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Son textos que privilegian el mensaje por el mensaje mismo. En ellos interesa primordialmente como se combinan los distintos elementos de la lengua de acuerdo con cánones estéticos para dar una impresión de belleza. El escritor se detiene en la escritura misma, juega con los discursos lingüísticos, transgrediendo con frecuencias las reglas del lenguaje, para liberar su imaginación y fantasía en la creación de mundos ficticios.
Tipo: Apuntes
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Son textos que privilegian el mensaje por el mensaje mismo. En ellos interesa primordialmente como se combinan los distintos elementos de la lengua de acuerdo con cánones estéticos para dar una impresión de belleza.
El escritor se detiene en la escritura misma, juega con los discursos lingüísticos, transgrediendo con frecuencias las reglas del lenguaje, para liberar su imaginación y fantasía en la creación de mundos ficticios. Los textos literarios, son textos opacos, no explícitos, con muchos vacíos o espacios en blancos, indeterminados. Los lectores entonces deben de unir todas las piezas en juego: la trama, los personajes y el lenguaje; tienen que llenar la información que falta para construir el sentido, haciendo interpretaciones congruentes con el texto y con sus conocimientos previos del mundo. Los textos literarios exigen que el lector comparta el juego de la imaginación, para captar el sentido de cosas no dichas, de acciones inexplicables, de sentimientos inexpresados.
2 Todo cuento tiene acciones centrales, núcleos narrativos, que establecen entre si una relación casual. Entre estas acciones aparecen elementos de relleno (secundarios o catalíticos) cuya función es mantener el suspenso. Tanto los núcleos como las acciones secundarias ponen en escenas personajes que las cumplen en un determinado tiempo y lugar. Un recurso de uso frecuente en los cuentos es la introducción del dialogo de los personajes, presentado con las marcas graficas correspondientes, las rayas, para indicar el cambio de interlocutor. La demarcación del tiempo aparece generalmente en el párrafo inicial. Los cuentos tradicionales presentan formulas caracterizadas de introducción de temporalidad difusa: “Erase una vez…”, “había una vez”. Los tiempos verbales juegan un rol importante en la construcción y en la interpretación de los cuentos. Los pretéritos imperfectos y los perfectos simples predominan en la narración mientras que los presentes aparecen en las descripciones y en los diálogos. El imperfecto presenta la acción en proceso, cuya incidencia llega hasta el momento de la narración. El narrador es una persona creada por el autor para presentar los hechos que transcurren en el relato, es la voz que cuenta lo que esta pasando. Esta voz puede ser de un personaje, o la de un testigo, puede ser en primera persona o en tercera persona.
Érase una vez, un burro que por ser viejo y tener la espalda rota, era maltratado por su dueño. Cansado de tanta crueldad, decidió huir hacia un pueblo llamado Bremen. Con su rebuzno fino y elegante, de seguro se convertiría en el músico del pueblo. Mientras iba por el camino, el burro se encontró con un perro flaco cubierto de llagas.
