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Escrito de un sobreviviente de la segunda Guerra mundial
Tipo: Resúmenes
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Imaginemos ahora un hombre a quien, además de a sus personas amadas, se le quitan la casa, las costumbres, las ropas, todo, literalmente todo lo que posee: será un hombre vacío, reducido al sufrimiento y la necesidad, falto de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo; hasta tal punto que se podrá decidir sin remordimiento su vida o su muerte prescindiendo de cualquier sentimiento de afinidad humana; en el caso más afortunado, apoyándose meramente en la valoración de su utilidad. Comprenderéis ahora el doble significado del término «Campo de aniquilación», y veréis claramente lo que queremos decir con esta frase: yacer en el fondo. (Primo Levi, Si esto es un hombre )
d’Aosta. Poco después, y junto con otros compañeros, forma un grupo de partisanos en las estribaciones de los Alpes en octubre de 1943. Mal equipados y peor entrenados, caen en manos de la Milicia fascista en diciembre de ese año. Levi es arrestado la noche del 13 de diciembre en Valle d’Aosta. Ante la amenaza de ser fusilado por partisano, se declara judío y es enviado al campo de Fossoli, cerca de Modena, en enero de 1944. Tras pasar a manos alemanas, comienzan las deportaciones desde Fossoli y Levi es enviado a Auschwitz el 21 de febrero de 1944, donde estará internado once meses en el campo de Buna-Monowitz (Auschwitz III), hasta la liberación por los rusos el 27 de enero de 1945. De los 650 deportados italianos con los que viajó el escritor, sólo sobrevivirían 24. A su llegada a Auschwitz fue tatuado con el número 174517. Sabe algo de alemán aprendido en los libros de química y aprende más a marchas forzadas pagando sus lecciones con raciones de pan. El alemán es una herramienta imprescindible de supervivencia, casi tan importante como la comida. Tras nueve meses de los trabajos más duros, en noviembre de 1944 Levi consigue entrar como ayudante químico en la fábrica de Buna (goma sintética). Gracias a ello, trabajará a cubierto durante las semanas más crudas del invierno polaco, lo que probablemente le salve la vida. En el laboratorio se le ofrece por añadidura la posibilidad de llevar a cabo pequeños hurtos de valioso material de laboratorio, con lo que podrá mercadear en el mercado negro y obtener más comida. Poco antes de la liberación del campo, Levi cae enfermo de escarlatina y es internado en el barracón de infecciosos. La llegada adelantada de los rusos y la huida precipitada de los alemanes impiden la liquidación de los últimos presos (aquellos que no han podido evacuar el campo en las llamadas marchas de la muerte), como estaba previsto y Levi ya se había resignado a esperar. La enfermedad libraría al escritor de seguir el destino de la mayoría de los que participaron en la evacuación, muertos de agotamiento y asesinados en las cunetas de los caminos. De izquierda a derecha: Lisa Morpurgo, mujer de Levi; Primo Levi y su hermana Anna Maria, en 1947, año de la publicación del libro
Tras la liberación, comenzaría la larga odisea del retorno a casa ―narrada por Levi en La tregua ―, en la que invertiría desde finales de enero de 1945 hasta el 19 de octubre del mismo año, día en que llegó por fin a Turín. Allí le esperaban su madre y su hermana, que habían logrado sobrevivir escondiéndose en pueblos de alrededor. Primo es el único sostén de la familia en la empobrecida Italia de posguerra y ya el 21 de enero de 1946 obtiene un empleo en una fábrica de pinturas (la DUCO, perteneciente al emporio americano Du Pont) situada a las afueras de Turín. Allí empieza a escribir sus recuerdos de Auschwitz,
apenas un año después de ser liberado del campo. Un año más tarde, en enero de 1947, Levi pasea el manuscrito ya concluido por varias editoriales. Rechazado por Einaudi por consejo de la escritora y amiga Natalia Ginzburg, sería aceptado finalmente por una pequeña editorial de vanguardia (De Silva). En junio de 1947, Levi se despide de la fábrica y monta un pequeño taller químico junto con su amigo Alberto Salmoni en la casa de este último. En septiembre de 1947, se casa con Lucia Morpurgo, una amiga de la adolescencia, y en octubre salen de imprenta los 2000 ejemplares de Si esto es un hombre , de los que sólo se venderían 1500 y que pasará casi desapercibido, pese a una buena crítica de Italo Calvino. En la primavera de 1948, después de que su mujer quede embarazada, Levi busca un trabajo seguro y entra en la fábrica de pinturas SIVA, en donde permanecerá ya hasta su jubilación. En octubre de 1948 nace su hija Lisa. En 1950 el competente químico que fue Levi es ascendido a director técnico de la compañía. En calidad de tal efectuó numerosos viajes a Alemania, donde se encontró con antiguos nazis a los que no les ocultaba su estancia en Auschwitz. Levi se implica desde los años 50 en organizaciones que tratan de preservar la memoria de las víctimas del Holocausto y en 1954 visita Buchenwald. En 1957 nace su hijo Renzo, llamado así en honor de uno de sus salvadores, Lorenzo Perrone, muerto unos años antes alcoholizado y traumatizado por lo que había vivido.
