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Una larga edad media - Le goff Sobre el paso de la edad antigua a la media
Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones
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J. LE GOFF, En busca de la Edad Media (Barcelona, Paidós 2003). Capítulo 2 Una larga Edad Media Todo medievalista se plantea necesariamente la cuestión de su período. Yo no he sido una ex- cepción a esa regla. A principios de la década de 1950, la división tradicional seguía imponiéndose: la Edad Media, concebida implícitamente como occidental, se inicia en el año 476 y finaliza en
En el año 476, Odoacro, rey de los hérulos, depuso al joven Rómulo Augústulo, «emperador» formal de Occidente, que por entonces tenía 15 años. Los hérulos, descendientes lejanos de los pue- blos escandinavos, vivían al borde del mar Negro. De hecho, el asunto del año 476 parece un episo- dio. El verdadero emperador era, primero, el de Bizancio: Zenón. Queda, en tanto que tal, el hombre influyente en las intrigas regionales que eran, por entonces, los asuntos romanos. Esto por lo que se refiere al acontecimiento fundador. Pasemos al año 1492. Colón descubre América. La España cristiana toma Granada de manos musulmanas y concluye así la Reconquista. Como dijo Alphonse Allais: ¿acaso sabía el hombre de 1492 que, al dormirse el 31 de diciembre en la noche de la Edad Media, se iba a levantar el día si- guiente, 1 de enero de 1493, en la mañana del Renacimiento? Ya he mencionado anteriormente que, en mi opinión, un hecho histórico siempre lo construye el historiador. De la misma manera, los períodos también se construyen, y más aún estos últimos. Nada nos indica que estamos entrando en una época, ni que salimos de otra. En tanto que historiador, heredo una periodización, modelada por el pasado, pero también de- bo replantearme esas divisiones artificiales del tiempo, en ocasiones perjudiciales para la adecuada percepción de los fenómenos. Cuando vemos que, durante el reinado de Carlomagno, se generaliza el códice y la minúscula carolina, definitivamente ya no nos encontramos en la Antigüedad. Eso no impide que persistan ciertos rasgos de la Antigüedad en otros períodos de la misma civilización. Y al contrario, para nosotros, los medievalistas, ya afloran rasgos en el transcurso de la Anti- güedad tardía, que los historiadores, con toda razón según mi parecer, tienen tendencia a alargar desde hace un tiempo, como propuso no hace mucho Henri-Irénée Marrou. Esta precisión, Antigüe- dad tardía, me parece esencial. Desde ahora ya no se habla de Bajo Imperio, sobreentendiendo con ello que es decadente. Implicaría un Alto Imperio supuestamente más evolucionado, que abarcaría desde Augusto hasta Constantino. Entiendan esto: el Imperio habría sido «alto» antes de que Cons- tantino lo cristianizara; después, «bajo», cuando el paganismo —el no cristianismo— retrocede. Sin embargo, todo indica que era una potencia en pleno apogeo, que se prolongó desde Constantino (principios del siglo IV) hasta Justiniano (siglo VI), lo que suma un mínimo de 300 años... Lo digo enseguida: soy más partidario de la pareja continuidad/cambio de orientación en de- trimento del concepto de «ruptura». La historia transcurre en una continuidad. Una serie de cambios —que, muchas veces, no se producen de forma simultánea— marca las evoluciones. Cuando un determinado número de cambios afecta a ámbitos tan distintos como la economía, las costumbres, la política o las ciencias, cuando esos cambios acaban interactuando unos con otros hasta constituir un sistema o, en todos los casos, un nuevo paisaje, entonces sí podemos hablar de cambio de período. Sin embargo, ningún cambio se reduce a una sola fecha, un solo hecho, un solo lugar, en un solo ámbito de la actividad humana. Para nosotros, los franceses, la Segunda Guerra Mundial empieza en 1939. Para los norteamericanos y los rusos, empieza en 1941, pero para los checos sería más bien en 1938. De igual modo, hacemos desaparecer el Antiguo Régimen político en 1789. Ideológica- mente, por así decido, no había duda de que llevaba muerto cerca de un siglo, con la encendida dis- puta del jansenismo. Culturalmente, persiste en los grandes períodos del XIX, ni que sea por la empresa napoleóni- ca. François Furet demostró que la Revolución francesa prosiguió durante buena parte del siglo XIX.
