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Unidad uno y dos de salud publica-salud mental.
Tipo: Apuntes
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Resumen de Salud Mental – UNIDAD 1 y UNIDAD 2. LA ENFERMEDAD EN LA HISTORIOGRAFÍA DE AMÉRICA LATINA MODERNA. DIEGO ARMUS Introducción. En este artículo se discute las tendencias y tópicos dominantes en la historiografía sobre la enfermedad en América latina moderna. Las tendencias dominantes son la historia sociocultural de la enfermedad, la historia de la salud pública y la nueva historia de la medicina. Los tópicos más trabajados son el estudio de las epidemias, el de la transmisión de saberes desde el centro a las áreas periféricas, la medicina tropical y las dimensiones socioculturales de la enfermedad. Resumen. En las últimas dos décadas el tema de la enfermedad ha comenzado a ganar un lugar destacado en la historiografía latinoamericana. Su crecimiento como sub-campo es parte de la actual fragmentación de los estudios históricos y también de preguntas y enfoques que las ciencias sociales y las humanidades han destacado entre sus preocupaciones. Esta ostensible presencia de la enfermedad como objeto de reflexión ha sido, y sigue siendo, el resultado de contribuciones originadas en distintas agendas de trabajo. Lo que está surgiendo de este dinámico proceso historiográfico ha sido etiquetado como nueva historia de la medicina, historia de la salud pública, o historia sociocultural de la enfermedad. Tal vez por detrás de cada una de estas etiquetas pueda encontrarse una trama de preocupaciones propias y específicas. Es evidente, sin embargo, que cuando se evalúa lo que estas distintas historias están produciendo, algunos de sus temas, tienden a repetirse. Es evidente también que todas ellas reconocen que las enfermedades son fenómenos complejos , algo más que un virus o una bacteria. Además de su dimensión biológica, las enfermedades cargan con un repertorio de prácticas y construcciones discursivas que reflejan la historia intelectual e institucional de la medicina, pueden ser una oportunidad para desarrollar y legitimar políticas públicas, canalizar ansiedades sociales de todo tipo, facilitar y justificar el uso de ciertas tecnologías, descubrir aspectos de las identidades individuales y colectivas, sancionar valores culturales y estructurar la interacción entre enfermos y proveedores de atención a la salud. De algún modo, y tal como ha escrito uno de los más influyentes historiadores en este campo, una enfermedad existe luego que se haya llegado a una suerte de acuerdo que da cuenta que se la ha percibido como tal , es decir, que hay razones particulares y coyunturas temporales que enmarcan la vida y muerte de una enfermedad, su «descubrimiento», ascenso y desaparición. De esa producción historiográfica sobre la historia de la enfermedad, se desprende que tres han sido y son los tópicos dominantes : la dimensión social y política de las epidemias, las influencias externas en el desarrollo médico-científico y en las políticas de salud pública de la región y, finalmente, los usos culturales de la enfermedad. Escribiendo la historia de la enfermedad: nueva historia de la medicina, historia de la salud pública e historia socio-cultural de la enfermedad. Tradicionalmente el tema de la enfermedad ha sido una suerte de corto controlado por los historiadores de la medicina. Fueron ellos los que escribieron no sólo una historia de cambios en los tratamientos sino también las biografías de médicos famosos. Más allá de sus específicos aportes, estas historias parecen haberse empeñado en reconstruir el «inevitable progreso» generado por la medicina diplomada, unificar el pasado de una profesión crecientemente especializada y resaltar cierta ética y filosofía moral que se pretende distintiva, inalterada y emblemática de la práctica médica a lo largo del tiempo. La nueva historia de la medicina, por el contrario, tiende a destacar los inciertos desarrollos del conocimiento médico, dialoga con la historia de la ciencia, discute no sólo el contexto —social, cultural y político— en el cual algunos médicos, instituciones y tratamientos «triunfaron», haciéndose un lugar en la historia, sino también aquellos otros que quedaron perdidos en el olvido. Es una narrativa que se esfuerza por tensionar la historia natural de la enfermedad y algunas dimensiones de su impacto social.
La historia de la salud pública , por su parte, destaca la dimensión política, dirige su mirada al poder, la política, el estado, la profesión médica. Es, en gran medida, una historia atenta a las relaciones entre instituciones de salud con estructuras económicas, sociales y políticas. Es, también, una historia que se piensa útil e instrumental, toda vez que busca en el pasado lecciones para el presente y el futuro porque asume que la cuestión de la salud es un proceso no cerrado. Así, el pasado debe ser investigado apuntando a facilitar intervenciones que, se supone, pueden incidir —de modo no específico sino general — en la realidad contemporánea, intentando reducir las inevitables incertidumbres que marcan a todo proceso de toma de decisión en materia de salud pública. Esta mirada, en verdad, retoma el legado de la práctica y los estudios del higienismo de fines del siglo XIX y comienzos del XX y, más tarde, en torno a los años 50, de algunos estudios que ya se presentaban como historias nacionales de la salud pública. Ambos esfuerzos, que reconocían y enfatizaban el carácter social de la enfermedad, son antecedentes relevantes al momento de evaluar la historia de la historiografía sobre la salud en América Latina. Allí están, entonces, los puntos de partida de una serie de trabajos que en algunos casos no harán más que celebrar a los primeros sanitaristas —de modo bastante similar a la tradicional historia de la medicina— y, en otros, se empeñarán en analizar, en clave estructuralista, la cuestión de la salud y la medicina como epifenómenos de las relaciones de producción. Como sea, el énfasis de esta historia de la salud está no tanto en los problemas de la salud individual sino en la de los grupos, en el estudio de las acciones políticas para preservar o restaurar la salud colectiva y en los momentos en que el estado o algunos sectores de la sociedad han impulsado acciones destinadas a combatir una cierta enfermedad a partir de una evaluación que excede lo estrictamente médico y está definitivamente marcada por factores políticos, económicos, culturales, científicos y tecnológicos. Sin duda, en la historia de la salud la medicina pública aparece en clave positiva y progresista, como un feliz