832. Pero ni los whigs ni sir Robert Peel, un "conservador" sensible y sensato, hijo de un rico fabricante de algodón, que aceptó la ley y ganó las elecciones generales con el nuevo sistema de sufragio en 1841, simpatizaban en lo más mínimo con las reivindicaciones de los cartistas. Así pues, los cartistas no tuvieron más remedio que organizarse y manifestarse. Los cartistas consiguieron demostrar la fuerza de la presencia de la nueva clase obrera en la vida británica – lo que despertó los temores de algunos–, pero nunca o casi nunca amenazaron con una revolución. Muchos de ellos creían en la consigna "pacíficamente si podemos, por la fuerza si debemos", pero la fuerza física organizada apenas tenía cabida en la ideología cartista; como tampoco se produjo – hasta 1848, cuando ya era demasiado tarde– una verdadera confluencia entre los cartistas y los irlandeses descontentos, que protestaban contra la ley de unión con Gran Bretaña de 1800. El hecho de que el líder cartista más popular, Feargus O’Connor fuese irlandés no era garantía de una alianza, ya que O’Connor desconfiaba tanto de Daniel O’Connell, el líder irlandés en el Parlamento, como el propio O’Connell desconfiaba de él. Mientras tanto, de 1841 a 1846, Peel puso en práctica un programa de importantes reformas – entre ellas, reformas fiscales, el reforzamiento del sistema bancario y en 1846 la derogación de las leyes de cereales– que colocaron los cimientos de la seguridad y la prosperidad de la Gran Bretaña de mediados del siglo XIX. No obstante, la política de Peel dividió al partido conservador, uno de los primeros partidos parlamentarios que contó con bases organizadas en las circunscripciones electorales. Un amplio sector del partido, incluida la hidalguía rural, se volvió contra él, empujado por la brillante retórica de Benjamin Disraeli, un joven político aún por consagrar, para quien ser judío (aunque converso) sólo era una pequeña dificultad. Así pues, en la política británica de la década de 1840 una ruptura política tuvo más importancia que cualquier alianza social. Lo ocurrido en 1846 tuvo consecuencias políticas a largo plazo de gran importancia. Los whigs, un partido mayoritariamente aristocrático con una minoría de disidentes protestantes, políticos radicales, irlandeses,

antiguos seguidores de Canning como Palmerston y, tras la muerte de Peel en 1850, seguidores de Peel, dominaron la política británica durante más de un cuarto de siglo; sin embargo, la victoria de los whigs no fue total, porque durante esta etapa central del período Victoriano se produciría una transformación paulatina de los partidos políticos británicos que empezó en las bases y culminó con la aparición de un nuevo tipo de partido liberal, que encabezaría un antiguo seguidor de Peel, el principal adversario de Disraeli, William Gladstone. La primavera de la libertad: el alba de las revoluciones de 1848 Las circunstancias políticas británicas, que permitieron una adaptación tan importante, contrastan muchísimo con las circunstancias políticas de Francia durante el reinado de Luis Felipe, la "monarquía de julio". El "Rey Ciudadano" admiraba Gran Bretaña, al igual que uno de sus ministros más capaces, el protestante François Guizot, que creía en el progreso económico y el gobierno parlamentario; sin embargo, aún no se había producido la revolución industrial en Francia, y los republicanos más comprometidos continuaban tomando como punto de referencia a la Asamblea Constituyente, la Convención o Napoleón, sobre cuya figura se cantaban canciones y cuyo cuerpo fue trasladado a París en 1840 y enterrado en el imponente marco de los Inválidos. La bandera roja ondeó en París en el funeral del general radical Lamarque (víctima del cólera) en 1832, y se produjo una grave insurrección de obreros en la ciudad industrial de Lyon en noviembre de 1831 cuando la guarnición militar abandonó la ciudad. Cinco años después los tejedores de seda de la ciudad desfilaron por las calles con banderas negras. En ese mismo año apareció el primer periódico popular de Francia, La Presse. Al cabo de siete años, fue fundado el diario radical La Réforme. Pese a todo, las conspiraciones, los asesinatos y las revoluciones no alteraron demasiado la política parlamentaria entre 1830 y 1848. Se presentaron proyectos de ley de reforma, pero fueron derrotados, y la oposición estaba siempre dividida. Hubo no menos de 17 gobiernos entre 1830 y 1840. Luis Felipe, ambicioso y decidido a gobernar tanto como a reinar, tenía pocas cualidades napoleónicas y se convirtió en blanco inevitable de sátiras y caricaturas, la más famosa de las cuales, muy reproducida, lo presenta en forma de pera, mientras que la más reveladora de las caricaturas lo representa vistiendo con ropa de calle por encima de una armadura. A Luis Felipe le encantaba restaurar palacios, pero aceptó una asignación presupuestaria de 12 millones de francos en lugar de los 32 millones de Carlos X. La Cámara también fue blanco de las burlas: sólo podía votar uno de cada 200.000 franceses, comparado con uno de cada 30 en Gran Bretaña después de la ley de reforma electoral de 1832. Exiliado después de 1848, Guizot, que no había vacilado en utilizar a la policía para "amordazar al país" en su última etapa en el cargo escribió