Por fin en 1958 Einaudi decide reeditar Si esto es un hombre , que entonces sí, se convierte en un éxito y se traduce al inglés y al alemán. En 1963 publica La tregua , su segundo libro después de 16 años. Para entonces la reputación de Levi va en aumento, pero como le sucedía en Auschwitz, la mejora de la situación personal relaja también los mecanismos de defensa y permite que los traumas afloren: Levi sufre su primer episodio grave de depresión. Lo cual no le impide una vida activa; el químico-escritor viaja, escribe artículos, dicta conferencias. Por esos años publica un par de libros de relatos de ciencia-ficción, Storie naturali ( Historias naturales , 1966) y Vizio de forma ( Defecto de forma , 1971), bajo el pseudónimo de Damiano Malabaila. En 1974 (con 55 años) se retira parcialmente de su trabajo de químico para dedicar más tiempo a la escritura. Su trabajo de escritor prosigue desde entonces a un ritmo constante de publicaciones. En 1975 edita una serie de relatos autobiográficos, El sistema periódico , unánimemente alabados por la crítica (la Royal Institution de Gran Bretaña lo declararía en 2006 el mejor libro de ciencia jamás publicado), y tres años más tarde, en 1978, su primera novela, La llave estrella , una especie de epopeya laboral, ambientada en una fábrica rusa de la Fiat, y que le valdría el importante premio Strega. De 1984 es su segunda novela (o según algunos, que consideran La llave estrella una colección de relatos, su primera), Si ahora no, cuándo , sobre un grupo de la resistencia judía durante la Segunda Guerra Mundial.
Primo Levi con estudiantes del instituto Roselli, 1979
2. SI ESTO ES UN HOMBRE: ESTILO Y TEMAS
La originalidad de Si esto es un hombre proviene de su cruce de diversos géneros: contiene algo de novela de formación, de informe antropológico y casi zoológico, de literatura de memorias y también de reflexión filosófica y moral a la manera de un Montaigne, sin terminar de pertenecer a ninguno de estos géneros. Tiene también de novela de aventuras y supervivencia, al estilo de Robinson Crusoe , e incluso contiene una parte de cuento infantil, donde un personaje débil y vulnerable, una especie de Pulgarcito, logrará sobreponerse con su astucia a los ogros nazis. Hay una cosa, sin embargo, que desde el principio se niega a ser y que tanto abunda en la literatura del Holocausto: una obra que explote el morbo y la truculencia: «No lo he escrito con intención de formular nuevos cargos; sino más bien de proporcionar documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana » (27). Levi rehúye la victimización desde la primera frase: «Tuve la suerte de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944» (27). En contra de lo esperado, comienza no lamentándose, sino congratulándose de su suerte. También desde el principio señala con claridad la raíz de todo mal político: aquellos («individuos o pueblos») que piensan que «todo extranjero es un enemigo». Cuando este prejuicio se convierte en doctrina, «entonces, al final de la cadena está el Lager » (27). Levi no limita el mal simplemente a los judíos y el antisemitismo, sino que lo generaliza a cualquier discriminación contra el diferente, del que el antisemitismo sería tan sólo un caso. En el apéndice de 1976 se muestra aún más explícito:
La aversión contra los judíos, impropiamente llamada antisemitismo, es un caso particular de un fenómeno más vasto: la aversión contra quien es diferente a uno. No hay duda de que se trata, en sus orígenes, de un hecho zoológico: los animales de una misma especie pero de grupos distintos manifiestan entre sí fenómenos de intolerancia (233-234).
El autor advierte también de que su obra, aunque memorialística, persigue un propósito muy claro de actualidad, pues el prejuicio asesino no está en absoluto erradicado: « La historia de los campos de concentración debería ser entendida por todos como una siniestra señal de peligro » (27). Pero sin duda la primera motivación del libro es personal: la urgencia de expresarse «como una liberación interior» (28); la «necesidad de hablar a “los demás”, de hacer que “los demás” supiesen…». «De aquí su carácter fragmentario : sus capítulos han sido escritos no en una sucesión lógica sino por su orden de urgencia».
Estación de Carpi, desde donde partió el tren que llevó a Levi y a los otros 650 deportados del campo de Fossoli hasta Auschwitz
Los pasajes más personales del libro proceden del esquema de la novela de formación o aprendizaje (la Bildungsroman ), en el que el ingenuo protagonista afronta una azarosa iniciación (título precisamente de uno de los capítulos) a una realidad que le desborda. En ellos se dibuja la evolución que conduce del joven frágil e inexperto del principio, a quien nadie concede muchas posibilidades de sobrevivir, hasta el prisionero curtido del final, que ha logrado superar incontables peligros y ha aprendido a manejarse en el campo como el que más. He aquí el autorretrato que Levi nos entrega de ese joven sensible y vulnerable que era al ingreso en Auschwitz:
Tenía veinticuatro años, poco juicio, ninguna experiencia, y una inclinación decidida, favorecida por el régimen de segregación al que estaba reducido desde hacía cuatro años por las leyes raciales, a vivir en un mundo poco real, poblado por educados fantasmas cartesianos, sinceras amistades masculinas y lánguidas amistades femeninas. Cultivaba un sentido de la rebelión moderado y abstracto (31).