resultado de la asociación de la ciencia biomédica con una organización racional de la sociedad donde ciertos profesionales —los médicos sanitaristas en primer lugar— han sabido ofrecer soluciones frente a las enfermedades del mundo moderno. Esta asociación, vista como potencialmente benéfica, fue evaluada a partir de sus logros concretos. Así, el insatisfactorio balance resultante ha sido explicado por algunos, y no sin una gran dosis de esquematismo que prescindía de cualquier matiz nacional o temporal, como un resultado de la condición dependiente de la región. Esta dependencia, se decía, determinaría la existencia de una elite dirigente y una estructura de poder económico, incapaces o desinteresados en crear y distribuir equitativa y eficientemente recursos y servicios sanitarios. Otros estudios listaban los logros y limitaciones de los proyectos de modernización en materia de salud pública a nivel nacional o para una ciudad en particular, reaccionando contra el esquemático uso del modelo dependentista. Se propusieron mostrar que al menos en ciertos contextos urbanos el balance no ha sido tan negativo y que la condición periférica no fue tan decisiva al momento en que el estado se lanzó a construir la infraestructura sanitaria básica e intentar reducir las tasas de mortalidad, en particular las ocasionadas por las enfermedades infecciosas. Comparada con la historia de la medicina y la de la salud pública, la historia sociocultural de la enfermedad es más reciente. Se trata, en verdad, de trabajos de historiadores, demógrafos, sociólogos, antropólogos y críticos culturales que, desde sus propias disciplinas, han descubierto la riqueza, complejidad y posibilidades de la enfermedad y la salud, no sólo como problema sino también como excusa o recurso para discutir otros tópicos. Así, esta historia sociocultural apenas dialoga con la historia de las ciencias biomédicas y se concentra en las dimensiones sociodemográficas de una cierta enfermedad, los procesos de profesionalización y medicalización, las condiciones de vida, los instrumentos e instituciones del control médico y social, el rol del estado en la construcción de la infraestructura sanitaria, las condiciones de trabajo y sus efectos en la mortalidad. En algunos casos, estas historias están
epidémica toda vez que las enfermedades no son iguales, los microorganismos se transmiten y afectan de distinto modo, las estrategias de combate no son las mismas y cada sociedad—y, en ocasiones, sus diversos grupos— pueden dar un sentido específico, particular, a sus consecuencias. Las epidemias ponen al descubierto el estado de la salud colectiva y la infraestructura sanitaria y de atención. Pueden facilitar iniciativas en materia de salud pública y de ese modo jugar un papel acelerador en la expansión de la autoridad del estado, tanto en el campo de las políticas sociales como en el mundo de la vida privada. Sin embargo, la familiaridad de la sociedad con un cierto mal bien puede preparar el terreno para que se ignore, precisamente porque su persistente presencia lo vacía de algunas de las características asociadas a lo extraordinario y sorpresivo o porque el contexto político —qué intereses pone en juego—, el contexto social —a quiénes afecta— o el contexto geográfico —cuán lejos o cerca está de los centros de poder—no lo transforma en una cuestión pública, aun cuando por definición se trate de un problema que afecta de modo masivo a la población. Antes y después del despegue de la bacteriología moderna las epidemias quedaron estrechamente asociadas al mundo urbano, en particular el de las grandes ciudades y, desde fines del siglo XIX, a la cuestión social. Así, y junto a la creciente aceptación de las explicaciones monocausales de cada mal, las referencias al contexto fueron ineludibles, de la precariedad de los equipamientos colectivos a la vivienda, de la herencia biológica o racial a los hábitos cotidianos de higiene, del ambiente laboral a la alimentación y la pobreza, de la inmigración masiva a las multitudes que se agolpaban, peligrosas, en las ciudades. Con el despuntar del siglo XX la estadística se afirmó como disciplina y en algunos países comenzaron a consolidarse agencias estatales específicamente abocadas a las cuestiones de la salud pública. Y los médicos higienistas primero y los sanitaristas más tarde , casi perfilados como una burocracia especializada, dialogando y compitiendo con otros médicos y otros actores en el ámbito político, religioso o legal, jugarían un rol decisivo en la modernización del equipamiento urbano y las redes de asistencia, reforma y control social. Sin afectar masivamente a la población algunas enfermedades como la sífilis o la lepra fueron calificadas, en algunos contextos, como epidémicas. Razones sociales, culturales o políticas, legitimadas por el saber médico, las transformaban en problemas nacionales capaces de atraer la atención de la opinión pública y promover campañas específicamente destinadas a erradicarlas. Otras enfermedades, crónicas como la tuberculosis , o las gastrointestinales , o endémicas como la malaria , la anquilostomiasis (infección intestinal causada por nematodos parásitos) y la fiebre amarilla , que no irrumpían por sorpresa pero estaban bien instaladas en la trama social y a veces mataban y enfermaban más que las epidémicas, no siempre lograban movilizar recursos materiales, profesionales o simbólicos suficientes como para ser percibidas como serios problemas colectivos. Estas enfermedades han hecho un impacto en el mundo urbano o el rural, o en ambos. Y por omnipresentes, menos ruidosas, carentes de terapias específicas exitosas, fuertemente marcadas por las condiciones materiales de existencia o localizadas en los márgenes geográficos o sociales, la gestación de políticas específicas destinadas a combatirlas o no existían o demandaron de ingentes esfuerzos al momento de querer instalar el tema en la opinión pública y en la conciencia de las elites locales y nacionales. Y si en el mundo urbano algunas de estas enfermedades finalmente lograron devenir en asuntos públicos —en gran medida por haber sido percibidas como elementos constitutivos de la cuestión social— en el campo fueron los males endémicos los que facilitaron la ampliación del área de incumbencia de las políticas públicas en materia de salud. En ese contexto, el proyecto de sanear el campo o al menos combatir una de sus endemias reafirmaba el proceso de construcción de la nación y la expansión del estado y del poder central. Escribiendo sobre la enfermedad en relación a las influencias externas y la construcción de los estados nacionales.