proclamaba que "el fantasma de la revolución" estaba presente en cada banquete, Lamartine escogió un lenguaje más adecuado para describir la situación cuando habló de una "revolución del desprecio". La prensa desempeñó un papel fundamental, sobre todo La Réforme y Le National. En los banquetes se proponían brindis a la salud del "rey de los franceses" antes de los discursos, pero también había brindis por "la mejora de la situación de la clase obrera". Desde el principio, los "verdaderos" revolucionarios estuvieron en minoría, pero el 22 de febrero de 1848, después de que prohibieran un banquete, empezaron los disturbios en París, en los que los estudiantes se unieron a los artesanos en las nuevas Barricadas. Al día siguiente, después de que parte de la Guardia Nacional se hubiera pasado a los rebeldes, el rey destituyó a Guizot e intentó que lo sustituyese primero el conde Mole y después Thiers, antes de perder la confianza en sí mismo, abdicar y huir disfrazado a Gran Bretaña el 24 de febrero. La mayoría de diputados de la Cámara francesa probablemente habría aceptado al nieto de Luis Felipe, de nueve años, como sucesor, pero la multitud parisiense irrumpió en la Asamblea y, con ayuda de la prensa radical, se aseguró de que esa no fuera la solución. Al mismo tiempo, proclamaron la república en el Ayuntamiento de París. Lamartine ensalzó el espíritu de libertad surgido de las ruinas de un "régimen retrógrado", y, haciendo gala de un lenguaje tan anticuado como el de la Santa Alianza en 1815, constató el "misterio sublime de la soberanía universal". La Revolución de Febrero en Francia y el consiguiente inicio de la Segunda República francesa anunciaron una serie de revoluciones que barrieron las capitales europeas, incluyendo Viena y Berlín, durante la primavera excepcionalmente hermosa de 1848. Se produjo una impresionante manifestación cartista en Londres el 10 de abril de 1848, en la que por primera vez se unieron a los cartistas los partidarios de la Joven Irlanda, un grupo nacionalista irlandés que había alcanzado cierta notoriedad tras la muerte de O’Connell. Tanto aquí como en todas partes, lo principal era la juventud. El nuevo gobierno provisional de la Segunda República francesa, heterogéneo e improvisado, incluía a un antiguo político de la oposición, Alexandre Ledru-Rollin, en el ministerio del Interior, un cargo clave; a Lamartine en el ministerio de Asuntos Exteriores; y a Blanc, que insistía en que la revolución proclamase el derecho al trabajo además del derecho al voto. Aparte de fijar las elecciones, por sufragio universal – lo que representó un aumento del número de electores de unos 25.000 a nueve millones–, para principios de abril, el gobierno creó "talleres nacionales" en París para dar empleo a los desocupados. Sobre el papel, se garantizaba el derecho al trabajo, mientras que la jornada laboral se reducía en una hora. Mientras tanto, el gobierno mostró gran cautela en sus relaciones con los revolucionarios del extranjero, que se dirigían a París en busca de líderes, pero, por lo menos de palabra, el gobierno provisional saludó el nacimiento de "la gran república europea", una federación de pueblos libres. No hacían falta estas expresiones para espolear a los ciudadanos de otros países. Antes de que estallara la Revolución de Febrero, la guerra