No es desde luego el perfil más adecuado para aguantar las terribles condiciones del Lager , como enseguida averiguaría: «…nadie quiere trabajar conmigo, porque soy débil y desmañado…» (67). Al poco, Levi se hiere en un pie y le envían a la enfermería, donde se entera de que «son pocos los que están allí más de dos semanas y nadie más de dos meses: dentro de estos límites tenemos que curarnos o morirnos» (70). Por si aún no lo tiene claro, un enfermero polaco le da por acabado: «tú, judío, ya estás listo, en seguida al crematorio» (74). Esas y otras experiencias cruciales le irán abriendo los ojos a una realidad inédita, como jamás se ha visto en ningún lado, y para la que no existe, por tanto, ningún punto de comparación:
Y precisamente: empujado por la sed le he echado la vista encima a un gran carámbano que había por fuera de una ventana al alcance de la mano. Abrí la ventana, arranqué el carámbano, pero inmediatamente se ha acercado un tipo alto y gordo que estaba dando vueltas afuera y me lo ha arrancado brutalmente. ― Warum? [¿por qué?]―le pregunté en mi pobre alemán. ― Hier ist kein warum (aquí no hay ningún porqué) ―me contestó, echándome dentro de un empujón. La explicación es sencilla aunque revuelva el estómago: en este lugar está prohibido todo, no por ninguna razón oculta sino porque el campo se ha creado para ese propósito. Si queremos seguir viviendo tenemos que aprenderlo rápidamente. (50)
Hay pocas estrategias que oponer a esta vorágine que arrastra a los presos desde el primer segundo y apenas hay tiempo para aprenderlas: recuérdese que la media de supervivencia de los recién llegados era de tres meses. Acaso el único recurso que quede sea el que le cuenta un veterano, Steinlauf, antiguo sargento del ejército austro-húngaro, que le predica la conveniencia de mantener la disciplina y no dejarse llevar:
… que para vivir es importante esforzarse por salvar al menos el esqueleto, la armazón, la forma de la civilización. Que somos esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento. Debemos, por consiguiente, lavarnos la cara sin jabón, en el agua sucia, y secarnos con la chaqueta. Debemos dar betún a los zapatos no porque lo diga el reglamento sino por dignidad y por limpieza. Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina prusiana sino para seguir vivos, para no empezar a morir (64-65).
Los pasajes más objetivos y descriptivos de la obra pertenecen al género del informe científico. Y ello tiene su justificación: el Lager fue concebido como un enorme laboratorio del comportamiento humano sometido a condiciones extremas: «el Lager ha sido, también y notoriamente, una gigantesca experiencia social y biológica» (117). Levi era químico y estaba acostumbrado a utilizar un lenguaje aséptico e impersonal, que nunca va más allá de los hechos. Es el lenguaje que mejor puede reflejar el método industrial y «científico» de exterminio que implantaron los nazis. Se trata sin duda de un informe sociológico de lo más exhaustivo, que abarca todos los aspectos de una comunidad. En primer lugar el económico , como en el octavo capítulo, «Más acá del bien y del mal», de irónico título nietzscheano, que contiene un análisis detallado del trapicheo y el mercado negro en el campo. Al final del capítulo, lleno de hurtos y cambalaches, Levi se pregunta «cuánto de nuestro mundo moral normal podría subsistir más allá de la alambrada de púas» (116). También encontramos una descripción del aspecto urbanístico o geográfico, no exento de cierta lírica inhumana:
… la Buna es desesperada y esencialmente opaca y gris. Este desmesurado enredo de hierro, de cemento, de barro y de humo es la negación de la belleza […] Dentro de su recinto no crece una brizna de hierba, y la tierra está impregnada por los jugos venenosos del carbón y del petróleo, y nada más que las máquinas y los esclavos están vivos: y más aquéllas que éstos. La Buna es grande como una ciudad; allí trabajan, además de los dirigentes y los técnicos alemanes, cuarenta mil extranjeros, y se hablan quince o veinte idiomas» (100-101).