Otro tópico relevante ha sido el de la llegada de la medicina europea y norteamericana a América Latina. Se trata, en gran medida, de una reacción contra las interpretaciones difusionistas que asumían una pasiva recepción de conocimientos y prácticas articuladas fuera de la región. Así, el énfasis no está en el trasplante e importación de ideas sobre ciertas enfermedades —las llamadas, de modo impreciso, tropicales como la fiebre amarilla, la malaria, la anquilostomiasis— sino en el proceso de selección y ensamblaje, en su creativa reelaboración y modificación de acuerdo a específicos contextos culturales, políticos e institucionales. En ese marco interpretativo, los médicos higienistas y los científicos de la periférica América Latina aparecen como aliados y, en ocasiones, como competidores y cuestionadores de la hegemonía científico/cultural europea o norteamericana. Sus trayectorias los descubren discutiendo entre ellos, animando —antes y después del triunfo de la bacteriología moderna— debates sobre las posibles etiologías de ciertas enfermedades, creando instituciones de excelencia científica, empeñándose en esfuerzos más o menos originales por incidir en las tendencias de la morbilidad y mortalidad. Inevitablemente esas experiencias e iniciativas necesitaban legitimarse de algún modo y, en ese proceso, quedaban fuertemente asociadas a problemas más vastos como son los de la construcción del estado y la nación, las demandas del capitalismo dependiente, la regeneración y mejoramiento progresivo de la «raza nacional», la reforma social y la renovación de las costumbres. Lo interesante es que las enfermedades que desde finales del siglo XIX permitieron articular estos esfuerzos no han sido necesariamente las mismas en cada país. Así, el cólera, la tuberculosis, la malaria, el mal de Chagas, la sífilis, la lepra y, ya en las postrimerías del siglo XX el SIDA y otra vez el cólera , cargan con una relevancia, una significación simbólica, que sólo puede aprehenderse cuando se las contextualiza en la historia nacional, regional o local, cuando se las tensiona con las estructuras demográficas, los niveles de urbanización, los avatares —científicos, tecnológicos, políticos, culturales— que marcan la oferta de estrategias específicas de cura. En torno de ciertas enfermedades «tropicales» como la malaria, la fiebre amarilla y la anquilostomiasis se articula otro tema conectado a los problemas de la politización de la salud y de la recepción y transferencia de saberes y prácticas. En el centro mismo de estos asuntos está el papel jugado por ciertas agencias internacionales, en particular la Fundación Rockefeller. No hay dudas que sus misiones, presentes entre las décadas del diez y del treinta en casi todos los países de América Latina, son una prueba más del aumento de influencia de los Estados Unidos en la región así como su decisivo rol en la organización de servicios independientes por enfermedad y la promoción, en general, de la medicina curativa y de control técnico de las dolencias en desmedro de una medicina más integral y educativa. Pero el problema es más complejo y, afortunadamente, las visiones maniqueas y simplistas sobre la injerencia imperialista de la Rockefeller no parecen dominar en la historiografía. En muchos países de la región la salud como cuestión pública es anterior a la llegada de estas misiones. Durante los dos primeros tercios del siglo XIX dominaron los enfoques miasmáticos y medioambientalistas pero sin producir cambios sanitarios infraestructurales de peso, limitando de ese modo sus efectos en la mortalidad general. Hacia finales del siglo la bacteriología moderna tomará la iniciativa, marcando profundamente la dinámica de muchos de los emprendimientos en materia de salud pública. Fue en ese contexto en que algunas comunidades científicas nacionales tendieron a jerarquizar el estudio de ciertas enfermedades tropicales. Entrenados principalmente en Europa occidental, estos médicos desplegaron novedosos esfuerzos de investigación e intervención antes que sus pares norteamericanos. Sin embargo, la llegada de las misiones Rockefeller fue decisiva en la orientación de las reformas sanitarias, en particular en el mundo rural y respecto de enfermedades que, se creía, podían erradicarse con pocos gastos y en poco tiempo. Más allá de las singularidades y los resultados, los empeños de la Fundación Rockefeller movilizaron la opinión pública respecto de las condiciones de vida y de salud de los pobres del campo, facilitaron enormemente la centralización de los esfuerzos sanitarios, contribuyeron a consolidar el poder del gobierno central frente a las tradicionales estructuras de poder local y regional y galvanizaron la posición de los Estados Unidos como referencia externa dominante en materia de salud pública.
Así, mientras algunos encuentran en el SIDA el emergente de una crisis en materia de derechos humanos con una dimensión propia de problemas de salud pública, otros ven allí una crisis de salud pública saturada por la problemática de los derechos humanos. El tema de la creciente presencia del saber y prácticas médicas también ha estimulado historias generales de la medicina o la salud pública. Algunas, en clave foucaltianas, se han propuesto analizar la consolidación del monopolio de curar en la clase médica, los lugares concretos en que se desarrolló el poder médico como poder absoluto —frente al enfermo, las clases populares, la mujer, los adolescentes y los homosexuales— y, finalmente, el rol del saber médico como codificador de una nueva y moderna sensibilidad. Otras han buscado armar una historia de la salud a partir de un examen de la génesis, desarrollo y crisis del asistencialismo estatal, ofreciendo una narrativa bastante peculiar puesto que si bien presenta al estado como el gran gestor de las desdichas o fortunas de la salud del pueblo no hay, como sí ocurre en otras historiografías, un deliberado esfuerzo por reconstruir de modo detallado fenómenos vinculados a la profesionalización y emergencia de instituciones de atención. Desde hace ya un tiempo el tono lo han estado dando enfoques más acotados en un estilo que, con éxito dispar, parecen haberse propuesto evitar tanto los determinismos foucaltianos, economicistas o de cualquier otro tipo. Uno de ellos, buceando en los discursos sobre la raza, la ciencia, la medicina, la nacionalidad y el futuro, ha sido el de la eugenesia latinoamericana como una eugenesia dominantemente preventiva, como una apuesta neolamarkiana de mejoramiento social bien diferenciada de la eugenesia anglosajona de las esterilizaciones forzadas y masivos exterminios. Otro enfoque ha centrado en el estudio de la degeneración como tópico relevante en la construcción de la nacionalidad, tanto en los países donde el tema del trópico y la raza aparecían persistentemente asociados como en los que recibieron importantes contingentes inmigratorios y por eso discutieron políticas selectivas de atracción y admisión de extranjeros. Esta problemática, articulada en torno a la preocupación del estado por construir saludables «razas nacionales», también permea muchos de los estudios centrados en discursos y políticas públicas de bienestar. De una parte, se recorta con fuerza la problemática de preservar o mejorar la salud infantil y de la mujer en su condición de madre. De otra, la de la higiene como una ideología que permite articular en clave técnica preocupaciones políticas y como un valor, una suerte de cultura, que en el mediano plazo logra, al igual que la educación, ser celebrada por las elites y los sectores populares independientemente de las ideologías. Lo que estos estudios indican es que, más allá del significado que cada grupo pudo haberle dado a esa cultura, la higiene individual y colectiva ha devenido en una práctica civilizatoria impuesta, alentada o aceptada tanto por el poder y la cima de la sociedad como por la gente común. Como ocurre en otras historiografías, las lecturas foucaltianas o post-foucaltianas de la concentración de poder que los médicos logran como resultado del así llamado proceso de medicalización de la sociedad han hecho un impacto en las historias de la prostitución y del alcoholismo en la región. Así, enfermedades venéreas como la sífilis o la gonorrea son tópicos inevitables aunque no centrales en muchas de esas historias enfocadas, las más de las veces, en analizar los esfuerzos estatales por controlar el contagio de esos males, regular o prohibir el sexo comercial e intentar modelar la sexualidad de las prostitutas. Así también el alcoholismo, en algunos lugares considerado una enfermedad endémica por la medicina diplomada, ha sido discutido no sólo como un ejemplo de las limitaciones de la práctica y saber médicos y de la propia medicalización sino también como un caso donde las dimensiones sociales, culturales, económicas y políticas del problema son más relevantes que las específicamente médicas o psiquiátricas. Otros analizaron en detalle los avatares de la vacunación antivariólica y las percepciones y tradiciones de ciertos grupos raciales en relación al control de la viruela. Así, lo que estos estudios están revelando es que no sólo las resistencias a ciertas iniciativas en materia de salud pública fueron indicativas de la distancia social, racial, cultural, religiosa y política que separaba a los pobres de los esfuerzos del estado por higienizar el medio urbano sino también que las medidas preventivas de una enfermedad pueden tener distintos significados entre distintos sectores sociales.