civil de Suiza había acabado con la victoria de los liberales sobre los cantones católicos – en la que Metternich no había logrado intervenir–, y Suiza se había convertido en un estado liberal. También se había producido una revuelta en enero en Palermo, en Sicilia, la región más pobre de Italia, contra Fernando II de Nápoles, que se vio obligado a ofrecer a los rebeldes una constitución liberal para todo el reino, basada en la constitución francesa de 1830, con la vana esperanza de que los sicilianos dejasen de pedir la independencia. También salió triunfante el "constitucionalismo" en Alemania, en Badén, donde el cabecilla de los liberales exigió la convocatoria inmediata de un Parlamento nacional alemán. Tanto en Italia como en Alemania antes de 1848 habían surgido indicios varios de que el liberalismo se encontraba por lo menos en fase ascendente. De hecho, un papa de apariencia liberal, Pío IX, había sido elegido en 1846 contra todo pronóstico, y su pontificado empezó con una amnistía, la liberalización de la censura de prensa y la creación de un consejo de Estado formado por abogados, con la misión de asesorar al papa en política exterior. También se decidió el tendido de una vía férrea en los Estados Pontificios y la creación de un sistema telegráfico. El liberalismo de Pío IX no duraría mucho, pero por un momento pareció hacerse eco de las esperanzas de Vincenzo Gioberti, un elocuente partidario italiano de una confederación de príncipes italianos presidida por el papa; y cuando en 1847 Metternich ordenó a las tropas austríacas que ocupasen la ciudad pontificia de Ferrara, Pío IX envió una nota de protesta a las grandes potencias, y Carlos Alberto, rey de Piamonte- Cerdeña, se ofreció a ayudar militarmente al papa. Metternich se retiró de Ferrara en diciembre de 1847. Era evidente que Piamonte-Cerdeña tenía que desempeñar un papel fundamental en todo movimiento de unificación de Italia, y el 8 de febrero de 1848 Carlos Alberto I anunció un nuevo proyecto de constitución que incorporaba un parlamento bicameral, elegido por sufragio censitario, y una milicia ciudadana. Para que el liberalismo y el nacionalismo triunfasen en Italia o en Alemania era tan esencial que se produjera una revolución en ese ente plurinacional que era el imperio austríaco, y que Metternich desapareciera del panorama europeo, como lo era que se produjese una revolución en Francia; sin embargo, no fue en Viena, sino en Budapest, donde empezó la cadena de acontecimientos que acabaría provocando la caída de Metternich. El 3 de marzo, en la aristocrática Hungría, Lajos Kossuth, que se convertiría en uno de los héroes de 1848 (y en una de sus víctimas), pronunció un apasionado discurso en la Dieta húngara – en la que sólo estaba representada la nobleza, un sector enorme de la población húngara, uno de cada 20 habitantes– exigiendo el fin del absolutismo y del centralismo burocrático. "Los sistemas políticos antinaturales – dijo Kossuth a sus colegas parlamentarios–, a veces duran mucho tiempo, porque se tarda mucho tiempo en agotar la paciencia de la gente. Pero algunos de esos sistemas políticos no se vuelven más fuertes con la edad, y llega un momento en que sería peligroso prolongarles la vida."

Camillo de Cavour, había llegado a la conclusión de que "la hora suprema de la monarquía piamontesa había sonado" – "el Estado se habría perdido si no hubiésemos luchado"–, de modo que sus tropas entraron en Milán el 26 de marzo, después de que Radetzky se hubiese retirado, proclamando que "el destino de Italia está madurando, y se abre un nuevo futuro para los valientes que se alzan para luchar por sus derechos contra el opresor". En Alemania, donde también se produjo un estallido de entusiasmo, en febrero y marzo se desencadenaron por doquier reivindicaciones a favor de la libertad de prensa y de gobiernos constitucionales, y la Dieta o Deutsche Bund, reunida en Frankfurt, con una composición diferente, adoptó alegremente la bandera negra, roja y gualda de Alemania. La idea de un parlamento nacional que incluyese representantes de todos los Estados alemanes fue aprobada, y el 31 de marzo se reunió también en Frankfurt un "Preparlamento" (Vorparlament), la primera asamblea nacional relativamente representativa de Alemania, para discutir los preparativos. Nada de lo sucedido en Alemania hubiera sido posible de no haber cambiado los tiempos en Viena además de en París. De momento, Viena no estaba en condiciones de intervenir, y muchos miembros de la delegación austríaca en el Parlamento de Frankfurt llegaron tarde; sin embargo, fueron mayores los cambios que se produjeron en la capital de Prusia, Berlín, que en Viena. Federico Guillermo IV, que había accedido al trono en 1840, había vacilado antes de 1848 entre el liberalismo y el autoritarismo, y siguió vacilando en 1848. Deseoso de reformar el Deutsche Bund, como le aconsejaba su amigo íntimo, el general Radowitz, nieto de un oficial católico croata, a principios de 1848 había hecho preparativos para convocar un congreso de príncipes alemanes en Dresde, pero, debido a la caída de Metternich, que se presentó en Dresde en el día señalado, camino del exilio, el congreso nunca se