—Ven conmigo si tienes un buen ladrido —dijo el burro —. Me dirijo a Bremen para hacerme músico. También encontrarás un trabajo. ¡Sólo espera y verás! El perro partió feliz con el burro. Un poco más tarde, un gato callejero que ya no podía atrapar ratones se unió a ellos con la esperanza de que sus maullidos lo hicieran músico en Bremen y así ganarse el sustento. Cuando pasaron por un corral, los tres se detuvieron a admirar a un gallo anciano que, con las alas extendidas, cantaba con todas sus fuerzas. —Cantas muy bien —le dijo el burro—. ¿Por qué estás tan feliz? —¿Feliz? —murmuró el gallo con lágrimas en los ojos—. Como soy viejo, mi dueña quiere ponerme en la olla y hacer sopa conmigo. Hoy estoy cantando tan fuerte como puedo, porque mañana me iré. Entonces el burro le dijo: — Huye con nosotros. Con un cacareo como el tuyo, ¡serás famoso en Bremen! El gallo aceptó encantado y ahora había cuatro de ellos. El camino era largo y caía la noche. Después de un par de horas, se encontraban en un espeso bosque sin saber si debían continuar o esconderse en alguna cueva para descansar. De repente, se toparon con una cabaña. El burro puso sus pezuñas delanteras sobre la ventana. Ansioso de ver, el perro saltó sobre la espalda del burro, el gato trepó sobre perro y el gallo voló y se sentó encima de la cabeza del gato para observar lo que estaba pasando adentro. Resulta que la cabaña era el escondite de unos bandidos que estaban ocupados celebrando su último robo. El burro y sus amigos se emocionaron cuando a través de la ventana, vieron una mesa repleta de comida. Justo en ese momento, la espalda del burro cedió ante el peso de sus tres amigos y todos cayeron menos el gallo. El gallo voló por la ventana, su aleteo apagó la única vela encendida. La habitación se llenó de oscuridad y ruido: los rebuznos del burro adolorido, los
“Ya sé, me compraré caramelos. ¡Oh no!, se me caerán los dientes. Pues me compraré pasteles. ¡Oh no! me dolerá la barriguita. Ya sé, me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.” La ratita guardó la moneda en su bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita. Al día siguiente, la ratita se puso el lacito en la colita y salió al balcón de su casa para que todos pudieran admirarla. En eso que aparece un gallo y le dice: — Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo? Y la ratita le dijo: —No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces? —Yo cacareo así: quiquiriquí —respondió el gallo. —¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita con un tono muy indiferente. Se fue el gallo y apareció el perro: — Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo? Y la ratita le dijo: —No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces? —Yo ladro así: guau, guau — respondió el perro. —¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita sin ni siquiera mirarlo. Se fue el perro y apareció el cerdo. — Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo? Y la ratita le dijo: —No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces? —Yo gruño así: oinc, oinc— respondió el cerdo. —¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita con mucho desagrado. El cerdo desaparece por donde vino, llega un gato blanco y le dice a la ratita: — Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo? Y la ratita le dijo: —No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces? —Yo maúllo así: miau, miau— respondió el gato con un maullido muy dulce.
—¡Ay, sí!, contigo me casaré, tienes un maullido muy dulce. La ratita muy emocionada, se acercó al gato para darle un abrazo y él sin perder la oportunidad de hacerse a buen bocado, se abalanzó sobre ella y casi la atrapa de un solo zarpazo. La ratita pegó un brinco y corrió lo más rápido que pudo. De no ser porque la ratita no solo era presumida sino también muy suertuda, esta hubiera sido una muy triste historia. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
La acción comienza en Rota. Rota es la menor de aquellas encantadoras poblaciones hermanas que forman el amplio semicírculo de la bahía de Cádiz; pero con ser la menor no ha faltado quien ponga los ojos en ella. El duque de Osuna, a título de duque de Arcos, la ostenta entre las perlas de su corona hace