Además, hoy en día ya no se utilizan expresiones como Bajo Imperio o Alta Edad Media. El antiguo departamento francés de Bajos Alpes se ha convertido en los Alpes de Alta Pro- venza y los Bajos Pirineos se llaman ahora Pirineos Atlánticos... Por lo tanto, podemos ahorramos esa espacialización alto/bajo, que, en Historia, no resulta inocente. Además, refleja una mentalidad muy medieval, donde lo alto es antiguo, el pasado venerable que sienta cátedra, mientras que lo bajo es reciente, imperfecto, decadente. Para un hombre de la Edad Media, el tiempo presente es el resultado de un largo hundimiento, lejos de las perfecciones del pasado. Por lo tanto, es preciso vol- ver a la Edad Media en sí para entender mejor la paradoja. La palabra y el concepto de «Edad Media» aparecen en el siglo XIV, en los textos de Petrarca y de los humanistas italianos. Hablan de un medium tempus (tiempo del medio) o, en plural, media tempora. Se encuentra con toda claridad esta idea de «medio» en el inglés Middle Ages, en el espa- ñol Edad Media o en el Mittelalter alemán, aunque los alemanes, con Alter, introducen, además del concepto de «edad», una connotación «venerable»: la palabra alt (antiguo) añade un cierto pres- tigio. En cambio, en francés, se observa la evolución despectiva de la palabra moyen. Más en la línea de «mediocre», casi ha desaparecido la connotación estrictamente formal de «medio» (inter- mediario): se habla con un cierto menosprecio de un resultado moyen, un espectáculo moyen, un nivel moyen, etc. Reconozcamos de inmediato un carácter medieval en Petrarca. Como muchos humanistas, quiso volver a encontrar la Edad Media en toda su pureza, ya que la Antigüedad es la edad «alta», cuyos hombres, por desgracia, no han dejado de alejarse. Tiene la impresión de que está naciendo un auténtico Renacimiento, que la cristiandad va a ver el final del túnel medieval. Y si quiere recu- perar ese auténtico y gran pasado, liberado de las interpretaciones malignas acumuladas al hilo de los tiempos, es también para reformar una Iglesia católica comprometida con el siglo, sobrecargada por la ciudad terrestre, demasiado alejada de esa ciudad de Dios, la civitas Dei, que celebraba san Agustín. Proceder a la reforma mediante un regreso a las fuentes es una constante en la Edad Me- dia. Ya al imponer la carolina, la revisión de las Escrituras, Carlomagno pretendía reformar: volver a los buenos textos de las Escrituras, a las fuentes no corrompidas. EL CONCEPTO DE «RENACIMIENTO» Medium tempus, pues. Edad del medio, pero ¿con respecto a qué? Con respecto a la Antigüedad, por una parte, y con respecto al futuro, por otra. Los humanistas pensaban que salían de un período sin nombre, de un intervalo entre dos eras. Por otra parte, los sabios de los siglos XIII y XIV consideran, retomando una teoría judía de las Edades del Mundo, que la humanidad se encuentra precisamente en la sexta y última Edad, fin de un continuo declive. Algunos dicen, incluso, contra toda evidencia, que los hombres empequeñecen y «envejecen»: serían enanos en comparación con los «gigantes» de los tiempos heroicos, intrín- secamente gastados. Otros llegan hasta el punto de pretender que nacemos más «viejos» que nues- tros ancestros. A pesar de todo, magnificar el pasado planteaba problemas. La Antigüedad —desde la Edad Media hasta el siglo XVII— se valora por Cristo, los apóstoles y los Padres de la Iglesia. Es la épo- ca de la fundación del cristianismo. Pero, también es la época de los dioses, los autores no cristia- nos, los paganos y los idólatras. Esto sólo molestaba en parte a los cristianos de la Edad Media, ya que la Antigüedad se había convertido: todos los grandes autores grecorromanos anunciaban, en cierto modo, la revelación futura. Eran precursores; bien es cierto que no suficientemente ilumina- dos, pero iluminados en cualquier caso. Por eso personalidades como Cicerón, y más tarde Aristóte- les, cuando fue restituido su honor, constituían referencias sin que lo veamos contradictorio con los Padres de la Iglesia. Además, ¿acaso san Agustín no había reciclado de forma manifiesta a los auto- res paganos y el sistema de las siete «artes liberales» que resumía la totalidad del saber?
