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Livro de Iniciação à Liturgia da Igreja Católica
Tipologia: Manuais, Projetos, Pesquisas
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I a^ edición, octubre 1988 2 a^ edición, septiembre 1997
COLECCIÓN PELÍCANO Coordinación: Juan Manuel Burgos
© José Antonio Abad - Manuel Garrido O. S. B. 1988 © by Ediciones Palabra, S. A. 1988 P° de la Castellana, 210 - 28046 Madrid
Producción: Francisco Fernández Printed in Spain ISBN: 84-7118-584- Depósito legal: M-20.660-
Pedidos a su librería habitual o a Ediciones Palabra, S. A. Anzos, S. L. - Fuenlabrada (Madrid)
Iniciación
a la liturgia
de la Iglesia
Segunda edición
EDICIONES PALABRA Madrid
«La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lle- ve a todos los fieles a aquella participación plena, conscien- te y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la mis- ma naturaleza de la liturgia, y a la cual tiene derecho y obli- gación, en virtud del Bautismo, el pueblo cristiano» (SC, 14-1). Por eso, «al reformar y fomentar la sagrada liturgia hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participa- ción de todo el pueblo, porque es la fuente primaria y nece- saria en la que han de beber los fieles el espíritu verdadera- mente cristiano» (SC, 12-2). En estas palabras los Padres Conciliares hicieron una apretada síntesis y una declaración de principios sobre sus futuros trabajos, y señalaron con nitidez el objetivo priori- tario de la reforma litúrgica que pretendían llevar a cabo: re- conducir al entero Pueblo de Dios a la participación activa y fructuosa en la liturgia. La mayoría de los Padres del Concilio Vaticano II eran pastores de almas, ya que regentaban —como titulares o auxiliares— una diócesis. Muchos de ellos, además, habían trabajado en una parroquia como párrocos y coadjutores o a otros niveles pastorales, por ejemplo, como consiliarios de algún movimiento apostólico, a nivel diocesano o nacional. Eran conscientes, por ello, del papel decisivo que correspon- día a los pastores de almas respecto a la puesta en práctica de lo que ellos aprobasen en el aula conciliar. En última ins- tancia, serían ellos los principales motores de la reforma o, en caso negativo, el freno más eficaz de la misma. Por eso, sintieron la imperiosa necesidad de señalar so- lemnemente este hecho en unas palabras llenas de gran rea- lismo pastoral: «Y como eso no puede esperarse que ocurra
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
si antes los pastores de almas no se impregnan totalmente del espíritu y fuerza de la liturgia, y llegan a ser maestros de la misma, es indispensable que se provea, antes que nada, a la educación litúrgica del clero» (SC, 14-3). Los casi veinticinco años transcurridos desde la aproba- ción solemne de esta enseñanza, han ratificado su carácter profético y su plena validez; puesto que si «la renovación li- túrgica es el fruto más visible de la obra conciliar» —en pa- labras del Sínodo Extraordinario de Obispos de 1985 (II, B, b, 1)—, es claro que, en gran medida, se debe al esfuerzo si- lencioso pero eficaz de los sacerdotes con cura de almas. Estas evidencias exigen, con todo, alguna matización, puesto que lo realizado u omitido no siempre ha sido posi- tivo, sobre todo en algunas partes. El mismo Sínodo parece reconocerlo cuando hace esta afirmación: «La innovación li- túrgica no puede restringirse a las ceremonnias, ritos, tex- tos, etc., y la participación activa (...) no consiste sólo en la actividad externa, sino, en primer lugar, en la participación interna y espiritual, en la participación viva y fructuosa del misterio pascual de Jesucristo» (Ibidem). Da la impresión, en efecto, que estas palabras apuntan dos deficiencias: la re- ducción de la reforma litúrgica al cambio de ritos y textos y la minusvaloración de la participación interna y espiritual en la liturgia. De hecho, el análisis objetivo de la realidad avala esta apreciación del Sínodo, puesto que, en no pocos casos, ha primado la participación externa sobre la interna y la renovación ritual sobre la espiritual. Es más que probable que estas deficiencias obedezcan a muchas concausas. Sin embargo, no parece injusto afirmar que una de ellas —y no la menos importante— ha sido la in- troducción de la liturgia renovada sin el acompañamiento de la correlativa catcquesis litúrgica o —en los casos en que ésta ha existido— de una catequesis que ha primado lo ex- terno sobre lo interno y no ha tenido suficientemente en cuenta la vertiente iniciática que le es inherente; y todo ello debido a la insuficiente formación del clero en alguno de los ámbitos de la liturgia: teológico, histórico, espiritual, jurídi- co, etc. Sea como fuere, el citado Sínodo Episcopal, a la hora de orientar el próximo futuro de la pastoral litúrgica, ha hecho
PROLOGO
esta triple sugerencia: que «los obispos expliquen claramen- te a su pueblo el fundamento teológico de la disciplina sa- cramental y de la liturgia»; «las catequesis, como ya lo fue- ron en el comienzo de la Iglesia, deben ser de nuevo hoy el camino que introduzca a la vida litúrgica»; «los futuros sa- cerdotes aprendan la vida litúrgica por experiencia y conoz- can bien la teología de la liturgia» (II, B, b, 2). El estudio que presentamos quiere ser una amorosa res- puesta a estas indicaciones sinodales y un humilde servicio a los que trabajan ya en la viña del Señor en cualquiera de las formas de pastoral litúrgica eclesial, y también a aque- llos que, desde las aulas universitarias, del seminario o de las casas de formación se preparan para el mismo menester. Como el lector comprobará fácilmente, nuestro trabajo comprende dos grandes bloques de materia. El primero aborda las grandes cuestiones de lo que llamaríamos litur- gia fundamental, en cuanto que es aplicable a todas las áreas del saber y de la praxis litúrgicas: la naturaleza e importan- cia de la liturgia, el signo litúrgico, la liturgia como educa- dora de la fe, la asamblea, etc. El segundo —el más exten- so— trata las cuatro cuestiones que constituyen lo que po- demos denominar liturgia especial: los sacramentos, los sa- cramentales, el año litúrgico y el Oficio divino.