En el caso de los enfermos con tuberculosis se ha indicado su capacidad de respuesta tanto en el plano individual como en el colectivo. En el individual, se estudiaron los modos con que los tuberculosos recusaban los estereotipos que sobre ellos circulaban tanto entre grupos de médicos como entre la gente común. En el colectivo, se analizaron instancias en que los enfermos negociaron e incluso desafiaron al poder médico organizando huelgas, presionando a la clase política y usando y siendo usados por diarios, revistas y la radio con el objeto de facilitar su acceso a tratamientos que no tenían el aval del establishment profesional y académico. Enfermos de cáncer también protagonizaron movimientos sociales orientados a tener acceso a drogas que, ellos creerían, eran efectivas. También los enfermos de fiebre amarilla, cólera y malaria resistieron medidas de salud pública que ellos evaluaban como inefectivas o contrarias a sus percepciones de la enfermedad resultante de una mezcla de saberes indígenas e hipocráticos. Al final, estos estudios sobre la viruela, la tuberculosis, el cáncer, la malaria, el cólera y la fiebre amarilla parecen estar indicando por lo menos tres asuntos. En primer lugar, la aceptación, resistencia o abierto empeño por acceder a tratamientos y recursos ofrecidos por las intervenciones de salud pública y prácticas médicas de acuerdo a condiciones impregnadas por el contexto local, cultural y específico de cada enfermedad. En segundo lugar, la necesidad de estudiar las intervenciones de salud pública y su receptividad en la población en el corto y largo plazo, prestando atención no sólo a las coyunturas de contestación sino también a su exitosa incorporación en las prácticas de la gente común. Por último , la existencia de un cierto grado de protagonismo por parte de los enfermos y en ese sentido la necesidad de reconocerlos como sujetos históricos y no meramente como blancos inermes del saber y prácticas médicos. Estos problemas son relevantes porque dan cuenta de la presencia de la cuestión de la enfermedad y la salud en el complejo proceso de ampliación de la ciudadanía social y lo que, de modo impreciso en el entre siglo y mucho más claramente una vez entrado el siglo XX, se dio en llamar en algunos países de la región «derechos a la salud». Pero si el protagonismo de los enfermos no puede ni debe ignorarse, su relevancia y significación deben ser materia de cuidadosa reflexión. Nada indica que durante la primera mitad del siglo XX los temas de la salud, la enfermedad y los equipamientos sanitarios hayan sido centrales en la agenda del movimiento obrero o sostenido motor de movimientos sociales. Sólo cuando la enfermedad se diluye en otros problemas —la larga lucha por la reducción de la jornada laboral, las condiciones ambientales de trabajo y los esfuerzos organizativos de ayuda mutua de origen étnico o laboral —o cuando una cierta patología está asociada a ciertas ocupaciones —como es el caso de las así llamadas enfermedades profesionales— esa correlación es hasta cierto punto pertinente. Por fuera de estos escenarios el protagonismo limitado pero real de los enfermos, de los que pueden enfermarse o de los que son blancos de las intervenciones de saneamiento no permite concluir en que se trata de influyentes actores en la gestación de políticas de salud. Lo que sí revela, una vez más, es la complejidad de las relaciones entre quienes quieren curar y quienes necesitan curarse y las variadas percepciones y recursos que circulan en torno de una enfermedad y que exceden holgadamente el mundo de la medicina diplomada. Este mismo interés por la perspectiva de los enfermos y los pacientes jerarquizó el estudio de las percepciones sobre la enfermedad, la salud, el cuerpo y la muerte entre distintos grupos étnicos, raciales o sociales. Aun cuando muchos de estos estudios se proponen como excursiones al interior de las medicinas folklóricas y alternativas al saber diplomado y oficial, no faltan los que apuntan a señalar que la gente usa —incluso para objetivos que exceden los vinculados al cuidado y la asistencia—de diferentes sistemas de atención y de salud. En otras palabras, se constata la coexistencia, y no mutua exclusión, de varios sistemas de salud que, según las circunstancias, aparecen como las referencias de atención dominantes. Este enfoque atento al consumo por parte de la gente común de ofertas de atención provenientes del campo de la medicina diplomada y de la popular ha comenzado a tener un lugar en la historiografía, sea en el caso de profesionales marginados que recurren a la prensa y el apoyo de los enfermos para hacerse de un lugar público que el establishment académico y profesional les está negando, en el caso de charlatanes capaces de usar discrecionalmente posturas, prácticas y terminología
mentales y sociales coloca a sus intérpretes en una posición de mayor amplitud, de mayor comprensión del proceso salud-enfermedad. Sin embargo es también sabido que se le critica a tal definición su apreciación básica de bienestar, vale decir la de otorgarle a la salud sólo la perspectiva de involucrar con el bienestar sus atributos de sentirse bien o de estar bien que transforma así a la definición en una simple e irreductible tautología. Es necesario, por el contrario, hallar las referencias lingüísticas que abarquen el sentido dinámico de la salud-enfermedad, que comprendan a la salud como una búsqueda incesante de la sociedad, como apelación constante a la solución de los conflictos que plantea la existencia. No es el conflicto lo que define lo patológico , sino que es el bloqueo de los conflictos y la imposibilidad de resolver el conflicto físico, mental o social, lo que certifica la idea de enfermedad. La salud tiene que ver con el continuo accionar de la sociedad y sus componentes para modificar, transformar aquello que deba ser cambiado y permita crear las condiciones donde a su vez se cree el ámbito preciso para el óptimo vital de esa sociedad. La salud nunca es la misma, como tampoco lo es la sociedad. Esto define la ubicación conceptual, al reparar en la salud-enfermedad como un proceso incesante, cuya idea esencial reside en sus caracteres histórico y social. Para ello es necesario separarse de aquellas enunciaciones de tal terminología física, mental y social, porque estas palabras están escondiendo, disfrazando o mejor callando la esencia misma del proceso salud-enfermedad. Ellas circunscriben a la salud dentro de una concepción ahistórica , casi eterna , fija , abstracta. También las palabras físicas, mentales y sociales como biológico y medio ambiente corresponden a la idea de salud ; son formas, aspectos de su existencia. Para definir este concepto, es necesario basarlo en la realidad compleja que domina su determinación, la cual constituye una formación social que está dictada por el modo de producción de esa sociedad, en donde el contenido de la salud está señalado por esa realidad, por la totalidad social considerada en conjunto o por alguno de sus diferentes niveles. Para la salud más que sus cuantificaciones biológicas y aun psicológicas y sociales lo que importa es su concepto dinámico producido y produciéndose en el propio tiempo histórico social que la determina. Esta espesura concibe en los seres humanos y sus requerimientos y necesidades, todos los actos