cercano a Nietzsche, enamorado de Grecia, Burckhardt implanta firmemente —fue el primero en hacerlo— la periodización que todavía nos maniata. Apoyándose en su pasión por los antiguos, en- tusiasmado por el arte italiano del Quattrocento (nuestro siglo XV), elabora la teoría de la ruptura. Él es quien inventó el Renacimiento, con R mayúscula, aislado de la Edad Media y cercenado de forma perentoria. Burckhardt se sirve de la antítesis. Opone a la época de las tinieblas ese período, el Renacimiento, que todavía no estaba claramente delimitado ni datado. Su libro La cultura del Renacimiento en Italia (1860), una gran obra a fin de cuentas, crea una división decisiva. Una antigua palabra medieval, la palabra «moderno», que significaba «reciente», «presente», adopta así un valor que había tratado superficialmente la disputa de los antiguos y los modernos a finales del siglo XVII y principios del XVIII. Ser «moderno» ya no es solamente pertenecer al pe- ríodo actual, sino ser mejor, alcanzar un desarrollo más pleno, ser el más adelantado. Como conse- cuencia, se buscó lo moderno en todo el pasado, enturbiando todo sin beneficio alguno (después se inventó lo «posmoderno», pero eso es otra historia...). A partir de Burckhardt, lo moderno corona la evolución, salta por encima de miles de años de vagabundeos (nuestra Edad Media). Señala el co- mienzo de las cosas serias, de la civilización plena y entera, con sus progresos, su razón, su saber incomparable, etc. Antigüedad proseguida por otros medios, lo moderno, como por casualidad, representa el fin de la Historia. En adelante, los europeos sólo tienen que perfeccionar los descubrimientos «moder- nos» y rematar su sistema político, universal evidentemente. Es el estilo de las décadas de 1860- 1880: una mezcla de eclecticismo neoclásico y modelos italianos, por así decido. En aquel momen- to, parece insuperable. No estoy poniendo en duda la talla intelectual de Burckhardt, ni su erudición, ni sus cualida- des de método. Sin embargo, considero una catástrofe su éxito. No sólo corrobora la idea de una Edad Media negra, sino que concede una importancia ejemplar a una región: Italia; brillante, es cierto, a veces en la vanguardia de la cultura, también es cierto, pero que ha seguido con mucho retraso la evolución política. Por consiguiente, enturbia la percepción europea de la Edad Media que debería tenerse siempre. Se pueden oponer a esta tesis numerosos contra ejemplos. Sin embargo, en las mentalidades sigue persistiendo la idea de que habría una zona «avanzada» y otras zonas «retra- sadas», que existiría un equilibrio consumado, un ideal insuperable, etc. Por supuesto, esta visión de la historia según Burckhardt se corresponde con las expectativas de la cultura germánica del siglo XIX: Grecia dividida, pero genial, e Italia fragmentada, pero ge- nial, anunciaban una Alemania genial, desde Prusia hasta Austria, superando sus divisiones, nueva Roma y nueva Atenas. No olvidemos que el Sacro Imperio Romano Germánico no desaparece hasta 1806, apenas un siglo antes de la empresa de Burckhardt. Burckhardt empuja a Alemania y a Euro- pa hacia el sur, inspirándole una nostalgia (Sehnsucht nach Süden) cargada de desequilibrios. Además, digámoslo sin más dilación: Burckhardt, con genio, no hacía más que erigir en sis- tema un movimiento general, el de la búsqueda apasionada de los orígenes, de la pasión por la His- toria fundamento del nacionalismo. Las burguesías nacionales europeas se alejan de la Antigüedad, que las ha fascinado durante mucho tiempo, pasan a un segundo plano el culto efímero de una Edad Media imaginaria, propuesta por el romanticismo, y encuentran en la Historia el relato fundador de la nación y la legitimación de su posible preeminencia. Finalmente, muchos escogen como año cero el Renacimiento: Lutero en Alemania, la Reforma en Inglaterra... Está muy claro, en Francia, con Michelet. Después de pasearse durante largo tiempo por una Edad Media que le entusiasma y le enternece, porque encuentra en ella al verdadero pueblo encar- nado en la persona de Juana de Arco o de Jacques Bonhomme —campesino imaginario, simbóli- co—, Michelet prologa en 1869 el tomo VII de su Historia de Francia con una mentalidad total- mente distinta. Ruptura violenta con el primer romanticismo. Afirma que no hay nada verda- deramente bueno antes del Renacimiento, aurora de los tiempos presentes, que simbolizan dos gi- gantes: Rabelais y Lutero 1 . (^1) En mi artículo «Les Moyen Âge de Michelet», incluido en el tomo I de L'Histoire de France, publicada en las Œuvres completes por PAUL VIALLANEIX (París, Flammarion 1974) 45-63 (texto publicado de nuevo en J. LE GOFF,