La metodología empleada —sobre todo en la liturgia es- pecial— es de tipo genético; es decir, partiendo de los oríge- nes de cada cuestión, hemos seguido su evolución a lo largo de los siglos, desembocando en la reforma llevada a cabo a instancias del Concilio Vaticano II. Con ello hemos preten- dido dar una visión de conjunto unitaria y enriquecedora y facilitar la comprensión de la liturgia actual, la cual corre el peligro de la tergiversación si se la somete a una ruptura ra- dical con el pasado o se hace de ella campo de operaciones subjetivistas.
Es comprensible que el objetivo de ayudar a los pasto- res de almas y a quienes lo serán un día en su labor cate- quético-litúrgica, nos haya obligado a rehuir un lenguaje ter- minológico y conceptual demasiado erudito y que hayamos subrayado mucho la explicación de los diversos elementos
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
neral o el culto realizado por el pueblo se emplean los tér- minos latreia y douleia. Con esta distinción de sujetos (sa- cerdotes = levitas = leiturghia = pueblo = latreia y douleia) se pone de manifiesto la distinción entre rito y culto, distin- ción que no existe en el texto hebreo. En el Nuevo Testamento. Es poco frecuente el término li- turgia (sólo aparece 15 veces, cinco de ellas en Heb.) y su sig- nificado es muy diverso: a) culto ritual del A.T. (Le. 1, 23; Heb. 8, 26; 9, 21; 10, 11); b) servicio oneroso en sentido pro- fano aplicado a la actividad caritativa (Rm. 15, 27; 2 Cor. 9, 12; Fil. 2, 25-30); y al servicio de los ángeles (Heb. 1, 7-14); c) culto espiritual de los cristianos (Rm. 5, 16; Fil. 2, 17) y d) culto ritual cristiano (Act. 13, 2). La explicación del uso infrecuente del término liturgia se debe a que la traducción cristiana primitiva lo encontra- ba poco adecuado para expresar la riqueza del culto cristia- no en «espíritu y verdad» (Jn. 4, 24). La literatura cristiana primitiva hizo poco uso del térmi- no liturgia y le dio un significado muy variado: Eucaristía; el servicio de los ángeles al cantar el trisagio; el servicio con que los santos honraron a Dios en su vida; el oficio y misión de los Apóstoles en la comunidad cristiana; el servicio cul- tual en general y del obispo; un servicio sagrado; cualquier servicio cultual de la Iglesia —incluida la predicación— rea- lizado por el obispo, el presbítero o cualquier otro orden cle- rical, y sobre todo, los oficios divinos: el bautismo, la salmo- dia, etc. El occidente cristiano introdujo el término liturgia con los humanistas. Hasta entonces empleó una amplia termino- logía: mysterium, sacramentum, actio, officium, celebratio, sacrum, solemnitas, etc. Desde el siglo XVI liturgia aparece con frecuencia en los títulos de libros, sobre todo de carác- ter eucarístico. A partir del siglo XVHI se emplea cada vez más como sinónimo de «culto divino». Desde el siglo XIX se usa con mayor frecuencia y aparece en los documentos ma- gisteriales en su sentido actual. El Código de Derecho Canó- nico de 1917 le dio carácter oficial al insertarlo en algunos de sus cánones (vg. 447, 1257) y el Vaticano II lo consagró definitivamente en la Constitución Sacrosanctum Conci- lium.
NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA
Según esto, el significado del término liturgia ha evolu- cionado en esta dirección: servicio en favor del pueblo, cul- to pagano, culto ritual del pueblo hebreo, culto espiritual y ritual cristiano, culto oficial de la Iglesia.
2. Historia del concepto «liturgia»^2
Nuevo Testamento. Según el N.T. la liturgia cristiana tie- ne un carácter absolutamente singular, puesto que lo más importante y central no es lo que realiza el hombre, sino lo que realiza Dios en Jesucristo a través de la presencia ince- sante del Espíritu Santo. Al tomar parte en la acción cultual (en el N.T. hay muchos actos cultuales), el hombre recibe por la fe la salvación que realiza Dios y responde cultual- mente a ella uniéndose a la presencia mediadora de Cristo y del Espíritu. Primeros escritores cristianos. El período siguiente insis- te en que la liturgia es la obra de Dios, que está presente y actúa en Jesucristo y en su Espíritu. Sin embargo, ni siquiera en la época patrística hay algo más que un intento de definir lo que se designa con muchos nombres (S. Isidoro es una excepción). La escolástica. Tampoco se preocupó seriamente de ex- plicar el concepto. Los elementos de la liturgia, en cuanto ac- ción santificadora, los estudió en la teología de los sacramen- tos y el aspecto cultual en la teología moral Esta separación escolástica ha estado presente hasta nuestros días, en ma- yor o menor medida, en los tratados de liturgia y en la teo- logía pastoral y catequética. A partir del siglo XVI, en que se adopta el término litur- gia, ésta suele ser sinónimo de celebración eucarística —a veces de los textos que se usan en ella— y no incluye los sa- cramentos y sacramentales. Algunos autores defendieron el concepto de liturgia que incluyera los sacramentos (Assema- ni, Fornici, Amberger, Ruef, etc.), pero no intentaron una de- finición propiamente tal. Muratori Muratori (siglo XVIII) fue el primero que in- cluyó el concepto «culto» en la definición de liturgia, logran- do así que ésta abarcase la Misa y los sacramentos. Según
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
él, la liturgia es «el modo de rendir culto al Dios verdadero por medio de los ritos externos legalmente determinados, con el fin de darle honor y comunicar sus beneficios a los hombres». Esta perspectiva teológica habría dado óptimos resultados si se hubiese seguido, pero evolucionó en la ma- yoría de los casos hacia una concepción esteticista y jurídica de la liturgia que, todavía en 1947, tuvo que ser condenada por la Encíclica Mediator Dei Perspectiva esteticista. La tendencia esteticista considera la liturgia como «la forma externa y sensible del culto». Su máximo representante, el P. Navatel, lo expresa en estos tér- minos: «Todos saben que la liturgia es la parte sensible, ce- remonial y decorativa del culto católico». La tendencia jurí- dica afirma que lo específico del culto cristiano es su regla- mentación y ordenación por parte de la Jerarquía Eclesiás- tica. Según Calewaert, la liturgia puede definirse como «el ordenamiento eclesiástico del culto público». El esteticismo y el juridicismo subrayan que el aspecto exterior de la litur- gia es su rasgo más específico. Concepción teológica. Aunque estas perspectivas preva- lecieron durante los primeros decenios subsiguientes al mo- vimiento litúrgico iniciado por Dom Guéranguer en Francia y ratificado oficialmente por S. Pío X, a principios del siglo XX aparecen dos tendencias de carácter teológico que, con el tiempo, terminaron imponiéndose: la liturgia como «culto de la Iglesia» y como «misterio de salvación».