por los cuales los acontecimientos sanitarios se producen y se distribuyen en la población. Con esta idea el problema finca en analizar y conocer al hombre. El error en este sentido de la espesura, consiste en que la medicina tradicional al recabar la razón de las causas de la enfermedad en el individuo, no entiende el problema real, que consiste en las maneras de la existencia histórica de las individualidades señaladas por el sistema productivo. Este sistema productivo que se plasma por las fuerzas productivas y las relaciones sociales que son su consecuencia genera la estructura básica desde la cual se dan las condiciones generatrices de la salud- enfermedad. El recabar profundo y exigente para la salud es la búsqueda honda de su determinante, que se aleja de la interpretación lineal, simple, de la causa. También la epidemiología Debe sumarse a los elementos que se requieren para enfrentar el criterio contemporáneo de la atención de la salud, la idea actual de la Epidemiología. Ésta es la investigación básica a nivel comunitario, estudio de aquello que le acaece a la gente. Se requiere porque tiene que alcanzar a reemplazar el criterio clínico que cubrió un largo período de la historia de la salud y que precisamente correspondió a un enfoque para el conocimiento de la salud- enfermedad situado dentro de una dimensión individual. También los criterios epidemiológicos tradicionales deben ser puestos en cuestión, están siendo cuestionados, particularmente, cuando el análisis objetivo de la realidad comienza a enfocar a las
situaciones de salud-enfermedad y reconoce en el modo de producción y en la inserción de los hombres en las relaciones sociales generadas por esas formas productivas, la complejidad patógena determinante. Para la epidemiología tradicional la causalidad se define como la asociación existente entre dos categorías de eventos, en la cual se observa un cambio en la frecuencia o en la cualidad de uno que sigue a la alteración del otro. Para romper este cerco de la causación a la vinculación constante los epidemiólogos , han creado la idea de la red causal diciendo que los hechos nunca dependen de causas únicas. Así manifiestan que el mecanismo de "cadena" es el que muchas variables pueden estar relacionadas con un efecto individual. La determinación de la salud -enfermedad La epidemiología tradicional , respondió con la multicausalidad, en una agrupación, casi hasta el infinito, de factores a los cuales no les estableció calidades y pesos diferenciales y a los que seleccionará hasta otorgarles la característica de causa directa, otra vez unicausal. Pero la epidemiología moderna acepta que la salud muestra una determinación estructural o totalista porque se subordina la parte al todo porque ya definitivamente sabe que no hay causalidad lineal posible y única , que los fenómenos sanitarios deben ser pensados y observados como determinados por estructuras que pueden serle propias pero a su vez determinados por la estructura del modo de producción. Todas las estructuras determinantes que tienen determinación sobre la salud-enfermedad, logran su importancia, calidad y peso, así como el valor de las relaciones generadas entre ellas mismas, por la determinación exigente y dominante que sobre ellas ejerce la estructura global, aquella que engendra la producción y las relaciones sociales que son sus consecuencias. A esta presencia de la estructura global sobre sus efectos en la epidemiología moderna debemos denominarla causalidad estructural , que al incluir a la estructura social determinante, incorpora el componente histórico del análisis de la salud-enfermedad y reconoce en tal estructura económica la determinación de los niveles de salud-enfermedad según las deferentes clases sociales, que son la consecuencia de esa estructura determinante. Esta categorización social que significan las clases sociales, aparece como el marco adecuado para por su conocimiento alcanzar epidemiológicamente la comprensión del proceso salud-enfermedad y su determinación. El proceso de producción está integrado por el proceso de trabajo y las relaciones sociales que genera ese proceso de producción. Estas dos circunstancias determinadas por el proceso de producción constituyen un bloque unitario, pero en el cual el proceso de trabajo, su ritmo, su calificación técnica, no es el que desempeña la situación predominante; sino que son las relaciones de producción las que ejercen la predominancia.
Resumen - El concepto de subjetividad y sus modos específicos de constitución resultan un aporte inevitables para quienes exploramos la expresión colectiva de los procesos de salud–enfermedad mental , y de los procesos psíquicos implicados en las formas de vivir, enfermar, padecer, y sanar. Las nociones de sujeto y subjetividad han estado ausentes en el transcurso del desenvolvimiento histórico de la epidemiología en su conjunto, y de la epidemiología psiquiátrica en forma particular y significativa. La problematización de las categorías de enfermedad mental y sufrimiento psíquico, a la luz de la perspectiva histórica con que la epidemiología construye su objeto, podrían contribuir a repensar los paradigmas de la disciplina. Introducción - El concepto de subjetividad y sus modos específicos de constitución resultan un aporte insoslayable para quienes exploramos la expresión colectiva de los procesos de salud – enfermedad
en la medida que los procesos sociales son determinantes y escenario de las enfermedades, las teorías relativas a aquellos suman al campo de las ciencias sociales como aporte ineludible. Así, el objeto de la epidemiología se delimita en la interfase entre ciencias sociales y ciencias de la salud. Sobre cómo la epidemiología delimita su objeto excluyendo la subjetividad. Es en el contexto de reflexión y producción de los saberes sobre la salud que se despliegan a lo largo del siglo XVIII que puede situarse la construcción que la epidemiología hace de su objeto de estudio. Ésta se encuentra ligada a la clínica desde los inicios de la práctica médica moderna: momento clave para la conceptualización de las enfermedades desde una nueva óptica científica. La conquista médica de los hospitales, tal como lo señala Foucault en su conferencia, (Foucault; 1974) puntúa un evento determinante para posibilitar la observación sistemática y rigurosa de las personas enfermas y describir los procesos patológicos que los afectan. La elaboración durante los siglos XVIII y XIX de un naciente paradigma científico de carácter moderno, racional y naturalista aplicado al estudio de los enfermos en importante número, estructura el conocimiento clínico, y permite al mismo tiempo la elaboración de criterios taxonómicos sobre los procesos mórbidos observados. Ambos elementos, la elaboración conceptual de la noción de enfermedad, como los procedimientos clasificatorios de las entidades mórbidas, van a constituirse como un eje básico estructurante en la nueva ciencia epidemiológica. Sin embargo, el concepto de enfermedad es traspuesto a la racionalidad epidemiológica sin mediaciones a partir de las concepciones de la clínica, y en particular de la fisiología, sellando una ligadura que se encuentra presente desde los comienzos de la epidemiología como ciencia. La clínica, y en consecuencia también la epidemiología, construyen la enfermedad a