Si bien el siglo XIX estudió la Edad Media con más interés del que mostraron los siglos XVII y XVIII, únicamente produjo, excepto casos aislados, una rehabilitación relativa. La Edad Media se convierte en un folclore, en una especie de infancia de la nación, que por suerte ha entrado en la edad adulta con el Renacimiento. Después, cada nación se ocupó de demostrar que era la nueva Italia, el colmo de lo moderno, etc. En aquellos tiempos de expansión colonial, se construye la ima- gen del indígena. Desde esta perspectiva, los africanos perpetuarán a los primitivos de un modo inmemorial. Los árabes y los asiáticos, por su parte, ven cómo les aplican toda clase de metáforas medievales, sobre todo el vocabulario de la caballería y el feudalismo. Al colonizar a esos primiti- vos y a esos feudales, les aportamos la Ilustración y les sacamos de su largo sueño medieval... UN MILENIO Y SUS PERÍODOS Así pues, la periodización que seguimos utilizando (476-1492) es bastante reciente Nos llega del siglo XIX. Responde a las necesidades de una enseñanza escolar y universitaria en expansión. Esta enseñanza precisa fechas, marcos, puntos de referencia. Se quiere estructurar, algo que no es malo, pero esta estructuración nunca es inocente. La gran cuestión, entonces, no fue tanto asignar una fecha al fin de la Antigüedad como saber dónde parar la Edad Media e iniciar el Renacimiento, el mundo moderno. Muchos se inclinaron por 1453, fecha de la caída de Bizancio, fin del Imperio Romano, aun- que los europeos del siglo XV, salvo excepciones, no vivieran el tema como algo traumático. Pero eso permitía equilibrar la fecha de 476. El final del Imperio de Occidente, de donde surge la Edad Media, equivaldría así al final del Imperio de Oriente, de donde surge... ¡el Renacimiento! Efecti- vamente, la caída de Bizancio empuja hacia Europa a muchos eruditos, impregnados de cultura griega. Nos traen a Grecia y nos convertimos en sus herederos. La jugarreta ya está hecha. El paso de este testigo permite ahorrarse la Edad Media. Los modernos reciben a Grecia en directo, sin de- bérsela a los clérigos de la Edad Media, que efectivamente la han practicado poco. Así, Grecia se convierte en la Antigüedad por excelencia. Estas distinciones se vuelven a encontrar en las ideas preconcebidas que acompañan el apren- dizaje de las «lenguas muertas». La Edad Media era latina ante todo: por lo tanto, se consideró pa- lurda la cultura latina, sobre todo el latín llamado «de Iglesia». El buen latín es el que va de Cicerón a Tácito, o lo que es lo mismo, desde el siglo I antes de nuestra era hasta el siglo II de nuestra era. Después, se dice que esa lengua entró en decadencia. Y este hecho permitió eliminar a la mayoría de los autores —los Padres de la Iglesia, en particular— que alimentaron los estudios medievales. En cambio, el griego, cuyo honor restituyeron los humanistas, es refinado, sutil, audaz. Por una par- te, está el latín de cocina que balbucean los sacerdotes y, por otra, el griego aristocrático que practi- can las mentes libres... Contentémonos con recordar lo que tan bien han demostrado historiadores como Henri-Irénée Marrou, Paul Veyne o Peter Brown: desde el fin de la República romana, la cul- tura mediterránea es helenista por completo. Es una cultura fundamentalmente bilingüe: no se puede contraponer pensamiento latino y pensamiento griego. De igual modo, el siglo XV disfruta del prestigio de la imprenta. Perfeccionada por Gutenberg (1400?-1468), la imprenta ve cómo la fecha de su creación se fija de manera arbitraria en el año
Santo Tomás de Aquino, inmenso inventor de ideas, se habría escandalizado al ver que lo elo- giaban como un innovador. Según él, lo único que hacía era volver a las fuentes. Nuevo, novus, es apocalíptico, sólo unos cuantos osados, unos cuantos provocadores, apelan a la novedad, entendida de manera positiva; por ejemplo, los primeros frailes mendicantes, dominicos y franciscanos, a principios del siglo XIII. La vida oficial de santo Domingo está repleta de novus, novitas, etc. Por consiguiente, siguiendo los ejemplos de Etienne Gilson y Erwin Panofsky, en esta época hay que periodizar identificando los renacimientos. El primero de esos renacimientos es, a todas luces, el Renacimiento carolingio (finales del si- glo VIII y principios del siglo IX). Enseguida lo advirtieron historiadores como Jean-Jacques Ampère (1800-1864), hijo del famoso físico, en su Histoire littéraire de la France sous Charle- magne (1839). Paralelamente, los alemanes, en la misma época, empezaron a publicar los documen- tos de forma metódica. A las dos orillas del Rin se produjo tal vez la misma exageración de esa época carolingia, por razones nacionales: Carlomagno ¿es francés o alemán? La pregunta no tiene ningún sentido para nosotros. En aquel momento, en el siglo XIX, era importante y, sin duda, mu- cho más para los alemanes: germanizar a Carlomagno permitía situar en Alemania el centro del primer Renacimiento. No obstante, ya hemos visto que la