A. La liturgia como realidad cultual
Los iniciadores de la primera tendencia son los benedic- tinos M. Festugiére y L. Beauduin. Según ellos, la liturgia puede definirse como el «culto de la Iglesia». Son «liturgia» todos y sólo los actos que la Iglesia reconoce como propios, comunicándoles determinadas notas que proceden de la misma naturaleza de la Iglesia, en cuanto que es «social, uni- versal, y jerárquica, continuación de Cristo, santificadora y compuesta de hombres». Cristo resucitado es el único y uni- versal sujeto de ese culto de la Iglesia, puesto que es el Me- diador entre Dios y los hombres, y el Pontífice de la Nueva Alianza que realiza nuestro culto aquí en la tierra. Sólo quien
NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA
se incorpora a Cristo y se convierte en miembro de su cuer- po (Bautismo, sacerdocio común), puede participar realmen- te en el culto de la Iglesia. El aspecto cultual de la liturgia necesitaba un comple- mento; pues si subrayaba justamente el aspecto ascendente de la liturgia: el que va del hombre a Dios, dejaba en la pe- numbra o minusvaloraba su vertiente descendente: el acer- camiento de Dios al hombre para comunicarle su gracia y su salvación.
B. La liturgia, realidad santificadora
Este segundo aspecto fue puesto de manifiesto por O. Casel. Después de un detenido examen de «las religiones de los misterios» y de las fuentes litúrgicas antiguas, donde la liturgia se llama mysterium-sacramentum, formuló así los elementos esenciales del culto cristiano: a) un hecho salvífi- co; b) que se hace presente en un rito; c) y comunica la sal- vación a quienes participan en él. El culto cristiano, realiza- do en la forma cultual de «misterio», no es tanto una acción del hombre que busca encontrarse con Dios (concepto na- tural de la virtud de la «religión»), cuanto un momento de la acción salvadora de Dios (concepto «revelado» de la reli- gión). Desde esta perspectiva O. Casel definiría la liturgia como «la acción ritual de la obra salvífica de Cristo»; es de- cir, «la presencia bajo el velo de los símbolos de la obra di- vina de la redención». El punto de partida de esta tendencia «mistérica» es la obra salvífica realizada por Cristo. Esa obra se actualiza en el rito; consecuentemente, la liturgia es una realidad en la que la obra de Cristo se hace presente y activa para los hom- bres de todos los tiempos, convirtiéndose así en una actua- lización ininterrumpida de la historia de la salvación. La encíclica Mediator Dei En 1947 apareció la encíclica Mediator (^) Dei, la cual no tardaría en ser calificada como «la carta magna de la liturgia». Aunque Pío XII parece que no pretendió explicitar todos los componentes esenciales de la liturgia ni dar una definición científica de la misma, sancio- nó oficialmente su carácter teológico y puso las bases sóli- das de una definición científica.
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
naturales. Durante este estado originario, cuya duración ig- noramos, Adán reconocía su condición de creatura y orde- naba todos los actos de su existencia según la voluntad di- vina, dando lugar a una adecuación perfecta entre el que- rer de Dios y la actuación del hombre. La vida humana an- terior a la caída era, por tanto, una realidad enteramente cul- tual, puesto que el nombre, reconociendo, teórica y prácti- camente, tanto la excelencia de Dios como su condición de creatura, actuaba como sacerdote de su propia existencia y la convertía en ofrenda agradable a Dios.
b) El pecado de origen. Esta situación cultual fue radi- calmente truncada por la desobediencia de Adán y la consi- guiente pérdida de los dones sobrenaturales. En efecto, la caída de Adán introdujo una tal ruptura en su existencia, en la de toda la humanidad, y, en cierto sentido, en la misma creación, que el hombre quedó radicalmente incapacitado para tributar a Dios el culto debido y alcanzar su propia sal- vación. Privado de los bienes sobrenaturales, el culto huma- no perdió su originaria grandeza y universalidad, encerrán- dose en las estrechas posibilidades de un culto meramente natural, cuyos límites y degradaciones aparecerían en la his- toria posterior.
c) Necesidad de un mediador. Dios podía haber anulado esta situación por un perdón gratuito; sin embargo, eligió el camino de una justa reparación, haciendo así necesaria la existencia de un Hombre-Dios, el cual, desde su condición mediadora, pudiese realizar un culto perfectísimo, dando a Dios la debida alabanza y comunicando a los hombres la salvación.
d) La Encarnación, realidad mediadora y sacerdotal Este Mediador es, de hecho, Jesucristo, que une en una misma Persona la naturaleza humana y divina. Esta unión, llamada técnicamente hipostática, se realiza en la Encarnación del Verbo, por lo que ésta es una realidad constitutivamente me- diadora. Es también una realidad sacerdotal, puesto que, en el momento de su entrada en el mundo, Jesucristo se ofre- ció a Sí mismo como Víctima agradable al Padre (Hb. 10,
NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA
5-7). La Encarnación fue, por tanto, una acción sacerdotal con la que Cristo entonó un cántico de infinita alabanza a la Trinidad y, como nueva Cabeza, reconcilió a los hombres con Dios. En otras palabras: la Encarnación es un hecho cul- tual perfectísimo, por el cual «Dios fue perfectamente glori- ficado y el hombre plenamente salvado». Por ello, Encarna- ción glorificación y santificación son realidades indisoluble- mente unidas e interrelacionadas.