través de una visión naturalizada, que privilegia del fenómeno sus determinantes y manifestaciones biológicas, y le adjudica un carácter individual. Es éste ardid reduccionista el que rompe las conexiones entre los fenómenos concretos, sus manifestaciones empíricas y el contexto histórico social. De esta manera, los compromisos asumidos en la elaboración clínica del concepto de enfermedad son trasladados linealmente al campo epidemiológico en el que permanecen, y representan en la actualidad un punto nodal que se interpone como obstáculo a ser superado. Según señala Ricardo Bruno M. Gonçalves, la epidemiología al no elaborar un concepto propio de enfermedad, renuncia a su independencia en cuanto ciencia. (Mendes Gonçalves; 1994). Una dirección similar asume el cuestionamiento elaborado por el antropólogo Eduardo Menéndez, (Menéndez; 1985, 1990) En diversos artículos donde analiza el Modelo Médico Hegemónico y describe los rasgos que lo caracterizan, señala la ahistoricidad, el biologismo y el individualismo como estructurales del mismo. Hace especial hincapié en destacar cómo esos rasgos estructurales no corresponden sólo a la práctica clínica sino que también atraviesan a las prácticas sanitarias preventivas y epidemiológicas. El biologicismo es señalado por este autor como el rasgo estructural dominante que orienta las perspectivas teóricas y prácticas sobre los problemas de salud–enfermedad. Al mismo tiempo y en función del paradigma científico dominante, es este rasgo el que legitima el modelo invistiéndolo de cientificidad. Así, la red de relaciones sociales que interviene en la génesis y en la expresión de la enfermedad queda opacada en función de la primacía de los determinantes de orden biológico, y los procesos sociales, culturales o psicológicos son ubicados en forma anecdótica. (Menéndez; 1990). La edad y el sexo como principales variables descriptivas y analíticas que adopta la epidemiología son, a juicio de Menéndez, la expresión de la primacía de variables que más fácilmente pueden ligarse a procesos biológicos, contrastando con el menor uso de las que señalan relaciones sociales dinámicas como estratificación social, ingresos, ocupación, o género. Cuando se adopta la idea de la enfermedad como hecho natural y biológico , y no como un hecho social e histórico , se pone en evidencia el rasgo de ahistoricidad que es estructurante en el Modelo Médico Hegemónico. Sólo la comprensión de períodos o series históricas de larga duración permiten en el campo epidemiológico incluir, y por tanto analizar los procesos histórico – sociales que interviene sobre la dupla salud - enfermedad. La visión coyuntural y episódica de los procesos patológicos recorta la expresión de
los fenómenos de las condiciones en las que se generaron, y dificulta observar la impronta que las transformaciones temporales dejan en ellos. La asociabilidad, y el individualismo que componen como rasgo estructurante las concepciones prevalentes sobre la salud, resultan paradojales a la luz de la prolífica producción acumulada en torno a la determinación social de las enfermedades tanto en la medicina social europea de los siglos XVIII y XIX, como en esa perspectiva retomada en la década del ’70 en América Latina. Trabajos epidemiológicos como los de J. Snow en Londres, o los de Villermé en Francia que destacaban y complejizaban la multiplicidad de componentes que contribuían a la producción y distribución heterogénea de las enfermedades, son relegados por la predominancia que la teoría microbiana pasa tener a fines del siglo XIX. Así, la primacía de explicaciones monocausales que ubicaban la enfermedad como fenómeno de índole individual, y que proclamaban la causalidad de orden biológico, oscurecieron las explicaciones y la búsqueda de factores de carácter social y económico. Son estos elementos, aquí descriptos en forma breve, con los que buscamos mostrar que la ausencia de una conceptualización más abarcativa sobre los procesos de salud – enfermedad que permita contemplar la idea de un sujeto que es soporte de tales procesos tiene origen en las formas con que la epidemiología moldea y recorta su objeto de trabajo. La relevancia de los procesos de carácter biofisiológicos al delimitar la salud y la enfermedad tiene como uno de sus efectos más duraderos la secundarización del sujeto y del conjunto de relaciones que lo estructuran como tal. Situándonos en esta línea argumental, pretendemos señalar que las limitaciones de la epidemiología para incorporar la subjetividad como un componente inherente a los procesos de salud – enfermedad del ser humano (Augsburger, 2002) no son resultado de fenómenos coyunturales, sino consecuencia de las condiciones históricas en que construye su saber, por lo que es imprescindible replantear el paradigma científico sobre el que se organizó, de manera de buscar en la articulación teórica y metodológica con las ciencias sociales la superación de aquellas limitaciones. La epidemiología en salud mental : re–descubriendo el sujeto No es casual ni una mera modificación semántica el nombrar como epidemiología en salud mental aquel espacio de producción de conocimientos que toma por objeto los problemas de salud–enfermedad que afectan la esfera del psiquismo humano. Hablar de salud mental, sin intención de retomar el remanido debate sobre la dupla mente - cuerpo, obedece a una estrategia analítica que permite circunscribir un conjunto de procesos particulares de salud y enfermedad que atañen a la subjetividad del ser humano. Delimitar el concepto de salud mental en tanto objeto de indagación, permite la descripción, y comprensión de la especificidad de la subjetividad y de las formas de expresión del sufrimiento psíquico. Las profundas renovaciones en el campo de la salud mental durante las últimas décadas del siglo XX modificaron conceptos y prácticas hasta entonces vigentes. Sin embargo, los fructíferos esfuerzos que transformaron los modos de comprender, explicar e intervenir sobre los problemas de salud mental no han sido apropiados por el campo epidemiológico. El cuerpo teórico–metodológico que se encuadra como epidemiología psiquiátrica parece desconocer tales transformaciones y continuar amarrado a los modelos que hegemonizaron la disciplina psiquiátrica. Durante los años ’60 se sitúa el inicio de una línea de pensamiento que rompiendo la hegemonía de la disciplina médico–psiquiátrica constituye el nuevo campo de la salud mental. El desarrollo de la psiquiatría comunitaria americana, la psiquiatría democrática en Italia, y las posiciones más radicales de desinstitucionalización inglesa, sumado a la extensión y difusión que cobra el psicoanálisis, contribuyen a hacer de la salud mental un campo particular de las prácticas sanitarias y sociales en sentido más amplio, con criterios mucho más abarcativos que la tradicional concepción disciplinar que la psiquiatría conlleva. El sector de salud mental se extiende sobre los principios de lo que se llamó estado benefactor, y que albergó en su seno un conjunto de propuestas y políticas que incluían tanto la prevención, que re-tomaba los núcleos temáticos de la higiene mental de las primeras décadas del siglo hasta propuestas alternativas al dispositivo manicomial psiquiátrico, con todo un abanico de pro- puestas tecnocráticas y normativas, modernizadoras del mismo.