muchísimo tiempo, y tiene allí su correspondiente castillo señorial, que yo pudiera describir piedra por piedra... Mas no se trata aquí de castillos, ni de duques, sino de los célebres campos que rodean a Rota y de un humildísimo hortelano, a quien llamaremos el tío Buscabeatas, aunque no era éste su verdadero nombre, según parece. Los campos de Rota -particularmente las huertas- son tan productivos que, además de tributarle al duque de Osuna muchos miles de fanegas de grano y de abastecer de vino a toda la población -poco amante del agua potable y malísimamente dotada de ella-, surten de frutas y legumbres a Cádiz, y muchas veces a Huelva, y en ocasiones a la misma Sevilla, sobre todo en los ramos de tomates y calabazas, cuya excelente calidad, suma abundancia y consiguiente baratura exceden a toda ponderación, por lo que en Andalucía la Baja se da a los rotemos el dictado de calabaceros y de tomateros, que ellos aceptan con noble orgullo. Y, a la verdad, motivo tienen para enorgullecerse de semejantes motes; pues es el caso que aquella tierra de Rota que tanto produce -me refiero a la de las huertas-; aquella tierra que da para el consumo y para la exportación; aquella tierra que rinde tres o cuatro cosechas al año, ni es tal tierra, ni Cristo que lo fundó, sino arena pura y limpia, expelida sin cesar por el turbulento océano, arrebatada por los furiosos vientos del Oeste y esparcida sobre toda la comarca roteña, como las lluvias de ceniza que caen en las inmediaciones del Vesubio. Pero la ingratitud de la Naturaleza está allí más que compensada por la constante laboriosidad del hombre. Yo no conozco, ni creo que haya en el mundo, labrador que trabaje tanto como el roteño. Ni un leve hilo de agua dulce fluye por aquellos melancólicos campos... ¿Qué importa? ¡El calabacero los ha acribillado materialmente de pozos, de donde saca, ora a pulso, ora por medio de norias, el precioso humor que sirve de sangre a los vegetales! ¡La arena carece de fecundos principios, del asimilable humus... ¿Qué importa? ¡El tomatero pasa la mitad de su vida buscando y allegando sustancias que puedan servir de abono, y convirtiendo en estiércol hasta las algas del mar! Ya poseedor de ambos preciosos elementos,
2 dentro y por fuera de color de naranja, lo cual quería decir que había mediado el mes de junio. Conocíalas perfectamente el tío Buscabeatas por la forma, por su grado de madurez y hasta de nombre, sobre todo a los cuarenta ejemplares más gordos y lucidos, que ya estaban diciendo guisadme, y pasábase los días mirándolos con ternura y exclamando melancólicamente: -¡Pronto tendremos que separarnos! Al fin, una tarde se resolvió al sacrificio; y señalando a los mejores frutos de aquellas amadísimas cucurbitáceas que tantos afanes le habían costado, pronunció la terrible sentencia: -Mañana -dijo- cortaré estas cuarenta, y las llevaré al mercado de Cádiz. ¡Feliz quien se las coma! Y se marchó a su casa con paso lento, y pasó la noche con las angustias del padre que va a casar una hija al día siguiente. -¡Lástima de mis calabazas! -suspiraba a veces sin poder conciliar el sueño; pero luego reflexionaba, y concluía por decir-: ¿Y qué he de hacer sino salir de ellas? ¡Para eso las he criado! Lo menos van a valerme quince duros... Gradúese, pues, cuánto sería su asombro, cuánta su furia y cuál su desesperación, cuando al ir a la mañana siguiente a la huerta, halló que, durante la noche, le habían robado las cuarenta calabazas... Para ahorrarme de razones, diré que, como el judío de Shakespeare, llegó al más sublime paroxismo trágico, repitiendo frenéticamente aquellas terribles palabras de Shyllock, en que tan admirable dicen que estaba el actor Kemble:
ellas a las doce en el barco de la carga... ¡Yo saldré para Cádiz hoy por la mañana en el barco de la hora, y maravilla será que no atrape al ratero y recupere a las hijas de mi trabajo! Así diciendo permaneció todavía cosa de veinte minutos en el lugar de la catástrofe, como acariciando las mutiladas calabaceras, o contando las calabazas que faltaban, o extendiendo una especie de fe de livores, para algún proceso que pensara incoar hasta que, a eso de las ocho, partió con dirección al muelle. Ya estaba dispuesto para hacerse a la vela el barco de la hora, humilde falucho que sale todas las mañanas para Cádiz a las nueve en punto, conduciendo pasajeros, así como el barco de la carga sale todas las noches a las doce, conduciendo frutas y legumbres... Llamabas barco de la hora el primero, porque en este espacio de tiempo, y hasta en cuarenta minutos algunos días, si el viento es de popa, cruza las tres leguas que median entre la antigua villa del duque de Arcos y la antigua ciudad de Hércules...
- III - Eran, pues, las diez y media de la mañana cuando aquel día se paraba el tío Buscabeatas delante de un puesto de verduras del mercado de Cádiz, y le decía a un aburrido polizonte que iba con él: -¡Éstas son mis calabazas! ¡Prenda usted a ese hombre! Y señalaba al revendedor. -¡Prenderme a mí! -contestó el revendedor, lleno de sorpresa y de cólera-. Estas calabazas son mías; yo las he comprado... -Eso podrá usted contárselo al alcalde -repuso el tío Busca beatas. -¡Que no! -¡Que sí!