e) Carácter cultual de la vida de Cristo. La respuesta obe- diencial al Padre en la Encarnación fue prolongada por Cris- to a lo largo de toda su vida oculta y de su ministerio públi- co, llegando a su culminación en el misterio pascual, reali- dad y signo soberano de la veracidad y hondura con que pro- nunció el «heme aquí, ¡oh Padre!, para hacer tu voluntad» (Hb. 10, 5-7). Toda la vida de Cristo fue, en consecuencia, un ininterrumpido acto sacerdotal y cultual. Este acto continúa en la liturgia, donde Cristo, actuali- zando la fuerza salvífica de su vida, muerte y resurrección, realiza ahora la plenitud del culto. La liturgia es, por tanto, un acto de Cristo Sacerdote. De estos presupuestos teológi- cos derivan el carácter cristocéntrico y la especial dignidad y eficacia de la liturgia. El cristocentrismo litúrgico, señala- do ya en la Mediator (^) Dei, está muy subrayado en la Sacro- sanctum Concilium, tanto en lo que se refiere a la liturgia en general (SC, 5-7), como a los sacramentos (SC, 61), el Ofi- cio divino (SC, 83) y el año litúrgico (SC, 102). Respecto a la originalidad y eficacia de la liturgia, baste recordar la con- clusión con la que la constitución conciliar cierra el discur- so teológico de los números cinco al siete: «En consecuen- cia, (...) por ser obra de Cristo sacerdote, (...) toda la liturgia es una acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, por el mismo título y el mismo grado, no tiene parangón con nin- guna otra acción de la Iglesia» (SC 7). Como ha escrito Va- gaggnini, «en cualquier parte que se considere la liturgia es siempre y principalmente Cristo quien está presente en pri- mer plano: Cristo es quien ofrece el sacrificio de la Misa; Cristo quien santifica y distribuye las gracias en los sacra- mentos; Cristo quien ruega y alaba al Padre en los sacra- mentales y en la oración de la Iglesia, y en la alabanza divi-
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
na. La Iglesia, sus ministros, sus fíeles, son en la liturgia la sombra que Él arrastra tras de Sí; a todos los cubre El con- sigo mismo; el Padre mira la liturgia como cosa de Cristo; así la ve, así la escucha, así la ama. En la liturgia no ve Dios a los hombres, sino sólo a Cristo, que obra por los hombres y los asocia a Sí mismo» 4. Con todo, es indispensable la in- corporación a la obra de Cristo por parte de los que quieren beneficiarse de su eficacia, pues la salvación obrada por Cristo sólo se aplica a quienes cooperan libremente con la gracia.
B) La liturgia, acción de la Iglesia
a) La Iglesia, pueblo sacerdotal Cristo, Sacerdote y Pon- tífice de la Nueva Alianza, continúa en la liturgia el culto per- fectísimo que realizó durante su vida terrena. Esto explica que todas las acciones litúrgicas sean actos de Cristo, y que Cristo sea el sujeto primario del culto cristiano. Ahora bien, al igual que sucedió en la economía antigua, Cristo ha elegido al pueblo de la Nueva Alianza, destinándo- lo a realizar un culto nuevo en un templo también nuevo. A todos los miembros de ese pueblo los ha hecho partícipes de su sacerdocio (1 Pd. 2, 9-10), convirtiéndole en una comuni- dad enteramente sacerdotal y cultual. Sin embargo, no ha configurado esta comunidad como una realidad autónoma, sino solidaria y en comunión tan ín- tima con Él como la que rige entre la cabeza y los miembros de un cuerpo. Este nuevo qahal de Dios no es, por tanto, una comuni- dad cultual como la del qahal de Yavé (Ex. 12, 3-6.19.47; Dt. 9, 10; 10, 4; 18, 16; Núm. 2, 1-34; 9, 15-23), sino una comuni- dad cultual que se une al culto que realiza la cabeza. Según esto, la liturgia es una acción cultual unitaria de Cristo y de la Iglesia. Cristo es el sujeto principal y la Iglesia sujeto por apropiación; pero en una relación tan íntima, que la Iglesia, en y por Cristo, y Cristo, en y por la Iglesia, reali- zan la glorificación de Dios y la salvación de los hombres. Esta es la doctrina recogida por la Sacrosanctum Conciliunv «Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa, la Iglesia» (SC, 7), en las acciones litúrgicas.
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NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA
b) La Iglesia comunidad bautismal El término Iglesia (ekklesía, ecclesia) no se refiere exclusiva o primariamente a la Jerarquía, sino al Cuerpo Místico, es decir, a quienes se han incorporado a Cristo por el Bautismo. Sin embargo, in- cluye también la jerarquía ministerial, sin la cual sería im- posible, por ejemplo, la liturgia eucarística. Por tanto, cuando se afirma que la liturgia es una reali- dad eclesial, se indica que es una realidad esencialmente co- munitaria en el sentido teológico, es decir, derivada de la co- munión existente entre Cristo-Cabeza y los bautizados. Con- viene advertir que el carácter comunitario de la liturgia bro- ta de su eclesialidad, de tal modo, que todas las acciones li- túrgicas son, y no pueden no serlo, acciones comunitarias, aunque a veces no sean colectivas. La presencia o ausencia de la comunidad ni crea ni aumenta el carácter comunitario de las acciones litúrgicas; es, únicamente, su signo, su mani- festación, su epifanía. Haya o no signo epifánico: pueblo, co- munidad, asamblea, aquella acción es acción que realiza la Iglesia. Consecuentemente, se afirma también que la universa- lidades una nota esencial de la liturgia cristiana: cuando ésta se realiza, es toda la Iglesia, Cabeza y miembros, quien la rea- liza. Más aún, entran en comunión la iglesia celeste y la terrestre, asociándose al culto realizado por Cristo-Cabeza. Esta es la doctrina de la Sacrosanctum Conciliunv «las ac- ciones litúrgicas no son acciones privadas sino celebracio- nes de la Iglesia, pueblo santo de Dios jerárquicamente or- ganizado», al cual «pertenecen, manifiestan e implican» (SC, 26).