época de Carlomagno —caracterizada por la búsqueda de una edición auténtica de la Biblia y por la reforma de la escritura— sienta las bases de una civiliza- ción. Por una parte, nos encontramos la exégesis y, por otra, el arte de leer y escribir. La Edad Me- dia será la época del Libro y los libros. Esto suscita otra conmoción, cuyas consecuencias no han evaluado los historiadores hasta hoy: el estatus de la imagen cambia. Refleja el vínculo que se ins- taura, a partir de ese momento, con el Libro y los libros. Es por todos conocida la grave crisis que desgarró por dos veces el Imperio bizantino: la ico- noclasia, la destrucción de las imágenes, se convirtió en doctrina religiosa oficial entre 730 y 787, y más tarde, entre 815 y 843. No se trata, en absoluto, de una «querella» bizantina, especiosa y sofis- ticada, sino de una revolución cultural, seguida de una contrarrevolución, que en ocasiones adoptó el aspecto de una guerra civil y trajo aparejada la disidencia de regiones enteras. Occidente, gracias a Carlomagno, sus allegados y sus prelados, se ahorra todo esto. Carlo- magno no toma partido ni a favor ni en contra de la veneración de las imágenes. Se niega a entrar en el debate sobre el aniconismo, lo prohibido de la representación. Ensalza la teoría del ni-ni, por re- cuperar una fórmula con gran predicamento: ni abolición de las imágenes ni veneración. Se apoya en una tradición que se remonta al papa Gregorio Magno (540-604), cuya Carta al obispo Sereno de Marsella justificaba el papel de las imágenes. Además, sus teólogos se confunden con respecto a la traducción de las actas del concilio al que, en 787, en Nicea, acudió la emperatriz Irene para justi- ficar el culto a los iconos. Por lo tanto, de un modo parcialmente involuntario, se está perfilando una posición original. Sea como fuere, la imagen se encuentra desdramatizada, autorizada. Al evitar la disputa, Carlomagno excluye todo altercado sobre la función litúrgica de las imá- genes. Se piensa que éstas son intermediarios entre el hombre y Dios. No hay nada pagano, ni idóla- tra, en dar a Dios un rostro. Se trata de un acto de devoción, no de culto. Todo esto distingue a Oc- cidente de Bizancio. Sin embargo, Occidente también se distingue de las religiones anicónicas — judaísmo, islamismo— al presentar las imágenes como un instrumento de salvación. La imagen no es más que un instrumento, pero tampoco menos. A partir de entonces, el cristianismo «romano» se desmarca, a la vez, del judaísmo, del islamismo y del cristianismo «griego». Sitúa el debate en otro lugar. Aparte de algunas crisis aisladas, no habrá más controversia sobre las imágenes hasta la Re- forma luterana. El arte occidental, que otorga una posición central al hombre, a la figura humana, nace de esa elección. Finalmente, la adopción de las imágenes desempeña un gran papel en el desarrollo de un culto fundamental: el de la Virgen María. Ésta entra en la piedad de un modo inédito hasta entonces, ya que se la representa en la Pasión de Cristo, y la difusión del crucifijo favoreció a esa misma Pasión de Cristo en todos los estratos de la sociedad.
Esas imágenes acostumbran a los fieles a ver a Dios con forma humana, algo que se deriva, con toda lógica, del dogma de la encarnación, central en el cristianismo: Dios se hizo hombre y vi- vió entre nosotros. Sin embargo, hay que entender bien que, en este caso, la imagen precede muchas veces a la reflexión teórica. La piedad se expresa, en primer lugar, por mediación de la imagen; después, a través del discurso. Picasso decía: yo no busco, encuentro. Igual sucede en este momento crucial. Se encuentra por mediación de la imagen. Los discursos teológicos buscan después. Muchas veces, las imágenes preceden a los desarrollos que proponen los clérigos. Haciendo ver los textos bíblicos, inducen y anticipan el comentario que se desplegará. ¿Es preciso recordar la importancia del famoso relato del Génesis donde el hombre se crea a imagen de Dios? Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram, dice el texto latino de la Vulgata, que entonces es la referencia: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». La imagen representa, expresa, la piedad de los fieles. Les aporta la intuición de lo que acabará preci- sándose posteriormente gracias a los razonamientos. Después del Renacimiento carolingio, nos encontramos con un segundo: el del siglo XII. A decir verdad, una vez que se admitió el concepto de «renacimiento», algunos medievalistas vieron renacimientos por todas partes, de tan constante que es la aspiración al renacimiento, a la reforma, en la Edad Media. Sin embargo, para que la periodización siga resultando operativa —si no, periodizar no sirve para nada—, se imponen unas elecciones, con el riesgo de esquematizar, como sucede siempre, unas evoluciones que, a menudo, son