2 -¡Pues verá usted qué pronto le pruebo yo a todo el mundo, sin moverme de aquí, que esas calabazas se han criado en mi huerta! -dijo el tío Buscabeatas, no sin grande asombro de los circunstantes. Y soltando en el suelo un lío que llevaba en la mano, agachóse, arrodillándose hasta sentarse sobre los pies, y se puso a desatar tranquilamente las anudadas puntas del pañuelo que lo envolvía. La admiración del concejal, del revendedor y del corro subió de punto. -¿Qué va a sacar de ahí? -se preguntaban todos. Al mismo tiempo llegó un nuevo curioso a ver qué ocurría en aquel grupo, y habiéndole divisado el revendedor, exclamó: -¡Me alegro de que llegue usted, tío Fulano! Este hombre dice que las calabazas que me vendió usted anoche, y que están aquí oyendo la conversación, son robadas... Conteste usted... El recién llegado se puso más amarillo que la cera, y trató de irse; pero los circunstantes se lo impidieron materialmente, y el mismo regidor le mandó quedarse. En cuanto al tío Buscabeatas, ya se había encarado con el presunto ladrón, diciéndole: -¡Ahora verá usted lo que es bueno! El tío Fulano recobró su sangre fría, y expuso: Usted es quien ha de ver lo que habla; porque si no prueba, y no podrá probar, su denuncia, lo llevaré a la cárcel por calumniador. Estas calabazas eran mías; yo las he criado como todas las que he traído este año a Cádiz, en mi huerta del ejido, y nadie podrá probarme lo contrario. -¡Ahora verá usted! -repitió el tío Buscabeatas acabando de desatar el pañuelo y tirando de él. Y entonces se desparramaron por el suelo una multitud de trozos de tallo de calabacera, todavía verdes y chorreando jugo, mientras que el viejo hortelano,
sentado sobre sus piernas y muerto de risa, dirigía el siguiente discurso al concejal y a los curiosos: -Caballeros: ¿no han pagado ustedes nunca contribución? ¿Y no han visto aquel libraco verde que tiene el recaudador, de donde va cortando recibos, dejando allí pegado un tocón o pezuelo, para que luego pueda comprobarse si tal o cual recibo es falso o no lo es? -Lo que usted dice se llama el libro talonario -observó gravemente el regidor. -Pues eso es lo que yo traigo aquí: el libro talonario de mi huerta, o sea los cabos a que estaban unidas estas calabazas antes de que me las robasen. Y, si no, miren ustedes. Este cabo era de esta calabaza... Nadie puede dudarlo... Este otro... ya lo están ustedes viendo..., era de esta otra. Este más ancho..., debe de ser de aquélla... ¡Justamente! Y éste es de ésta... Ése es de ésa... Ésta es de aquél... Y en tanto que así decía, iba adaptando un cabo o pedúnculo a la excavación que había quedado en cada calabaza al ser arrancada, y los espectadores veían con asombro que, efectivamente, la base irregular y caprichosa de los pedúnculos convenía del modo más exacto con la figura blanquecina y leve concavidad que presentaban las que pudiéramos llamar cicatrices de las calabazas. Pusiéronse; pues, en cuclillas los circunstantes, incluso los polizontes y el mismo concejal, y comenzaron a ayudarle al tío Buscabeatas en aquella singular comprobación, diciendo todos a un mismo tiempo con pueril regocijo: -¡Nada! ¡Nada! ¡Es indudable! ¡Miren ustedes! Éste es de aquí... Ése es de ahí... Aquélla es de éste... Ésta es de aquél... Y las carcajadas de los grandes se unían a los silbidos de los chicos, a las imprecaciones de las mujeres, a las lágrimas de triunfo y alegría del viejo hortelano y a los empellones que los guindillas daban ya al convicto ladrón, como impacientes por llevárselo a la cárcel. Excusado es decir que los guindillas tuvieron este gusto; que el tío Fulano viose obligado, desde luego, a devolver al revendedor los quince duros que de él había