c) Iglesias particulares y reuniones de grupos de fieles. Ahora bien, «la Iglesia de Cristo está verdaderamente pre- sente en todas las reuniones locales legítimas de fieles», en las cuales, «aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo por cuya vir- tud se congrega la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica» (LG 26). Según esto, la comunidad cultual universal se hace pre- sente y actuante en las reuniones de fieles congregadas le- gítimamente en torno al Pastor y a los sacerdotes en comu-
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
En primer término, se inscriben en la línea de la Encar- nación. En efecto, el plan salvífico ha previsto la comunica- ción de Dios con los hombres y el acceso de éstos a Dios a través de otros hombres y de cosas materiales y sensibles. Cristo, Dios y Hombre, camino único^ para ir al Padre, es el prototipo de esta ley, puesto que en El lo divino salió al en- cuentro de lo humano y lo humano se encontró totalmente con lo divino, aunque permaneciendo lo humano y lo divino como realidades distintas, inconfusas y sin mixtificación. La Iglesia, continuación, expresión e instrumento de Cristo, construida según el primer molde encarnado, es tam- bién una realidad divino-humana, visible (como realidad so- cial) e invisible (como misterio), ámbito e instrumento del que Cristo se sirve apra comunicar su vida divina a los hom- bres, y para que los hombres rindan culto a Dios desde Pen- tecostés a la Parusía. La liturgia, instrumento de Cristo y de la Iglesia —por el cual Dios santifica en Cristo a la Iglesia, y la Iglesia, también por medio de Cristo, rinde culto al Pa- dre—, ha sido construida según el mismo modelo encarna- do, ya que en ella confluyen lo humano (realidades materia- les) y lo divino (la gracia), lo visible (lo sensible) y lo que tras- ciende a los sentidos (lo invisible). Del protosacramento que es Cristo, deriva el sacramento universal que es la Iglesia y ésta se expresa fundamentalmente en los ritos sacramenta- les y de modo especial en los sacramentos propiamente ta- les, sobre todo en la Eucaristía. Además de inscribirse en la línea de la Encarnación, las realidades sacramentales continúan el modo de obrar de Dios en la historia salvífica. En efecto, en la economía anti- gua las personas y las cosas hacían referencia a otras reali- dades superiores y sagradas. Baste recordar, por ejemplo, el diluvio, el mar Rojo, el maná, la serpiente, el agua de la peña, que prefiguraban el Bautismo, la Eucaristía, etc. De alguna manera, toda la economía veterotestamentaria era un gran sacramentum de la nueva y definitiva alianza. Por otra par- te, el mismo Cristo realizó ciertos milagros sirviéndose del lenguaje simbólico, como la unción con saliva y barro que realizó a un sordomudo. Este modo divino de obrar responde perfectamente a la naturaleza humana, unidad substancial de cuerpo y alma,
NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA
de espíritu y materia; y a su estilo connatural de comportar- se, puesto que el alma espiritual conoce y se perfecciona me- diante el cuerpo y las cosas sensibles, y, a la vez, se mani- fiesta en el cuerpo y en las realidades sensibles, imprimien- do algo de sí misma. Según esto, el carácter sacramental de la liturgia en- cierra una profunda pedagogía divina y es un vehículo muy apto de comunicación entre Dios y los hombres.
E) La liturgia, actualización del misterio pascual
Antes de subir al Cielo, Cristo encomendó a los Apósto- les el anuncio y la realización de su obra salvadora. Esa sal- vación, previamente anunciada y preparada en el AT e ini- ciada en la Encarnación, tuvo su momento culminante en el misterio pascual. En ese misterio, en efecto, Cristo (y en El y por El toda la humanidad) se entregó enteramente al Pa- dre hasta la muerte, y el Padre aceptó esa oblación y comu- nicó a la humanidad una nueva vida. Por tanto, si la salvación obrada por Cristo —que ha de actualizarse en la liturgia— tuvo lugar sobre todo en el mis- terio pascual, salvación-misterio pascual-liturgia son realida- des inseparables. En otros términos: la liturgia actualiza el misterio pascual y el misterio pascual comunica la salvación. Los hombres participan en esa actualización en diversos momentos: cuando renacen a una nueva vida en el Bautis- mo; cuando reciben el Espíritu Santo en la Confirmación; al tomar parte en el sacrificio de la Misa; al recibir el perdón en el sacramento de la Penitencia, etc. Aquí encuentra ex- plicación el hecho de que todos los sacramentos estén uni- dos a la Eucaristía y que todo el año litúrgico, al desarrollar los misterios de Cristo desde su nacimiento a Pentecostés y la Parusía, celebre y actualice el misterio pascual. Según esto, la celebración de la Pascua del Señor es el centro del culto cristiano. Así lo entendieron las primeras ge- neraciones de cristianos, para quienes la celebración de la pascua anual era no sólo la fiesta por antonomasia sino la única fiesta, y la pascua hebdomadaria el eje sobre el cual giraba la vida litúrgica.
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
F) La liturgia, momento culminante de la historia de la salvación
Rectamente entendida, la Revelación es un sucederse de etapas salvíficas, cuya totalidad constituye la historia de la salvación. La primera de estas etapas es la de la profecía o el anun- cio. Temporal y salvíficamente coincide con el Antiguo Tes- tamento. En ella, de forma imperfecta, gradual y progresiva se revela el misterio de Dios escondido desde la eternidad (Col. 1, 26), misterio que no es otro que el designio divino de salvar en Cristo y por Cristo a todos los hombres. Con la Encarnación del Verbo, el anuncio da paso a la realidad y se inicia la etapa de la plenitud de los tiempos. Cristo, convertido en Mediador y Pontífice gracias a su hu- manidad a la que se ha unido el Verbo, y con todos los ac- tos de su vida, especialmente los de su muerte y resurrec- ción, reconcilia totalmente a los hombres con Dios y realiza ía plenitud dei cuito divino. De este modo, del tiempo de ia preparación se pasa al tiempo de la realización. Esta segunda etapa, llamada también tiempo de Cristo, origina un nuevo momento salvífico: el tiempo de la Iglesia, ya que en el mismo momento en que Cristo cumple la obra de la salvación, nace la Iglesia como prolongación suya, para comunicar a todos los hombres de todos los tiempos la efi- cacia salvífica de esta salvación. Estas tres etapas no son realidades yuxtapuestas sino partes de un todo unitario e íntimamente relacionadas en- tre sí. Así, el tiempo de la profecía prefigura y realiza de al- gún modo el tiempo de Cristo y se orienta hacia Él, convir- tiendo todo el AT en un gran adviento. El tiempo de la Igle- sia, por su parte, prolonga la fuerza salvífica del misterio pas- cual desde Pentecostés a la última venida de Cristo. El tiem- po de Cristo hace de llave entre los dos. De esta manera la economía salvífica aparece como la realización temporal del plan trinitario salvador; es decir, como un único proyecto que, iniciado en el eterno querer de Dios, se realiza en la historia en tres tiempos sucesivos: el de la profecía, el de Cristo y el de la Iglesia. Existe, pues, una sola historia salvífica. Aquí radica la interrelación entre
NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA
la economía veterotestamentaria y la neotestamentaria: el tiempo de la profecía (AT) es ininteligible sin el de Cristo, que lo explica y plenifica; por su parte, el tiempo de Cristo sólo se entiende perfectamente a la luz de la profecía, don- de se inicia; y el tiempo de la Iglesia, a la vez que se encuen- tra en uno y en otro, prolonga a ambos en la historia. Esta prolongación tiene lugar principalmente en la litur- gia, pues aunque la liturgia no es la única realidad eclesial portadora y comunicadora de la salvación, sí es la más im- portante, ya que de ella derivan y hacia ella convergen to- das las demás acciones eclesiales. Según esto, la liturgia se presenta como una etapa de la historia salvífica en el sentido de que continúa, en el tiempo de la Iglesia, las acciones salvíficas realizadas por Dios en el AT y consumadas por Cristo. Precisamente en ella, Dios sigue realizando su voluntad salvadora y posibilita el advenimiento de la consumación de ía historia saivífíca, en ía que, en Cristo y por Cristo, ios eíe- gidos celebrarán eternamente la liturgia celeste. Esta conexión entre liturgia e historia salvífica explica, por ejemplo, el recurso frecuente de los Padres a la tipolo- gía veterotestamentaria a la hora de explicar los sacramen- tos, sobre todo el del Bautismo (Mar Rojo, Diluvio, Nube) y de la Eucaristía (Maná, Agua de la peña, Sacrificios, etc.). También usaron esa tipología Jesucristo y los Apóstoles se- gún aparece en los Evangelios y en las Cartas. Se puede, pues, decir que el Antiguo Testamento, el Nue- vo y la liturgia son partes de una única, misteriosa e insepa- rable realidad: la historia de la salvación; la cual es anuncia- da en el AT, se plenifica en el Nuevo y se actualiza inin- terrumpidamente en la liturgia.
G) La liturgia, realidad cultual-santificadora
Aunque algunos autores sostienen que la liturgia, tal y como está descrita en el número siete de la constitución con- ciliar, es una realidad horizontal que mira a la salvación de los hombres y no tiene en cuenta la vertiente ascendente, no hay razones objetivas para sostener tal supuesto, pues la en- señanza de SC, 5-7 muestra que la liturgia es inseparable-
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venían al Templo para contemplar el rostro de Dios y tomar parte en el culto oficial nacional que allí se celebraba. En el Templo tenían lugar a diario sacrificios, entre los que destacaba, por su belleza y significado, el que se ofrecía cada mañana y cada tarde en nombre de la nación. Consis- tía en la ofrenda de un cordero sin mancha, una torta de ha- rina y aceite y una libación de vino. La ceremonia de la in- censación del altar de oro —situado en el «Santo» —prece- día a esta ofrenda matutina y servía de conclusión a la ves- pertina. Una vez al año, el día de la Expiación, el Sumo Sa- cerdote entraba en el «Sancta Sanctorum» para hacer una breve oración en favor de todo el pueblo. Las personas que formaron parte de la institución sacerdotal y levítica estu- vieron fuertemente vinculadas a este culto, en cuanto que eran ministros oficiales del mismo. Más tarde, el culto del Templo se vio completado por la liturgia sinagogal. Propiamente hablando, las sinagogas no eran lugares destinados al culto (pues éste consistía sobre todo en sacrificios, los cuales se ofrecían en el Templo). Sin embargo, las lecturas, cantos, y oraciones del culto sinago- gal pueden considerarse justamente como complemento del culto sacrificial. El culto judío tuvo como dimensiones específicas la co- munitariedad, la interioridad y la proyección escatológica. Dimensión comunitaria. En virtud de su elección como pueblo de Dios, Israel vino a ser, en cuanto comunidad na- cional, el espacio donde Dios cumplía sus promesas y el tiem- po donde Dios desarrollaba su designio salvífico. Cuando este pueblo celebraba el culto, tenía conciencia de ser todo él «reino de sacerdotes y nación consagrada» (Ex. 19, 5-6), que entraba en comunión con Dios a través de ciertos actos religiosos, que se consideraban propios de todo el pueblo y realizados por todos; es decir, como algo nacional y co- munitario. Dimensión interior. Es un principio constante de la Ley, de los libros prof éticos y de los sapienciales, la inutilidad del culto si se realiza sin las actitudes interiores que Dios espera de su pueblo: «la obediencia es superior a los sacrificios y la docilidad más que la grasa de terneros» (1 Sam. 15, 22). De ahí los ataques, a veces violentos en la forma, contra un cul-
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to superficial, ritualista y meramente externo; sobre todo cuando se tomaba como sustitutivo de las profundas infide- lidades contra Dios. Ciertamente Dios no rechazaba el cul- to, pues le agradaba si procedía de un corazón recto y justo (Eccl. 35, 1-10). De hecho, el mismo Señor, sus Apóstoles y su Madre participaron con asiduidad en el culto del Templo y en el sinagogal. Esta dimensión de interioridad, donde se realiza la con- versión del corazón y toma forma el amor y el temor de Dios, sería llevado hasta las últimas consecuencias por el NT. Dimensión escatológica. Recordando sin cesar las pro- mesas de Dios, el culto judío alimentaba la esperanza futu- ra incluso en los momentos de mayor postración nacional. La lectura de textos como los que recordaban la salida de Egipto —que invitaban a un nuevo éxodo— y los que evo- caban la creación —que hacían esperar una nueva creación: la liberación y salvación definitivas— jugaron un papel de- cisivo. Era pues, un culto totalmente orientado hacia el fu- turo: Dios, por medio de sus promesas, se había comprome- tido a convertir en realidad lo que humanamente sería mera utopía. El culto no agotaba, por tanto, su significación en el momento presente, sino que, aguijoneado por la predicación profética, estaba volcado hacia el porvenir. Esta dimensión escatológica sería consumada y llevada a plenitud en el cul- to cristiano.