Levi contempla todas las particularidades del campo, desde lo más amplio, como es la compleja distribución y organización de los diversos subcampos de Auschwitz, hasta el trazado de los barracones:
… el imperio concentracionario de Auschwitz no estaba formado por un solo Lager , sino por unos cuarenta: el campo de Auschwitz propiamente dicho se alzaba en la periferia de la pequeña ciudad del mismo nombre (Oswiecim, en polaco), tenía capacidad para unos veinte mil prisioneros y, por así decir, era la capital administrativa del conjunto; además estaba el Lager (o más exactamente el grupo de Lager : según la época) de Birkenau, que llegó a contener sesenta mil prisioneros, de los cuales cuarenta mil eran mujeres y en los que funcionaban las cámaras de gas y los hornos crematorios; y finalmente un número continuamente variable de campos de trabajo, alejados de la «capital» hasta cientos de kilómetros: mi campo, llamado Monowitz, era el más grande de éstos y había llegado a tener doce mil prisioneros. Estaba a unos siete kilómetros de Auschwitz» (226, apéndice de 1976)
Los Blocks comunes de viviendas están divididos en dos locales; en uno ( Tagesraum ) vive el jefe del barracón con sus amigos; tienen una mesa larga, sillas, bancos; por todas partes un montón de
objetos extraños de colores vivos, fotografías, recortes de revistas, dibujos, flores artificiales, bibelots; grandes letreros en la pared, proverbios y aleluyas que encomian el orden, la disciplina, la higiene; en un rincón, una vitrina con los instrumentos del Blockfrisör (el barbero autorizado), los cucharones para repartir la sopa y dos vergajos de goma, el lleno y el vacío, para mantener la misma disciplina. El otro local es el dormitorio; en él no hay más que ciento cuarenta y ocho literas de tres pisos, dispuestas apretadamente como las celdas de una colmena, de modo que se aprovechen todos los metros cúbicos del espacio, hasta el techo, y separadas por tres pasillos; aquí viven los Häftlinge [prisioneros] corrientes, doscientos o doscientos cincuenta por barracón, por consiguiente dos en una buena parte de cada una de las literas, que son tablas de madera movibles, provistas de un delgado saco de paja y de dos mantas cada una. Los pasillos de desahogo son tan estrechos que difícilmente pueden pasar dos personas; la superficie total del suelo es tan poca que los habitantes del mismo Block no pueden estar dentro a la vez si por lo menos la mitad no están echados en las literas. De ahí la prohibición de entrar en un Block al que no se pertenece (54)
Tampoco falta un informe psicológico sobre los efectos del encierro en la psique de los presos, como cuando analiza los dos sueños más repetidos de todos, el sueño de Tántalo (la comida que no llega a la boca) y el «sueño del relato que nadie escucha»:
Aquí está mi hermana, y algún amigo mío indeterminado, y mucha más gente. Todos están escuchándome […] Es un placer intenso, físico, inexpresable, el de estar en mi casa, entre personas amigas, tener tantas cosas que contar: pero no puedo dejar de darme cuenta de que mis oyentes no me siguen. O más bien, se muestran completamente indiferentes: hablan confusamente entre sí de otras cosas, como si yo no estuviese allí. Mi hermana me mira. Se pone de pie y se va sin decir palabra […] Tengo el sueño delante, caliente todavía, y yo, aunque despierto, estoy todavía lleno de su angustia: y entonces me doy cuenta de que no es un sueño cualquiera, sino que desde que estoy aquí lo he soñado no una vez, sino muchas, con pocas variantes de ambiente y de detalle. Ahora estoy enteramente lúcido, y me acuerdo de que ya se lo he contado a Alberto y de que él me ha confiado, para mi asombro, que también lo sueña él, y que es el sueño de otros muchos, tal vez de todos. ¿Por qué pasa esto? ¿Por qué el dolor de cada día se traduce en nuestros sueños tan constantemente en la escena repetida de la narración que se hace y nadie escucha? (86-87).
Pero el apartado más estremecedor de este escrupuloso dosier es el que atañe al «material humano», el informe antropológico sobre los dos principales tipos de individuos que «produce» Auschwitz, contenido en uno de los capítulos más escalofriantes de la literatura reciente, el nueve, «Los hundidos y los salvados»:
… queda claro que hay entre los hombres dos categorías particularmente bien distintas: los salvados y los hundidos. Otras parejas de contrarios (los buenos y los malos, los sabios y los tontos, los cobardes y los valientes, los desgraciados y los afortunados) son bastante menos definidas, parecen menos congénitas, y sobre todo admiten gradaciones intermedias más numerosas y congénitas» (118).
Aquí se encuentra el célebre retrato del «musulmán», del preso que se deja morir, y que para Levi y para algunos filósofos representa el emblema más acabado de la brutalidad de Auschwitz:
Con el término Muselmann , ignoro por qué razón, los veteranos del campo designaban a los débiles, los ineptos, los destinados a la selección […] Con los adaptados, con los individuos fuertes y astutos, los mismos jefes mantienen con gusto relaciones, a veces casi de camaradas, porque tal vez esperan obtener más tarde alguna utilidad. Pero a los «musulmanes», a los hombres que se desmoronan, no vale la pena dirigirles la palabra, porque ya se sabe que se lamentarán y contarán lo que comían en su casa. Vale menos aún la pena hacerse amigo suyo, porque no tienen en el campo amistades ilustres, no comen nunca raciones extras, no trabajan en Kommandos ventajosos y no conocen ningún modo secreto de organizarse. Y, finalmente, se sabe que están aquí de paso y que dentro de unas semanas no quedará de ellos más que un puñado de cenizas en cualquier campo no lejano y, en un registro, un número de matrícula vencido. Aunque englobados y arrastrados sin descanso por la muchedumbre innumerable de sus semejantes, sufren y se arrastran en una opaca soledad íntima, y en soledad mueren o desaparecen, sin dejar rastros en la memoria de nadie […]
Sobrevivir sin haber renunciado a nada del mundo moral propio, a no ser debido a poderosas y directas intervenciones de la fortuna, no ha sido concedido más que a poquísimos individuos superiores, de la madera de los mártires y de los santos (123).