mucho más sutiles. No hace mucho que el gran medievalista italoamericano Roberto Sabbatino Lopez planteó la pregunta: «El siglo X, ¿otro Renacimiento más?» (The Tenth Century, still another Rennaissance?). De hecho, para él se trataba de plantear la cuestión del «despegue» de Occidente en torno al año 1000, una cuestión que recientemente ha suscitado inútiles discusiones. No sucedió nada en el año 1000, sino que, como demostró Georges Duby, el período de 980-1040 supone un período de efervescencia decisivo en el ámbito económico y social (desarrollo de la roturación, el caballero, los castillos, los pueblos y muy pronto del señorío), en el ámbito espiritual (movimiento de la paz de Dios, construcción de iglesias, el mito de Jerusalén preparando la cruzada). Por consiguiente, po- demos atenernos a análisis como los que plantea el norteamericano Charles Homer Haskins en 1927 y que fueron objeto de muchas más investigaciones posteriores. Haskins introducía la idea de un segundo Renacimiento, en el siglo XII. Este Renacimiento es mucho más importante, más profundo, que el Renacimiento carolingio. Afecta a la totalidad del saber: la filosofía y la teología. Confirma un retorno masivo a las obras de la Antigüedad latina —la Antigüedad griega aún permanecería mucho tiempo en el olvido, con la notable excepción de Aristóteles, que volvería a descubrirse, parcialmente, en el siglo XII— y el gran momento de su redescubrimiento, por mediación de los árabes, se sitúa en el siglo XIII, en traducciones latinas. El cambio se inscribe materialmente en la vida social. Observamos en todas partes la eclosión de escuelas urbanas que, a diferencia de las antiguas escuelas monásticas, se imponen como escue- las laicas. También vemos construirse, de forma paralela a los conventos, corporaciones universita- rias. Por descontado, cuando digo «laico» hay que entender la palabra en el sentido cristiano: los laicos son miembros de la Iglesia no dedicados al sacerdocio. ¡En aquellos tiempos a nadie se le pasa por la cabeza la idea de no pertenecer a la Iglesia! En esta época también nace una literatura original, y diría más, la literatura en el sentido occi- dental del término. Además, la palabra literatura aparece en el siglo XII. En primer lugar, es una literatura poética; difunde la ideología cortesana, caballeresca; pero se está asentando un género inédito, que no se encuentra en la tradición grecorromana: la novela. Existen, por descontado, mu- chos grandes textos narrativos surgidos de la tradición helenística, denominados posteriormente «novelas» (El asno de oro, de Apuleyo; Las etiópicas, de Heliodoro). Estas obras nada tienen que
Este hecho rompía con las confesiones públicas, que eran poco frecuentes, necesariamente especta- culares y que únicamente tenían que ver con actos públicos. Ahora, se trata de entrar en uno mismo, de hacer examen de conciencia. Se abre un espacio interior, que será el de la psicología y, más tarde, el psicoanálisis. Un día, me encontré con Michel Foucault en la biblioteca parisina de los dominicos de Le Saulchoir y nos pusimos a conversar apa- sionadamente sobre Letrán IV. Incluso me atreví a dar una fórmula: «El psicoanálisis ha tumbado en horizontal a lo confesional; lo confesional se ha convertido en el diván». Mi fórmula no era exacta, lo confieso, ya que lo confesional no aparece en forma de mueble hasta el siglo XVI. Hasta ese momento, uno se confesaba apartado, sentado junto al sacerdote, exac- tamente como se ve aún en las grandes manifestaciones públicas de la Iglesia actual: peregrinacio- nes, la Jornada Mundial de la Juventud, etc. No obstante, sigo sosteniendo la idea de una afirmación vertical: la confesión une lo alto y lo bajo, el más allá y el aquí. No se interesa tanto por los actos como por las intenciones que conducen al acto. Las consecuencias son considerables. Por lo tanto, el Renacimiento de los siglos XV-XVI, tal como lo definimos, sólo es el tercero... Ha entendido bien que considero el «gran» Renacimiento uno de los renacimientos medieva- les. Sucede lo mismo con esa reforma que fue la Reforma protestante. La gran cuestión es saber cuándo ese Renacimiento se convierte en otra cosa y cuándo termina, efectivamente, la Edad Me- dia. Como decía, no hay que buscar un momento, ni una gran fecha, sino una serie de momentos; no hay un final de la Edad Media. Ya he expresado anteriormente mi opinión. Quisiera volver por un momento al siglo XVI, gran Renacimiento medieval. Desde el punto de vista político, puede pensarse que la Edad Media finaliza durante las gue- rras de religión. Es cierto que el famoso principio cuius regio, eius religio (en el país de un rey, re- ina su religión) no hace más que refrendar una costumbre medieval. Un lugar, un señor, unas cos- tumbres. En una época en que Roma, a pesar de sus pretensiones, queda