celebró. Los berlineses comentaban la situación cambiante en las terrazas de las cervecerías, mientras que los ciudadanos de Frankfurt la comentaban, al igual que los parisienses, en los cafés y los clubes. Se habían producido "algaradas de hambre" en 1847. En esta ocasión no se reprodujeron, pero la tensión subió en Berlín el 16 de marzo con la llegada de la noticia de la caída de Metternich, y dos días más tarde el rey hizo pública una proclama anulando la censura y prometiendo reformas constitucionales en Prusia y en el Bund. Sus súbditos lo vitorearon, pero al final del día los vítores se habían convertido en gemidos y la risa, en llanto. Mientras se agolpaba la multitud en las plazas que rodeaban el palacio real, la presencia ostensible e intimidatoria de las tropas reales despertó la alarma, y después de que los soldados del rey hicieran dos disparos inintencionados, estalló una lucha encarnizada, en la que destacaron los obreros de los gremios artesanales de Berlín. Algunos de los súbditos de Federico Guillermo levantaron barricadas, mientras que otros fueron apresados o muertos. Entonces les tocó a los oficiales gemir, ya que a la mañana siguiente el entristecido monarca, de corazón romántico pero comportamiento vacilante e indefinido, lanzó una nueva proclama, declarando que, como

sus súbditos habían sido víctimas de una confusión, los perdonaba y ordenaba la retirada de las tropas. Como consecuencia, se vio obligado a rendir homenaje a los cadáveres de algunos de sus súbditos muertos en la refriega y a nombrar un nuevo gobierno, encabezado por un mercader liberal de Renania, Ludolf Camphausen. Federico Guillermo también tuvo que declarar (aunque fuese en un tono ambiguo) que "a partir de ahora Prusia se integrará dentro de Alemania". En una ocasión así, el rey estaba tan "indefenso", escribió el embajador estadounidense, como "el malhechor más desgraciado de las prisiones". Más adelante, en esa misma primavera de 1848, el 22 de mayo, cuatro días después de la apertura del Parlamento de Frankfurt, a la que asistió un solo campesino, y ningún obrero industrial, la Asamblea Nacional de Prusia, cuya composición social era más variada, pues incluía algunos campesinos, se reunió en Berlín, una ciudad todavía muy alterada, que la guardia civil no conseguía dominar. El rey se pasó la mayor parte del verano en Potsdam, rodeado de amigos conservadores y aristocráticos ("la camarilla") y tropas reales bien disciplinadas. Era, pues, poco probable que las primeras conquistas de la excitante "primavera de la libertad" llegaran a consolidarse. La Europa que había surgido en 1848 al cabo de decenios de "orden" no era por los trabajadores que habían participado en ellas no eran en su mayoría obreros industriales, sino jornaleros, artesanos y maestros artesanos de poca monta, una mano de obra muy diferente del proletariado industrial al que se dirigían Marx y Engels en el Manifiesto comunista. En Gran Bretaña, donde había más obreros industriales que en ningún otro país europeo, la fuerza de la clase media ya había quedado patente en la primavera de 1848. No fueron necesarias ni grandes medidas de seguridad por parte del ejército, organizadas por Wellington, ni una legión de comisarios especiales (entre ellos el futuro Napoleón III) para salvar a Londres de la revolución el día de la manifestación de Kennington Common. La mayoría de cartistas no deseaba la revolución. Lady Palmerston, la esposa del ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, en una carta a una amiga suya contándole detalles, según ella, "confidenciales" de "nuestra revolución", concluía en tono jovial: "Estoy segura de que es una suerte que haya pasado todo esto, porque ha demostrado la buena disposición de nuestra clase media". Después de abril de 1848, estaba por ver si la paz social duraría en el continente europeo. Los gobernantes se habían mostrado reticentes a usar la fuerza para reprimir los disturbios en la primavera de 1848, y algunos de ellos, como Federico Guillermo, habían estado más dispuestos a ceder que Luis Felipe. Los gobiernos cuya composición y orientación había alterado la revolución, ¿se comportarían del mismo modo? La mayoría de los nuevos gobiernos tenían tanto miedo al desorden social, en el campo y las ciudades, como esperanzas de cambio. De momento, al término de la primavera, había refugiados, pero no presos políticos. Para los revolucionarios fue un signo particularmente ominoso que a lo largo de la primavera de 1848 Rusia, donde se produjeron numerosos disturbios en el campo, pero ninguno en las ciudades, se mantuviese a