c) El culto cristiano Observaciones generales. Aunque superior al culto natu- ral, el culto judío era y seguía siendo imperfecto, transitorio y figurativo. No obstante, los planes salvíficos de Dios con- templaban la existencia de un culto real, perfecto y definiti- vo. La llegada de éste y la abolición del culto judío fue anun- ciada por Cristo a la samaritana, en respuesta a la pregunta sobre la legitimidad cultual del templo de Garizím o del de Sión (Jerusalén): «Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que ado- rar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vo- sotros adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos lo que
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conocemos; porque la salvación viene de los judíos; pero ya llega la hora, y es ésta, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn. 4, 20-23). Pero Cristo no sólo anunció sino que instauró el nuevo culto. Asumiendo la naturaleza humana en actitud de abso- luta obediencia al Padre (Fil. 2, 5-10), fue constituido en nue- vo Pontífice de un nuevo culto en un nuevo templo. Este cul- to fue inaugurado en la Encarnación y prolongado en todos los actos de su vida oculta y ministerio público, culminado en su pasión y muerte, con la cual ofreció al Padre un sacri- ficio perfectísimo, de incomparable naturaleza y valor res- pecto a los sacrificios del culto antiguo. «Cristo, constituido Pontífice de los bienes futuros y penetrando en el taberná- culo mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombre, esto es, no de esta creación; ni por la sangre de machos ca- bríos ni becerros, sino por su propia sangre, entró de una vez para siempre en el santuario, realizando la salvación eterna. Porque si la sangre de machos cabríos y toros y la aspersión de las cenizas de la vaca santifica a los inmundos y les da limpieza de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cris- to, que por el Espíritu Eterno se ofreció a Sí mismo inma- culado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para dar culto a Dios vivo! (Heb. 9, 11-14). Este culto se prolonga en la historia por institución del mismo Cristo, que ha hecho posible la reactualización inin- terrumpida de su sacrificio redentor y la trasmisión de su contenido espiritual, al instituir el misterio eucarístico y los demás sacramentos. Gracias al carácter sensible y espiritual de los mismos, el sacrificio y los sacramentos posibilitan la plena participación en el culto de Cristo. Según esto, el culto cristiano, en sentido estricto, consis- te en la actualización de las obras sacerdotales de Cristo y en la adhesión interior y exterior a las mismas, mediante una verdadera participación. A través de esas acciones sacerdo- tales de Cristo-Cabeza, el cristiano se une a la adoración, ala- banza, petición, oblación que Él tributó al Padre. Gracias a nuestra condición de miembros del Cuerpo Místico, esos ac- tos se unen al culto que realiza el mismo Cristo, entrando así en una esfera de absoluta dignidad y valor. Ciertamente el culto cristiano no se agota en las accio-
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nes litúrgicas, pues, al ser un culto en «espíritu y verdad», abarca toda la existencia, que ha de ser vivida como hostia ofrecida a Dios (L G, 10). Sin embargo este culto de la pro- pia vida (culto espiritual) está en íntima dependencia del cul- to litúrgico, en cuanto necesita de la gracia que comunican de modo especial los sacramentos; y precisa, además, para su desarrollo de diversos actos, momentos y lugares especí- ficos. El culto cristiano no anula, por tanto, lo sagrado, lo ri- tual, lo simbólico, la conciencia de la necesidad de sacrificio, etc., sino que lo eleva y purifica, superando, de una parte, la exterioridad farisaica y, de otra, situando la religión en el ul- terior de la respuesta a un Dios que llama a la unión con El, y que reclama en consecuencia la entrega de la entera exis- tencia del hombre. Características del culto cristiano. El culto cristiano tiene como características fundamentales las siguientes: es espiri- tual y sensible, personal y comunitario, glorificador de Dios y salvador de los hombres, terreno y escatológico. Culto espiritual y sensible. El culto inaugurado por Cris- to en la Encarnación y consumado en la Cruz consistió esen- cialmente en la oblación interna de su voluntad, con la que aceptó la voluntad del Padre con tal hondura y radicalidad, que para cumplirla asumió primero y entregó después la na- turaleza humana, que le situaba en la condición de siervo (Fil. 2, 7), y la disposición real de cumplir siempre y en todo momento la voluntad del Padre (Jn. 4, 34). Fue, pues, un cul- to con esta doble dimensión: interna (oblación de la volun- tad) y sensible (asunción y entrega, incluso cruenta, de la na- turaleza humana). En cuanto prolongación del de Cristo, el culto cristiano tiene también este carácter espiritual y sensible, tal y como manifiestan los signos sacramentales, en los que aquél se perpetúa. Se trata, en efecto, de realidades visibles (signo ex- terno: agua, pan, aceite, palabra, etc.) que contienen y comu- nican realidades invisibles (la gracia). Uniéndonos a estos ritos sagrados «en verdad y en espí- ritu», imitamos la vida de Cristo, nos hacemos oblación in- terna y externa con El, y recibimos la gracia, la cual posibi- lita convertir nuestra existencia en un acto de culto y en cumplimiento amoroso y fiel de su voluntad.
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nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt. 28, 196). El pastoreo, porque «los trabajos apostólicos se orde- nan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el Bau- tismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la Cena del Señor» (SC, 10). Por otra parte, la sacramentalización confiere eficacia, al pastoreo y a la evangelización, puesto que la liturgia impul- sa «a los fieles a que, saciados con los sacramentos pascua- les, sean concordes en la piedad» (SC, 10); y, más en concre- to, «la Eucaristía enciende y arrastra a los fieles a la apre- miante caridad de Cristo» (SC, 10). Por este motivo puede afirmar el Concilio Vaticano II que ninguna vida cristiana ni ninguna comunidad local se construye al margen de la liturgia (PO, 6), sobre todo al mar- gen de la Eucaristía; y, al contrario, una fuerte vida litúrgica y eucarística es el medio más eficaz para potenciar la evan- gelización y el apostolado, tanto a nivel personal como comunitario. Sin embargo, sería ilegítimo derivar de estas afirmacio- nes hacia un panliturgismo teórico o práctico, pues la litur- gia no agota toda la actividad eclesial ni toda la vida espiritual. No agota toda la actividad eclesial, porque «la Iglesia pro- clama a los no creyentes el mensaje de la salvación, para que todos ios hombres conozcan al Dios verdadero y a su envia- do Jesucristo y se conviertan de sus caminos haciendo pe- nitencia» (SC, 9); y «a los creyentes les debe predicar conti- nuamente la fe y la penitencia, y debe además prepararlos para los demás sacramentos, enseñarles a cumplir todo cuanto mandó Cristo y estimularles a toda clase de obras de caridad, piedad y apostolado» (Ibidem). El ministerio litúrgi- co, por tanto, presupone y exige el profético y el pastoral. Tampoco agota toda la vida espiritual, porque «el cristia- no, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar en su cuarto para orar al Padre en secreto» y «llevar siempre la mortificación de Jesús» en su cuerpo (SC, 12). Por eso, la piedad litúrgica y la piedad extralitúrgica ni se contraponen ni se excluyen, sino que se integran y potencian, según la en- señanza de Pío XII en la Mediator Dei, ratificada por el Con-
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cilio Vaticano U en la misma constitución de liturgia, al re- comendar «encarecidamente los ejercicios piadosos del pue- blo cristiano», sobre todo «las prácticas de piedad de las igle- sias particulares que se celebran por mandato de los obis- pos» (SC, 12-13), con tal de que sean «conformes a las leyes y noimas de la Iglesia», «se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos», «vayan de acuerdo con la sagrada litur- gia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan» (SC, 13).