muy lejos, el príncipe y los obispos fijan un determinado número de usos. Incluso diría que la separación del cristianismo en dos conjuntos (los reformados y los romanos) hiere al hombre medieval, pero no le sorprende: ya hubo dos o tres papas concomitantes, reinos excomulgados, guerras contra el papa, etc. Por lo tanto, no supone una auténtica ruptura desde este punto de vista, aun sabiendo que se trata de una separa- ción definitiva. En cambio, aparece una palabra: religión. Resulta totalmente ajena a la Edad Media. Todo era religión. El término estaba restringido al significado de orden religiosa: «entrar en religión» signifi- caba profesar votos monásticos. Por ejemplo, el gran economista norteamericano Karl Polanyi (1886-1964) demostró que la economía de las sociedades «primitivas» no existió de manera inde- pendiente hasta la época moderna, sino que estaba «engastada en lo que llamamos religión» (véase el capítulo 3, pág. 84). La acepción actual de la palabra se remonta al siglo XVI. Esta emergencia del concepto de re- ligión, en sí misma, supone una verdadera ruptura, ya que invita a concebirse eventualmente fuera de la religión, considerada un fenómeno si no relativo, cuando menos susceptible de distanciamien- to. Se puede «escoger». En cambio, en tanto que «visión del mundo», la Edad Media persiste en los dos campos. No sale derrotada hasta el desarrollo del espíritu científico, a partir de Copérnico (1473-1543) y hasta Newton (1642-1727). Finalmente, si consideramos la tecnología y la vida social, la Edad Media dura hasta el siglo XVIII. A partir de ese momento, va cediendo su sitio progresivamente a la revo- lución industrial, cuando se acentúa la ruptura con la economía rural. La emergencia del concepto de mercado y la concienciación acerca de los fenómenos específicamente económicos anuncian un cambio radical. Hasta entonces, la economía respondía primero a cuestiones morales: ¿cómo pensar la riqueza y la pobreza? En el siglo XVIII, encuentra la autonomía. Se convierte en un instrumento, que quiere convertirse en causa y finalidad. Queda un último problema: el de Italia. Tradicionalmente, desde Burckhardt —ya lo hemos visto—, el Renacimiento casi se confunde con Italia. No me agrada este hecho. Es cierto que Italia
es el lugar donde se realiza la excelencia de cada período medieval, pero también es el lugar que rompe constantemente con esta civilización, produciendo excepciones de considerable envergadura. Excelencia en la Edad Media: la consecución del desarrollo urbano, el dinamismo del movi- miento religioso, la eclosión de gigantes como Dante (1265-1321) o Giotto (1266?-1337)... Excep- ción en la Edad Media: la ausencia de monarquía, la ausencia de un verdadero arte gótico y, sobre todo, la división de los pueblos, la extraña estructura de las guerras intestinas. Tiene algo de ana- crónico el estudiar una Italia medieval. Es una noción abstracta, fabricada a posteriori. Se trata de varias Italias, en plural. Los mismos interrogantes se ciernen sobre el Renacimiento italiano. En la península, el siglo XV suele parecer atípico: citaré únicamente el caso de Maquiavelo (1469-1527). El florentino es medieval en muchos aspectos; casi más que los italianos de su tiempo. En otros aspectos, pasa por encima de su época y se mueve ya en la cuestión política del «príncipe» y el absolutismo, tal y co- mo se plantea en el siglo XVII. Tras haber situado a Italia en el corazón de la Edad Media y, después, del Renacimiento, sería absurdo excluirla. Únicamente me gustaría recordar lo difícil que resulta tomar como modelo el caso italiano y medir con este rasero la totalidad de Europa. Resulta difícil dar por terminada la Edad Media, pero ¿cuándo empieza? Nos habíamos que- dado en Rómulo Augústulo, Odoacro y el año 476... Afortunadamente, se ha abandonado por completo la idea de un final brutal de la Antigüedad grecorromana. Se habla de Antigüedad tardía. Ese gran período, aún imperial, conduce a la Edad Media occidental, es bien cierto, pero también a las civilizaciones del Oriente bizantino y del islam, que tal vez deban dejar de calificarse como «medievales». Y es que no basta con una cronología (siglos VI-XV) para hablar de «Edad Media» en cuanto abandonamos Occidente. La Arabia medie- val, la India medieval, el Japón medieval, no siempre son conceptos pertinentes. ¿Con respecto a qué periodización se puede hablar de «Edad Media» en el islam, en la India, en Japón? Hay una extensión abusiva de un punto de vista occidental. En cuanto a América: ¿quién estudiaría a los aztecas desde la perspectiva de la Edad Media? No obstante, la periodización occidental que ha producido la Edad Media se ha aceptado de forma bastante generalizada hasta el momento. Hasta el fin de la Antigüedad tardía existe una cultura propia de todo el Mediterráneo. Encima se edificaron