rica propietaria y labradora. Hacía veinte años que se habían casado, no llevando ella más dote que su excelente corazón, ni él más dinero en su bolsillo que 60 reales; y a pesar de esta pobreza, conocida su proverbial honradez, sin recibir ninguna herencia inesperada, al cabo de cinco lustros, el señor y la señora de Cordero eran los primeros contribuyentes del lugar. ¡Pero qué miserias habían pasado durante esos cinco lustros! En aquella casa apenas se comía, se dormía en un humilde lecho, y su mueble de más lujo lo hubiera desdeñado cualquier campesino. Cuando alguien preguntaba a doña Fermina por qué no teniendo hijos a quienes legar su fortuna había ahorrado tanto dinero a costa de su bienestar y acaso de su salud, la buena señora respondía: «Hice como la hormiga, trabajé durante el verano de mi vida, para tener alimento, paz y albergue en mi invierno. He cumplido cincuenta años; si vivo veintitantos o treinta más -que bien puede esperarlo, la que como yo, sólo encuentra en su casa gratos placeres-, daré por bien empleada mi antigua pobreza, que hoy me brinda una existencia serena y desahogada». Juan de Dios no tenía más opinión que la de su mujer; a él le había tocado trabajar como médico-cirujano, y a su esposa economizar lo ganado en aquel pueblo a fuerza de sudores y fatigas, porque no todos los enfermos pagaban; unos por falta de recursos, y los más porque se morían. Esta era la única mancha que tenía Juan de Dios sobre su conciencia; muchos de los pacientes, a los que había dado pasaporte para el otro mundo, no estaban condenados a morir. Acostumbrado a curar siempre con sangrías, había precipitado con ellas el fin de bastantes desgraciados; pero cuentan, que a pesar de eso, el honrado doctor, hombre excelente, dormía como un bienaventurado, y que jamás se le apareció en sueños ninguna de sus víctimas. Acababa de acostarse Juan de Dios, serían las nueve de una noche fría y lluviosa del mes de Marzo, cuando llamaron a la puerta. Marido y mujer se sobresaltaron; hubo una ligera polémica sobre si debía abrirse o no, y ya era cosa resuelta que no se abriría, porque este fue el parecer de la esposa, cuando entró la criada en la habitación de sus amos, y dijo:
-Señor, avisan a usted con urgencia para una enferma. -No puede ir -gritó doña Fermina. -Mujer, por Dios -suplicó el marido... -Te vas a resfriar. -¿Y si por no constiparme se muere esa desgraciada? -¿Y si coges una pulmonía y te mueres tú? -Iré bien abrigado. -Vamos, no lo consiento. -¿Qué respondo al criado de la señora baronesa? -preguntó la criada. -¡Ah! ¡Se trata de la señora baronesa! -exclamó Fermina abriendo con asombro los ojos-; eso es otra cosa. Entre las debilidades de aquella honrada mujer, pues todos las tenemos, era la principal su deseo de tratar a personas de elevada alcurnia. Hacía más de un año que la baronesa vivía en el pueblo con su marido y su hijo, y doña Fermina no había encontrado una ocasión propicia para introducirse en su casa; nunca se había visto una familia de mejor salud; al fin un individuo de los principales, reclamaba los cuidados científicos de Juan de Dios, éste salvaría a la paciente y la amistad entre la ilustre dama y la antigua profesora, llegaría a ser un hecho real y positivo. -Di al criado de la señora baronesa -se atrevió a murmurar Juan de Dios -que no me siento bien y que me es imposible ir. -¿Qué estás diciendo? -exclamó la esposa-. ¿Dejarás morir a esa señora? -Por no resfriarme, por no darte un disgusto... -No, esposo mío, no te resfriarás. Ponte el abrigo forrado de pieles, la bufanda, la capa, el gorro bajo el sombrero y ve en coche. ¿Ha mandado el suyo la baronesa?