En todo caso, no se trata de categorías inamovibles; pasar de «salvado» a «hundido» es de lo más fácil y sucede a cada momento mediante el mecanismo de la « selección », descrito sin ningún patetismo, con escalofriante neutralidad:
El Tagesraum es un cuarto de siete metros por cuatro: cuando la caza ha terminado, dentro del Tagesraum está comprimida una masa humana caliente y compacta que invade y rellena perfectamente todos los rincones y ejerce en las paredes de madera una presión que las hace crujir. Ahora estamos todos en el Tagesraum y además de no haber tiempo, ni siquiera hay espacio para tener miedo. La sensación de la carne caliente que oprime por todo alrededor de uno es singular y no es desagradable. Hay que procurar tener la nariz en alto para encontrar aire, y no arrugar o perder la ficha que tenemos en la mano. El Blockältester ha cerrado la puerta del Tagesraum que da al dormitorio y ha abierto las otras dos que, del Tagesraum y del dormitorio, dan al exterior. Aquí, delante de las dos puertas, está el árbitro de nuestro destino, que es un suboficial de las SS. Tiene a la derecha al Blockältester , a la izquierda al furriel de la barraca. Cada uno de nosotros, saliendo desnudos del Tagesraum al frío aire de octubre, debe dar corriendo los pocos pasos que hay entre las puertas delante de los tres, entregar la ficha al SS y entrar por la puerta del dormitorio. El SS, en la fracción de segundo entre las dos pasadas sucesivas, con una mirada de frente y de espaldas, decide la suerte de cada uno y entrega a su vez la ficha al hombre que está a su derecha o al hombre que está a su izquierda, y esto es la vida o la muerte de cada uno de nosotros. En tres o cuatro minutos, una barraca de doscientos hombres está «terminada» y, durante la tarde, el campo entero de doce mil hombres Yo, inmovilizado en la carnicería del Tagesraum , he sentido gradualmente disminuir la presión humana en torno a mí, y pronto me ha tocado el turno. Como todos, he pasado con paso enérgico y elástico, procurando llevar la cabeza alta, el pecho fuera y los músculos contraídos y marcados. Con el rabillo del ojo, he procurado ver a mi espalda y me ha parecido que mi ficha ha ido a la derecha. Conforme íbamos volviendo al dormitorio, podíamos vestirnos. Nadie conoce ahora con seguridad el propio destino, hay que saber primero con seguridad si las fichas condenadas son las pasadas a la derecha o a la izquierda. Ahora no es el caso de tener consideraciones los unos con los otros ni de tener escrúpulos supersticiosos. Todos se amontonan en torno a los más viejos, a los más desnutridos, a los más «musulmanes» si sus fichas han ido a la izquierda, la izquierda es con toda seguridad el lado de los condenados (162-163).
Josef Windeck, antiguo kapo de Buna-Monowitz, juzgado y condenado tras la guerra por diversos asesinatos de prisioneros. Fuente: http://www.wollheim-memorial.de/en/josef_windeck_
Uno de los mayores valores del libro es la profundidad de su reflexión. El testigo no se limita a evocar acontecimientos traumáticos; al mismo tiempo se convierte en un vigoroso pensador y extrae enseñanzas morales de ellos. Levi insiste en diversos lugares en que las categorías morales del mundo normal no son aplicables en el campo. La supervivencia es el valor supremo, casi el único que rige en el Lager , todo lo demás es secundario:
… queda claro que hay entre los hombres dos categorías particularmente bien distintas: los salvados y los hundidos. Otras parejas de contrarios (los buenos y los malos, los sabios y los tontos, los cobardes y los valientes, los desgraciados y los afortunados) son bastante menos definidas, parecen menos congénitas, y sobre todo admiten gradaciones intermedias más numerosas y congénitas (118).
No existían muchos asideros morales en Auschwitz, y los habituales no servían o estaban viciados. El italiano, que nunca fue hombre religioso, se muestra muy crítico, por ejemplo, con el recurso a Dios de algunos presos. ¿Qué Dios es ése que salvaba a unos y condenaba a otros igual de inocentes? Levi, por lo general tan mesurado, deja asomar un amago de rabia en un par de pasajes en los que trata de este Dios de los presos:
… desde mi litera que está en el tercer piso, se ve y se oye que el viejo Kuhn reza, en voz alta, con la gorra en la cabeza y oscilando el busto con violencia. Kuhn da gracias a Dios porque no ha sido elegido [en la selección para la cámara de gas]. Kuhn es un insensato. ¿No ve, en la litera de al lado, a Beppo el griego que tiene veinte años y pasado mañana irá al gas, y lo sabe, y está acostado y mira fijamente a la bombilla sin decir nada y sin pensar en nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será la suya? ¿No comprende Kuhn que hoy ha sucedido una abominación que ninguna oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podrá remediar ya nunca? Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn (165).
Hoy pienso que, sólo por el hecho de haber existido un Auschwitz, nadie debería hablar en nuestros días de Providencia ; pero lo cierto es que, en aquel momento, el recuerdo de los salvamentos bíblicos en las adversidades extremas pasó como un viento por todos los ánimos (196).