posteriormente —sin borrarlo todo— otras entidades geopolíticas. Algunas están vin- culadas al continente europeo: nuestra Edad Media, por ejemplo, que no tiene nada de universal. Otras se vinculan con Arabia o el Norte de África: es el caso de la conquista musulmana. Y otras más interactúan con Asia central: por ejemplo, los fenómenos turcos y mongoles, musulmanes, pero tan poco árabes. Lo mismo sucedió con Bizancio, cuyo testigo no tardó en tomar Rusia. En lo tocante a Europa, nos olvidaremos de Rómulo Augústulo. No resulta significativo. También nos guardaremos de la imagen —no menos ideológica— de las «grandes invasiones». Au- gusto y Tiberio ya rechazan a los «invasores»: indiscutiblemente, pertenecen a la Antigüedad. La Grecia antigua había combatido a los «bárbaros», término que inventó con el éxito que conocemos. Carlomagno también guerrea contra los «invasores» del sur o del norte. Sin embargo, se sitúa, a to- das luces, en la cultura medieval. En nuestro caso, el cambio se debe a la cristianización: se lleva a cabo lentamente, desde el interior. El Imperio se cristianiza; después, cristianiza a sus invasores, aunque desaparezca en la nueva configuración. Sin embargo, en el caso de Oriente Medio y Próxi- mo, el cambio nace de la islamización, que, progresivamente, llega del exterior: de Arabia. La Edad Media occidental no está programada. Nace de una aculturación donde, poco a poco, se van mezclando las costumbres romanas y las «bárbaras». También nace de la confrontación con el islam. Efectivamente, en un principio nada predisponía al Imperio de Occidente —que englobaba el norte de África— a hacerse «europeo». Desde la conquista musulmana de España (siglo VIII) hasta la hegemonía otomana en los Balcanes (siglo XIV), Occidente no se concibe a sí mismo como entidad geopolítica. Sólo se estructura por su existencia frente a un mundo percibido como hostil.
¿Podemos hablar de conflictos generacionales en el caso de la Edad Media? De conflictos entre padres e hijos sí, pero a título privado. El concepto de «generación» resul- ta inconcebible para la mentalidad medieval. Sin duda alguna, habrá que esperar hasta la Fronda para encontrar un conflicto con aires generacionales, con la aparición de las primeras «barricadas» y de la palabra misma con esta acepción, que no sufrirá variación alguna hasta mayo de 1968... Las primeras «barricadas» se levantan en 1648. ¿Se tratará ya de «revolucionarios del 48»? En todo caso, no veo nada igual en la Edad Media, salvo, quizás en algunos aspectos, en la Cruzada de los Niños francesa, aunque desempeñara un papel más bien marginal. Se trata de un movimiento de «cruzada» que, por tres veces, movilizó a pastores y jóvenes, incluso niños, pobres. Se produjo una primera oleada en 1212, una segunda en 1251 —mientras san Luis estaba prisionero en Oriente— y una tercera en 1320. Los Niños quieren tomar el relevo de los caballeros, incapaces de liberar Tierra Santa. Se ponen en camino y, enseguida, sus acciones se tor- nan violentas. A su paso, la toman con los judíos y con la riqueza del clero. A los judíos les repro- chan que no se hayan convertido —ahora bien, su conversión masiva sería la señal de los últimos días previos a la llegada de Jesucristo—. Al clero «corrupto» le reprochan el hecho de mancillar a la Iglesia, cuando su purificación sería, una vez más, el medio de desencadenar la Parousia. Aunque inicialmente tolerados, enseguida se combate a los niños, se les dispersa. Y, a pesar de que algunos se unen a los ejércitos reales, el movimiento se diluye. No se puede interpretar como un conflicto generacional, ni siquiera como un conflicto social (pobres contra ricos), ya que se trata —según todos los indicios— de un movimiento religioso, vinculado a las esperas mesiánicas. De hecho, carecemos de documentos sobre los jóvenes en la Edad Media. En una sociedad mayoritariamente campesina, analfabeta, han dejado pocas huellas. De modo significativo, Georges Duby sólo pudo estudiar una categoría, y no una cualquiera: los caballeros. El crecimiento demo- gráfico priva a esos jóvenes nobles de tierras y mujeres. Ya no pueden aprovecharse más de posi- bles beneficios eclesiásticos. No hay sitio para todo el mundo. Les empujan a la cruzada. De este modo, el papado, en beneficio propio, aparta a los «vencidos» del desarrollo econó- mico y demográfico de los siglos X y XI. He aquí un hermoso ejemplo de influencias conjugadas de lo material y lo espiritual: los cruzados (y el papado) creen verdaderamente en la cruzada, que no por ello tiene menos bajas materiales. Con toda la buena fe, uno podía salvarse y enriquecerse en nombre de un ideal. Y todo esto situándose en una perspectiva escatológica del fin de los tiempos, o mejor aún, del fin del tiempo. Pero ahí abandonamos todo concepto historiográfico de larga dura- ción...