Un punto concreto: piedad litúrgica y piedad popular
Frente a los errores doctrinales de algunos liturgistas — eminentes, a veces, en otros campos—, decía el Papa Pa- blo VI en la Evangelii nuntiandv «Tanto en las regiones don- de está establecida desde hace siglos, como en aquellas don- de se está implantando, se descubren en el pueblo expresio- nes particulares de búsqueda de Dios y de fe. Consideradas durante largo tiempo como menos puras, y a veces despre- ciadas, estas expresiones constituyen hoy el objeto de un nuevo descubrimiento casi generalizado. Durante el Sínodo, los obispos estudiaron a fondo el significado de las mismas, con un realismo pastoral y un celo admirables. »La religiosidad popular, hay que confesarlo, tiene cier- tamente sus límites. Está expuesta frecuentemente a mu- chas deformaciones de la religión, es decir, a las supersticio- nes. Se queda frecuentemente a un nivel de manifestacio- nes culturales, sin llegar a una verdadera adhesión de la fe. Puede incluso conducir a la formación de sectas y poner en peligro la verdadera comunidad eclesial. »Pero cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de la evangelización, contiene muchos valo- res. Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sen- cillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrifi- cio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen
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esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida co- tidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción. Te- niendo en cuenta esos aspectos, la llamamos gustosamente piedad popular, es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad. »La caridad pastoral debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado como jefes de las comunidades eclesiales, las nor- mas de conducta con respecto a esta realidad, a la vez tan rica y tan amenazada. Ante todo, hay que ser sensibles a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores inne- gables, estar dispuesto a ayudarla a superar sus riesgos de desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verda- dero encuentro con Dios en Jesucristo» (n. 48). Juan Pablo U ha repetido la misma doctrina en todos sus viajes apostólicos a los más variados países del mundo. Así, en su primer viaje a América, en 1979, decía en Guadalajara (México): «Esta piedad popular no es necesariamente un sen- timiento vago, carente de sólida base doctrinal, como una forma inferior de manifestación religiosa. Cuántas veces es, al contrario, como la expresión verdadera del alma de un pueblo, en cuanto tocada por la gracia y forjada por el en- cuentro feliz entre la obra de la evangelización y la cultura local. Guiada y sostenida, y si es el caso, purificada por la ac- ción permanente de los pastores, y ejercitada diariamente en la vida del pueblo, la piedad popular es de veras la pie- dad de los «pobres y sencillos». Es la manera como estos pre- dilectos del Señor viven y traducen en sus actitudes huma- nas y en todas las dimensiones de su vida el ministerio de la fe que han recibido» (Santuario de N.S. de Zapopán, 30. XI. 1979). Esta enseñanza del Concilio Vaticano II y de los últimos Papas enlaza con la praxis eclesial más remota, como ates- tiguan los grafitos de las tumbas de los mártires, la venera- ción de la Santa Cruz, el culto y veneración de las sagradas imágenes, etcétera. Además, hay que tener presente que mu- chas prácticas de piedad han brotado de una intensa vida li- túrgica y que la vida de los santos evidencia el influjo bené- fico que ejerce la piedad extralitúrgica en la piedad litúrgica.
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5. La liturgia, realidad didascálica 6
A) Constatación Desde los orígenes la liturgia ha sido, de hecho, la prin- cipal escuela eclesial para alimentar la fe y la formación del pueblo cristiano. Baste pensar, por ejemplo, en el influjo del catecumenado y en las homilías dominicales de los Santos Padres. Esta afirmación sigue siendo válida en nuestros días. En efecto, los diversos instrumentos de formación cristiana: charlas, círculos de estudio, cursos o cursillos, catequesis de adultos, revisión de vida, etcétera, llegan a sectores minori- tarios. La formación religiosa de la comunidad cristiana como tal se realiza sobre todo a través de la participación en la misa dominical y en la liturgia bautismal, funeraria y matrimonial. La Iglesia, consciente de esta realidad, ha reiterado fre- cuentemente la importancia de la liturgia como educadora de la fe del pueblo de Dios. Baste recordar las enseñanzas del Concilio de Trento, de Pío XI y del Vaticano II. Para el Concilio Tridentino «la Misa contiene una gran instrucción para el pueblo cristiano» (Ses. XXII, cap. 8). Pío XI escribía así a Dom Bernard Capelle: «La liturgia es la gran didascalía de la Iglesia». El Vaticano II ha extendido a toda la liturgia lo que Trento decía de la Misa (SC, 33).
B) Fundamentos del carácter didascálico de la liturgia La importancia didascálica de la liturgia se apoya sobre estos cuatro pilares: los contenidos, la estructura, el lengua- je y el «clima».
a) Los contenidos La liturgia no es un catecismo, un compendio del dog- ma cristiano o una escuela que imparte conceptos religiosos llenos de claridad y vigor. Ni siquiera va dirigida, intencio- nal y específicamente, a suscitar la fe. Sin embargo, la liturgia contiene, más o menos explici- tados, los grandes temas de la fe cristiana. En efecto, a lo lar- go del año celebra el entero misterio de Cristo en sus distin- tas fases: encarnación, pasión, muerte, resurrección, retor-