Es el mundo al revés: los valores morales de fuera del campo ―la honradez, la laboriosidad, la solidaridad― en Auschwitz sólo sirven para llevar más rápidamente a la muerte al incauto: «Sucumbir es lo más sencillo: basta cumplir órdenes que se reciben, no comer más que la ración, atenerse a la disciplina del trabajo y del campo. La experiencia ha demostrado que, de ese modo, sólo excepcionalmente se puede durar más de tres meses» (120). En el capítulo «Kraus», dedicado a un joven prisionero del mismo nombre, Levi insiste en una de las conclusiones más desoladoras del libro, sobre la que se explayará más extensamente en Los hundidos y los salvados , su última obra: los buenos no sobreviven: «Qué buen muchacho debía ser Kraus de paisano: no vivirá mucho tiempo aquí dentro, esto se advierte a la primera mirada y se demuestra como un teorema» (170). Pero el núcleo de la meditación de Levi, que responde a la duda planteada por el título, se centra en lo fácil que es acabar con la dignidad de un hombre, en cómo lo que entendemos por normalidad es tan sólo una quebradiza superficie bajo la que nos amenazan a todos la barbarie y la degradación. Y esta es una enseñanza universal y válida más allá de las alambradas de Auschwitz y de los límites temporales de la brutalidad nazi. En el penúltimo capítulo del libro, titulado «El último», Levi lanza una devastadora mirada sobre el estado de rebaño al que han quedado reducidos sus compañeros y él mismo. Un mínimo gesto de rebelión de un prisionero basta para poner de manifiesto la vileza y cobardía del resto. Levi asiste a una ejecución pública de un prisionero del Sonderkommando que ha participado en una revuelta y ha hecho explotar un crematorio:
Siendo así las cosas, parece absurda y ofensiva la afirmación a veces formulada según la cual los judíos no se rebelaron por cobardía. Nadie se rebelaba. Baste recordar que las cámaras de gas de Auschwitz fueron puestas a prueba con un grupo de trescientos prisioneros de guerra rusos, jóvenes, con entrenamiento militar, preparados políticamente y sin el freno que representan mujeres y niños; tampoco ellos se rebelaron (224-225).
Otro de los puntos que trata en el apéndice es el de la responsabilidad y el grado de complicidad de los alemanes corrientes o, en otras palabras, si el no querer enterarse no constituye el peor delito:
… pese a las varias posibilidades de informarse, la mayor parte de los alemanes no sabía porque no quería saber o, aun más: porque quería no saber. Es cierto que el terrorismo de Estado es un arma muy fuerte a la que es muy difícil resistir, pero también es cierto que el pueblo alemán, globalmente, ni siquiera intentó resistir. En la Alemania de Hitler se había difundido una singular forma de urbanidad: quien sabía no hablaba, quien no sabía no preguntaba, quien preguntaba no obtenía respuesta. De esta manera el ciudadano alemán típico conquistaba y defendía su ignorancia, que le parecía suficiente justificación de su adhesión al nazismo: cerrando el pico, los ojos y las orejas, se construía la ilusión de no estar al corriente de nada, y por consiguiente de no ser cómplice, de todo lo que ocurría ante su puerta. Saber, y hacer saber, era un modo (quizás tampoco tan peligroso) de tomar distancia con respecto al nazismo; pienso que el pueblo alemán, globalmente, no ha hecho uso de ello, y de esta deliberada omisión lo considero plenamente culpable (221-222).
Un tercer debate interminable es el de si es posible comprender la perversidad nazi. Levi se alinea con los que arguyen que no sólo no es posible, sino que ni siquiera es deseable. Pero al mismo tiempo distingue entre «comprender» al verdugo, que requiere una identificación con lo comprendido, y «conocer» las circunstancias que propician su aparición, con el objetivo de prevenirla:
Quizá no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender casi es justificar. Me explico: «comprender» una proposición o un comportamiento humano significa (incluso etimológicamente) contenerlo, contener al autor, ponerse en su lugar, identificarse con él. Pero ningún hombre normal podrá jamás identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichmann e infinitos otros. Esto nos desconcierta y a la vez nos consuela: porque quizás sea deseable que sus palabras (y también, por desgracia, sus obras) no lleguen nunca a resultarnos comprensibles. Son palabras y actos no humanos, o peor: contrahumanos, sin precedentes históricos, difícilmente comparables con los hechos más crueles de la lucha biológica por la existencia. A esta lucha podemos asimilar la guerra: pero Auschwitz nada tiene que ver con la guerra, no es un episodio, no es una forma extremada. La guerra es un hecho terrible desde siempre: podemos execrarlo pero está en nosotros, tiene su racionalidad, lo «comprendemos». Pero en el odio nazi no hay racionalidad: es un odio que no está en nosotros, está fuera del hombre, es un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo, pero está fuera y más allá del fascismo. No podemos comprenderlo; pero podemos y debemos comprender dónde nace, y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también (241- 242).
Tal vez sea este el punto más discutible de la reflexión de Levi. ¿Cómo no va a ser posible comprender a unos tipos corrientes, como admite Levi que eran los verdugos? En su mayoría eran hombres, no monstruos; su crueldad era humana y provenía de los mismos impulsos, miedos y prejuicios que albergamos todos en lo más profundo. Negarse a mirarlos a la cara supone dotarlos de un aura demoniaca y convertirlos inmerecidamente en ángeles caídos, con todo el prestigio del malditismo romántico. No, su perversión era como ellos: sádica pero vulgar. Como declaró Hannah Arendt, el mal es lo más superficial que existe; sólo el bien es insondable.