el concepto en la interfase entre las ciencias sociales y las ciencias de la salud, constituyendo allí la noción de sujeto una pieza clave. (Almeida Filho; 2000) El reconocimiento de la complejidad que atraviesa las formas de producción y expresión de los procesos de sufrimiento psíquico, así como su distribución heterogénea en los grupos sociales no consigue ser aprehendida desde el recorte de saberes que impone la llamada epidemiología psiquiátrica. La tensión en esta dirección es enorme puesto que se trata de avanzar en una perspectiva de conocimiento epidemiológico que abra las fronteras o los límites impuestos desde una lógica disciplinar de producción del conocimiento científico, cerrada sobre sí misma. Enfrentar esa tensión es sostener una mirada crítica a la división de saberes, una invitación a indisciplinarse, a buscar respuestas conceptuales a los problemas identificados más allá de los dominios tradicionalmente aceptados por la epidemiología. El psicoanálisis constituye uno de esos dominios ajenos, que con sus elaboraciones podría permitir a la epidemiología en salud mental formularse la pregunta por el sujeto que hasta ahora no le fue posible. Desde la perspectiva psicoanalítica tanto los procesos psíquicos “normales” o esperables en el proceso de construcción de la subjetividad, como aquellos considerados patológicos reposan en la elaboración del concepto de inconsciente y por ende de sujeto escindido, es decir de sujeto en conflicto. Este conflicto que la división psíquica instaura, y del cual la categoría de represión es la piedra angular, posee un carácter intrapsíquico, pero no por ello está exento de producir consecuencias en el mundo exterior, así como de recibir las influencias de éste. (Bleichmar; 1984) Para la teoría freudiana el sujeto psíquico es un sujeto en conflicto en tanto está marcado por una escisión en la cual es crucial el papel desempeñado por el otro humano. Es ésta la línea que Freud traza en “Duelo y Melancolía” y en el tercer capítulo de “El yo y el Ello”, mostrando el carácter estructurante que tiene para el sujeto humano la relación con los otros. Por ello es una concepción de sujeto cuya tópica se presenta desde el comienzo como intersubjetiva, siendo en su seno donde se da el proceso constitutivo del aparato psíquico. La aproximación conceptual entre epidemiología y psicoanálisis hace evidente la distancia entre ambos toda vez que la investigación y la práctica epidemiológica han privilegiado la noción de individuo, en tanto unidad independiente, racional y consiente, mientras que desde el psicoanálisis se señala un sujeto escindido, excéntrico en relación a su conciencia, e ignorante de gran parte de las determinaciones de sus actos y sus afectos. Al incorporar la noción de sujeto a su ámbito teórico, la epidemiología en salud mental debería revisar la división clásica entre individuos sanos y enfermos. La perspectiva nosográfica clásica ha trabajado con un criterio de enfermedad objetiva, considerando como tal sólo aquello que se puede ver y comprobar porque produce signos y síntomas. La mirada clínica que la epidemiología adopta para delimitar el caso pone la enfermedad en un primer y exclusivo plano, sin dar lugar siquiera al enfermo. Al privilegiar los signos y síntomas (disease) se han despreciado las representaciones o puntos de vista del paciente (illness) o las significaciones socio-culturales de los grupos humanos (sicknes). Produciendo esta delimitación objetiva de la enfermedad queda excluida la dimensión subjetiva de quien la padece. La percepción y enunciación de malestar por parte de un sujeto puede no ser acompañada de signos y síntomas discernibles por terceros; así como la formulación de un diagnóstico conclusivo en relación a una patología puede no comprender al sujeto. El avance del conocimiento sobre el cuerpo biológico del individuo, sobre los métodos de diagnóstico y reparación, no puede sustituir la expresión de formas de la subjetividad y la experiencia de sus aflicciones que se rigen por coordenadas distintas de la perspectiva bio-médica, y que remiten por tanto, al plano de la constitución desiderativa y social de los sujetos. La propuesta de avanzar en el re- conocimiento del sujeto obliga a la epidemiología en salud a replantear la dicotomía entre salud y enfermedad, que son trabajados en la epidemiología como situaciones estáticas, postulando la categoría de sufrimiento. El sufrimiento coloca a la par de la mirada técnica, pretendidamente neutra, al sujeto concreto en su dimensión singular. Si el juicio clínico (médico, psiquiátrico, psicológico) es capaz de afirmar la presencia o ausencia de una patología en función de sus
criterios de verdad, también es cierto, y no menos verdadero que la percepción o expresión de padecimiento depende de los sujetos, de su voluntad o su deseo de vivir o de sanar, y también está allí dando señales, con independencia de la voluntad o la decisión de los sujetos. La lógica dicotómica de estados de salud o enfermedad no permite dar cuenta de todo un conjunto de situaciones que afectando la salud mental no consiguen ser encasilladas en uno u otro polo. Acentuar la noción de sufrimiento, y distinguirla de la enfermedad permite recuperar la dimensión temporal, historizar el proceso que le da origen, dándole visibilidad a las relaciones que lo ligan con el proceso de constitución del sujeto singular, con las vicisitudes y eventos de su vida cotidiana, así como con las condiciones objetivas de vida en el seno de su grupo social de pertenencia. Sufrimiento, malestar, padecimiento son nociones que cuentan con una buena producción teórica en la que participan autores con experiencias diversas. (Galende, 1990; 1997; Burin, 1991; Basaglia; 1972; Freud, 1930,1981). Los giros que se han ido señalando son sin duda complejos, y constituyen un material conceptual todavía no concluido: considerar individuos autónomos o sujetos en conflicto; elaborar diagnósticos técnicos conclusivos o indicadores de percepción subjetiva de sufrimiento, considerar individuos independientes de sus condiciones y vicisitudes de vida o sujetos sujetados a sus experiencias singulares y sociales de vida, son algunas de las controversias que señalan la tensión entre paradigmas epidemiológicos divergentes frente a los cuales se sitúa la indagación de los problemas de salud mental en su dimensión colectiva.
RESUMEN Recientemente se ha producido una modificación en el modo de referirse al objeto de la Salud Colectiva, pasando de hablarse proceso salud/enfermedad, atención a salud/enfermedad/cuidado sin que resulte del todo claro lo que implica tal movimiento. El objetivo de este trabajo es aportar elementos a la conceptualización del “cuidado” en el campo de la Salud, como parte del trabajo de elaboración teórica de un proyecto UBACyT sobre la articulación entre Atención Primaria de la Salud y Salud Mental. A partir de la búsqueda en la base de datos LILACS (1980-2014) se describen y analizan cinco categorías emergentes sobre el uso de la noción de cuidado. Así mismo, se toman elaboraciones de la psicología y el psicoanálisis que aportan una conceptualización del cuidado como condición humana fundamental. Se concluye proponiendo al cuidado como ética que orienta las prácticas en Salud. INTRODUCCIÓN “Si tendencias tan distintas, algunas de ellas ideológico, técnica, económico y políticamente diferenciadas -y hasta enfrentadas- pueden usar intercambiablemente casi los mismos conceptos ́ , algo está ocurriendo con el uso de esos términos ́. En consecuencia para saber de qué estamos hablando y no hablando y cuáles son los problemas que estos conceptos van a ayudar a precisar se requiere un esfuerzo de construcción conceptual”. En particular, este texto se relaciona con uno de los objetivos específicos del proyecto en cuestión: el describir y analizar la relación entre los fundamentos teórico-conceptuales de la Atención Primaria de la Salud (APS) y los de las políticas en Salud Mental, contextuándolos e historizándolos. La Medicina Social/Salud Colectiva Latinoamericana, marco teórico-práctico en el cual se inscribe el proyecto de investigación, se ha constituido como una de los principales movimientos críticos a la mercantilización y bio-medicalización de la salud, realizando importantes aportes a la conceptualización de una Atención Primaria de la Salud que se erija en defensa del derecho a la salud de los pueblos y los individuos (Rovere, 2012). Uno de los grandes aportes teóricos de este movimiento consiste en el debate conceptual acerca del objeto de las disciplinas que se ocupan de estudiar los modos de vivir, enfermar y morir de los sujetos y grupos sociales. Así pues, se ha producido en su seno un largo proceso de elaboración que se inició con la discusión sobre los conceptos de salud y enfermedad y la articulación entre los mismos; se realizó entonces un pasaje de verlos como elementos opuestos -o categorías dicotómicas- a
CATEGORÍAS A partir del proceso de categorización emergente, se construyeron cinco categorías referidas cada una de ellas a un uso diferente del término “cuidado”. El primero entiende por éste una dimensión de las prácticas en salud relacionada a lo vincular/afectivo. El segundo nombra como cuidado a las prácticas no formales en salud. El tercero reivindica el término en cuestión como un concepto superador de la simple atención, a partir de características como la integralidad y la participación. El cuarto plantea al “cuidado” como eje que orienta la atención centrándola en los usuarios. Y finalmente, el quinto usa este término como sinónimo de atención. A continuación, se describirán y analizarán con mayor detalle cada uno de los usos/categorías encontrados. LOS USOS DEL TÉRMINO “CUIDADO” El cuidado como dimensión vincular/afectiva de las prácticas en salud “(...) es evidente la permanencia de modelos de atención biomédicos que distan de la verdadera esencia del cuidado de enfermería, al reducir lo humano a lo biológico y al desviar la atención del profesional de enfermería de su visión humanista y holística del cuidado” (Vargas-Escobar, 2010, p.85) Uno de los usos observados para el término cuidado en el campo de la Salud es el que pretende nombrar cierta dimensión de las prácticas referida a los aspectos vinculares y afectivos que se ponen en juego en la atención. De este modo, la palabra cuidado hace referencia a la parte afectiva -y por contraste no técnica- de la atención. En el marco de este trabajo la llamaremos “dimensión vincular/afectiva”. Respecto de este uso, algunos grupos de profesionales de enfermería plantean que el objeto de su trabajo es justamente el cuidado entendido en estos términos (Boykin, Schoenhofer, 1993; Murillo, 2003). Se observa desde ellos un esfuerzo por conceptualizar su tarea ligándola a la noción de cuidado, planteándose que el quehacer del enfermero(a) implica, además de las tareas concretas de asistencia a los enfermos, una tarea implícita de vinculación emocional con el paciente, que aunque central es poco o nada valorada por las instituciones de salud. Al respecto Murillo señala (2003): A pesar de ello, las enfermeras constituyen la parte emocional de la institución. Sus funciones se desdoblan entre una competencia técnico-sanitaria y una implícita (por no estar contemplado en la descripción del puesto de trabajo) capacidad para la dedicación subjetiva al paciente en interés de su propia terapia. Este uso -presente en la enfermería pero no exclusivo de ella- resalta una dimensión que según los críticos del modelo médico hegemónico y del crecimiento desmedido de la biomedicina, se ha deteriorado debido a una distorsión (y abreviación en tiempos) de la relación médico-paciente excesivamente mediada por la aparatología (Kleinman, van der Geest, 2009). En un sentido similar, otros autores incorporan la distinción entre tecnologías duras y tecnologías blandas, considerando que todos los trabajadores de la salud se nutren -o deberían nutrirse- de ambas en su trabajo asistencial. Entendiendo a las tecnologías blandas como producción de relaciones entre sujetos, señalan la existencia de un “núcleo cuidador” que pertenecería a todos los trabajadores de la salud (Merhy, 2006). El cuidado como las prácticas no formales en salud “En efecto, cuando una persona se encuentra en una condición de salud crónica precisa el cuidado continuo y prolongado que brindan las familias” Otro uso hallado para el término cuidado es la utilización del término para hacer referencia a las prácticas –tanto preventivas como curativas- que realizan las personas por fuera del sistema de salud u otros sistemas formales de atención. Es en este sentido que se utiliza la denominación de “no formales” en oposición a las formales, marcándose la diferencia entre unas y otras en el marco institucional en el cual se produce la práctica de salud, asociándose al ámbito privado con lo no formal (Thomas, 1993).
El cuidado, a partir de este uso, puede desarrollarse o bien de manera individual -tendiendo a denominarse como auto-cuidado (por ejemplo, dietas y ejercicio físico)- o bien en lo que respecta al cuidado de otros, denominándose como “cuidadoras” a las personas que cumplen ciertas tareas (por ejemplo, cuidados en el hogar de personas enfermas o con algún grado de dependencia). Kleinman y van der Geest (2009) han planteado que el auge del cuidado -tal como lo entiende este uso- podría relacionarse con la importancia que han adquirido las enfermedades crónicas en determinados contextos, lo cual ha producido un aumento en la demanda de “cuidado” por fuera de las instituciones sanitarias. Por otro lado, desde la Medicina Social/Salud Colectiva Latinoamericana, se ha planteado que un riesgo presente en esta acepción del cuidado es que se responsabilice a los individuos y familias por cuidar o descuidar, individualizando y privatizando dicha función, desligándola de sus dimensiones históricas, políticas, económicas, y de construcción colectiva y eximiendo a los Estados en su responsabilidad por el cuidado de las personas (Peña y Garduño,1994; Menéndez 2003; Stolkiner, 1994). Con base en tal crítica, se ha propuesto como concepto alternativo el de auto-atención -a fin de diferenciarlo del de auto-cuidado, ligado a la biomedicina- el cual incluye además del individual, otros niveles de análisis tales como las condiciones materiales de existencia y los modos de vida (Breilh,2009). La auto-atención , según la define Menéndez (2003), implica representaciones y prácticas que la población usa a nivel individual y grupal para explicar, diagnosticar, atender, curar y prevenir procesos que afectan su salud. Finalmente, es importante destacar que la auto-atención, a diferencia del cuidado no formal, no es meramente un apoyo “externo” al sistema sanitario, sino el eje articulador entre diversas formas de atención (biomedicina, tradicional, alternativas, etc.). El cuidado como atención integral en salud “Los avances más importantes en el cuidado de la salud y en el mayor bienestar de la población dependen más de las medidas sanitarias y de otras variables como la educación, que de la medicina”. El siguiente uso encontrado para el término cuidado se aproxima a lo que desde la Atención Primaria de la Salud (APS) se entiende como “atención integral”, es decir, la concepción presente en los planteamientos originales de la APS. Al respecto, Tejada de Rivero (2003) señala que en la Declaración de Alma-Ata se planteaba mediante el término cuidado (“care”) una concepción del quehacer en Salud que iba más allá de la atención: “La versión original en inglés usó el término cuidado ́ (care), y no
atención ́. El cuidado ́ tiene una connotación mucho más amplia e integral que la
atención ́. El cuidado denota relaciones horizontales, simétricas y participativas; mientras que la atención es vertical, asimétrica y nunca participativa en su sentido social. El cuidado es más intersectorial y, en cambio, la atención deviene fácilmente no sólo en sectorial sino en institucional o de programas aislados y servicios específicos”. (Tejada de Rivero, 2003, p.5) La traducción al español del vocablo inglés “care” como “atención” y no como “cuidado” queda reducido en su sentido, ya que el término inglés es mucho más rico que ambas alternativas hispánicas. En éstas se pierden algunas acepciones, tales como: interesarse por algo o alguien, dar importancia, ocuparse o preocuparse. A su vez, y retomando la cita de Tejada de Rivero (2003) se puede observar que en el contexto de la APS el término cuidado se utilizó a fin de indicar que las prácticas en Salud -en- tendida ésta en un sentido amplio e integral- exceden a lo que puede -y debe- hacer el sector sanitario y a ciertas prácticas hegemónicas dentro del mismo. Son de destacar los términos con los cuales se describe lo que sería el cuidado al oponerlo a la atención: se habla de integralidad, de relaciones horizontales, simétricas y participativas, y de intersectorialidad. Es decir, se plantea que para producir salud (Campos,