La reflexión moral nunca es abstracta en Levi, se encarna siempre en casos concretos, comportamientos individuales, retratos de caracteres y de personajes. En uno de los capítulos centrales del libro, «Los hundidos y los salvados» ―tan importante para el propio autor que, ya al final de su vida, lo retomaría para convertirlo en un libro del mismo título―, Levi nos presenta cuatro casos paradigmáticos de supervivientes. Los cuatro, sin embargo, a pesar de ser tan diferentes, coinciden en una cosa: un egoísmo despiadado, sin ninguna cortapisa moral, dispuesto a todo por la supervivencia. Tenemos el hombre normal (Schepchel) que no duda en traicionar para sobrevivir; el que proviene de la clase dominante (Alfred L., ingeniero y directivo de empresa) que aplica su feroz clasismo a la supervivencia; la animalidad encarnada (Elías Lindzin), un enano hercúleo y medio subnormal, capaz de resistir cualquier embate debido precisamente a su inhumanidad («Si Elías recobra la libertad se verá confinado al margen del consorcio humano, en una cárcel o en un manicomio. Pero aquí, en el Lager , no hay criminales ni locos»: el producto de desecho es el mejor adaptado para la vida en el campo). Por último, Henri (foto de la izquierda), un joven culto y despabilado: «Sólo tiene veintidós años; es inteligentísimo, habla francés, alemán, inglés y ruso, tiene una óptima cultura científica y literaria» (130). Henri es astuto y sabe inspirar compasión con su aspecto aniñado a los prisioneros ingleses con los que negocia: «Henri tiene el cuerpo y la cara delicados y sutilmente perversos del San Sebastián del Sodoma» (131). Levi, después de pintar un retrato más bien halagüeño de él («Hablar con Henri es útil y agradable; hasta sucede a veces que al oírle afectuoso y cercano parece posible una comunicación, quizás hasta un afecto»), lo despacha lapidario porque sabe que es tan despiadado como el resto: «Hoy sé que Henri está vivo. Daría cualquier cosa por saber de su vida de hombre libre, pero no quiero volver a verlo» (132). El verdadero Henri se llamaba Paul Steinberg y tenía dieciocho años, no veintidós. Había nacido en Berlín, en una familia judía rusa que emigró a Italia y posteriormente a Francia en 1933, y de ahí a Barcelona, desde donde regresó a Francia debido a la guerra civil española. El joven Steinberg era políglota como buen nómada y las ajetreadas vicisitudes de su infancia y adolescencia lo habían hecho adaptable y desapegado afectivamente, aptitudes que se revelarían de lo más idóneas en Auschwitz. En septiembre de 1943 fue denunciado y detenido en París, y desde allí, vía Drancy, enviado a Auschwitz, como tantos otros judíos franceses. Como señala Levi, su astucia y encanto le granjearon la protección de diversos «prominentes» (kapos, médicos, prisioneros de guerra), gracias a lo cual sorteó todos los peligros y logró salir vivo de Auschwitz. Muchos años más tarde, en 1996 y ya enfermo de cáncer, publicó un libro de memorias^2 donde trata de contrarrestar, o al menos justificar, la imagen negativa que daba Levi de él, al que, por cierto, no recordaba aunque coincidieran en el comando químico de Buna. Steinberg reconoce la degradación moral que el Lager provocó en él, aunque ¿cómo podía esperar nadie que un adolescente preservase su integridad cuando la mayoría de los hombres curtidos no lo lograron? «Seguramente yo era así», confiesa sobre la visión que Levi dio de él en Si esto es un hombre , «ferozmente determinado a hacer cualquier cosa por sobrevivir, dispuesto a emplear
(^2) Paul Steinberg, Crónicas del mundo oscuro , Barcelona, Montesinos, 1999.
pura e incontaminada, se encontraba fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo no me olvidé yo mismo de que era un hombre (153-156).
Tras la guerra y retornado a Italia, Perrone se hallaba tan traumatizado por lo que había visto que abandonó el trabajo y se entregó al alcoholismo. Levi lo visitó en diversas ocasiones en el pueblo en que vivía, Fossano, y trató de rescatarlo de la vida de mendigo que llevaba. Todo fue en vano: Lorezo Perrone murió tuberculoso y alcoholizado en 1952, con 48 años. En 1998 fue nombrado «Justo entre las Naciones» por Yad Vashem. En una entrevista con el autor, Levi evocaba emocionado a Perrone:
Era muy ignorante, casi analfabeto, apenas sabía escribir. No era un hombre religioso; ni siquiera conocía los Evangelios, pero por instinto intentó rescatar a la gente, no por orgullo ni por la fama, sino simplemente porque tenía buen corazón y por pura humanidad. Una vez me preguntó en su estilo lacónico: ¿Para qué hemos venido al mundo si no para ayudarnos unos a otros? Pero se sentía atemorizado por la marcha del mundo. Después de ver a la gente morir como moscas en Auschwitz, ya no podía ser feliz. No era judío ni siquiera un prisionero. Pero era una persona muy sensible. Cuando regresó tras la guerra comenzó a beber. Fui a verle ―vivía no lejos de Turín― y traté de convencerle de que dejase de beber. Como era un alcohólico, había dejado su trabajo de albañil y se dedicaba a recoger chatarra. Se bebía cada lira que ganaba. Le pregunté por qué y él me respondió con su franqueza: «No quiero vivir más; estoy harto de la vida… Después de ver esta amenaza de la bomba atómica… Creo que ya he visto de todo…»^3
Levi llamó a sus hijos Lisa Lorenza (nacida en 1948) y Renzo (nacido en 1957) en honor de Lorenzo Perrone.
Tras pasar por la enfermería, a Levi le envían a un nuevo block , donde tiene la suerte de reencontrarse con un amigo italiano, Alberto Dalla Volta (en la foto), un joven animoso y despabilado que se convertirá en compañero inseparable y le enseñará a sobrevivir:
Alberto es mi mejor amigo. Sólo tiene veintidós años, dos menos que yo, pero ninguno de los italianos ha demostrado una capacidad de adaptación semejante a la suya. Alberto entró en el Lager con la cabeza alta, y vive en el Lager ileso e incorrupto […] los dos estamos unidos por un estrechísimo pacto de alianza, por lo que cada bocado «organizado» [extra, clandestino] es dividido en dos partes rigurosamente iguales […] La sangre de sus venas es demasiado libre para que Alberto, mi viejo amigo no domado, piense en arrellanarse en una colocación; su instinto lo conduce a otra parte, hacia otras soluciones, hacia lo imprevisto, lo extemporáneo, lo nuevo. A un buen empleo, Alberto prefiere sin dudar las incertidumbres y las batallas de la «profesión liberal» (83, 174).
(^3) http://www.theparisreview.org/interviews/1670/primo-levi-the-art-of-fiction-no-140-primo-levi (Última
consulta: 03/04/2017, traducción del inglés propia).
En el último capítulo, Alberto Dalla Volta acude a despedirse: será la última vez que se vean; Alberto morirá durante las marchas de la muerte:
Y vino al fin Alberto, desafiando la prohibición, a decirme adiós por la ventana. Era mi inseparable: nosotros éramos «los dos italianos» y las más de las veces los compañeros extranjeros confundían nuestros nombres. Desde hacía seis meses compartíamos la litera y cada gramo de comida «organizada» extrarración […] Nos despedimos, no hacían falta muchas palabras, ya nos lo habíamos dicho todo infinitas veces (192-193).
Alberto, hijo de un comerciante de muebles, nació en Mantua en 1922 y vivió en Brescia casi toda su vida, hasta su detención en diciembre de 1943. Fue deportado junto con su padre, que perecería en la cámara de gas en 1944. La madre y un hermano lograron sobrevivir a la guerra escondiéndose.
En el último capítulo del libro, titulado «Historia de diez días», aparece Charles Conreau (1913- 2012, en la foto), un maestro francés y prisionero político no judío, que llegó a Auschwitz en los últimos tiempos, por lo que se encontraba en mejor estado que el resto de los prisioneros. Como Primo, estaba ingresado en la enfermería debido a la escarlatina, pero era el preso en mejores condiciones físicas del barracón, y de ahí que se convirtiera en el compañero de Primo en sus excursiones al exterior de la enfermería en busca de provisiones. Gracias a esas batidas casi todos los enfermos del barracón de infecciosos lograron sobrevivir hasta la llegada de los rusos. Levi describe a los dos franceses con los que se encuentra en el barracón: «Los dos franceses con escarlatina eran simpáticos. Eran dos provincianos de los Vosgos, ingresados en el campo pocos días antes con una gran expedición de civiles rastreados por los alemanes que se retiraban de la Lorena». Uno de ellos «se llamaba Charles, era maestro de escuela y tenía treinta y dos años» (189). «Charles era valiente y robusto», nos cuenta Primo (196). Levi mostró siempre gratitud ante la entereza y humanidad de Charles:
Parte de nuestra existencia reside en las almas de quienes se nos aproximan: he aquí por qué es no humana la experiencia de quien ha vivido días en que el hombre ha sido una cosa para el hombre. Nosotros tres [los dos franceses, Charles y Arthur, y Levi] fuimos en gran parte inmunes, y nos debemos por ello mutua gratitud; es por lo que mi amistad con Charles resistirá al tiempo (212).
El 27 de enero llegan por fin los rusos. De los once enfermos del barracón de infecciosos sólo sobrevivirán en los próximos días cinco. El libro acaba precisamente con un recuerdo a su amigo francés: «…Charles ha vuelto a su profesión de maestro; nos hemos escrito largas cartas y espero volverlo a ver algún día» (213).
Al lado de estas poderosas figuras individuales, se encuentran también retratos colectivos, que reflejan el propósito nazi de convertir a los individuos en una masa anónima, uniformada e indistinguible. Levi dibuja en diversas ocasiones a una muchedumbre de condenados, entre los que se incluye, que parece entresacada del infierno dantesco. Por ejemplo al principio del relato, cuando tras el ritual del ingreso los presos contemplan en qué han quedado convertidos: